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100 Clásicos de la Literatura

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El señor Osborne tomó una pluma, la pasó cuidadosamente sobre el nombre de George hasta que lo hizo desaparecer y, luego que la tinta estuvo completamente seca, volvió a colocar el libro en el sitio de donde lo había sacado. De otro cajón sacó otro documento, lo leyó, y seguidamente lo redujo a cenizas a la luz de una de las bujías. Era su testamento. Cuando no quedaban rastros de aquél, se sentó, escribió una carta, hizo sonar un timbre, entregó la carta al criado que acudió al llamamiento y le dio orden de llevarla a su destino a la mañana siguiente. Era ya de día cuando se acostó. Los rayos del sol bañaban toda la casa y los lindos cantores alados cantaban deliciosas melodías entre las verdes hojas de los árboles que circundaban la plaza Russell.

En su deseo de mantener el buen humor, y hasta de fomentarlo, entre los individuos de la familia del señor Osborne y entre sus servidores y empleados, y con objeto de rodear a George del mayor número posible de amigos en las horas de su adversidad, William Dobbin, que sabía muy bien cuan excelentes efectos producen en el alma del hombre las buenas comidas y los buenos vinos, no bien regresó a la fonda donde se hospedaba, dirigió una carta finísima al señor Thomas Chopper, invitándole a comer para el día siguiente. Llegó la carta a su destino antes de que el honrado cajero del señor Osborne saliera de la oficina de la City, y la contestación fue que «el señor Chopper se honraría aceptando la invitación del señor capitán Dobbin». Aquella misma noche leyeron la invitación y la copia de la respuesta la señora Chopper y sus hijas y se habló en familia de la extremada amabilidad de los militares. Luego que se retiraron a descansar las hijas del matrimonio Chopper, habló el cajero con su cara mitad sobre los extraños acontecimientos que ocurrían en la familia de su principal. Juró que jamás había visto a éste tan afectado; dijo que al entrar en el despacho de Osborne a raíz de haber salido el capitán, encontró al primero excitado, congestionado, trémulo, indicios todos ellos de que acababa de tener una escena violenta con su visitante. El cajero recibió orden de redactar una cuenta de todas las cantidades entregadas al capitán Osborne en los tres años últimos, y por cierto que la cuenta arrojó una cantidad muy respetable, observó el cajero. La causa de la disputa parece que ha sido la señorita Sedley. La señora del cajero dijo que sentía que la pobre señorita perdiera una proporción tan excelente como la del apuesto capitán, opinión que no compartía el marido, a juicio del cual merecía muy pocas consideraciones la hija de un especulador desgraciado. La casa Osborne era para él la más respetable de la ciudad de Londres, y el hijo del hombre de negocios más respetable de Londres bien merecía casarse con la hija del noble más noble de la capital. Durmió el cajero aquella noche bastante más que su principal, y por la mañana, luego que se hubo desayunado en compañía de su mujer y sus hijas, salió de casa, prometiendo a su cara mitad no ensañarse demasiado con el vino de Oporto del capitán Dobbin.

Los empleados del señor Osborne, habituados a examinar la expresión de su rostro, vieron aquella mañana, con estupefacción, que se presentaba pálido como un espectro y envejecido. A las doce entró en su despacho el señor Higgs, previamente llamado, y permaneció encerrado con el principal durante una hora larga. Alrededor de la una, un criado del señor Dobbin trajo una carta para el señor Osborne. Chopper la puso en manos de su jefe. Poco después, fueron llamados los señores Chopper y Birch, los cuales, a instancias del señor Osborne, firmaron un documento en calidad de testigos. «Es mi nuevo testamento», les dijo el principal. Firmaron, y no se cruzó una palabra más. Observaron todos que el señor Osborne estaba aquel día más amable y condescendiente que de ordinario. A nadie regañó, ni nadie le oyó jurar. Dejó la tarea pronto, mas antes de marcharse llamó al jefe del personal, dióle instrucciones generales y le preguntó, no sin vacilar, si sabía si se encontraba en la ciudad el capitán Dobbin.

