Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Merced a un interrogatorio a que sometió a su madre, se informó de los salones donde probablemente encontraría a las hermanas de George, y aunque siempre mostró aversión a las reuniones y fiestas, asistió a una donde tuvo la satisfacción de encontrar a las hermanas de su amigo. Bailó con las dos, fue un prodigio de finura y de galantería, y acabó por pedirles unos minutos de conversación para el día siguiente, diciendo que tenía que comunicarles noticias de excepcional interés.



¿Por qué Jeannie, que fue a la que hizo Dobbin el anuncio, retrocedió con sobresalto, clavó primero los ojos en su cara y luego los bajó al suelo, y estuvo a punto de desmayarse? ¿Por qué una súplica tan sencilla agitó tan violentamente a la niña? Misterio es ese que nunca penetraremos. Lo que sí podemos decir es que, al día siguiente, cuando Dobbin se presentó en la casa de los Osborne, Mary no acompañaba en el salón a su hermana, la señorita de compañía salió para avisar a Mary, y el capitán y Jeannie quedaron solos. Tan profundo era el silencio en los primeros momentos, que el tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea casi molestaba el oído.



—¡Qué encantadora estuvo la fiesta de anoche! —comenzó a decir Jeannie—. Le felicito, capitán, por los progresos que ha hecho usted en el baile… Indudablemente alguien se ha preocupado en enseñarle.



—¡Había de verme usted bailando una contradanza con la comandanta O’Dowd, y mejor una jiga!… Por supuesto, que quien baila con usted, por torpe que sea, ha de hacerlo maravillosamente bien.



—¿Es joven y bonita esa señora comandanta, capitán? ¡Ah… qué terribles horas deben de pasar las señoras de los militares!… Me maravilla que tengan humor para bailar, sobre todo en estos tiempos espantosos de guerra. Tiemblo muchas veces cuando pienso en nuestro querido George y en los que abrazaron la carrera de las armas… ¿Son muchos los oficiales casados, capitán?



«¡A fe que esa niña se insinúa con demasiada claridad!», pensó la señorita de compañía.



La observación precedente la hacemos constar a título de paréntesis, toda vez que no pudo penetrar por la pequeña aberturita de la puerta donde fue formulada.



—Precisamente acaba de casarse uno de nuestros jóvenes camaradas —contestó Dobbin yendo hacia su objeto—. Amores muy antiguos, señorita, pero ¡ah!, los dos son tan pobres como los ratoncitos de las iglesias.



—¡Encantador… romántico!… A mí me seduce todo lo romántico, capitán.



Dobbin se animó.



—Él es el muchacho más guapo de nuestro regimiento; en todo el ejército no le hay ni más arrogante ni más bravo… Y su mujer es encantadora… ¡Oh, y cuánto la querría usted!… ¡Cuánto la querrá cuando la conozca!



Creyó Jeannie que había llegado el momento supremo, dio por seguro, al ver la excitación nerviosa del capitán, perfectamente visible, que de su boca iban a salir declaraciones importantes, y se aprestó a escuchar con toda su alma.



—Pero no he venido a hablar a usted de un matrimonio… quiero decir, del matrimonio… de que hablaba… no… ¡vaya!, mi querida señorita Osborne… No sé cómo decirlo… he venido a hablar de George, de mi querido amigo George.



—¿De George? —repitió Jeannie con acento de desencanto tan vivo, que excitó la hilaridad de la señorita de compañía y la de Mary, ambas pegadas a la puerta del salón, y hasta arrancó una sonrisa a Dobbin, quien recordó que George le había dicho repetidas veces que si se dirigía a Jeannie no le contestaría ésta que no.



—Pues sí; de George —repuso—. Han surgido diferencias entre él y su padre, y yo, que tanto le quiero, yo, que como a hermano le considero, quisiera que estas diferencias terminasen. Estamos en vísperas de salir de Inglaterra, señorita… De un momento a otro esperamos la orden de embarcar… ¿Quién es capaz de decir lo que ocurrirá en la campaña? ¡No se agite usted!… Digo que, dadas las circunstancias, precisa poner término a las diferencias, porque el padre y el hijo deben separarse amigos.



