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100 Clásicos de la Literatura

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Tan absoluta era la confianza que inspiraba el caudillo de aquel ejército, tan ciega la fe que la nación inglesa tenía en el duque de Wellington, sólo comparable al frenético entusiasmo que en otro tiempo inspiró Napoleón a los franceses, tan acertadas medidas de defensa se habían adoptado, que la alarma era fruta desconocida, y nuestros viajeros, entre los cuales había dos de carácter excesivamente tímido, respiraban tranquilidad, como suelen respirarla los turistas ingleses, viajen por donde viajen. El famoso regimiento, cuya oficialidad conocemos en gran parte, embarcó en lanchones que lo transportaron por los canales a Brujas y a Gante, desde donde hubo de encaminarse a Bruselas. Joseph acompañó a las señoras, embarcando en barcas dedicadas al servicio público, acerca de cuyo lujo y excelente trato se han hecho lenguas todos los escritores ingleses que han viajado por Flandes. Afirman que un viajero inglés, que había ido con ánimo de pasar en Bélgica una semana, embarcó en una de las barcas en cuestión, y quedó tan encantado del trato que allí le dieron, que se pasó la vida haciendo viajes desde Brujas a Gante y desde Gante a Brujas, hasta que fueron inventados los ferrocarriles. En el último viaje que hizo la barca se tiró de cabeza al canal y se ahogó. No tuvo fin tan dramático la vida de Joseph, pero también quedó encantado de la mesa de la barca, opinión que compartió la comandanta O’Dowd, la cual le repetía a cada paso que su felicidad sería completa si la compartiese con su hermana Glorvina. Nuestro excelente administrador se pasaba el día entero sentado sobre la techumbre de su camarote, bebiendo cerveza flamenca, llamando a su criado Isidoro, y dirigiendo galanterías a las señoras.

Su valor era prodigioso.

—¡Que nos ataque ese fantasmón de Boney!… ¿Y qué? —decía—. No tengas miedo, mi pobre Amelia, que no corremos el menor peligro. Dentro de dos meses estarán los aliados en París, te lo juro, y, ¡por Dios vivo!, que he de llevarte a comer al Palais Royal. En este momento penetran en Francia trescientos mil rusos por Maguncia y el Rin… ¡trescientos mil rusos!… ¿qué te parece?, mandados por Wittgenstein y Barclay de Tolly… Tú no entiendes palabra de asuntos militares, querida mía, pero yo, que soy competente en la materia, te aseguro que no hay en Francia infantería capaz de oponerse a la infantería rusa, ni fantasmones como Boney que valgan ni para descalzar a Wittgenstein. Tenemos, además, los austríacos, que suman quinientos mil hombres como uno solo, y se encuentran a diez jornadas de la frontera, mandados por Schwartzenberg y el príncipe Carlos. Y ¿qué diremos de los prusianos, que obedecen las órdenes del gran príncipe Marshal? ¡Anda!… ¡Vete buscando por el mundo caballería comparable a ésa, hoy que ya no anda por la tierra Murat!… ¿Qué me dice usted, señora O’Dowd? ¿Tiene motivos para estar intranquila nuestra muñequita? ¿No sería ridículo tener miedo, Isidoro? ¿No?… ¡Mira!… Tráeme más cerveza.

Contestó la señora O’Dowd que su hermana Glorvina no tenía miedo a ningún hombre vivo, y mucho menos a ningún francés, y para dar mayor fuerza a su expresión, echó entre pecho y espaldas una jarra de cerveza, que debió saberle muy bien a juzgar por la mueca de satisfacción que hizo.