Chopper respondió que creía que sí; a decir verdad, entrambos lo sabían perfectamente.

Osborne sacó una carta dirigida al capitán, la puso en manos de Chopper, y le encargó que la entregase personal e inmediatamente al caballero a quien iba dirigida.

A las dos en punto llegó el señor Frederick Bullock y salió con el señor Osborne, quien, al parecer, le estaba esperando.

Mandaba el regimiento donde prestaban sus servicios los capitanes Dobbin y Osborne un veterano que había hecho su primera campaña a las órdenes de Wolfe, en Quebec, hombre excesivamente viejo y más débil de lo que fuera de desear en el mando. Esto no obstante, se interesaba por el regimiento del que, por lo menos nominalmente, era jefe principal, y solía invitar a su mesa a sus oficiales con amabilidad poco común. Favorito especial del viejo coronel era el capitán Dobbin, hombre muy impuesto en la literatura de su profesión, capaz de hablar de Frederick el Grande, de la Reina Emperatriz y de sus guerras, casi tan bien como el propio coronel, que estaba enamorado de la táctica de cincuenta años atrás. La misma mañana que el señor Osborne otorgó un testamento nuevo, y el señor Chopper recibió orden de entregar personal e inmediatamente una carta al capitán Dobbin, éste fue llamado por su coronel e invitado a almorzar en su compañía, y a los postres, supo de labios del veterano jefe que el regimiento recibiría dos días después orden de embarcar para Bélgica. El regimiento había nutrido sus filas durante su permanencia en Chatham, y el coronel esperaba que el cuerpo que contribuyó a la derrota de Montcalm, en Canadá y a la de Washington en Long Island, haría honor a su reputación histórica en los campos de batalla de los Países Bajos.

—De consiguiente, mi buen amigo —añadió el coronel, tomando un polvito de rapé y colocando su mano temblorosa sobre su robe de chambre bajo la cual continuaba latiendo, bien que muy débilmente, su corazón—, si tiene usted algún affaire la, si necesita consolar a alguna Filis, o despedirse de su mamá y papá, u otorgar testamento, le aconsejo que lo haga sin dilación.

Dado el consejo, despidió el coronel a su favorito alargándole un dedo, que Dobbin estrechó, y, al quedar solo, escribió un poulet (el buen anciano se despepitaba por el francés) a la señorita Amenaida, artista del Teatro Real.

La noticia puso grave al capitán Dobbin, quien al punto se acordó de nuestros amigos de Brighton, no sin avergonzarse de que fuera Amelia la primera persona cuya imagen se alzaba en su pensamiento, antes que las de sus padres y hermanas, y antes que la idea del cumplimiento de su deber. En cuanto llegó a su casa, escribió una cartita al señor Osborne, comunicándole la nueva, seguro de que la perspectiva de la marcha de su amigo y compañero de armas a la guerra ablandaría al padre y provocaría una reconciliación con George.

La cartita, enviada por el mismo mensajero que el día anterior llevó a Chopper la de invitación, llenó de alarma a este último, quien temió que aplazase la comida para otra ocasión. Abrióla con mano temblorosa pero se tranquilizó al ver que confirmaba la invitación y que le esperaba a las cinco y media, rogándole de paso que entregase la adjunta a su principal.

Dobbin repitió la nueva que le fuera comunicada por su coronel a cuantos oficiales del regimiento encontró en el curso de sus peregrinaciones. El primero con quien topó fue el portaestandarte Stubble, cuyo ardor bélico se excitó en tales términos, que corrió a comprarse una espada nueva. Era un muchacho de diecisiete años, de unas sesenta y cinco pulgadas de estatura, de constitución raquítica, pero de corazón valeroso. Sin esfuerzo comprenderá el lector, si tiene en cuenta su estatura y delgadez, que servía en los Ligeros.

