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100 Clásicos de la Literatura

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Rawdon había recibido aquella noche un billetito muy confidencial de su esposa. Apenas leído lo quemó a la llama de una bujía, pero el novelista, que tuvo la fortuna de leerlo, cree conveniente reproducirlo aquí para conocimiento de sus lectores. Decía así:



Grandes noticias… Se ha marchado la señora Bute Crawley… Saca esta noche el dinero a Cupido, porque mañana será tarde: no lo olvides.



R.



En consecuencia, mientras las señoras esperaban la llegada de los caballeros para tomar el café, Rawdon dijo con gracia exquisita a Osborne:



—Si no temiera serle molesto, le rogaría que arreglásemos aquella cuentecilla…



Molesto era desde luego a George arreglar cuentecillas, pero, esto no obstante, entregó a su amigo un buen fajo de billetes de banco y le firmó una letra contra su agente, a ocho días vista, por saldo de cuenta.



Ultimado este asunto, George, Dobbin y Joseph celebraron consejo de guerra y convinieron trasladarse a Londres al día siguiente, utilizando el carruaje de Joseph. Éste habría preferido continuar en Brighton mientras allí permaneciese el matrimonio Crawley, pero hubo de rendirse a las razones de George y de Dobbin y se comprometió a llevarles a la ciudad, a cuyo efecto mandó que enganchasen al coche cuatro caballos, como convenía a su dignidad. Emprendieron el viaje a la mañana siguiente después del desayuno. Amelia se había levantado muy temprano para hacer los baúles, y George permaneció en la cama, deplorando que la falta de una doncella obligase a su querida Amelia a encargarse de aquel trabajo. Amelia se despidió de Becky con sendos besos aunque los celos mordían ya en su corazón.



Otros amigos antiguos nuestros tenemos en Brighton, además de aquellos de cuyas idas y venidas acabamos de hablar: la señorita Matilde Crawley, por ejemplo, y las personas que la rodeaban y servían. Ahora bien: aunque Rawdon vivía con su mujer a pocos tiros de piedra de la residencia ocupada por la convaleciente, las puertas de la casa permanecían tan cerradas para él como las de la mansión de Londres. Mientras al lado de la enferma estuviese su cuñada Martha, buen cuidado tendría ésta de que el sobrino no excitase con su presencia los nervios de Matilde. Si la anciana daba un paseo, su cuñada ocupaba en el carruaje parte de su mismo asiento, si la primera se sentaba en una silla de brazos, Martha cubría uno de sus flancos y la leal Briggs el otro, y si alguna vez la casualidad hacía que en sus paseos se cruzasen con Rawdon, aunque éste se descubría obsequioso, jamás recibía su saludo contestación alguna, lo que principiaba ya a desesperar a Rawdon.



—Para lo que aquí conseguimos, tanto daría que viviésemos en Londres —solía decir Rawdon.



—Siempre es preferible una buena fonda en Brigliton a una casa destartalada en la Chancery Lañe —replicaba su mujer—. Además acuérdate de los dos ayudantes de campo del señor Moss, el secretario del juzgado, que habían montado guardia permanente frente a la puerta de nuestra casa. Estúpidos son nuestros amigos de aquí, pero entre los señores Joseph Sedley y nuestro Cupido, y los dependientes del señor Moss, me quedo con los primeros amigo mío.



—Temo que esas gentes sepan encontrarme aquí.



—Cuando te encuentren, también nosotros hallaremos manera de escabullimos… Por lo pronto, en Joseph Sedley y George Osborne hemos encontrado la manera de disponer de fondos.



—Que apenas si bastarán para pagar la cuenta de la fonda.



—¿Y qué necesidad tenemos de pagarla? —replicó Becky, quien tenía soluciones para todo.



