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100 Clásicos de la Literatura

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La madre creyó conveniente festejar la llegada de la recién casada ofreciéndole no sé qué obsequio, y a este efecto, pasada la primera efusión sentimental, bajó a la cocina y dio las órdenes oportunas para preparar un té solemne. Cada persona tiene su sistema especial para exteriorizar su cariño, y la señora Sedley creyó que un poquito de mermelada y una taza de rico té sería refrigerio muy del agrado de Amelia.

Mientras en las regiones bajas de la casa se hacían estos preparativos, Amelia salió del recibimiento, subió escaleras arriba y se encontró, casi inconscientemente, en el cuartito que ocupaba antes de su matrimonio, sentada en la misma silla donde pasara tantas horas de ansiedad y de amargura. Parecióle la silla una amiga antigua, y maquinalmente empezó a pensar en su situación de una semana antes y en el lapso anterior a esa semana. ¡Siempre volviendo atrás las miradas, siempre suspirando por algo que, una vez obtenido, deja dudas y tristezas en vez de dejar placer! Ésta era la suerte de nuestra linda amiguita, peregrina dulce e inofensiva lanzada entre las turbas que se agitan, y luchan y hieren en la feria de las vanidades.

Sentada en aquella silla, evocó la imagen de George, ante la cual tantas veces cayera de rodillas antes de su matrimonio. ¿Se confesó a sí misma que el hombre real distaba mucho de parecerse al soberbio héroe que había adorado? Probablemente no, que el hombre debe valer muy poco, y son precisos años, muchos años, para que el orgullo y la vanidad de una mujer permitan a ésta hacerse confesión semejante. A continuación creyó ver los brillante ojos verdes de Becky y su falsa sonrisa, y gradualmente la fue invadiendo aquella melancolía que la devoraba el día que su doncella le llevó la carta de George reiterando su palabra de matrimonio.

Contempló la camita, blanca como la nieve, que era suya breves días antes, y sintió anhelos de pasar en ella aquella noche, para despertar, al siguiente día, al sentir el beso que todas las mañanas recibía de su madre sonriente. Luego pensó con espanto en el gran pabellón de damasco que envolvía el lecho descomunal que la esperaba en su suntuosa alcoba de la fonda de la plaza Cavendish… ¡Oh, inmaculada camita blanca! ¡Cuántas noches interminables fuiste testigo y recipiente de sus lágrimas! La pobrecilla cayó de rodillas junto a la cama, y allí, su alma hermosa, timorata, herida cruelmente, pero llena de amor todavía, buscó consuelos donde nunca pensó que pudiera encontrarlos. Tuvo hasta entonces fe ciega en el amor, y ahora, su corazón triste, lacerado, desilusionado, experimentaba la necesidad de otros consuelos.

¿Tenemos, por ventura, derecho a repetir, y ni siquiera a escuchar sus plegarias? No, hermano querido; son secretos que respetaremos, aparte de otras razones, porque no caen dentro de los terrenos de la feria de las vanidades, únicos que se permite recorrer nuestra historia.

Diremos, empero, que, cuando anunciaron que el té estaba servido, nuestra buena Amelia descendió al comedor muy consolada, sin desesperar de su suerte, sin deplorar lo hecho, sin acordarse de la frialdad de George ni de los destellos de los verdes ojos de Becky. Bajó, y besó a su padre, y habló con él mucho y muy alegremente, haciéndole pasar un rato feliz como el mísero caballero no lo había pasado en muchos meses. Sentóse al piano que Dobbin compró para ella y tocó y cantó sus romanzas favoritas. Afirmó que el té era excelente y celestial la mermelada. Viendo contentos a todos, contenta se retiró ella a la fonda, y durmió en la gran alcoba un sueño reposado y tranquilo, que interrumpió George al llegar del teatro.

