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100 Clásicos de la Literatura

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Dobbin se multiplicaba, ponía empeño en que el matrimonio se celebrase lo más pronto posible. ¿Era su prisa semejante a la que mueve a las personas que han tenido la desgracia de perder a un ser querido a activar todo lo posible el funeral? Es posible. Lo que no admite duda es que Dobbin, una vez que hubo tomado el asunto en sus manos, quiso llevarlo a su solución con ansiedad extraordinaria. A todas horas incitaba a George a obrar sin tardanza, pintándole las probabilidades de llegar a reconciliarse con su padre, para lo cual bastaría que viese su nombre estampado en el Diario Oficial en la relación de «distinguidos». Si era preciso, él se encargaba de visitar a los padres de entrambos contrayentes y de solicitar su conformidad desafiando sus iras. Representó a George la conveniencia de no dormirse, y le suplicó por lo más sagrado que diera su nombre a Amelia antes de que se diesen las órdenes de marcha del regimiento al extranjero, órdenes que se esperaban de un momento a otro.

Llena la imaginación de proyectos matrimoniales, y contando con la aquiescencia y hasta con el aplauso de la señora Sedley, que estaba dispuesta a defender la causa de la felicidad de su hija contra la oposición de su marido, Dobbin fue a ver al pobre arruinado al Tapioca Coffee-House, sito en la City, adonde solía ir todos los días el anciano caballero para escribir y recibir cartas, de las que formaba misteriosos paquetes, algunos de los cuales llevaba siempre en los bolsillos interiores de su chaqueta. Pocas cosas en el mundo afligen tanto un corazón compasivo como los pasos, las acciones, la correspondencia, el misterio de que parece rodearse un hombre arruinado, las cartas arrugadas y grasientas que le ofrecen algún apoyo y en las cuales cifra todas sus esperanzas de restauración y de fortuna futura. Alguno de los lectores habrá tropezado a no dudar con algún amigo antiguo, castigado duramente por la desgracia, un amigo que, al verle, le lleva a un ángulo, a un rincón reservado, saca del bolsillo un paquete de cartas, escoge las que más le agradan, le obliga a leerlas, y mientras las leéis, os contempla con mirada triste, ansiosa, humilde, mirada de loco, mirada de desesperación.

Y, sin quererlo, he hecho el retrato del hombre, antes próspero, jovial, amigo de bromas y de diversiones, que Dobbin encontró en el café. Su levita, siempre flamante, principiaba a mostrar la trama del tejido por los codos; los botones dejaban ver el cobre. La tristeza de su cara sin afeitar, inspiraba compasión. Antes, cuando llamaba en el café, lo hacía a voz en grito y riendo más que nadie; ahora, si dirigía la palabra a John, propietario del establecimiento, hacíalo con finura exquisita, con humildad. En cuanto a William Dobbin, víctima en mil ocasiones del buen humor del anciano caballero, en la ocasión presente le alargó la mano como cohibido y vacilante, y le llamó «señor». Un sentimiento de vergüenza y de remordimiento se posesionó del capitán al verse así tratado, como si hubiese sido él el culpable de las desventuras que hicieron descender tan hondo al antes opulento Sedley.

—¡Hola, señor capitán Dobbin! —dijo el señor Sedley—. Es para mí una satisfacción inmensa verle… ¿Cómo está mi buen amigo el señor corregidor? ¿Y su señora madre, caballero, sigue bien? ¿Necesita usted algo de mí, caballero? Mis buenos amigos Dale y Spiggot se han encargado del despacho de todos mis negocios mientras monto oficinas nuevas, señor capitán… ¿Quiere usted tomar alguna cosita?

Contestó Dobbin con voz balbuciente, vacilando e interrumpiéndose a cada tres palabras, que no deseaba tomar nada, que no tenía negocios de ninguna clase que tratar, que lo único que deseaba era cerciorarse de que el señor Sedley se encontraba bien, dar un apretón de manos a un antiguo amigo.