Por conducto del ayuda de cámara de Rawdon, quien continuaba sus relaciones con la servidumbre masculina de la solterona y convidaba a beber al cochero de la misma cuantas veces le encontraba, el joven matrimonio estaba muy al tanto de todos los movimientos de aquélla. Por añadidura… y por fortuna, Becky se puso enferma, llamó al médico de la tía de su marido, y gracias a éste, su información era todo lo completa que podía desear. Tampoco adoptó actitudes hostiles al matrimonio la señorita Briggs, aunque oficialmente hubiera de declararse enemiga: era de condición amable, predispuesta al perdón, y desaparecida la causa que motivó sus celos, se acordó del buen humor constante y dulces palabras de Becky, y desapareció también su antipatía, a lo que contribuyó poderosamente el yugo tiránico que la triunfadora Martha de Crawley impusiera a toda la servidumbre alta y baja de la casa.



Conforme suele ocurrir con mucha frecuencia, aquella mujer, buena en el fondo, pero imperiosa, extremó hasta lo inverosímil su situación ventajosa, y dio caracteres de insoportabilidad a su triunfo. Breves semanas le bastaron para reducir a la enferma a tal estado de docilidad, que la pobre obedecía las tiránicas órdenes de su cuñada sin atreverse siquiera a quejarse de su esclavitud a sus fieles Briggs y Firkin. Martha medía los vasos de vino que la convaleciente podía tomar, con perjuicio evidente del mayordomo y de la Firkin, los cuales se encontraron despojados hasta del derecho de disponer de una mísera botella de jerez. Tarde, noche y mañana se presentaba a la enferma con los abominables mejunjes ordenados por el médico, y la obligaba a tragárselos con obediencia pasiva tan ejemplar, que la Firkin solía comparar a su señora con un corderito sin piel. Prescribía los paseos que había de dar en carruaje, tasaba las horas que debía permanecer en la playa; en una palabra: trató a la convaleciente como sólo pueden hacerlo las mujeres en cuyos pechos laten corazones maternales. Si alguna vez la enferma se atrevía a resistirse débilmente, y suplicaba que aumentasen la ración de comida y disminuyesen un poquito la de medicina, su cariñosa enfermera la amenazaba con una muerte fulminante, lo que bastaba para que Matilde se diera en el acto a partido.



Resuelta estaba Martha a despedir a la Firkin, al señor Bowls, y a la mismísima señorita Briggs, y a hacer venir a sus hijas, como requisito previo al traslado de la enferma a la rectoría, cuando sobrevino un odioso accidente que la alejó de una casa donde tan a gusto se encontraba. Su marido, al regresar una noche a su casa, cayó del caballo y se fracturó la clavícula. Sobrevino la fiebre, se presentaron síntomas de inflamación, y Martha hubo de salir del condado de Sussex para trasladarse al Hampshire. Después de prometer muy formalmente que volvería a cuidar a su queridísima enferma tan pronto como se iniciase la convalecencia de su marido, se despidió, mas no sin dictar disposiciones severísimas con respecto a lo que la servidumbre debía hacer con la enferma. No bien tomó asiento en la diligencia de Southampton, se declaró el júbilo en la casa que abandonaba, cuyos moradores celebraron un jubileo como no se había conocido en varios meses antes. Aquel mismo día suprimió Matilde la dosis de medicina que la obligaban a tomar por las tardes; aquella misma tarde descorchó el señor Bowls una botella de jerez para uso suyo y de la Firkin; aquella misma noche entablaron la convaleciente y la señorita Briggs una partida de cientos, en vez de regodearse con un sermón de Porteus.



Dos o tres veces por semana, acostumbraba la señorita Briggs meterse en el baño. Becky, que conocía esta circunstancia, resolvió asaltarla a su salida del baño, suponiendo, y no sin razón, que, vigorizada y refrescada por la ablución, probablemente estaría de excelente humor.



En consecuencia, dejó muy temprano el lecho, se armó de su anteojo de larga vista, tomó asiento frente a un balcón que daba a la playa, y no tardó en ver llegar a la Briggs. Ésta entró en la caseta y poco después en el mar. Becky se dirigió a la playa, llegando en el momento preciso en que la ninfa que motivaba su paseo salía del baño. Dejó que aquélla entrase en la caseta, pero no bien salió vestida, le tendió su manecita blanca y aristocrática, dirigiéndole al propio tiempo la más amable y seductora de sus sonrisas.