De más importancia eran los negocios que al día siguiente tenía que evacuar George. Apenas llegado a Londres, había escrito a los agentes de su padre anunciándoles que tendría la satisfacción de celebrar una conferencia con ellos el día de referencia. La cuenta de la fonda, sus pérdidas al billar y las cantidades que los naipes habían hecho pasar desde sus bolsillos a los de Rawdon, tenían casi exhausta su bolsa, y necesitaba municionarse antes de emprender la marcha. Retiraría, pues, las dos mil libras esterlinas que de orden de su padre debían entregarle. Constituían su recurso único, es cierto, mas no era de esperar que la cólera de su padre durase mucho tiempo. ¿Qué padre es bastante duro para no ablandarse ante un hijo de los méritos y virtudes de George? Además, aun suponiendo que la indignación del viejo perdurara, suponiendo que el recuerdo de los méritos de nuestro elegante capitán no la disipasen, resuelto estaba a distinguirse tan prodigiosamente en la próxima campaña, que sus gloriosas hazañas henchirían de santo orgullo el corazón del autor de sus días y no dejarían en él ni el hueco más insignificante para el resentimiento. ¿Que no ocurría así? ¡Bah! Mil caminos francos y expeditos le ofrecía el mundo, podía muy bien variar su suerte en el juego, mirarle con mayor cariño que hasta entonces las cartas, y en todo caso, dos mil libras esterlinas dan mucho de sí.

Envió a Amelia en carruaje a la casa de su mamá, con órdenes estrictas y carta blanca para comprar cuanto la señora de George Osborne pudiese necesitar en vísperas de emprender un viaje por el extranjero. Como no disponían más que de un día para realizar las compras, dicho se está que éstas les embargaron el día entero. Amelia lo pasó feliz, pues no hay mujer insensible al placer de correr de tienda en tienda, de ver, de comprar, de admirar cosas bonitas. Obediente a los órdenes de su marido, hizo muchas compras, demostrando un gusto perfecto y un instinto maravilloso de la elegancia.

La guerra alarmaba poco a nuestra simpática Amelia. Bonaparte sería aplastado casi sin lucha: todos los días salían barcos llenos de hombres del mundo elegante y de damas distinguidas con rumbo a Bélgica, y más parecía que emprendían un viaje de recreo que no que iban a una guerra. La prensa se mofaba de la intentona diciendo que el Corso no resistiría un segundo la acometida de los ejércitos aliados, dirigidos por un genio como el inmortal Wellington. Para Amelia, Bonaparte era un desgraciado digno del más profundo menosprecio: en suma; ella y su madre disfrutaron lo indecible el día que dedicaron a compras, y la primera fue admirada por su distinción en los numerosos comercios de lujo que debió visitar.

Mientras tanto, George se dirigía a Bedford Row y penetraba en las oficinas del señor Higgs como amo y señor de todos los escribientes de rostro pálido que en diferentes mesas estaban emborronando papeles. Mandó que avisasen al principal con tono altivo y protector, cual si el abogado-notario, que tenía quince veces más talento que él, cincuenta veces más dinero, y sobre mil veces más experiencia, fuera un pobre hombre obligado a dejar inmediatamente todos los asuntos para ponerse a las órdenes del eminente capitán Osborne. No reparó en las sonrisas burlonas que animaron las caras de todos los empleados, desde la del jefe del personal hasta la del último ordenanza, al verle medio tumbado en un sillón, golpeando su reluciente bota con el bastón y pensando que toda aquella chusma era una legión de pobres diablos. ¡Ignoraba que aquella chusma de pobres diablos estaba muy al tanto del estado de sus asuntos; no sabía los sabrosos comentarios que a costa suya habían hecho en tabernas y cervecerías!

Acaso creía George, cuando le introdujeron en el despacho del señor Higgs, que este caballero tenía encargo de entregarle de parte de su padre algún mensaje o promesa de reconciliación; es posible que el continente desdeñoso y altanero que dio a su persona obedeciese a su deseo de manifestar entereza y resolución: si así fue, sus arrogancias chocaron con la frialdad e indiferencia del abogado-notario, resultando altamente ridículas.