Habituado ya a la presencia del enemigo, o, en otras palabras, al trato de las señoras, Joseph había perdido casi toda su timidez prístina, y solía ser decidor y ocurrente, sobre todo cuando las libaciones excitaban su locuacidad. Llegó a ser el favorito del regimiento, pues se conquistó las simpatías generales tratando con suntuosidad a los oficiales y divirtiéndolos con sus aires y posturas bélicas. George decía con mucha frecuencia que era el elefante de su regimiento, aludiendo a la costumbre tan generalizada en los regimientos ingleses de llevar un macho cabrío, o bien un venado, o un canguro, al frente de la unidad armada, en todas las marchas.

Comenzaba George a avergonzarse de la sociedad en la cual se había visto precisado a presentar a su mujer, y decidió, haciéndolo saber a Dobbin, con no poca satisfacción de este último, pasar lo más pronto posible a otro cuerpo, a fin de que Amelia no alternase con sociedad tan vulgar. Sin embargo, la vulgaridad de avergonzarse de una sociedad cualquiera es más común entre los hombres que entre las mujeres, excepción hecha de las damas de alta alcurnia, que también suelen incurrir en ella, y Amelia, de natural franco y sencillo, no participó de la vergüenza que su marido tomaba por delicadeza propia de toda persona de refinada educación. Así, por ejemplo, la pluma de gallo que adornaba el sombrero de la comandanta y el descomunal reloj que pendía de su cuello, regalo de boda de su padre, sacaban de sus casillas a George, quien los tomaba como signo de ordinariez, al paso que Amelia, aunque confesaba que eran extravagancias, no llegaba por ello a avergonzarse de la compañía de la señora O’Dowd.

Para el viaje que hacían, y que han hecho casi todos los ingleses de alta y mediana categoría, habría sido fácil encontrar compañía más instructiva que la de la señora O’Dowd, pero no más entretenida.

—¡Vaya unos canales y vaya unas barcas, querida! —decía—. Hay que ver los que unen a Dublin con Ballinasloe… ¡Aquéllos son canales y aquéllas son barcas!…

Pues ¿y los ganados? En el mundo no los hay más hermosos. Mi padre ganó una medalla de oro con una vaca de cuatro años de edad, de cuya carne comió el mismo ministro; ejemplar como aquél ni le ha visto este país ni le verá.

Joseph, aficionado a las buenas carnes, dijo, exhalando un suspiro, que carnes como las de Inglaterra, que ofreciesen tan admirable combinación de gordo y de magro, no las había en el mundo.

—Excepción hecha de Irlanda —replicó la comandanta, que hizo mil comparaciones de las cuales salía siempre favorecida su nación.

Los partidarios de cerrar el libro de la historia y de fantasear sobre lo que debió ocurrir en el mundo, y hubiese ocurrido seguramente de no haber sobrevenido tal o cual incidente o circunstancia desdichada, se habrán dicho con frecuencia a sí mismos que Napoleón no pudo haber escogido peor tiempo para regresar de Elba y para obligar a sus águilas a emprender el vuelo desde el golfo de Saint John a las torres de Nôtre Dame. Los historiadores de nuestro bando aseguran que los ejércitos de las potencias aliadas estaban en pie de guerra y dispuestos a acabar con el emperador tan pronto como tuvieran noticia de su reaparición. Los soberanos reunidos en Viena para modelar a su antojo los reinos de Europa se hallaban tan divididos por muchas y muy graves causas de discordia, que los ejércitos empleados para aniquilar a Napoleón habrían reñido fieras batallas entre sí de no haber puesto tregua a los odios el regreso de quien era el blanco de todas las animosidades y temores de Europa. Tenía este monarca un ejército nutrido y fuerte, dispuesto a entrar en lid porque se había apropiado de Polonia y quería conservarla; aquél porque había robado la mitad de Sajonia y no estaba dispuesto a desprenderse de su adquisición; y el de más allá porque miraba con ojos codiciosos a Italia. Las protestas de los unos contra la rapacidad de los otros eran constantes y agrias, y es bien seguro que si el Corso hubiera tenido paciencia bastante para esperar tranquilo en su prisión a que las potencias se agarrasen por las orejas, nadie le habría impedido volver y reinar sin molestias. Pero ¿qué habría sido entonces de nuestra historia y de la de nuestros amigos? ¿Qué sería del mar si una tras otra se secasen las gotas de agua que lo forman?