—¡Ah, señorita Re… señora de Crawley! —exclamó la Briggs.



Becky estrechó la mano de la señorita de compañía, la estrechó contra su pecho, y luego, cual si cediera a un impulso irresistible de emoción repentina, echó sus brazos alrededor del cuello de aquélla, la besó con efusión sincera o fingida, y exclamó, con acento que hizo llorar a la Briggs y hasta enterneció a la bañera:



—¡Ah, mi buena, mi querida amiga!



Sin dificultad obtuvo Becky largas, minuciosas y deliciosas confidencias de la Briggs. Todos los sucesos en la casa de Matilde desde el día de la súbita desaparición de Becky hasta aquel en que tuvo lugar la bendita partida de la señora Martha, fueron narrados y comentados por la señorita Briggs. Detalles de la dolencia de la señora, síntomas, plan curativo, pronósticos del médico, medicinas, alimentación, todo fue explicado con ese lujo de detalles que tanto gusta a la mujer. Ni la Briggs se cansaba de contar, ni Becky de escuchar. Terminado el relato, Becky dijo que estaba agradecida, agradecidísima, a la incomparable señorita Briggs, y la nunca bastante ponderada señorita Firkin, cuya abnegación les dio fuerzas para permanecer al lado de su señora durante su enfermedad. A continuación manifestó que la señorita Matilde tenía derecho sobrado para quejarse de su comportamiento, que en realidad no se condujo bien con ella, pero añadió que su falta era, en medio de todo, excusable, que fuerzas superiores la movieron a entregar su mano al hombre que se había apoderado de su corazón. Briggs, que era sentimental, alzó los ojos al cielo, lanzó un suspiro y se dijo mentalmente que Becky no era tan gran criminal como a primera vista parecía.



—¿Podré yo nunca olvidar a la santa mujer que con tanto cariño trató a la pobre huérfana? —dijo Becky—. ¡No… nunca!… Me ha cerrado las puertas de su casa, pero, esto no obstante, la querré siempre, y a su servicio consagraré mi vida entera. Como bienhechora mía que ha sido, como tía que es de mi Rawdon, amo y admiro a la señorita Matilde, la quiero más que a ninguna otra mujer del mundo, y, después de ella, amo y admiro a las personas que la quieren y son fieles. Por nada del mundo hubiese yo tratado a las amigas cariñosas de la tía de mi marido como las ha tratado esa odiosa señora Martha. Rawdon, que es todo corazón, aunque su exterior parezca indiferente y hasta brusco, me ha repetido mil veces con lágrimas en los ojos que el cielo, sin duda, colocó junto a su adorable tía dos personas tan fieles y tan admirables como la señorita Briggs y la Firkin. Si las maquinaciones de la horrible señora Martha hubiesen dado todo el resultado que aquélla se prometía, como Rawdon y yo temíamos, si hubiese llegado a alejar del lado de la enferma todas las personas que de veras le quieren, para dejarla entregada a las arpías de su familia, yo hubiese ofrecido a ustedes mi casa, y como el peligro no ha desaparecido todavía, le ruego que, si llega el caso, se acuerde de que nuestro hogar, aunque humilde, siempre tiene un hueco para recibir a la señorita Briggs… ¡Ah, mi querida amiga!… ¡Hay corazones que nunca olvidan los beneficios recibidos!… ¡No todas las mujeres son Marthas de Crawley!… Pero, a decir verdad, no puedo quejarme de ella, pues si es cierto que he sido instrumento inconsciente, juguete, y luego víctima de sus malas artes, no lo es menos que le soy deudora de mi querido Rawdon.