El señor Higgs, que escribía, o fingía que escribía, cuando entró en su despacho el capitán, díjole sin mirarle:

—Tenga la bondad de tomar asiento, caballero; dentro de un momento despacharemos su asuntillo… Señor Poe… hágame el favor de traer esos documentos.

Y continuó escribiendo.

Luego que el señor Poe hubo traído los documentos que había de firmar George, prosiguió el notario:

—¿Desea usted adquirir valores con la cantidad, o prefiere disponer de ella en un cheque?; si prefiere un cheque, se lo firmaré en el acto. Uno de los ejecutores testamentarios de su difunta madre se halla fuera de la ciudad, pero mi cliente desea terminar este asunto lo antes posible.

—Deme usted un cheque, caballero —contestó con tono avinagrado el capitán.

Luego que hubo salido George, dijo el señor Higgs a Poe:

—Antes de dos años, está en la cárcel ese muchacho.

—¿No le parece que el señor Osborne acabará por ablandarse?

—Nunca he visto que un monumento de granito se ablande.

—Realmente camina muy de prisa. Una semana lleva apenas de casado, y ya le he visto acompañando a la artista Highflyer en su coche.

El cheque recibido por George era pagadero en la casa de banca de nuestros amigos Hulker y Bullock, sita en la calle Lombard, hacia donde aquél dirigió sus pasos. Quiso la casualidad que se encontrase junto al cajero nuestro antiguo conocido Frederick Bullock, el cual, al ver al capitán, se retiró al rincón más obscuro de la dependencia. Desde allí vio, sin ser visto, cómo George retiraba las dos mil libras.

—Ha venido arrogante como un millonario —decía más tarde Frederick al viejo Osborne—. Retiró hasta el último penique… ¿Cuánto durarán esos centenares de libras a un muchacho tan derrochador como su hijo?

Juró el viejo que le traía sin cuidado que el capitán se gastase las dos mil libras aquel mismo día. Frederick Bullock comía todos los días en la casa de la plaza Russsell, ocupando el puesto que antes ocupó nuestro capitán, quien hizo todos los preparativos de marcha y pagó las compras hechas por Amelia con generosidad de gran señor.

 

Capítulo XXVII

Amelia se incorpora a su regimiento

Cuando el espléndido carruaje de Joseph hizo alto frente a la puerta de la fonda de Chatham, la primera cara que Amelia reconoció fue la del capitán Dobbin, que desde hacía más de una hora paseaba la calle, esperando impaciente la llegada de sus amigos. Dobbin, ataviado con su casaca llena de galones, su ceñidor rojo y su gran sable, ofrecía un aspecto guerrero que llenó de orgullo a Joseph, quien le saludó con cordialidad muy diferente de la que solía dispensarle en Brighton o en la calle Bond.

Cerca del capitán Dobbin se encontraba el portaestandarte Stubble, el cual al ver a Amelia, no pudo contener la exclamación siguiente:

—¡Dios santo… y qué divinidad de mujer!

A decir verdad, Amelia, con su elegante vestido, su pelliza, y sobre todo, con el suave color arrebolado que dieron a sus mejillas un viaje rápido y las caricias del aire libre, justificaba el piropo del oficial. Dobbin lo escuchó con placer especial. Stubble vio, al salir la dama del carruaje, que se posaba sobre el estribo un pie encantador, reparó en la delicada mano que alargaba al capitán, y se inclinó galante, haciendo la mejor cortesía de que fue capaz. Amelia, viendo el número del regimiento de George bordado en el gorro del oficial, contestó con una sonrisa de ángel y una inclinación de cabeza llena de gracia. A partir de aquel día, Dobbin cobró afecto especial a Stubble, y le incitó a hablar sobre Amelia en los paseos, que daban con mucha frecuencia, y en el sagrado de sus respectivos pabellones. Pronto los jóvenes y bravos oficiales del regimiento de George se acostumbraron a adorar y a admirar a Amelia. Sus modales sencillos y naturales, su dulzura, su modestia, le captaron las simpatías de todos los corazones. La supremacía reconocida de George en su regimiento creció prodigiosamente en la apreciación de sus jóvenes camaradas, a quienes sedujo el desinterés de que dio pruebas casándose con una mujer sin dote y su buen gusto al escoger compañera tan encantadora.