—No ha habido reyerta propiamente dicha, capitán, sino una pequeña escena, como tantas otras, de George con papá. Todos los días esperamos el retorno de George… Papá sólo desea su felicidad… Que venga, y todo acabará bien… También le perdonará gustosa la señorita Swartz, que se fue de casa triste y airada… ¡Perdonamos con tanta facilidad las mujeres, capitán!…



—Los ángeles como usted tienen siempre el alma abierta al perdón —contestó Dobbin con astucia diabólica—. Sin embargo, hay quien no merece perdón, y es el que hace llorar y labra la desventura de una mujer. ¿Qué haría usted si el hombre a quien amase le fuera infiel?



—¡Me moriría… me tiraría por la ventana… tomaría un veneno!…



—Otras hay que piensan y saben sentir como usted, Jeannie. No me refiero a las herederas de las Indias Occidentales, sino a una pobre niña amada por George en otro tiempo, enseñada desde que tuvo uso de razón a no pensar en nadie más que en él. La he visto pobre, sin elevar una queja, desgraciada como la que más sin merecerlo. Me refiero a la señorita Sedley… Mi querida Jeannie… ¿su generoso corazón guardará rencor a su hermano porque ha sabido ser fiel a su amor? Su conciencia recta, como conciencia de ángel, ¿podría perdonarle si la hubiese abandonado? ¡Sea usted su amiga, amiga de la señorita Sedley, que siempre quiso a usted entrañablemente!… y yo he venido aquí por encargo de mi amigo George para manifestar a usted que él mantiene su compromiso, que quiere cumplirlo, porque lo estima el más sagrado de sus deberes, y que desea, suplica a usted que se coloque a su lado.



La elocuencia de Dobbin no dejó de hacer impresión en el ánimo de la niña a quien iba dirigida.



—¡Es sorprendente… doloroso… extraordinario!… ¿Qué dirá papá? George desobedece, se rebela, desdeña un partido brillante… pero no puede negarse que ha encontrado en usted un campeón esforzado de su causa… aunque todos sus esfuerzos serán inútiles, créalo usted… La señorita Sedley me inspira un afecto muy sincero… la hemos querido mucho en esta casa, aunque siempre nos pareció mal su matrimonio con mi hermano… De todas suertes, papá no dará nunca su consentimiento… estoy segura… y siendo lista como lo es, educada en buenos principios, debería… en fin, capitán, George debe dejar de pensar en ella… sí; no tiene más remedio.



—¿Un hombre de honor debe abandonar a la mujer que ama cuando el infortunio ha hecho presa en ella? Mi querida Jeannie… ¿es éste el consejo que usted da? Sea usted su defensora, señorita… George no puede abandonarla… no debe abandonarla… ¿Cree usted que un hombre que amase a usted, haría bien abandonándola si esta casa descendiese al abismo de la pobreza?



Pregunta tan habilidosa impresionó no poco a Jeannie.



—Yo no sé hasta qué punto nosotras, las pobres muchachas, debemos dar crédito a las palabras que nos dan ustedes, los caballeros —contestó—. La ternura innata de la mujer la predispone a creer con excesiva facilidad. Son ustedes crueles, sí… seductores sin corazón.



Dobbin hubiese jurado que Jeannie acompañó sus últimas palabras con una presión significativa de su mano, que le extendió mientras hablaba.



—¿Seductores sin corazón?… ¡No, señorita, no! Habrá algunos, pero son los menos, y desde luego afirmo que su hermano no pertenece a ese número. Desde niño, viene George amando a Amelia y, rica o pobre, crea usted que no ha de casarse con nadie más que con ella… ¿Le aconsejaría usted que la abandonase?