—Mi madre se encuentra perfectamente —dijo—, como nunca… es decir… acaba de salir de una enfermedad gravísima, no sale de casa… y por eso no ha visitado todavía a la señora Sedley… pero espera aprovechar el primer día bueno para cumplir con deber tan agradable… ¿Cómo está su señora, señor Sedley?… ¿Bien?… Lo celebro en el alma… Yo…

No supo cómo continuar, pues se le ocurrió la idea de que estaba mintiendo como nunca, y, por añadidura, sin pizca de talento. El día estaba hermoso como nunca, brillaba un sol como pocas veces se ve en Londres, y preguntaba por la señora Sedley, fingiendo no haberla visto en muchísimo tiempo, cuando una hora antes la había dejado en su casa, acompañando a George y a Amelia.

—La visita de su ilustre madre, caballero, proporcionará a mi señora un placer indecible —dijo el anciano Sedley, sacando un paquete de papeles del bolsillo—. De su padre de usted he recibido una carta que me llena de satisfacción y de orgullo; sírvase presentarle mis respetos. Su señora madre, cuando nos dispense el honor de visitarnos, nos encontrará en una casa más pequeña que en la que solíamos recibir a nuestros amigos, pero tiene la ventaja de ser más alegre, y, sobre todo, más sana. Mi hija está un poquito delicada… ¿Recuerda usted a mi buena Amelia, caballero?… Pues sí… está un poquito delicada… los médicos aconsejaron un cambio de aires… parece que le perjudica respirar el del centro de la ciudad… Dígame usted, mi querido señor Dobbin, usted que es militar —añadió después de una pausa, desatando un bramante que sujetaba un paquete de documentos—: ¿Es posible… comprende usted que existieran personas que especulasen sobre el regreso del emperador? ¿Sobre la evasión de ese malvado corso de la isla de Elba? Cuando visitaron la capital los soberanos aliados… hace menos de un año, y les obsequiamos con aquel banquete espléndido en la City, y vimos las fiestas, y admiramos los fuegos artificiales, y cruzamos el puente chino tendido en el parque de Saint James, ¿podía suponer nadie que la paz no estaba asegurada, que no era ocasión todavía de cantar un Tedeum? Usted, amigo mío, usted, que es militar, sabrá decirme cómo podía yo suponer que el emperador de Austria nos resultaría un felón despreciable, un traidor condenado… digo poco, porque ha sido más que traidor… No me importa hablar claro… un falsario, un embaucador… un embustero que todo lo supeditaba a las conveniencias de su yerno. Sí, mi querido capitán… La evasión del corso, que Dios confunda, ha sido una añagaza, un complot infernal, sí, señor, en el cual han tenido participación la mitad por lo menos de las testas coronadas de Europa… un complot fraguado para determinar una baja tremenda en los valores, baja que ha arruinado a nuestra nación. Por eso me encuentra usted aquí, William… Por eso ha aparecido mi nombre en la Gaceta Oficial… ¿Quién me ha arruinado? La confianza estúpida que deposité el emperador de Rusia y en nuestro príncipe regente… Vea usted… dé una ojeada a mis documentos… Fíjese en la cotización del día 1.° de marzo… Vea a cómo estaban los títulos de la renta francesa el día que yo los compré… y vea a cómo están hoy… Ha habido complot, caballero, ha habido complicidades escandalosas, que únicamente así ha podido escapar aquel villano. ¿Por qué no han fusilado al responsable de su seguridad? ¿Por qué no han ejecutado a la autoridad inglesa que le dejó escapar? ¡Por Cristo vivo que la tal autoridad debió ser juzgada y sentenciada en juicio sumarísimo!

—Ahora vamos a inutilizar para siempre al corso, señor Sedley —contestó Dobbin, alarmado al ver la furia del viejo, que golpeaba frenético con el legajo de papeles sobre el velador—. Muy pronto concluiremos con él… El duque está ya en Bélgica, y nosotros esperamos de un momento a otro la orden de marcha.

—¡No le den cuartel, capitán!… ¡No vuelvan sin traerse la cabeza del canalla!… ¡Maten como a un perro a ese cobarde! —bramó el viejo—. Voy a alistarme yo… pero no querrán a un viejo arruinado, a un viejo quebrado, a un viejo despojado por ese infernal malvado… y por una turba de ladrones compatriotas nuestros, que me deben todo lo que son, caballero, y que hoy pasean en coche.

Dobbin sentía viva lástima hacia aquel amigo antiguo, loco casi de resultas de su infortunio, hacia el caballero arruinado para quien lo era todo el dinero y un apellido limpio. En la feria de las vanidades abundan los ejemplares de aquel tipo.