Mientras tanto, deslizábase la vida y se sucedían las distracciones y placeres como si no hubieran de tener nunca fin ni existieran enemigos en lontananza. Cuando llegaron nuestros viajeros a Bruselas, donde debía quedar el regimiento, se encontraron hospedados en una de las pequeñas capitales de Europa más alegres y brillantes, en uno de los centros más animados y esplendorosos de la feria de las vanidades. Se jugaba mucho y se bailaba más, se daban banquetes con profusión bastante para saciar a un gourmand tan insaciable como Joseph, funcionaban teatros donde hacía las delicias de los aficionados el portentoso Catalani, se organizaban tentadoras excursiones a caballo, ricas en esplendor marcial, y, por añadidura, la ciudad, abundante en edificios antiguos y en vestidos y costumbres exóticas, hacía las delicias de Amelia y de los que, como ésta no habían salido nunca de su patria. No es, pues, de admirar que Amelia durante unas cuantas semanas —período en el cual el matrimonio se alojó confortablemente en una espléndida y lujosa mansión costeada a medias con Joseph—, objeto de las atenciones más cariñosas de su marido, siempre pródigo tratándose de dinero, y en pleno goce de las dulzuras de la luna de miel, se tuviese por la más feliz de todas las recién casadas de Inglaterra.

Cada día nuevos placeres, nuevas diversiones. Hoy había que visitar una iglesia, mañana un museo de pinturas; por las tardes, los alrededores de la ciudad ofrecían mil encantos al viajero; por la noche, la ópera era plausible pretexto para presentarse en el teatro esplendente de lujo. Las bandas de los regimientos tocaban a todas horas. Inmensas muchedumbres inglesas concurrían al parque, convertido en lugar de festival militar perpetuo. Juraba George que iba contrayendo hábitos caseros porque todas las noches llevaba a su mujer a un restaurante diferente, y de aquí a algún otro sitio de recreo; en cuanto a Amelia, ¿no era bastante que George la atendiese como la atendía para hacerla feliz? Las cartas que a su madre escribía respiraban alegría y dicha. Su marido le compraba encajes, vestidos, joyas… ¡Oh!… ¡Sin disputa era el mejor, el más dulce, el más generoso de los hombres!

La vista de tantos señores y de tantas damas de las más elevadas clases sociales como pululaban por la ciudad y llenaban los sitios públicos, era el encanto del alma de George, esencialmente inglesa. Habíanse despojado de la frialdad y altivez insolente de modales que con frecuencia caracterizaban a los grandes en su patria, y tenían la condescendencia de alternar con el resto de los mortales que en la capital de Bélgica moraban. Una noche, en una recepción dada por el general de la división de que formaba parte el regimiento de George, tuvo éste el alto honor de bailar con la ilustre Blanca Thistlewood, hija de Lord Bareacres, a la cual acompañó hasta el carruaje y obsequió con finura que no habría rebasado su propio padre. Al día siguiente la visitó en su casa, la acompañó en su paseo por el parque y la invitó a un banquete que serviría el restaurante más lujoso, teniendo el placer inmenso de ver aceptada su invitación. Lord Bareacres, prócer menos orgulloso que aficionado a los buenos bocados, no era capaz de rehusar una comida.

 

—Supongo que no asistirán a la comida más señoras que nosotras —dijo la mamá de Blanca, luego que reflexionó sobre una invitación aceptada con precipitación algún tanto excesiva.

—¡Dios mío… mamá! —exclamó Blanca—. ¿Supones, por ventura, que va a llevar a la comida a su esposa? Los hombres son tolerables, pero las mujeres…

—Son recién casados, y su mujer, según he oído, es endiabladamente hermosa —terció el conde.