 



Becky expuso a continuación la historia de las maniobras de Martha, en Crawley de la Reina, maniobras que entonces no comprendió, pero que los acontecimientos se habían encargado luego de explicar. Preparó y alentó, valiéndose de mil artificios, unas relaciones que, al cristalizar en un matrimonio, ocasionaron la ruina de los incautos que tan inocentemente se dejaron prender en sus redes.



No mentía Becky: la señorita Briggs vio la estratagema con claridad meridiana. El matrimonio de Rawdon y de Becky era obra de Martha. Briggs comprendió que Becky era inocente, pero añadió que temía mucho que la tía de su marido le hubiese enajenado las simpatías de la solterona para siempre, y que esta última no perdonase jamás a su sobrino por haber contraído un matrimonio imprudente.



No desanimó esta opinión a Becky, que tenía formada la suya propia. Aunque Matilde no perdonase de presente a su sobrino, no era imposible que la labor persistente del tiempo acabase con su cólera. Además: entre Rawdon y el título de barón no existía más que la enfermiza persona de Pitt Crawley, y si a éste le acontecía algo, la situación del primero variaría por completo. De todas suertes, de la conferencia que acababa de tener se prometía excelentes resultados; quedaban expuestas a la luz del sol las maquinaciones e intrigas de Martha, y esto era mucho.



Becky, al cabo de una hora de conversación con su recobrada amiga, se despidió con vivas demostraciones de cariño, segura de que no pasarían muchas horas sin que todas sus palabras fuesen fielmente repetidas a Matilde Crawley.



Desde la playa volvió Becky presurosa a la fonda, y repitió a su marido la conversación que acababa de tener, manifestándole que abrigaba hermosas esperanzas, y consiguiendo que aquél las compartiese.



—Ahora, querido mío, siéntate, toma la pluma, y escribe una carta a tu tía, asegurándole que eres buen muchacho, etc., etc.



Obedeció Rawdon. Tomó la pluma y escribió con gran soltura: «Mi querida tía», pero la imaginación del apuesto capitán no dio más chispas. En vez de continuar escribiendo, volvió su cara hacia su mujer y quedó contemplándola, mordisqueando las barbas de la pluma. Becky no pudo contener la risa, principió a pasear por la estancia con las manos en la espalda, y dictó lo siguiente:



Mi querida tía: Antes de partir para tierras extranjeras y de tomar parte en una campaña que muy probablemente puede serme fatal…



—¡Diablo! —exclamó Rawdon sorprendido.



Dióse, empero, cuenta del objeto de la frase, guiñó un ojo y se dispuso a continuar escribiendo:



… que muy probablemente puede serme fatal, he venido acá…



—¿No sería más gramatical escribir aquí, Becky?…



… he venido acá —insistió Becky— con objeto de decir adiós a mi mejor y más antigua amiga. ¡Ah! Antes de alejarme de usted, probablemente para siempre, le suplico que me permita estrechar y besar una vez más esa mano que tantos beneficios me ha prodigado. Un solo deseo, un solo anhelo tengo: que no me deje marchar llevando como bagaje el dolor de dejarla airada contra mí. Comparto el noble orgullo de mi familia, bien que sin exagerarlo, como ella, en ciertos puntos: me casé con la hija de un pintor, y no me avergüenza esta unión…



—¡Que me cosan a puñaladas si no me enorgullezco de ella! —exclamó Rawdon.



—Calla, tonto —contestó Becky, agarrándole por una oreja y examinando lo escrito hasta allí, por si encontraba alguna falta de ortografía—. Adelante:



Siempre creí a usted informada y al tanto de los progresos de mis relaciones, que mi tía Martha favorecía y alentaba, pero no es mi intención censurar la conducta de nadie; me casé con una mujer pobre, pero no sólo no me arrepiento de lo hecho, sino que me felicito. Disponga usted de su fortuna, tía querida, en la forma que tenga por conveniente, déjela a quien le plazca, que yo no he de quejarme jamás ni he de censurar su libre disposición. Quiero convencer a usted de que es su persona y no su dinero lo que su sobrino quiere y ha querido siempre. Quisiera reconciliarme con usted antes de salir de Inglaterra; dentro de breves semanas, dentro de breves meses, es probable que fuera tarde, y no puedo habituarme a la idea de abandonar este país sin llevar conmigo el consuelo de una palabra de despedida de su boca.