—Sí —continuó el viejo—, hay víboras a quien uno da calor para que luego le claven sus emponzoñados dientes; hay mendigos a quienes uno invita a montar en su caballo para que luego derriben a quien generoso les ayudó. Ya sabe usted a quién me refiero, mi querido William: aludo a ese canalla enriquecido a quien he conocido sin un penique y a quien espero ver tan mendigo como era cuando yo le tendí mi mano.

—Algo de lo que usted me dice he oído referir a mi amigo George Osborne —dijo Dobbin, deseando abordar cuanto antes el asunto—. Las diferencias que entre usted y su padre han surgido le han apenado en extremo, tanto, que soy portador de un mensaje suyo para usted.

—¡Ah!… ¿era ése el objeto de su visita, eh? —gritó el viejo poniéndose en pie de un salto—. Tal vez me dispensa el honor de compadecerse de mí… ¿acierto? ¿Es que todavía ronda mi casa? Si mi hijo fuese un hombre, que no lo es, por desgracia, le habría enviado ya al otro mundo. Tan villano es como su padre… No quiero que su nombre sea pronunciado jamás en mi casa… Maldigo y maldeciré el día en que entró por primera vez en ella, y antes quiero ver muerta a mi hija que casada con él.

—George no es responsable de las faltas de su padre, señor Sedley, al paso que del amor que su hija de usted le profesa tiene usted tanta culpa como ella y como él. ¿Cree usted que sus derechos de padre se extienden hasta el extremo de poder jugar con los afectos de dos jóvenes, hasta el extremo de arrebatarles la dicha y la vida, porque así se lo aconseja su capricho?

—¡Quiero hacer constar que no es el padre de ese miserable quien rompe el compromiso, sino yo! —gritó Sedley—. Entre esa familia y la mía se ha abierto un abismo que no se estrechará nunca. ¡Mucho he descendido, pero no tanto, señor mío… no tanto!… Puede usted decírselo así a toda la raza… al padre, al hijo, a las hijas… a todos.

 

—Insisto, señor, en que no tiene usted derecho para tanto. Su autoridad no alcanza hasta el punto de separar a dos seres que se aman, y es mi opinión que, si usted niega su consentimiento a Amelia, ésta debe casarse con George sin el consentimiento de usted. ¿Es justo que viva muriendo, que sea una desgraciada, que se agoste como una flor, sin más razón ni motivo que su terquedad de usted? No. A mi entender, tan casada está a estas fechas como si su matrimonio hubiese sido publicado ya en todas las iglesias de Londres. Además, ¿cabe contestación más honrosa a los cargos formulados por Osborne contra usted, puesto que cargos formula, que la aspiración de su hijo a entrar a formar parte de su familia casándose con su hija?

Cruzó un rayo de satisfacción por los ojos de Sedley al escuchar la última razón, pero aseguró una vez más que nunca el matrimonio de Amelia con George obtendría su consentimiento.

—Nos pasaremos sin él —replicó Dobbin riendo.

A continuación, refirió al furibundo viejo la historia de la fuga de Becky con el capitán Crawley, historia que divirtió a no dudar a aquél.

—Sois terribles los capitanes, amigo William —dijo.

Una sonrisa iluminó su rostro con asombro de los camareros del café, que siempre le habían visto tétrico desde el día de su ruina.

Parece que la idea de herir a su enemigo con un golpe que le doliera, pues indudablemente le dolería el matrimonio de su hijo con Amelia, le suavizó no poco. Por lo pronto, lo cierto es que, terminada la conferencia, los dos interlocutores se despidieron como los mejores amigos del mundo.

—Dicen mis hermanas que tiene brillantes del tamaño de huevos de paloma —explicaba George riendo—. ¡Cómo harán resaltar el color de tabaco de su cara!… Un collar de brillantes alrededor de aquel cuello debe ser una iluminación ideal… Pues ¿qué diré de sus cabellos? Únicamente que no tienen que envidiar nada a los de Sambo… Si la presentasen adornada con un anillo en la nariz y un penacho de plumas todo el mundo la tomaría por la Bella salvaje.