—Mira, Blanca —dijo la madre—, puesto que tu papá quiere ir, claro está que iremos, pero, una vez en Inglaterra, comprenderás que no conoceremos a esas gentes.

Nuestros aristócratas, aunque resueltos a no conocer a George en la calle Bond, aceptaron su banquete y fueron lo bastante condescendientes para hacerle pagar el obsequio, bien que sin menoscabo de su dignidad, de la que dieron pruebas haciendo pasar un rato pésimo a Amelia y excluyéndola cuidadosamente de la conversación general. Esta clase de dignidad la conoce y practica admirablemente la dama inglesa de alta alcurnia. El filósofo que frecuenta la feria de las vanidades hace observaciones muy sabrosas acechando el trato que las damas encopetadas dispensan a otras señoras de condición más humilde.

El banquete, que costó a George una cantidad muy respetable, fue la fiesta más aburrida de cuantas alegraron la luna de miel de Amelia. En la carta que escribió a su mamá haciendo historia del festín, mencionó una porción de detalles a cual más desagradables, tales, por ejemplo, como los siguientes: la condesa de Bareacres ni le dirigió la palabra ni contestó a las suyas; Blanca la examinó detenidamente a través de los cristales de sus impertinentes, y lord Bareacres, al despedirse, opinó que la comida había sido cara y mala. Esto no obstante, con tal insistencia habló la señora Sedley de que la condesa de Bareacres era amiga íntima de su hija y a tantas personas contó que su yerno sentaba a su mesa títulos, lores y pares del reino, que la nueva llegó a oídos del viejo señor Osborne.

Los que hoy conocen al teniente general sir George Tufto, Comendador de la Orden del Baño, y han tenido ocasión de verle recorriendo a paso de carga el Pall Mall, golpeando; con su fusta sus botas de montar, o bien oprimiendo los lomos de un soberbio caballo zaino, o guiando un coche en el parque, los que conocen al actual sir George Tufto, reconocerían difícilmente en él al temerario oficial de la guerra peninsular o de la batalla de Waterloo. Hoy ostenta una cabellera abundante, de color castaño, y naturalmente rizada, unas cejas perfectas, negras como el ébano, y unas patillas soberbias de hermoso tono rojo, pero en el año de 1815 era calvo, rubio ceniciento. Próximo a cumplir los setenta años de edad (hoy tiene los ochenta), su cabello, del que quedaban contados vestigios completamente blancos, brotaron súbitamente lozanos, espesos, rizados y de color castaño, sus cejas se tornaron negras y sus patillas rojas. Malas lenguas afirman que el color es artificial y la cabellera, que nunca crece, peluca. Dice Thomas Tufto, con cuyo padre regañó el general hace una porción de años, que mademoiselle Jaisey, del Teatro Francés, arrancó la peluca a su abuelo, encontrándose entrambos en el saloncito verde del teatro; pero téngase en cuenta que Thomas es exagerador y envidioso reconocido, y… que la peluca del general nada tiene que ver con nuestra historia.

Nuestros amigos habían salido un día a admirar el Hôtel de Ville de Bruselas, muy inferior, según juró la comandanta O’Dowd, a su casa solariega de Glenmalony. A su paso por el mercado de flores, vieron que un militar de alta graduación, seguido por su ordenanza, montado como él, desmontaba y compraba el ramo más hermoso que pueda adquirirse con dinero. El militar entregó el ramo a su ordenanza, montó de nuevo y desapareció, revelando viva satisfacción.

—¡Hermoso caballo! —exclamó George—. ¿Quién será el jinete?

—Si hubiese usted visto el de mi hermano, el que ganó la copa de…

—Es el general Tufto —interrumpió el comandante—, que manda la división de caballería… A los dos nos hirieron en la misma pierna en Talavera.

—¡El general Tufto!… —exclamó George—. Entonces, mi querida Amelia, ya tenemos con nosotros a los Crawley.