—No reconocerá mi estilo —dijo Becky—. La redacción es tuya; así ha de creerlo tu tía.



La carta fue incluida en otra dirigida a la señorita Briggs.



La vieja solterona soltó la carcajada cuando Briggs, con aires de gran misterio, puso en sus manos aquella cartita ingenua y leal.



—Léemela, Briggs, ahora que no puede oponerse mi buena cuñada —dijo Matilde.



Si mucho había reído la solterona al recibir la carta, más rio después que le fue leída.



—¿No ves a la legua, gansa —preguntó a la Briggs, que parecía muy conmovida ante tal prueba de cariño auténtico—, que ni una sola de esas palabras es de Rawdon? En su vida me dirigió mi sobrino una letra como no fuera para pedirme dinero, aparte de que sus cartas son modelos de mala ortografía y peor redacción. La carta es de la culebrilla que le maneja a su capricho… ¡Todos son iguales!… ¡Todos me quieren muerta, para repartirse mis despojos! No me importa ver a Rawdon —añadió después de una pausa, con tono de glacial indiferencia—. Me da lo mismo despedirme de él que no. Con tal que no provoque escenas desagradables, ¿por qué he de negarle mi despedida? Venga, pues, Rawdon, pero la paciencia humana tiene sus límites y la mía también: a su mujer no quiero verla… me es imposible soportar su presencia.



Satisfizo a la señorita Briggs poder ser mensajera de aquella esperanza de reconciliación a medias y pensó que el medio más indicado para poner al sobrino en contacto con la tía era aconsejar al primero que esperase en el Farallón a la hora en que la segunda solía salir a respirar el aire fresco.



En el lugar mencionado se encontraron. Ignoro si Matilde Crawley experimentó un átomo de emoción o de sensibilidad al ver a su sobrino favorito, lo que sí puedo afirmar es que le alargó dos dedos de su mano con cara sonriente y expresión de buen humor, exactamente lo mismo que si se hubiesen visto horas antes. Rawdon, por su parte, se puso rojo como el carmín y saludó con tierna efusión a la señorita Briggs, dando pruebas de gran confusión y de viva emoción.



—La vieja siempre se portó conmigo generosamente, y me sentí un poco desconcertado —decía luego Rawdon a su mujer—. La seguí hasta la puerta de su casa, donde Bowls la ayudó a entrar. También quería entrar yo, ya lo creo, pero…



—¿No entraste, Rawdon? —gritó su mujer.



—No, querida, no entré, y bien sabe Dios que estaba decidido a entrar.



—¡Debiste entrar a pesar de todo, y no volver a salir, majadero!



—¡Mira, suprime los epítetos, que no me gustan! —exclamó el capitán con cara fosca—. Es posible que haya yo sido un majadero, pero tú, menos que nadie, puedes decírmelo.



—¡Bueno! Mañana la esperarás otra vez, y te pegarás a ella, quiera o no quiera. Ya ves que nos conviene —repuso Becky, procurando calmar la irritación de su cara mitad.



Contestó Rawdon diciendo que haría lo que le pareciese más conveniente y rogando a Becky que en lo sucesivo fuese más comedida en el hablar.



Momentos después se despedía de su mujer el lastimado marido, y pasaba la tarde entera en los billares, taciturno, sombrío y como receloso.



—Rawdon envejece y engorda que es un prodigio, Briggs —decía aquella noche la señorita Matilde a su dama de compañía—. Su nariz se pone espantosamente colorada y el aspecto general de su persona pierde la distinción que antes le caracterizaba. Su matrimonio con esa cualquiera le ha vulgarizado. Siempre me repetía Martha que se emborrachaban los dos a diario, y ya no me cabe duda de que decía verdad… Sí… apestaba a ginebra… Lo noté… ¿no lo advertiste tú?