George, en una de sus conversaciones con Amelia, ridiculizaba en la forma que ha podido apreciar el lector a una señorita recién presentada a su padre y hermanas, que era objeto en su casa de los homenajes más exagerados de toda su familia. Decían que era dueña de infinidad de plantaciones en las Indias Occidentales, de una gran fortuna en fondos públicos, y de considerables intereses en grandes compañías de las Indias Orientales, un palacio en Surrey, y otro en la plaza Portland. El Morning Post había hablado de la rica heredera con elogio, y la apadrinaba y estaba al frente de su casa la viuda del coronel Haggistoun, parienta suya. Acababa de salir del colegio donde completó su educación, y la habían encontrado George y sus hermanas en una fiesta aristocrática. Las hermanas de George opinaron que era una muchacha muy interesante, muy franca, muy agradable, muy cariñosa… no tan refinada como fuera de desear, pero bonísima.

—Si la hubieses visto en traje de baile, Amelia… —continuaba George—. Estuvo en casa para que la admirásemos antes de ir a no sé qué fiesta. Sus brillantes lanzaban más destellos que los jardines de Wauxhall la noche que estuvimos en ellos… ¿Recuerdas lo alegre que se puso Joseph?… Pero, volviendo a nuestra señorita, imagínate una mezcla de brillantes y de caoba, contraste que debía favorecerla, y unas plumas blancas sujetas a su cabello; me equivoqué, quise decir su lana. Sus pendientes parecían arañas de salón, y arrastraba un apéndice de seda amarilla que parecía la cola de un cometa.

—¿Qué edad tendrá? —preguntó Amelia.

—Acaba de salir del colegio… no creo que nuestra princesa negra tenga más allá de veintidós a veintitrés.

—Entonces, es posible que sea la señorita Swartz, mi amiguita mulata del colegio de la avenida Chiswick, que tanto me quería.

—Ése es su apellido, sí. Su padre fue un judío alemán, según dicen, un negrero que traficaba con los caníbales… Falleció hace un año. Toca dos piezas en el piano, canta tres canciones, escribe… si le deletrean las palabras… y mis cariñosas hermanitas Jane y Mary la adoran como si fuera hermana suya.

—¡Ojalá me hubiesen querido así a mí!… ¡Conmigo siempre han estado frías!

—Te habrían idolatrado si fueras dueña de doscientas mil libras esterlinas. Es lo que en casa han visto y lo que han aprendido. Mi familia obsequia y quiere a quien se presenta con los bolsillos llenos de guineas… Sólo nos relacionamos con banqueros y grandes hombres de negocios de la City, que se podrían ir todos al diablo. En sus banquetes me duermo, y en las grandes recepciones de mi padre me siento avergonzado. Me he acostumbrado a vivir entre caballeros, Amelia, entre personas de educación y gustos refinados, y no puedo, me es imposible soportar la compañía de los mercachifles, que se consideran dioses porque son sacos repletos de oro. Tú, sí, Amelia, eres una verdadera señorita, hablas como verdadera señorita… no me contradigas; como ángel que eres, forzosamente has de ser también delicada, elegante, refinada. Eso lo vio en seguida la vieja Crawley, que ha alternado con lo mejor de Europa. Y a propósito, me es simpático Rawdon Crawley porque se ha casado con la mujer que cautivó su corazón.

También Amelia admiraba al capitán de Guardias por la misma causa y dijo que esperaba que Becky sería muy feliz con él y que deseaba que Joseph se consolase (esto último riendo).

Departiendo de esta suerte encontró William Dobbin a la encantadora pareja, y disfrutó lo indecible al ver que Amelia había recobrado la alegría, y reía, y bromeaba, y tocaba el piano, y cantaba, hasta que vino a poner fin a la reunión la llegada del señor Sedley, señal de la retirada de George.

Al presentarse William Dobbin, Amelia le recibió con una sonrisa de saludo… y no volvió a acordarse de que semejante amigo estuviera en el mundo. Mas no por ello fue menor el placer que embargaba al capitán, a cuya dicha bastaba ver feliz y contenta a Amelia y pensar que gracias en gran parte a su intervención había podido realizarse el milagro.

Capítulo XXI

Querella a propósito de una heredera

Es difícil, muy difícil, que una señorita de los méritos indiscutibles de la joven mulatita de que hemos hablado en el capítulo anterior, deje de inspirar pasiones violentas. De aquí que no nos admire que en el alma del viejo Osborne hicieran irrupción ensueños que se lisonjeaba de ver realizados en breve. Huelga decir que alentó con plausible entusiasmo la amabilidad, el mimo con que sus hijas trataban a la heredera y declaró que su mayor placer como padre era ver que sus hijos sabían dirigir bien sus afectos.