Amelia sintió tristeza en el corazón… sin poder explicarse por qué. Parecióle que el sol perdía de súbito parte de su brillo; los edificios le parecieron menos elevados y suntuosos, las calles menos pintorescas.

Capítulo XXIX

Bruselas

Había alquilado Joseph un tronco para su carruaje descubierto, tronco muy aceptable, gracias al cual, y al elegante vehículo que llevara de Londres, hacía en los paseos de Bruselas un papel muy tolerable. George compró también un caballo de silla, que montaba en sus paseos particulares. Con mucha frecuencia, él y Dobbin cabalgaban a las portezuelas del carruaje de Joseph, ocupado por éste y Amelia.

El día que siguió a la breve conversación que cerró el capítulo anterior, nuestros amigos salieron a dar su acostumbrado paseo por el parque, y pudieron comprobar la exactitud de la observación de George referente a la llegada de los Crawley. En el centro de un grupo de jinetes formado por las personas más distinguidas de Bruselas, vieron a Becky, luciendo elegantísimo traje de amazona, y manejando a la perfección un corcel árabe. Cabalgaba a su lado el galante general Tufto.

No se acercó Becky al carruaje, pero no bien reconoció a Amelia, sonrió con gracia, hizo una inclinación de cabeza, besó las yemas de sus dedos y los agitó en dirección a las personas que lo ocupaban y continuó su conversación con el general.

—¿Quién es ese oficial de la gorra llena de bordados de oro? —preguntó el general. Becky contestó que se trataba de un alto funcionario del servicio de las Indias.

Destacóse Rawdon Crawley del grupo y se acercó al coche, donde estrechó efusivamente la mano de Amelia y le dirigió breves frases amistosas. Saludó a continuación a Joseph, y por último clavó con tal insistencia sus miradas en la comandanta O’Dowd y en las plumas de gallo de su sombrero, que la buena señora creyó de buena fe que acababa de hacer una conquista.

George, que había quedado un poquito rezagado, acudió corriendo con Dobbin, no sin antes saludar con el sombrero a los augustos personajes del grupo, entre los cuales George distinguió en el acto a Becky. Vio George con vivo placer a Rawdon acodado sobre la portezuela y hablando familiarmente con Amelia, y saludó con gran cordialidad al ayudante de campo del general. Entre Rawdon y Dobbin solamente se cruzaron ligeras inclinaciones de cabeza.

Dijo Rawdon a George que estaba hospedado, con el general Tufto, en el hotel del parque; George, por su parte, hizo prometer a su amigo que le visitaría sin tardanza.

—¡Cuánto siento que no estuviera usted aquí tres días antes! —exclamó—. Di una comida a lord Bareacres, a la condesa y a la señorita Blanca… Fue una fiesta espléndida, pero lo habría sido más si a ella hubiese asistido usted.

Despidiéronse George y Rawdon: éste se incorporó al brillante escuadrón que se perdía al trote hacia el final de la alameda, y George y Dobbin ocuparon sus puestos a uno y otro lado del carruaje.

La aparición en Bruselas de nuevos personajes dio materia a la conversación de nuestros amigos durante el paseo. Aquella noche asistieron al teatro, que parecía trasplantado de Londres a Bruselas. No se veían más que caras inglesas y las toilettes que han ganado a la mujer inglesa su fama de elegancia. No fue de las menos compuestas la comandanta O’Dowd; sus brillantes falsos eclipsaban el esplendor de los decorados de la sala. Su presencia desatinaba a George, pero fuerza era tolerarla.

—Indudablemente te ha sido muy útil —decía George a su mujer, a la que varias veces dejó sin el menor escrúpulo en compañía de la comandanta—, pero no podré decirte cuan contento estoy de que haya llegado Becky. En ésta tendrás una amiga antigua, digna de ti, y no necesitando ya a esa condenada irlandesa, sin inconveniente la alejaremos de nosotros.