El portaestandarte Spooney, por el contrario, era un muchachote alto y robusto y pertenecía a la compañía de granaderos, que era la que mandaba Dobbin.

Los dos portas se obsequiaron aquel día con un soberbio banquete, terminado el cual escribieron cariñosísimas cartas a sus apenados padres… ¡Ah! Por aquellos días, en Inglaterra abundaban mucho los padres apenados y eran muchas las casas que madres tiernas regaban con sus lágrimas.

Como Dobbin viera al porta Stubble sentado delante de una mesa en el café de Slaughters, y observara que las lágrimas resbalaban por su nariz y caían sobre la carta que estaba escribiendo (el pobre se acordaba de su mamá y temía no volver a verla), dejó la pluma que había tomado ya para escribir a George y dijo para sus adentros:

—¡No le escribo!… ¿Por qué he de robarle unas horas de contento? Mañana temprano iré a despedirme de mis padres, y luego me llegaré a Brighton.

Acercóse a Stubble, le dio dos palmaditas en el hombro y le dijo que le convenía renunciar al aguardiente para ser un buen soldado, y que no dudaba que en su corazón valeroso y en la nobleza de sus sentimientos encontraría fuerzas para dar un adiós eterno a aquel vicio.

Brillaron con orgullo los ojos del porta al escuchar las razones de Dobbin, que era el oficial mejor y más respetado del regimiento.

—Muchas gracias, mi capitán —contestó Stubble, frotándose los ojos con los nudillos—. Precisamente estaba haciendo esa promesa a mi pobre madre… ¡Me quiere tanto!…

El manantial, seco momentáneamente, entró de nuevo en actividad; no me atrevería a jurar que los ojos de Dobbin dejaron de humedecerse.

Los dos portas, el capitán y el señor Chopper comieron juntos en el mismo cuarto. Chopper fue portador de la carta del señor Osborne, en la cual rogaba al capitán que tuviera la bondad de entregar la carta adjunta al señor capitán George Osborne. Chopper no pudo dar detalles, sencillamente porque nada sabía. Dijo que el principal se presentó pálido y envejecido, habló de su entrevista reservada con el notario, se admiró de que no hubiese regañado a nadie e hizo mil conjeturas y comentarios, más vagos e ininteligibles a medida que pasaba el tiempo y, con el tiempo los vasos de vino desde las botellas a su estómago. Dobbin hubo de cargarlo en un coche como si fuera un fardo y consignarlo a su casa.

 

Recordará el lector que cuando el capitán Dobbin se despidió de la señorita Osborne, le pidió permiso para hacerla otra visita. La niña le estuvo esperando durante varias horas al día siguiente. Es probable que si Dobbin hubiese hecho la visita y formulado la pregunta que aquélla estaba dispuesta a contestar, la hermana de George se hubiera declarado amiga de su hermano y acaso habría sido un hecho la reconciliación del hijo con su airado padre. Pero Dobbin no se dejó ver. Asuntos propios embargaron su tiempo, hubo de visitar y consolar a sus padres, y, cumplida esta santa obligación, tomó un coche y se hizo conducir a Brighton. La señorita Osborne oyó que su padre daba aquel día orden terminante de no admitir al malvado capitán Dobbin en la casa, orden que segó las esperanzas que aquélla abrigaba. Frederick Bullock estuvo más obsequioso que nunca con Mary, y excepcionalmente cariñoso con el apenado padre.

Capítulo XXV

Donde nuestros personajes principales deciden abandonar Brighton

Llegado Dobbin a presencia de las señoras, en Brighton, se mostró jovial y hablador como nunca, circunstancia que demuestra cuan hipócrita se iba haciendo, a medida que pasaban los días. Procuró no dejar traslucir los sentimientos que le agitaban ni exteriorizar los temores que le hacían concebir las malas nuevas de que era portador, y que seguramente producirían sobre Amelia desastrosos efectos.