Difícil era la respuesta, sobre todo, dadas las miras interesadas de la niña. En tan grave apuro, creyó salir de él, diciendo:



—De todas suertes, puede que usted no sea seductor cruel, pero sí muy romántico.



Dobbin dejó pasar la observación sin inmutarse ni contestarla, y al cabo de mucho rato, cuando nuevas galanterías hubieron preparado el terreno suficientemente, a su juicio, para recibir la gran noticia, deslizó al oído de su interlocutora las palabras siguientes:



—No puede ya George abandonar a Amelia… porque están casados.



Seguidamente hizo historia de todas las circunstancias del matrimonio que hemos presenciado: dijo que la pobre niña habría muerto si George hubiese sido infiel a sus juramentos, que el viejo Sedley negó su consentimiento a la unión, que Joseph Sedley regresó de Cheltenham para apadrinar a la novia y que la pareja se encontraba en Brighton pasando la luna de miel. Añadió que George contaba con sus hermanas, siempre tan cariñosas, para que suavizasen asperezas y recabasen de su padre el perdón. El capitán terminó su discurso pidiendo permiso a la niña para visitarla otra vez, y seguro de que sus palabras no tardarían en llegar a oídos de Mary, y que ésta y Jeannie las repetirían fielmente a su padre, se despidió y salió.



No había llegado Dobbin a la calle cuando ya el gran secreto era conocido por Mary y la institutriz. La imparcialidad nos obliga a confesar que el matrimonio de George no desagradó gran cosa a sus hermanas, y es que las señoras son indulgentes, por regla general, con los matrimonios hechos contra la voluntad de los padres. Estaban comentando la historia, preguntándose qué diría papá, cuando sonó en la puerta un golpe tan recio, que selló los labios de las lindas conspiradoras. Dieron por seguro que sería su papá, pero se engañaron: era Frederick Bullock, que llegaba con su carruaje para llevar a las niñas, según acuerdo anterior, a la exposición de flores.



Como es natural, las hermanas Osborne comunicaron en el acto el secreto al caballerito mencionado, el cual dio pruebas de una estupefacción que en nada se parecía a la sorpresa sentimental que reflejaban los rostros del elemento femenino. No es de admirar; hombre de mundo, conocedor del valor del dinero, cruzó por sus ojos una ráfaga de alegría y sonrió tiernamente a Mary, con la cual se mostró más rendido que nunca, pues pensó, y no sin razón, que la locura de George añadía treinta mil libras esterlinas a la fortuna que algún día correspondería a su prometida.

 



—¡Mi enhorabuena! —exclamó sin poder contenerse, dirigiéndose a Jeannie—. El matrimonio de George te convierte en un apetecible partido de cincuenta mil libras.



No había cruzado por la imaginación de las hermanas la cuestión del dinero, pero Frederick la tocó y comentó con gran alegría durante el paseo, consiguiendo interesarlas. Cuando regresaron a su casa, lejos de maldecir la calaverada de George, la aplaudían.



Nos dolería que alguno de nuestros respetables lectores viese algo de excepcional en las miras egoístas de nuestros personajes. Nos parece también muy natural que el joven Bullock estimase en más a su prometida desde que tuvo noticia de la calaverada de George. El autor de estas páginas vio en una ocasión, desde la baca de un ómnibus, tres niños que jugaban en el centro del arroyo. Llegó de pronto otro muchachito. «Pauline —gritó—; tu hermanita se ha encontrado un penique». Todos los niños dejaron presurosos sus juegos y corrieron a hacer la corte a la afortunada. El ómnibus se alejó, pero pude ver cómo la feliz dueña del penique se dirigía con gran dignidad, seguida de todos sus admiradores, al puesto de caramelos más próximo.