—Tenga presente, señora, que la señora Martha hablaba mal de todo el mundo —respondió Briggs—. Mi posición es humilde en exceso para poder juzgar con acierto, pero a mí me parece que la señora Martha es…



—¿Intrigante, verdad? Claro que lo es, como también es cierto que habla mal de todo el mundo… pero tengo la seguridad absoluta de que esa mujer ha hecho de Rawdon un borracho… Todas las gentes de baja condición…



—Se emocionó mucho cuando la vio a usted —interrumpió la Briggs—. Si tiene usted en cuenta que va a la guerra, y que los campos de batalla…



—Oye, Briggs: ¿cuánto dinero te ha prometido? —gritó la vieja dejándose llevar de uno de sus accesos de ira—. ¡Lo de siempre… lagrimitas… sollozos!… ¡Ya sabes que detesto las escenas de sentimentalismo!… Pero ¿es que te has propuesto desesperarme? ¡Vete a llorar a tu cuarto y di a la Firkin que venga a hacerme compañía… pero no, espera, siéntate, seca esa nariz que parece el cauce de un riachuelo, y escribe una carta al capitán Crawley!



Sentóse la Briggs y tomó la pluma.



—Encabeza la carta con un «Muy señor mío… o Muy distinguido señor mío», y di a mi sobrino que, por encargo mío… ¡No! Por encargo de mi médico, le haces saber que mi salud está muy quebrantada, que las emociones fuertes pueden ser ocasión de graves daños… y que me es absolutamente preciso huir de toda clase de discusiones o conferencias de familia. Di que le agradezco que por verme haya venido a Brighton, pero que le ruego que se vaya, que no se moleste por mí, y añádele que le deseo un bon voyage y que si se toma la molestia de visitar a mi notario, cuyas señas conoce, encontrará un recado para él. Esto último será bastante para que inmediatamente se vaya de Brighton.



La señorita Briggs escribió la carta.



—Pretender echarme su garra el mismo día en que me deja Martha es el colmo del cinismo —exclamó la vieja—. Mira, Briggs; no dejes la pluma, que vas a escribir otra carta… Dirígela a la señora Martha de Crawley, y dile que no se moleste en volver, que no quiero que vuelva, que no la dejaré entrar en mi casa, que… que no quiero ser una esclava donde soy señora única, que no quiero que me mate de hambre y que me envenene con pócimas y mejunjes… ¡Es lo que quieren todos… todos… matarme… matarme!…



La buena señora prorrumpió en gritos y lágrimas histéricas.



Acercábase para ella el último acto de la comedia representada en la feria de las vanidades, las bujías de su existencia se apagaban una a una, el fúnebre telón estaba a punto de caer.



El párrafo último de la carta inspirada por Matilde Crawley, el que la Briggs escribió con viva satisfacción, consoló algún tanto al capitán de dragones y a su mujer, quienes habían quedado consternados al leer la terminante negativa de reconciliación que la misiva les comunicaba. Para obligarle a regresar a Londres lo había mandado escribir la vieja solterona, y lo cierto fue que consiguió su objeto.



Gracias a las cantidades ganadas en el juego a Joseph y a George, pagó el capitán la cuenta de la fonda, sin que el fondista sospechase probablemente lo abocado que estuvo a consignarla en el registro de partidas fallidas, pues así como el buen general envía sus equipajes a la retaguardia antes de dar comienzo a la batalla, así Becky había enviado a Londres con la anticipación conveniente todas sus ropas y objetos de valor. Al día siguiente siguieron los señores a sus equipajes.

 



—Hubiese querido ver a la vieja antes de marcharnos —dijo Rawdon—. La encontré tan acabada, que no creo que dure mucho… ¿Qué cantidad crees que me entregará su notario?… ¿Doscientas libras?… No creo que sean menos, ¿verdad, Becky?