Con gran sorpresa, Amelia, al entrar en el salón destinado a los viajeros, encontró una carta dirigida a la señora capitana Osborne. Era un billete de color de rosa, plegado en forma triangular, lacrado y sellado con una paloma y un ramo de olivo, y escrita con letra femenina muy grande y de trazos extraordinariamente indecisos.

—De puño y letra de Margaret O’Dowd —dijo George riendo—. Conozco muy bien el sello.

Efectivamente: era un billete de la señora comandanta O’Dowd, que invitaba a la señora de Osborne a la reunión de confianza que aquella noche tendría en su casa.

—Debes ir —dijo George—. Allí podrás conocer a todo el regimiento. El primer jefe de todos los que de aquél formamos parte es O’Dowd, y Margaret manda en jefe en O’Dowd.

Pocos minutos habían transcurrido desde que se recibió la carta de la comandanta, cuando se abrió con estrépito la puerta y penetró una mujer gruesa, vestida de amazona y escoltada por dos oficiales del regimiento.

—¡Aquí estoy! —exclamó—. No he tenido paciencia para esperar a la hora del té. Presénteme usted a su señora, mi querido capitán… Señora… encantada de conocerla… Tengo el placer de presentarle a mi esposo, el comandante O’Dowd.

La alegre y rolliza amazona estrechó con fuerza la mano de Amelia, y ésta reconoció al punto en ella al original de la caricatura que muchas veces le había hecho su marido.

—Ha debido usted oír hablar con mucha frecuencia de mí a su querido marido, ¿eh? —preguntó la amazona.

—Ha debido usted oír hablar con mucha frecuencia de ella a su querido marido, ¿eh? —repitió el comandante, sin variar más que la palabra subrayada.

Amelia contestó sonriendo que sí.

—Mucho, pero muy poco bueno —añadió la comandanta—. George es un mal muchacho.

—Certifico y doy fe —añadió el comandante.

George rompió a reír. La comandanta dijo a su marido que se estuviese quieto y mandó a George que hiciese su presentación solemne y oficial.

—Te presento —dijo George con cómica gravedad— a mi buena, a mi amable, a mi excelente amiga Aurelia Margaret, nuestra dulce comandanta.

—Cierto… cierto —asintió el comandante.

—Esposa del comandante Michael O’Dowd e hija de Fitzgerald Beresford de Burgo Malony, oriundo del condado de Kildare —prosiguió George.

—Verdad… verdad —dijo el comandante.

El comandante O’Dowd, que había servido a su soberano en todas las partes del mundo, y comprado sus empleos al precio de hechos atrevidos y gloriosos, era el más modesto, silencioso, dulce y dócil de los hombres, y rendía a su cara mitad la sumisión y obediencia que hubiese podido rendirle si su hijo fuera. En la mesa, estaba siempre callado, comiendo regular y bebiendo mucho. Si alguna vez hablaba, era para mostrar su conformidad con lo que los demás decían. En cuanto a su tranquilidad y buen humor, no se sabía que jamás se hubiesen alterado. Ni el sol de fuego de las Indias encendió nunca su cólera, ni las fiebres palúdicas de las Antillas alteraron su temperamento siempre igual. Con la misma indiferencia asaltaba una trinchera enemiga erizada de cañones que se sentaba a la mesa, y con el mismo apetito comía carne de caballo que faisanes. Tenía madre a la que sólo dos veces desobedeció en su vida: la primera, cuando huyó de su casa para sentar plaza en el ejército, y la segunda, cuando se casó con la simpática Margaret Malony.