Capítulo XXIV



El señor Osborne Bokka un nombre de la Biblia de familia





Preparadas las hermanas de George, William Dobbin se apresuró a trasladarse a la City, donde debía llevar a cabo la parte más delicada y difícil de su tarea. La perspectiva de encontrarse frente a frente con el viejo Osborne le traía sumamente nervioso, tanto, que no dejó de ocurrírsele más de una vez la idea de dejar a las jóvenes la misión de revelar el secreto, seguro de que la reserva femenina no lo guardaría mucho tiempo. Pero era el caso que había prometido a George darle cuenta del efecto que en el inexorable padre producía la noticia, y, esclavo de su palabra, se dirigió a las oficinas que Osborne tenía en la calle del Támesis, e hizo pasar una tarjeta con una nota solicitando media hora de conversación particular, a fin de tratar de asuntos de George. El portador de la tarjeta volvió diciendo de parte del viejo que sería para él un placer ver al capitán inmediatamente.



Entró el capitán en las oficinas del señor Osborne con la conciencia no del todo tranquila y previendo una conferencia altamente desagradable y tempestuosa, de aquí que lo hiciera con rostro serio y expresión de azoramiento.



Osborne se levantó del sillón, recibióle con un apretón de manos muy cordial, y preguntó con tono de buen humor:



—¡Hola, muchacho!… ¿Qué tal andamos?



Nuevos remordimientos hicieron presa en el corazón del embajador de George al verse recibido tan cariñosamente. Dábase mucha culpa de lo sucedido; pensaba que fue él quien llevó a George a los pies de Amelia, quien aplaudió, alentó y condujo a buen término el matrimonio que iba a revelar a quien acogería la noticia con explosiones de cólera terrible; y esa persona, ese caballero cuya cólera iba a despertar, le recibía con extremado cariño.



Daba por cierto y averiguado el viejo Osborne que Dobbin le visitaba para pactar la capitulación de su hijo, la sumisión completa, su deseo de obedecer a un padre que nada deseaba más que su bien. La decepción que le esperaba era terrible.



Dobbin acabó por hacer un llamamiento a su valor, y dijo:



—Soy portador de noticias de suma gravedad. Esta mañana estuve en el cuartel, donde nadie duda que nuestro regimiento se encontrará en camino para Bélgica antes de fines de semana. Ahora bien: sabe usted perfectamente que no regresaremos sin reñir algunas batallas que, para muchos de nosotros, habrán de ser fatales.



El semblante del viejo Osborne se puso grave.



—Mi… el regimiento sabrá cumplir con su deber, capitán —respondió.



—El ejército francés es muy fuerte —prosiguió Dobbin—. Los rusos y los austríacos tardarán tiempo en enviar tropas al teatro de la guerra. El primer choque lo aguantaremos nosotros, y crea usted, señor, que será duro.



—Pero ¿adónde va usted a parar, amigo Dobbin? Supongo que no existe un solo inglés a quien asuste el reñir con ningún condenado francés… ¿eh?



—Cierto, pero quiero decir que, antes de nuestra marcha, teniendo en cuenta los peligros que vamos a correr, si… si entre usted y su hijo hay diferencias… por lo que pudiera ser… bueno sería que echasen pelillos a la mar y se reconciliasen. Si a George le ocurriese algo, seguro estoy de que sufriría usted eternos remordimientos por no haberse despedido de él como Dios manda.



El pobre William Dobbin sudaba y trasudaba, pasó por toda la escala de matices desde el color pálido al rojo violáceo, porque mentalmente se acusaba de traidor. De no haber sido por él, el matrimonio que separó al hijo del padre no se habría celebrado. ¿Por qué no lo dilató? ¿Qué necesidad había de precipitar los acontecimientos? Soltero, George se habría separado de Amelia sin sufrir las agonías mortales que ahora le esperaban. Amelia hubiese sentido la separación, desde luego, pero su pena habría sido menos acerba y duradera. Él, con sus insistentes consejos, había precipitado el casamiento; ¿por qué? Porque quería mucho a Amelia y le desesperaba verla infeliz… o bien porque él mismo sufría los tormentos de la suspensión y quería que éstos terminasen de una vez… de la misma manera que cuando la muerte nos arrebata una persona querida nos es imposible el descanso hasta que la dejamos en el cementerio.