—Yo creo, George —dijo—, que el emperador de los franceses nos dará un disgusto antes de que pasen tres semanas, y que nos obligará a danzar a todos más de la cuenta, pero yo te aconsejo que nada digas a tu mujer… ¿Qué necesidad hay? Después de todo es posible que no se dispare un solo tiro y que nuestra expedición a Bélgica sea sencillamente un paseo militar. Muchos opinan así… Bruselas está llena de gentes distinguidas y de damas encopetadas.

En consecuencia, los dos amigos acordaron presentar a Amelia la perspectiva de la expedición del ejército inglés a Bélgica bajo los colores más risueños.

Puestos de acuerdo los dos conjurados, el hipócrita Dobbin saludó a Amelia con extremada jovialidad, le dirigió dos o tres cumplidos que resultaron (la verdad nos obliga a declararlo) espantosamente fúnebres, habló a continuación de Brighton, de los aires del mar, de lo divertido de aquel rinconcito, de las bellezas de la carretera y de los méritos de la diligencia y de los caballos que la arrastraban, todo ello en forma tan clara, que resultó completamente ininteligible para Amelia y divertidísimo para Becky, que acechaba al capitán con el mismo interés con que acechaba a toda persona que con ella entraba en contacto.

Hemos de hacer constar que Amelia tenía formada pobre opinión del amigo de su marido; le encontraba demasiado vulgar, demasiado torpe, pero le quería por el cariño que a su marido profesaba —lo que ella consideraba perfectamente natural—, pero a su entender, George daba grandes pruebas de generosidad concediendo su amistad a su compañero de armas… Llegaría un día en que le conocería mejor, un día en que sufrirían radical transformación sus apreciaciones con respecto a él, pero ese día estaba lejano.

A las dos horas de haber llegado Dobbin, Becky había adivinado su secreto. No era ésta santo de la devoción del capitán, hombre demasiado honrado y leal para que no sintiera repulsión instintiva hacia las zalamerías y artificios de aquélla, pero a bien que ella le detestaba y temía en secreto, aunque aparentemente le trataba con gran cordialidad y respeto. Rawdon Crawley apenas se dignó dirigirle la palabra y Joseph Sedley le habló con gran dignidad y prosopopeya.

Cuando los dos amigos se encontraron solos en la habitación de George, Dobbin sacó la carta que por encargo del señor Osborne debía poner en manos de su hijo.

—¡No es letra de mi padre! —exclamó George con alarma.

En efecto: la carta era del abogado y notario de su padre, y decía lo siguiente:

Belfort Row, 7 de mayo de 1815.

Muy señor mío: El señor Osborne me ha encargado que haga saber a usted que mantiene inquebrantables sus resoluciones, ya expresadas a usted, y que a consecuencia del matrimonio que acaba de contraer usted, cesa de considerarle para siempre como individuo de la familia. Su determinación es definitiva e irrevocable.

Aunque las sumas gastadas en su beneficio durante su menor edad, y los cuantiosos giros librados por usted contra él en los últimos años, exceden con mucho al total de la legítima a que usted tiene derecho, es decir, la tercera parte de la fortuna personal de la difunta señora Osborne, fortuna que han heredado por partes iguales usted y las señoritas Jane Osborne y Mary Osborne, me ha encargado que le haga saber que renuncia para siempre a reintegrarse, y que la cantidad de 2000 libras esterlinas, tercera parte de las 6000 libras esterlinas que constituyen la fortuna de su madre, juntamente con la renta de las mismas al 4% de interés corriente, le serán pagadas a usted o a la persona que usted designe. Suyo atento servidor,

HIGGS.

P. D. Me encarga el señor Osborne que le avise por última vez que no recibirá carta, mensaje ni recado alguno de su parte, sobre este asunto ni sobre ningún otro.