Era Margaret una de las cinco hermanas y once hermanos de la noble casa de los Glenmalony. Su marido, aunque primo suyo, lo era por línea materna, y, de consiguiente, no tenía el alto honor de pertenecer a la familia de los Malonys, la más alta y famosa del mundo, a juicio de la comandanta. Nueve temporadas seguidas se pasó Margaret Malony en Dublin y dos en los baños de Cheltenham, y como no encontrase mortal del género masculino dispuesto a ser su compañero en la vida, al llegar a los treinta y tres años ordenó a su primo que se casase con ella. Su primo, sumiso y obediente, se la llevó a las Indias Occidentales para que presidiese a las señoras del regimiento donde él debía prestar sus servicios.

A la media hora escasa de encontrarse la señora O’Dowd en compañía de Amelia, había contado ya a su nueva amiga toda la historia de su vida y de la vida de su familia.

—Fue mi proyecto hacer de George un hermano mío, casándole con mi hermana Glorvina, pero como los compromisos son compromisos, y George lo tenía adquirido con usted, hube de renunciar a mi sueño. Sin embargo, resuelta estoy a ver en usted una hermana y a quererla como si en realidad lo fuese; me será muy fácil, porque tiene usted una cara de bondad que no miente: desde hoy, pertenece usted a mi familia.

—Claro que sí… pues no faltaba más —dijo el comandante.

—Aquí somos todos excelentes camaradas —continuó la comandanta—. Regimiento donde reine tanta armonía, tanto cariño mutuo como en éste, no lo hay en el ejército de Su Majestad. Aquí no se conocen las riñas, ni las discusiones, ni las diferencias, ni las murmuraciones… Todos nos queremos como hermanos cariñosos.

—Sobre todo, usted y la señora Magenis —dijo George riendo.

—La señora capitana Magenis y yo nos hemos reconciliado, aunque el dolor que me produjeron sus inconveniencias bajará conmigo a la tumba.

—Es imperdonable lo que hizo contigo, Margaret —observó el comandante.

—Punto en boca, querido. Los maridos solamente saben decir tonterías, mi querida Amelia. Yo siempre digo al mío que no debe despegar los labios más que para dar las voces de mando ni abrir la boca más que para comer y beber. Todo lo referente al regimiento se lo contaré a solas, a fin de que viva usted prevenida y no se fíe de quien no deba fiarse… Y ahora, presénteme usted a su hermano, cuya gentil apostura me recuerda a mi primo Daniel Malony, casado con Ofelia Scully, prima de lord Poldoody… Complacidísima de haber tenido el placer de conocer a usted, señor Sedley… Supongo que hoy nos proporcionará el honor de sentarse a la mesa con nosotros.

—El regimiento nos obsequia hoy con un banquete de despedida, pero no será difícil añadir un cubierto para el señor Sedley —dijo el comandante.

—Vaya usted a la carrera, Simple… Nuestro abanderado Simple, mi querida Amelia… me olvidé de hacer su presentación… Vaya usted a la carrera y diga al coronel Tavish que el capitán Osborne ha venido con su cuñado y le llevará al banquete; dígale de mi parte que nos sentaremos a la mesa a las cinco en punto.

No había acabado de hablar la comandanta, cuando el abanderado trotaba ya escaleras abajo.

—La obediencia es el alma del ejército: nosotros vamos a cumplir con nuestras obligaciones mientras la señora O’Dowd te instruye, Amelia —dijo George, saliendo de la habitación con el comandante y el otro oficial.

Una vez que se encontró a solas con su nueva amiga, la comandanta, la impetuosa comandanta, sirvió a Amelia tal aluvión de datos, noticias e informes, que la pobre oyente quedó tan aturdida que le fue imposible conservarlos en su memoria. No olvidó detalle que con la historia pública o secreta de cuantos integraban el regimiento tuviera relación.