—Es usted un buen muchacho, William —dijo el viejo Osborne con acento cariñoso—. No nos separaremos enfadados George y yo… no, es imposible. Que hemos tenido algún disgustillo, nada más cierto; he hecho por él cuanto un buen padre puede hacer; por él he trabajado, por él he empleado todo mi talento, todas mi energías… No me crea usted sobre mi palabra, pregunte a Chopper, pregunte al mismo George, pregunte a toda la ciudad de Londres. Ahora bien: le propuse un matrimonio que sería el orgullo del noble más noble de la tierra… ha sido lo único que en mi vida le he suplicado… y me desaira. De nuestras diferencias, ¿tengo yo la culpa? ¿Ambiciono yo algo que no —sea su bien, su felicidad, por la cual he trabajado como un galeote desde que George vino al mundo? Nadie podrá decir que en mi resolución hay egoísmo… Pues bien; que vuelva a esta casa… Perdona y serás perdonado es mi divisa. Claro que pensar en matrimonios en estas circunstancias es absurdo, hará las paces con la señorita Swartz y se casarán más tarde, cuando vuelva hecho un coronel… porque mi hijo será coronel… ¡no faltaba más!… coronel será si para algo sirve el dinero. Me alegro que nos lo vuelva a traer, porque sé que es usted, sé que ya en varias ocasiones le ha sacado de líos. Que vuelva mi hijo, que yo le prometo recibirle cariñosamente… Hoy comerán los dos en casa… Ya sabe la hora… Nos las entenderemos con un plato de venado, que promete estar riquísimo, y ni se harán preguntas sobre lo pasado, ni recriminaciones.



Estas palabras, tan afectuosas y llenas de confianza, llegaron hasta el corazón de Dobbin. A medida que la conversación tomaba ese giro, nuestro buen capitán sentía mayores escrúpulos.



—Temo que se engañe usted, señor —dijo—. George es demasiado noble para rebajarse hasta contraer un matrimonio de interés, y, por añadidura, sus amenazas de usted de desheredarle en caso de desobediencia han de provocar resistencias serias de parte suya.



—Pero ¡hombre de Dios!… ¿Considera usted amenaza un ofrecimiento de ocho o diez mil libras esterlinas de renta? —exclamó Osborne con expresión de buen humor—. Si la señorita Swartz me dijera a mí que me quiere, yo le juro que no esperaría a que me lo repitiese… Crea usted que no repararía en grado más o menos de color tabaco.



—Veo que olvida usted los compromisos anteriores del capitán Osborne —observó con gravedad el embajador.



—¿Qué compromisos? ¿Qué diablos quiere usted decir? Supongo que no pretenderá usted que mi hijo se case con la hija de un estafador… que no habrá usted venido para decirme que mi hijo quiere casarse con ésa… ¡Estaría bueno!… ¡Mi hijo, mi heredero, casarse con una muerta de hambre, con una cualquiera!… ¡Si cometiese tal disparate, podía desde luego despedirse de su padre y de esta casa para siempre!… Ahora recuerdo que ella ha procurado envolverle entre sus redes, y no me cabe duda de que la aconsejaba el ladrón de su padre.



—El señor Sedley fue el mejor de los amigos de usted —replicó Dobbin, que comprobaba con agrado que iba perdiendo la paciencia—. No le llamaba usted en otros tiempos ladrón ni estafador, sino todo lo contrario… Creo que fue usted mismo quien concertó el matrimonio, quien indujo a George a…



—Son las mismas palabras que se permitió echarme en cara el caballero de mi hijo el jueves hizo quince días, añadiendo no sé qué cosas sobre la honorabilidad de los oficiales del ejército inglés, como si no hubiese sido su padre quien le hizo oficial. ¿Conque es usted, por lo que veo, quien le ha excitado a la rebelión? ¿Conque es usted quien pretende introducir mendigos en mi familia? ¡Muchas gracias, capitán, aunque no hay de qué! ¡Casarse con ella!… Después de todo, ¿para qué? ¡No le hace falta, ja, ja, ja, ja! Si tanto le interesa, yo le garantizo que, sin necesidad de casarse, puede obtener sus favores.