Amelia no contestó.

El coup-d’oeil que ofrecía el Teatro de la Ópera de Bruselas no pareció a la señora O’Dowd tan elegante como el del teatro de la calle Fishamble de Dublin, ni la música francesa podía compararse con las melodías de su país natal. Durante la función, favoreció a sus amigos con estas opiniones, formuladas con voz recia.

—¿Quién es la portentosa mujer sentada junto a Amelia Rawdon? —preguntó una señora que ocupaba un palco frontero al de nuestros amigos.

—¿La que lleva no sé qué adorno amarillo en su turbante, un vestido rojo rabioso y un reloj descomunal? —preguntó el interpelado.

—¿La inmediata a esa divinidad vestida de blanco? —terció un caballero de edad mediana, sentado junto a la que hiciera la primera pregunta.

—Esa divinidad vestida de blanco es mi amiga Amelia, general… ¡Válgame Dios, y qué calaverón es usted! Repara usted en todas las mujeres bonitas.

—Se engaña usted, Becky… Una sola me tiene trastornado.

Becky golpeó cariñosamente al general con el ramo de flores que llevaba en la mano.

Durante la representación, Becky, viendo que Amelia la estaba mirando, le envió un beso con los dedos. La comandanta creyó que la cortesía era para ella, y contestó con una inclinación exagerada y una sonrisa tan llena de gracia, que echó a Dobbin del palco mascullando maldiciones.

Terminado el acto, George salió del palco con objeto de ofrecer sus respetos a Becky. En el pasillo encontró a Rawdon, con quien cambió algunas frases referentes a los sucesos de los quince días últimos.

—¿Pagaron mi cheque? —preguntó George.

—En el acto… Ya sabe usted que a todas horas estoy dispuesto a darle el desquite… ¿Se ha amansado su padre?

—Todavía no, pero se amansará. Además, ya sabe usted que me corresponde parte de la fortuna personal de mi madre… ¿Y la tía? ¿Varió de actitud?

—Veinte libras esterlinas me envió la condenada vieja… ¿Cuándo nos vemos? El general come fuera los martes… ¿Tiene disponibles los martes? Un consejo: diga a Sedley que se afeite el bigote… Con su bigote y con esos endemoniados entorchados en su casaca hace una facha estupenda… Adiós… Procure no faltar el martes.

A medias agradó a George ir a comer con el matrimonio el día que el general comía fuera.

—Voy a saludar a su señora —dijo.

—¡Hum!… —respondió Rawdon—. Como usted quiera.

Dos oficiales que acompañaban a Rawdon, y que eran como él ayudantes del general, cambiaron miradas de inteligencia.

George llamó con los nudillos a la puerta del palco.

—Entrez —respondió una voz argentina.

Nuestro amigo se encontró en presencia de Becky, la cual tendió sus dos manos al recién venido. El general miró a éste con ceño, como diciendo:

—¿Quién diablos es este hombre?

—¡Mi querido capitán George! —exclamó Becky—. ¡Qué alegría!… ¡General, le presento a mi capitán George, de quien tantas veces me ha oído usted hablar!

—Es verdad —contestó el general, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿En qué regimiento sirve el capitán George?

George mencionó el regimiento.

—Recién llegado de las Indias… ¡Pocos servicios ha prestado ese regimiento en la última guerra!… ¿De guarnición aquí, capitán George? —interrogó el general con insoportable altanería.

—¡No es el capitán George, sino el capitán Osborne! —increpó Becky.

El general paseaba furioso la vista de uno a otro de sus interlocutores.

—Capitán Osborne… sí… recuerdo. ¿Pariente de los lores Osborne?

—Las armas de los lores Osborne son las nuestras —respondió George.

 

No mentía: su padre, previa consulta con un rey de armas, tomó las de los lores en cuestión, cuando se permitió tener carruaje propio, quince años antes.