—La coronela Heavytop falleció en Jamaica, a consecuencia de fiebre amarilla, según los médicos, aunque la verdad es que la mató la desesperación, pues el coronel, vejestorio, caduco, y feo, cuya cabeza tiene tanto pelo como una bala de cañón, perseguía tenaz como un sátiro a una mestiza. La capitana Magenis, aunque nunca conoció la educación, es una buena mujer, bien que su lengua es de víbora y de tahúr sus costumbres en el juego; a su propia madre haría trampas si con ella jugase una partida de whist. La capitana Kirk sería excelente amiga si no tuviese el defecto de la hipocresía; basta hacer mención en su presencia de una partidita de whist, para que eleve escandalizada al cielo sus ojos de langosta… como si no hubiesen hecho su partidita diaria, mientras vivieron, mi padre, el hombre más piadoso de la creación, mi tío Daniel Malony y mi primo el obispo. Por fortuna, ninguna de las mencionadas viene ahora con el regimiento: Fanny Magenis se queda con su madre, probablemente vendedora de carbón y de patatas al por menor, aunque ella se llena la boca hablando de los buques de su padre, y la señora capitana Kirk se irá a vivir a la plaza de Bethesda, a fin de estar todo lo cerca posible de su predicador favorito, el doctor Ramshorn. La señora Bunny se encuentra en estado interesante… por cierto que siempre lo está… Como que ha dado ya al teniente siete retoños. La señora del abanderado Posky, casada dos meses antes que usted, ha regañado con su marido y vuelve al hogar paterno… de donde no debió salir nunca… ¿En qué colegio recibió usted educación, querida mía? A mí me internaron, sin reparar en gastos, en el dirigido por la señora Flanahan, donde una marquesa nos enseñaba el francés y un capitán general del ejército francés nos daba lecciones prácticas de instrucción militar.

De esta heterogénea familia se encontró bruscamente miembro nuestra atónita Amelia. Poco después era presentada a todas sus nuevas parientas femeninas, y como era tímida, amable, condescendiente y no excesivamente hermosa, produjo agradable impresión; pero llegaron los oficiales del 150 regimiento, y como estos caballeritos la encontraron encantadora y no disimularon la admiración que les inspiraba, todas sus nuevas hermanas se consagraron a la piadosa labor de encontrarle defectos.

—Confío en que Osborne dará ahora por terminadas sus calaveradas —dijo la capitana Magenis.

—Ocasión tendrá ella de demostrarnos si es posible hacer de un libertino un buen marido —dijo la comandanta O’Dowd a la tenienta Posky, furiosa porque le usurpaban el papel de novia del regimiento.

La señora Kirk, discípula del doctor Ramshorn, dirigió a Amelia unas cuantas preguntas, encaminadas a aquilatar los conocimientos de su nueva hermana en ciencias religiosas, y como de las contestaciones, llenas de sencillez, infiriera que su alma vagaba entre densas tinieblas, puso en sus manos tres libritos adornados con ilustraciones, recomendándole que no dejase de dedicar a su lectura algunas horas antes de meterse en cama.

Los hombres, excelentes sujetos todos ellos, formaron círculo alrededor de la encantadora esposa de su camarada y agotaron en su honor el repertorio de la galantería militar. Fue un verdadero homenaje que arreboló las mejillas de Amelia y devolvió a sus ojos todo su brillo. George se sintió orgulloso de la popularidad de su mujer y quedó complacido de la gracia, no exenta de timidez, con que recibió los homenajes y contestó los cumplidos de los caballeros. Amelia encontró a su marido incomparablemente más guapo vestido de uniforme que de paisano, y como observara que era objeto de las miradas más tiernas de parte de aquél, su pobre corazoncito saltaba de alegría y se sintió feliz como nunca.