—¡Caballero! —exclamó Dobbin sin disimular su cólera—. ¡A ningún nacido toleraré que hable mal en presencia mía de esa señorita, y a usted menos que a nadie!



¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Un desafío? Espere usted un momento… llamaré para que nos traigan un par de pistolas… ¿Le ha enviado a usted el caballero George para que insulte a su padre?



El viejo tiró del cordón de la campanilla.



—Señor Osborne —dijo Dobbin con voz ahogada—, es usted quien insulta a la criatura más angelical que Dios echó al mundo… ¡Respétela usted, caballero, porque es la esposa legítima de su hijo!



Dobbin salió sin esperar contestación, comprendiendo que nada más tenía que añadir, y el viejo cayó desplomado sobre un sillón, mirando con furia salvaje al que se iba. Entró un dependiente, sumiso al repicar de la campanilla. El capitán salió de la casa, mas no bien llegó a la acera, le siguió corriendo y sin sombrero el cajero de Osbone, señor Chopper.



—¡Por Dios vivo!… —exclamó asiendo al capitán por un brazo—. ¿Tiene la bondad de decirme qué pasa? ¡El jefe está hecho un basilisco!… ¿Qué ha hecho su hijo?



—Se casó hace cinco días con la señorita Sedley —respondió Dobbin—. Era su prometida, ha cumplido como caballero su palabra, y yo deseo que usted, señor Chopper, sea su amigo.



El cajero movió la cabeza.



—Malas noticias ha traído usted, capitán… El jefe no perdonará nunca a su hijo.



Dobbin suplicó al cajero que le tuviese al corriente de lo que en la casa de su principal pasaba, y se alejó, profundamente preocupado, tanto por lo que se refería al pasado, como por lo que con el porvenir tuviera relación.



A la hora de la comida, la familia Osborne encontró al jefe en el comedor, sentado en el sitio de costumbre, pero la expresión sombría y triste de su rostro hizo que reinase entre los comensales un silencio lúgubre. Las señoritas y el señor Bullock, que aquel día comía en la casa, comprendieron que el viejo estaba al tanto de lo sucedido. Las miradas furiosas de éste quitaron a Bullock las ganas de dirigirle la palabra, pero en cambio estuvo afectuoso y fino en extremo con la señorita Mary, junto a la cual estaba sentado, y con su hermana, que ocupaba la cabecera de la mesa.



Entre la señorita Wirt y Jane Osborne quedaba un hueco; el que ocupaba George los días que comía en casa. Habían colocado allí un cubierto, por si se presentaba el hijo pródigo. Nada ocurrió de particular durante la comida. El señor Osborne comió poco, pero en cambio bebió mucho. No habló.



Terminada la comida, los ojos del señor Osborne dieron vuelta a la mesa y se fijaron un momento en el cubierto destinado a George. Con su mano izquierda hizo un gesto, que sus hijas no comprendieron, o fingieron no comprender. Los criados tampoco se dieron por enterados.



—¡Fuera ese cubierto! —gritó, mascullando un juramentó.



Se levantó, rechazó el sillón con el pie y fue a encerrarse en su habitación.