Nada replicó el general. Tomó su anteojo (no se habían inventado todavía los gemelos) y fingió que examinaba el teatro, pero Becky advirtió que lejos de ser la sala el objeto de sus miradas, tenía puestos los ojos en ella y en George.

Becky redobló las muestras de cariño.

—¿Cómo está mi querida Amelia? Pero a bien que no necesito preguntarlo; está divina, encantadora… Pero ¿quién es esa dama que la acompaña? ¡Ah! Allí veo al señor Sedley tomando un helado. General… no ha tenido usted la atención de traer unos cuantos helados.

—¿Pretende usted que salga a buscarlos? —replicó el general con rabia.

—Yo iré, si me lo permiten —dijo George.

—No; iré yo a saludar a Amelia en su palco… Deme usted el brazo, capitán George.

Sin esperar contestación, Becky asió el brazo de George y salió al pasillo. Una vez solos, dirigió a George una mirada expresiva que quería decir: «¿No advierte usted cómo me burlo de él?». Pero George, lejos de interpretarla en ese sentido, la tomó como manifestación de los efectos que producían sus seducciones.

Las maldiciones que a media voz lanzó el general al ver que Becky salía con el capitán fueron de tal calibre, que no me atrevo a estamparlas con letras de molde. Brotaron del corazón del general, siendo lo inconcebible que un corazón humano pueda engendrar y arrojar tan enorme cantidad de furia, de rabia y de odio.

También los lindos ojos de Amelia se habían fijado con ansiedad en la pareja cuya conducta en tanto grado excitaba la rabia del general. Una vez en presencia de su amiga, Becky cayó en sus brazos cediendo a un arrebato de ternura entusiasta; saludó luego muy cariñosamente a Joseph, admiró la elegancia de la señora O’Dowd, charló, rio, y cuando llegó la hora de alzarse el telón para el segundo acto, volvió a su palco, pero apoyándose en el brazo de Dobbin, porque no quería privar, así lo hizo constar, a su queridísima Amelia de la compañía de su marido.

—¡Esa mujer es una farsante! —dijo Dobbin a George, a su regreso del palco del general—. Habla, ríe, se agita, se mueve como una culebra… ¿No has observado su comedia?… Todo su juego mientras estaba con nosotros estaba destinado al general, que la miraba desde el palco de enfrente.

—¡Una farsante! ¡Una comedia! ¿De qué estás hablando? ¡Es la mujer más encantadora de la creación! —replicó George sonriendo y atusándose el bigote—. No entiendes de estas cosas, mi pobre amigo Dobbin… ¡Mírala… mírala… cómo ríe!… ¡Con qué gracia!… ¡Y qué hombros tiene!… ¿Cómo no luces un ramo, Amelia? Todo el mundo los tiene.

—¡Me gusta la pregunta! —exclamó la comandanta—. ¿Por qué no se lo ha comprado usted?

Amelia y Dobbin le dieron las gracias por la respuesta, que no pudo ser más oportuna.

El resto de la noche se pasó en silencio casi completo. Amelia se sentía eclipsada por su rival.

—¿Cuándo te decides a renunciar para siempre al juego, como mil veces me has prometido, George? —preguntó Dobbin a su amigo, algunos días después de los sucesos que quedan narrados.

—Y tú, ¿cuándo te decidirás a renunciar para siempre a tus sermones? —replicó George—. ¿Por qué te alarmas, puritano del diablo? Jugamos a un tanto muy moderado. Anoche, sin ir más lejos, gané… ¿Serás capaz de suponer que Crawley me hace trampas? Cuando se juega sin desventaja, a fin de año quedan niveladas las ganancias y las pérdidas.

—No diré que haga trampas, pero sí que no podrá pagar si pierde —contestó Dobbin.