—¡Ya ves cómo me has arreglado los asuntos! —gritó George, lanzando a Dobbin una mirada salvaje—. ¡Lee esto… lee! —añadió, arrojando la carta que acababa de leer—. ¡Un mendigo, ira de Dios… gracias a mi… a mi maldito sentimentalismo! ¿Quién nos mandaba precipitar las cosas? ¿Por qué no podíamos esperar a que terminase la guerra? ¡Una bala puede acabar conmigo!, y ¿qué saldrá ganando Amelia convertida en la viuda de un pordiosero? ¡A ti te lo debo… a ti! ¡Ya me tienes casado y arruinado… ya puedes estar contento! ¿Qué hago yo con un capital de dos mil libras? ¡En dos años se acabaron… Crawley me ha ganado ciento cincuenta desde que llegó aquí!… ¡A fe que para llevar a término feliz asuntos ajenos no tienes precio!

—No negaré que la situación presenta mal cariz —contestó Dobbin, pálido como un cadáver, luego que hubo leído la carta—. Confesaré también que, conforme dices, es, en parte, culpa mía… Hombres hay, empero, que sin inconveniente se cambiarían por ti —añadió con sonrisa amarga—. ¿Cuántos capitanes tenemos en el regimiento dueños de dos mil libras esterlinas? Deberás vivir con tu paga hasta que se ablande tu padre, y si mueres, tu mujer quedará con una renta de cien libras anuales.

—¿Y crees tú que un hombre habituado a lo que yo puede vivir con su paga y cien libras más? —gritó George en el paroxismo de la cólera—. ¡Se necesita no conocerme o estar loco para hablar así, Dobbin! ¿Cómo he de sostener el lugar que en sociedad me corresponde con esa miseria? Yo no puedo variar de costumbres… ¡No me han criado con gachas, como a MacWhirter, ni con patatas como a O’Dowd! ¿He de nombrar a mi mujer lavandera de la compañía? ¿Pretendes que la obligue a seguirme metida en un carromato de víveres?

—¡No te apures, hombre, que mejor medio de locomoción le encontraremos! Lo que sí conviene que recuerdes es que eres algo así como un príncipe destronado, amigo mío, y que debes permanecer tranquilo mientras ruge la tempestad, que no creo tenga mucha duración. Haz que tu nombre aparezca en la Gaceta, y tú verás cómo consigo amainar la furia de tu padre.

—¡Mi nombre en la Gaceta!… —repitió George—. ¡Aparecerá, sí, pero entre los muertos, y seguramente a la cabeza de la lista!

—¡Calla, George, calla! Dejemos las lágrimas para cuando llegue el momento… y ten en cuenta que si algo te ocurriese o me ocurriese, yo, que no soy pobre de solemnidad, ni hombre casadero, no he de olvidar en mi testamento… a mi ahijado.

Terminó la disputa como terminaban todas las que entre Osborne y Dubbin se suscitaban, es decir, declarando el primero que era imposible reñir con el segundo, y perdonándole generosamente después de haberle regañado sin motivo.

—¿Sabes en qué estoy pensando, Becky? —preguntó Rawdon Crawley a su mujer, que estaba vistiéndose para comer en su habitación.

—Si no me lo dices… —respondió la interpelada, que parecía la imagen de la inocencia y de la felicidad.

—¿Qué hará la señora de George Osborne cuando el regimiento a que pertenece su marido marche a la guerra?

—Supongo que llorará desconsolada. Infinidad de veces la he visto lloriqueando cuando la he hablado de esa contingencia.

—Por lo visto a ti te importa poco, ¿eh?, que vaya yo a la guerra…

—¡No seas tonto!… Si tú vas, estoy resuelta a acompañarte. Además, tu situación es muy diferente; irás en todo caso como ayudante de campo del general Tufto… Nosotros no somos de infantería —añadió Becky, echando atrás la cabeza con gracia tan encantadora, que su marido no pudo menos de darle un beso—. Oye… Rawdon… ¿no te parece que convendría que sacases ese dinero a Cupido antes de que se vaya?