 

«Quiero ser amable con todos sus amigos», pensaba. «Bastará que lo sean de George para que lo sean también míos. Procuraré estar siempre alegre y de buen humor y me esforzaré en hacer de nuestro hogar un nido de ventura».

En suma: el regimiento la adoptó por aclamación. Los capitanes la encontraron encantadora, los tenientes cantaron sus alabanzas, y los soldados hubieran quemado incienso en su altar. El médico mayor Cutler aventuró dos o tres chistes, excesivamente relacionados con la anatomía para que los repitamos aquí; Cackle, su ayudante, doctor graduado en la universidad de Edimburgo, se dignó hablar con ella de literatura y repitió las dos o tres citas francesas que conocía, y Stubble no cesó de pasear como alma en pena, murmurando:

—¡Dios de Dios, y qué mujer!

El capitán Dobbin no le dirigió la palabra en toda la velada, pero, en cambio, acompañó a su casa, juntamente con el capitán Porter, a Joseph, que se encontraba en deplorable estado y había colocado con gran éxito su historia de la cacería de tigres a sus vecinos de mesa y a la señora O’Dowd. Luego que dejó al buen administrador en manos de su ayuda de cámara, se echó a la calle, donde pasó varias horas fumando y meditando. George, mientras tanto, abrigaba cuidadosamente a su mujer y salía con ella del pabellón de la comandanta, después de cambiar sendos apretones de manos con todos los oficiales, los cuales acompañaron al matrimonio hasta el coche y lo despidieron con un ¡viva! estruendoso. Amelia encontró a Dobbin paseando junto al coche y aprovechó la ocasión para regañarle dulcemente por no haberle dirigido la palabra en toda la velada.

El capitán continuó su paseo solitario. Vio que se apagaban las luces del salón de los esposos Osborne y que se encendían las de la alcoba. Alboreaba cuando se recogió a su alojamiento.

Capítulo XXVIII

Amelia invade los Países Bajos

Oficiales y soldados debían embarcar en buques equipados por el gobierno de Su Majestad con motivo de la expedición contra Bonaparte.

Dos días después del banquete a que tuvimos el honor de asistir, el convoy marítimo descendió lentamente por el Támesis, entre los estruendosos clamores de la marinería de los buques de la Compañía de Indias, anclados en el río, y a los acordes de las bandas militares que ejecutaban el himno God save the King, para tomar rumbo a Ostende.

Joseph, siempre galante, habíase prestado a escoltar a su hermana y a la comandanta, cuyos inmensos baúles, numerosas maletas e infinitas cajas formaban parte del equipaje del regimiento. Nuestras dos heroínas llegaron en coche y libres de cajas y envoltorios a Ramsgate, donde embarcaron en uno de los buques que aparejaban para Ostende.

La vida de Joseph entró en un período tan lleno de incidentes, que le dio materia abundante de conversación para muchos años e hizo que olvidase hasta su emocionante historia de la cacería de tigres, eclipsada por sus relatos sobre la gran batalla de Waterloo. Tan pronto como accedió a acompañar a su hermana al extranjero, pudo advertirse que dejaba sin afeitarse el labio superior. En Chatham asistió a todas las revistas y paradas y fue asiduo concurrente a la instrucción. Con atención digna del mayor encomio escuchaba las conversaciones de sus hermanos de armas (llamaba ya así a los oficiales), lo que le valió aprender no pocas frases técnicas militares. En sus estudios le auxilió no poco la comandanta O’Dowd. Llegó el feliz día del embarque, y Joseph se presentó en el Rosa Lozana, buque que debía llevarle a su destino, luciendo rica casaca profusamente galoneada, calzones de ante y sombrero de ancha ala guarnecido con ancha franja de oro. Como embarcó también su coche, y dijo a todo el mundo que iba a reunirse con el duque de Wellington, todo el mundo le tomó por personaje de alta categoría, por un comisario general o un correo del gobierno.