A fin de evitarse las repetidas visitas de los escribanos y alguaciles del juzgado de Middlesex, nuestros amigos se guardaron muy bien de volver a su casa de Brompton, prefiriendo hospedarse en una fonda. Al día siguiente al de su llegada tuvo Becky ocasión de verlos, al pasar por el barrio mencionado para hacer una visita a Amelia. Supo que sus amigos habían salido para Harwich, donde embarcaban con el regimiento para Bélgica.



A su regreso a la fonda, Becky encontró a su marido furioso.



—¡Ira de Dios, Becky! —bramó—. ¡No me han dado más que veinte libras!



Aunque la broma era harto pesada, Becky no pudo contener la risa al ver la furia de su marido.





Capítulo XXVI



Entre Londres y Chatham





Cual convenía a una persona de la categoría y gustos de George, éste hizo el viaje desde Brighton a Londres en una berlina tirada por cuatro soberbios caballos y paró en una fonda lujosísima de la plaza Cavendish, donde previamente habían sido dispuestos, para uso y comodidad del elegante caballero y de su joven esposa, toda una serie de habitaciones suntuosas y una mesa ricamente servida con vajilla de plata. Media docena de criados negros como el ébano y silenciosos como estatuas esperaban las órdenes de los huéspedes. George hacía los honores con aires de príncipe de la sangre y Amelia se sentía por vez primera cohibida y tímida al presidir con George lo que éste llamaba «su mesa».



George pedía los vinos y daba órdenes a los criados, mientras Joseph se atracaba de sopa de tortuga radiante de satisfacción. Dobbin llenaba los platos, pues la señora de la casa, frente a la cual fue colocada la sopera, desconocía su contenido hasta un extremo tan lamentable, que al intentar servir a su hermano demostró no saber que la tortuga tiene una substancia verduzca próxima a la concha superior, y otra substancia amarillenta junto a la concha inferior.



Alarmó vivamente a Dobbin lo suntuoso de la comida y lo lujoso de las habitaciones tomadas por el matrimonio, tanto, que no pudo menos de reprender cariñosamente a George, aprovechando el momento en que Joseph había quedado dormido en su sillón, pero fue en vano que clamase contra la enormidad de tortuga y el escandaloso derroche de champaña.



—Siempre he viajado como caballero de distinción —replicó George—. Mi señora debe viajar también como dama principal; mientras quede un chelín en mi bolsillo, no ha de carecer de nada.



Dobbin calló, renunciando a convencer a su amigo de que la felicidad de Amelia no estaba en una sopa de tortuga. Poco después de comer, Amelia expresó con timidez deseos de hacer una visita a su mamá, a lo que accedió George, no sin refunfuñar un poquito. Entró Amelia en su descomunal alcoba, en cuyo centro se alzaba un lecho gigantesco, «donde había dormido la hermana del emperador Alejandro», dejó sobre ella su sombrero y su chal y salió de nuevo, encontrando a George en el comedor, rodeado de botellas de clarete y sin dar señales de levantarse.



—¿No me acompañas? —preguntó con dulzura Amelia.



—Imposible, querida; tengo que hacer esta noche. Mandaron traer un coche. Al llegar éste a la puerta de la fonda, Amelia miró dos o tres veces a su marido, quien continuó distraído, y salió triste, siendo seguida por Dobbin, el cual le dio la mano para subir al carruaje.



Dobbin se dirigió a su domicilio, pensando en lo agradable que le sería ir sentado junto a la señora de su amigo en el coche. Por lo visto, los gustos de George diferían de los suyos, pues luego que se saturó de clarete se fue al teatro. Era el capitán Osborne muy aficionado al drama, y los había representado varias veces, con mucho éxito, en funciones teatrales particulares o de sociedad. Un criado despertó a Joseph mientras retiraba las botellas vacías de la mesa. Nuestro amigo mandó venir el coche y se retiró a su casa.



La madre de Amelia estrechó a su hija contra su corazó