Huelga decir que el consejo de Dobbin produjo el efecto que en casos análogos suelen producir esa clase de consejos. George y Rawdon estaban a todas horas juntos. El general Tufto rara vez comía en el hotel, y George era siempre cariñosamente recibido en las habitaciones (contiguas a las del general) que en el establecimiento ocupaban el ayudante de campo y su mujer.

La actitud de Amelia cuando con su marido visitaba a Becky era tal, que estuvo a punto de provocar la primera discusión seria en el matrimonio. George gruñó con aspereza a su mujer por la repugnancia manifiesta que mostraba en ir a ver a su antigua amiga, y por el tono arrogante y desdeñoso con que la trataba. No replicó Amelia, pero las miradas de cólera del marido y las inquisitivas de Becky sólo sirvieron para acentuar la animadversión declarada harto evidentemente en la primera visita.

Becky, lejos de darse por ofendida, redoblaba su cariño a medida que aumentaba la frialdad de Amelia.

—No parece sino que Amelia se ha hecho más orgullosa desde que el nombre de su padre fue… desde la desgracia del señor Sedley —dijo un día Becky a George—. Mientras vivimos en Brighton, creo que me dispensó el honor de estar celosa de mí, y ahora, supongo que es para ella motivo de escándalo que Rawdon y yo vivamos juntos con el general… ¿No comprende, la infeliz, que nosotros carecemos de fortuna bastante para vivir de nuestras rentas? Además: ¿no ve que mi Rawdon es bastante talludito para saber cuidar del honor de su mujer?

—¡Celos… bah! —exclamó George—. Todas las mujeres son celosas.

—Y todos los hombres, amigo George. ¿No le inspiró a usted celos el general Tufto, y usted al general Tufto, la noche que nos encontramos en el teatro? ¡Friolera! ¡Creí que me comía por haber tenido el atrevimiento de colgarme de su brazo para ir a visitar a su mujercita de usted, tan buena como locuela! Los dos estaban celosos… ¡como si para mí fueran algo!… ¿Quiere usted comer conmigo? Mi dragón come hoy con el general… Han llegado noticias sensacionales… Parece que los franceses han cruzado la frontera… Será una comida tranquila… en familia.

Aceptó George la invitación, aunque su mujer se encontraba delicada. Llevaban seis semanas de matrimonio. Una mujer, que no era la suya, se burlaba de la que llevaba su apellido, sin que sus burlas le molestasen. Cierto que ni consigo mismo sabía enfadarse nuestro acomodaticio amigo, aunque él mismo se confesaba que su comportamiento era sencillamente vergonzoso… Pero si un hombre encuentra en su camino una mujer bonita, ¿qué ha de hacer? ¿No es natural que recoja lo que a la mano se le viene? Los laureles más gloriosos son los que se conquistan en los campos de batalla, pero, excepción hecha de ésos, los que más honran al hombre son los cosechados en lides amorosas. Si ésta no fuera la creencia general, ¿se habría hecho tan popular Don Juan en la feria de las vanidades?

Quedamos en que George, que abrigaba el firme convencimiento de que era conquistador irresistible, lejos de oponer resistencia a los fallos de la suerte, los aceptaba con viva complacencia. Como Amelia no le mortificaba con sus celos, aunque éstos la hacían muy desgraciada y sufría en secreto, George llegó a imaginar que ni sospechaba siquiera lo que todo el mundo sabía, es decir, que hacía una corte descarada a la señora de Crawley, y que ésta coqueteaba con él desesperadamente. La acompañaba en sus paseos cuantas veces la dejaban libre el general o su marido; pretextaba servicios militares que le obligaban a pasar en el cuartel noches que, en realidad, perdía, juntamente con el dinero, jugando con el marido y meciéndose en la dulce ilusión de que la mujer estaba muerta de amor por él. Es posible que esta digna pareja no conspirase verbalmente para sorber ella el seso al joven capitán, mientras él le sorbía el dinero; pero si no hubo acuerdo verbal, es lo cierto que lo hubo tácito.