Sufrió lo indecible durante la travesía, que las señoras hicieron encerradas en sus camarotes y postradas en sus literas. Amelia volvió a la vida cuando vio los buques que transportaban al regimiento, los cuales entraron en el puerto casi al mismo tiempo que el Rosa Lozana. Joseph, incapaz de valerse de su humanidad, hubo de buscar una posada y acostarse, mientras el capitán Dobbin acompañaba a las señoras y se encargaba a continuación de mandar desembarcar el equipaje y coche de Joseph, quien se había quedado sin criado, lo que también le había ocurrido a George, pues los sirvientes de ambos se habían confabulado en Chatham, negándose en redondo a cruzar el charco. La rebelión de los criados, que estalló inopinadamente momentos antes del embarque, alarmó a Joseph en tales términos, que probablemente habría renunciado a formar parte de la expedición si el capitán Dobbin no le hubiese consolado con ofrecimientos de asistencia. Por otra parte, el bigote de Joseph había crecido ya mucho, y no era cosa de afeitárselo de nuevo sin antes pasearlo por los campos de Bélgica. No pudo Dobbin procurar a Joseph uno de esos criados bien nacidos, bien educados y bien alimentados de Londres, que sólo saben hablar inglés, pero sí un tunante belga, de tez morena, que no hablaba una palabra de inglés, pero que muy en breve supo ganarse el favor de su dueño llamándole milord millares de veces durante el día.

La alteración de la normalidad determinó en Ostende otra alteración no menos visible. Pocos de los ingleses que allí desembarcaban tenían aspecto de lores ni se comportaban como suelen comportarse los miembros de nuestra aristocracia hereditaria. En su inmensa mayoría, vestían mal, eran aficionados al billar y al aguardiente y mostraban aficiones harto ordinarias.

Digamos en honor suyo que, por regla general, pagaban cuanto consumían. Seguramente no habrá olvidado este hecho una nación que está integrada por mercaderes. Fue en realidad una bendición para un pueblo tan amante del comercio ser invadido por semejante ejército de consumidores y haber de suministrar víveres a guerreros de tanta confianza. El país que estos guerreros iban a defender no es militar, aunque en su suelo han reñido otras naciones cruentas batallas. Cuando el escritor de esta historia visitó el campo de batalla de Waterloo, preguntó al mayoral de la diligencia, robusto veterano de porte guerrero, si había tomado parte en la gran batalla. «Pas si bête», me contestó. En cambio el postillón de la misma diligencia era un Viscount, hijo de no sé qué general imperial, que aceptó una propina de un penique para tomar una copa en el camino. La moraleja es instructiva.

Nunca fue tan rico aquel país llano y fecundo como en los comienzos del verano de 1815, cuando un ejército numeroso de casacas coloradas dio vida a sus verdes campos y a sus tranquilas ciudades, cuando por sus espaciosas chaussées corrían lujosos coches ingleses, cuando opulentos viajeros ingleses surcaban las aguas de sus canales, que corrían mansas entre verdes praderas, besando poéticos pueblecillos o seculares bosques en cuyo centro se alzaban antiguos castillos, cuando los soldados que entraban en las posadas o tabernas no sólo bebían, sino que también pagaban, cuando el highlander Donald, alojado en una casa de labor flamenca, mecía la cuna del niño, mientras John y Jeannie se dedicaban a las labores del campo. Hoy que nuestros pintores tratan con predilección asuntos militares, les brindo éste para que con sus pinceles honren como se merece la honradez de la guerra inglesa. El ejército parecía tan brillante e inofensivo como cuando forma en revista en el Hyde Park. Napoleón, mientras tanto, al abrigo de las fortalezas fronterizas, se preparaba a transformar en ejército de furias sedientas de sangre el que lo era de hombres tranquilos y ordenados y a derribar a muchos de ellos para no levantarse jamás.