A espaldas del comedor había otra habitación, que era designada con el nombre de despacho, y que desde antiguo estaba reservada exclusivamente al jefe de la casa. En ella se encerraba éste los domingos que no quería ir a la iglesia, y se pasaba la mañana sentado en su sillón de cuero rojo leyendo la prensa. Dos librerías defendidas con cristales encerraban unos cuantos libros, pocos, pero encuadernados con lujo exquisito, tales como el Registro anual, el Almanaque de la Nobleza, los Sermones de Blair y Hume y Smollett. Condenados estaban estos libros a no salir jamás de los estantes, donde no iba a buscarlos la mano de su dueño, ni otra alguna habría tenido la osadía de profanarlos con su contacto. Únicamente algún que otro domingo por la noche, muy contados, cuando no habían comido en la casa personas extrañas a la familia, el señor Osborne reunía en el comedor a la servidumbre y leía con voz recia y enfática dos o tres capítulos de la Biblia, libro que, junto con el de oraciones, reposaba junto a los mencionados. Ningún individuo de la casa, criado o no, entró jamás en la habitación-santuario sin experimentar cierta sensación de terror. En ella guardaba el dueño las cuentas del mayordomo, en ella el libro de entradas y salidas de provisiones en la bodega. Cuatro veces al año, el día que inauguraba cada uno de los cuatro trimestres, traspasaba sus umbrales la señorita Wirt para cobrar su salario, y cuatro veces la visitaban las señoritas de la casa, para recibir sus asignaciones trimestrales. En aquella habitación había recibido George, cuando era niño, cientos de azotainas, con desesperación de su pobre madre, que desde fuera escuchaba llorando el ruido de los azotes y solía esperarle a la salida, para besarle, acariciarle y darle dinero en secreto.

 



Sobre la repisa de la chimenea había un cuadro que representaba a los individuos de la familia, y que había sido retirado del salón a la muerte de la señora Osborne. George estaba a caballo, su hermana mayor en ademán de ofrecerle un ramo de flores, y la menor de la mano de la madre. Todos sonreían en la forma convencional propia de esta clase de documentos artísticos. La madre, ahora, hacía tiempo que estaba muerta, y mucho también que había sido olvidada. Viudo, hijo e hijas tenían mil intereses propios y personales a que atender, y si los lazos de familia no estaban rotos, sus individuos se habían distanciado en absoluto unos de otros. Los retratos de familia, cuando sobre ellos pasan unas cuantas decenas de años, y los personajes representados han llegado a la edad madura, se nos aparecen en todo lo que tienen de artificial y de afectado, y la farsa de los sentimientos en ellos fingidos resulta doblemente patética.



Al gabinete descrito se retiró el viejo Osborne con gran satisfacción de los comensales, los cuales, no bien se retiraron los criados, comenzaron a hablar con gran animación, bien que a media voz, y, minutos después, subieron al piso superior, caminando sin hacer ruido.



Sobre una hora más tarde, ya cerrada la noche, el mayordomo se aventuró a llamar a la puerta del santuario y llevó al señor bujías y el servicio del té. El señor Osborne estaba sentado en el diván, engolfado, al parecer, en la lectura de un periódico, pero apenas salió el mayordomo, se levantó, dirigióse a la puerta y la cerró por dentro. Este detalle disipó las dudas de los moradores de la casa, si es que alguna conservaban: sobre la cabeza de George se cernía una catástrofe que probablemente le heriría terriblemente.



Uno de los cajones de la inmensa mesa de trabajo del señor Osborne estaba consagrado a los papeles referentes a su hijo. Allí se encontraba reunido todo lo que con él tenía relación desde que era niño; allí se guardaban los premios que ganó en escritura y dibujo, allí las cartas dirigidas a sus papas haciéndoles saber que les quería muchísimo y pidiéndoles de paso algún dinerillo y no pocos pasteles. Con frecuencia aparecía en ellas el nombre de su buen padrino Sedley, nombre que arrancaba maldiciones a los lívidos labios de Osborne y encendía volcanes de rabia en su pecho cada vez que sus ojos lo tropezaban. Todas las cartas y documentos estaban clasificados, rotulados y atados con una cinta roja. Leíase en una: De George pidiendo cinco chelines: 23 de abril de 18… contestada 25 de abril. O bien: De George pidiendo que le compre un caballito, 13 de octubre… y así sucesivamente. En otro paquete estaban las cuentas del doctor S… Facturas del sast