Becky llamaba Cupido a George. Veinte veces le había insinuado que le encontraba guapo; con frecuencia le miraba con cariño cuando aquél pasaba a las habitaciones de Rawdon antes de recogerse, a cada paso le decía que era un perdido, y le amenazaba con contar a Amelia sus picardías; cuando George quería fumar, ella le pedía el cigarro y se lo encendía, maniobra cuyos efectos conocía perfectamente, por haberla practicado tiempo antes con Crawley. George la encontraba traviesa, alegre, distinguée, deliciosa. Durante los paseos y comidas, Becky eclipsaba a la pobre Amelia, la cual se quedaba entre su hermano Joseph y Rawdon Crawley, muda y tímida, mientras la primera correteaba bulliciosa con su marido.

Algo intranquilizaba a Amelia la conducta de su amiga, cuyo talento, donaire y alegría la privaban con frecuencia del reposo. Una semana llevaba de casada, y ya George había contraído el ennui, ya prefería la compañía de otros a la suya. Temblaba la pobrecilla pensando en el porvenir.

—¡Él, tan instruido —pensaba la desgraciada—, tan brillante, y yo tan humilde y tan necia!… No soy digna de estar a su lado… ¡Qué nobleza, qué generosidad la suya, qué sacrificio hizo abandonándolo todo para casarse conmigo!… ¡Debí negarme… pero me faltó el valor!… ¡Mi obligación habría sido quedarme en casa, cuidando siempre de mi pobre papá…! ¡He sido egoísta, mala hija… egoísta, por haber obligado a George a casarse conmigo, mala hija por haber abandonado a mi padre en su desgracia! No soy digna de George… me consta que George hubiese podido ser feliz sin mí…

Triste, muy triste es que pensamientos como éstos llenen la mente de una recién casada, y que confesiones como las expuestas broten de los labios de la mujer que, siete días antes, consagró su existencia al hombre a quien amaba, pero así era por desgracia. ¿Sin motivo? El lector juzgará.

La víspera de la llegada de Dobbin, en una noche tibia y embalsamada del mes de mayo, George y Becky, apoyados sobre el antepecho del balcón, contemplaban la llanura argentada del océano, mientras Rawdon y Joseph jugaban en el interior de la estancia una partida de naipes, y Amelia, recostada sobre un diván, contemplaba a entrambas parejas, relegada al olvido general, triste y sin más compañía que la de la desesperación y del remordimiento. ¡Triste presente después de una semana escasa de matrimonio!… Y si triste era el presente, el porvenir se presentaba tan espantoso, que la desventurada quería cerrar los ojos para no verlo.

—¡Encantadora noche! —exclamó George, dando una chupada a su tabaco.

—Deliciosa, sí… adoro las noches como ésta —contestó Becky—. Parece mentira que entre nosotros y la luna medie una distancia de doscientas treinta y seis mil ochocientas cuarenta y siete millas… No tengo mala memoria, ¿eh? ¡Bah! Esta y otras tonterías las aprendimos en el colegio de la señorita Pinkerton… ¡Qué tranquila está la mar, y qué clara noche, y qué brillante todo!… ¡Si casi se distinguen las costas de Francia!… ¿A que no acierta usted qué pienso hacer la mañana menos pensada? Soy nadadora de primera fuerza… acaso haya oído usted hablar de mis habilidades como tal… Pues bien: el mejor día, cuando la vieja compañera de mi tía Crawley… supongo que la recordará usted… la vieja de la nariz de lechuza… la Briggs… repito: cuando esa vieja se meta en el baño, me zambullo bonitamente, llego hasta ella, la agarro por los pies, y la obligo a que se reconcilie con las olas. ¿No le parece sublime la idea?

 

George principió a reír estrepitosamente ante la perspectiva de la entrevista acuática en proyecto.

—¡Vaya una algazara, amigos! —gritó Rawdon, golpeando sobre la mesa de juego.

Amelia, que sufría lo indecible, segura de que no le sería posible contener por más tiempo los sollozos que subían hasta su garganta, se retiró a su habitación para dar curso libre a sus lágrimas.

En el capítulo que estoy escribiendo, nuestra historia seguirá un curso desigual, avanzando y retrocediendo; tan pronto nos ocuparemos del mañana como volveremos al ayer, con riesgo evidente de convertirla en un todo confuso y enmarañado. Téngase presente, empero, que en los palacios reales, mientras el coche de las señoras del capitán Pérez se pasa minutos y minutos esperando turno para salir por las monumentales puertas destinadas al efecto, los de los embajadores y altos dignatarios salen sin tropiezo ni inconveniente por otra puerta, no tan ancha como aquéllas, pero que encuentran siempre expedita. En los ministerios ocurre otro tanto: una docena de pretendientes esperan pacientemente en la antecámara el feliz momento de ser admitidos en el despacho del ministro, les han dicho que la entrada obedecerá a un turno riguroso, pero llega un personaje eminente y penetra sin turno en el despacho, sin dignarse mirar siquiera a los que en la antecámara quedan esperando. Otro tanto ocurre con las narraciones novelescas, en que, con frecuencia, el novelista se ve obligado ejercer una especie de justicia sumamente parcial. Claro está que su obligación es no omitir incidentes grandes ni chicos, pero sobre éstos deben tener prelación los acontecimientos de importancia. Ahora bien: siendo tan trascendental la nueva que Dobbin llevaba a Brighton, es decir, la referente a la orden de marcha del regimiento de Guardias a Bélgica, donde debían reunirse los ejércitos aliados a las órdenes del duque de Wellington, bien acreedora era a la distinción de ser antepuesta a las circunstancias de menor cuantía que componen la parte principal de esta historia, aunque de ello resulte cierto desorden. Por otra parte, bien poco hemos adelantado desde el capítulo XXII; total, hemos colocado a nuestros principales protagonistas en sus cuartos de vestir, preparándose para sentarse a la mesa el día de la llegada del capitán Dobbin, sin hacer nada nuevo, toda vez que diariamente se vestían y comían.

George guardaba demasiadas consideraciones a su mujer, o bien embargaba toda su atención la obra de hacer el lazo de su corbata, para llevar corriendo a Amelia las noticias que su amigo acababa de traerle de Londres. Entró, empero, en el cuarto de su mujer, llevando en la mano la carta del abogado-notario de su padre, y con expresión tan solemne e importante, que Amelia, que a todas horas temía desgracias, imaginó que todas las calamidades de la tierra acababan de caer sobre ellos. Corrió temblando al encuentro de su marido y le suplicó que se lo dijera todo, que no tuviera secretos para ella.

—¿Has recibido orden de marchar? ¿Debéis batiros la semana próxima?

George eludió con respuestas evasivas todo cuanto con la marcha al extranjero tenía relación, y, moviendo melancólicamente la cabeza, dijo:

—No, Amelia… no se trata de eso… ni me inquieto por mí, sino por ti. He recibido noticias muy malas de mi padre… Ha roto conmigo toda clase de relaciones, me cierra la puerta de su casa… nos condena a la miseria. Por mí no me importa… yo sabría sufrir con resignación las privaciones… pero ¿y tú? Toma y lee…

Con mirada que reflejaba alarma y ternura infinita escuchó Amelia la expresión de los generosos sentimientos de su marido y tomó la carta que George le alargaba con aire hermoso de mártir resignado. Sus alarmas desaparecieron con la lectura del documento, que nunca desagradó a una mujer enamorada la perspectiva de compartir pobreza y privaciones con el objeto de su amor.

—¡Oh, mi querido George! —exclamó—. ¡Cuánto te hará sufrir la actitud de tu papá… Verte separado de él…!

—Mucho, es cierto —contestó George con cara agonizante.

—Pero su cólera no puede ser duradera… Te perdonará, quiero creerlo… ¡Oh!… ¡Yo sí que no podría vivir, no me lo perdonaría nunca, si por culpa mía fueses desgraciado!

—No es mi desgracia la que me apura, mi pobre Amelia, sino la tuya. La pobreza a mí no me da miedo, aparte de que presumo, y no me acuses de vanidoso, presumo que tengo talento bastante para ganarme la vida.

—¡Oh, sí!… Talento tienes de sobra —exclamó Amelia.

—Repito que mi suerte no me asusta, pero tú… queridita mía, ¿cómo has de resignarte a renunciar a la vida y al puesto que mi esposa tiene derecho a ocupar en sociedad? ¡Mi mujercita adorada en un cuartel!… ¡Mi cielo casada con un militar que acaso haya de ir a la guerra!… ¡Mi ídolo expuesto a toda clase de desventuras y privaciones!… ¡Me desespera pensarlo!

Alborozada Amelia, al ver que ella sola era el objeto de la solicitud de su marido, le tomó las manos, las oprimió amorosamente entre las suyas y, con el semblante radiante y risueño, empezó a gorjear una de sus romanzas favoritas, cuya heroína, después de echar en cara a su amante sus repetidas frialdades, le promete que le remendará los calzones y le preparará el ponche, siempre que él le prometa ser constante, quererla mucho y no olvidarla.

—Además —dijo, después de una pausa, durante la cual recobró todo el esplendor y la belleza que hacen adorable a la mujer—, ¿no componen una fortuna colosal dos mil libras esterlinas?

George rio la naiveté de su mujer, y entrambos bajaron a comer.

La comida, que prometía ser triste, fue animada y alegre. La excitación de la próxima campaña dio al traste con la depresión que en el ánimo de George había producido la carta que le desheredaba. Dobbin continuaba decidor y animado como nunca. Divirtió a los comensales recitándoles cuentos referentes al ejército de Bélgica, que iba de fiesta en fiesta y de diversión en diversión. Habló a continuación, atento al objeto que perseguía, de la actividad con que la comandanta O’Dowd preparaba sus equipajes y los de su marido, dijo que en una caja especial había colocado las charreteras más lujosas de este último juntamente con su tricornio más flamante, y en otra, su famoso turbante amarillo adornado con la pluma de ave del paraíso, y preguntó a sus oyentes si les parecía que aquella pareja haría un papel muy brillante en los salones de la Corte en Gante o en los bailes militares de Bruselas.

—¡Gante… Bruselas! —exclamó Amelia, vivamente alarmada—. Pues qué: ¿ha recibido el regimiento orden de marchar, George?

—No te asustes, querida —contestó con dulzura George—. Total, ya ves, una travesía de doce horas… No te sentará mal… porque supongo que querrás venir con nosotros, Amelia.

—Yo estoy resuelta a ir —dijo Becky—. Formo parte del Estado Mayor… El general Tufto es un gran admirador mío… ¿no es verdad, Rawdon?

Rawdon soltó una de sus atronadoras carcajadas: Dobbin se puso rojo como la sangre.

—¡Locura… no puede ir! —exclamó—. Tengan en cuenta el…

Iba a añadir «el peligro», pero como toda la comida venía diciendo que no había ninguno, se interrumpió, se confundió, y guardó silencio.

—Debo ir e iré —gritó Amelia con gran resolución.

George aplaudió su valor y dijo que anhelaba llevarla en su compañía.

Terminada la comida, Becky enlazó con su brazo la cintura de su amiga y salió con ésta del comedor, dejando a los hombres en libertad de discutir asuntos de importancia y de beber sendas botellas de vino.