—No encontrará usted —solía decir a la señorita Swartz— en nuestra humilde morada el lujo esplendoroso que es costumbre en su barrio. Mis hijas son francas, llanas, desinteresadas, pero sus tiernos corazones saben distinguir, y han concebido hacia usted un cariño que las honra. Yo soy un hombre de negocios franco, llano y desinteresado… honrado como lo fueron siempre mis buenos amigos Hulker y Bullock, corresponsales de su nunca bastante llorado padre. En nosotros encontrará usted una familia unida, sencilla, feliz y… respetada, una mesa sencilla, unas personas sin pretensiones, pero unos corazones que son todo cariño, mi querida señorita… todo cariño hacia usted. Soy franco, y con mi franqueza habitual declaro que la quiero como a hija… Venga una copa de champaña… ¡Choque usted, señorita Swartz!

No haremos al viejo Osborne el agravio de sospechar que sus palabras no saliesen del corazón, ni pondremos en tela de juicio que las protestas de cariño de sus hijas fueran sinceras. Las gentes que viven en la feria de las vanidades suelen simpatizar sin esfuerzo con los ricos. Si el pueblo sencillo se enamora sin esfuerzo de la dama Prosperidad (reto a que me presenten una sola persona a quien no parezca hermosa la Riqueza, una sola persona que deje de mirar con interés a su vecino de mesa, si alguien susurra en su oído que el tal vecino es dueño de medio millón de libras esterlinas), si el pueblo sencillo, repito, mira con benevolencia especial al dinero, ¿con cuánta mayor razón lo mirará con cariño la gente de mundo? Todos sus afectos corren presurosos y contentos al encuentro de la fortuna, y sus sentimientos despiertan espontáneamente en favor de los que la poseen. Conozco algunas personas muy respetables que por nada del mundo concederían su amistad a quien no ocupa en sociedad una categoría determinada o tiene en el banco una fortuna muy respetable. Sólo en ciertas ocasiones dan salida a sus sentimientos. Buena prueba de esta verdad es que la familia Osborne, en cuyos corazones, excepción hecha del de George, no brotó un destello de cariño hacia Amelia, en quince años de trato, se enamoró de la señorita Swartz no bien les fue presentada, la quiso con efusión fulminante, como podría apetecerla el defensor más exigente del amor a primera vista.

—¡Magnífico partido para mi hermano! —decían las hermanas de George—. ¡Cuánto mejor que esa insignificante Amelia! George, con su juventud, su excelente tipo, su categoría, sus dotes, sería para ella un marido ideal.

Las imaginaciones de aquellas simpáticas señoritas andaban llenas de bailes en el Palacio Portland, de presentaciones en los salones de la corte, de relaciones con la mitad de los pares del reino, y no sabían hablar a su nueva amiga más que de George y de sus extensísimas relaciones.

También Osborne padre creía que la mulatita era para su hijo un partido excelente. George podría pedir la licencia absoluta, el Parlamento le abriría sus puertas y le pondría en condiciones de ser una eminencia en política, como principiaba a serlo en la elegancia. Hervía su sangre con el fuego del noble orgullo inglés al ver el apellido Osborne ennoblecido en la persona de su hijo y pensar que muy bien podía ser el progenitor de una serie dilatada de poderosos barones. Trabajó sin descanso, inquirió, averiguó en la City y en los bancos, hasta que tuvo noticia detallada de la fortuna de la heredera, hasta que supo dónde la tenía colocada, dónde radicaban sus propiedades. Frederick Bullock, uno de los que le facilitaron informes más abundantes, la habría solicitado para sí de no haber estado comprometido ya con Mary Osborne (así lo declaró el joven banquero), pero ya que no su esposa, deseaba que fuese su cuñada, y con desinterés conmovedor estaba dispuesto a proteger los intereses de George.

—Que se declare George sin perder momento, y la conquista es segura —fue su consejo—. Las ocasiones que no se aprovechan pronto suelen malograrse con mucha frecuencia. Hoy la partida sería suya, porque la heredera acaba de llegar a la ciudad, pero dentro de algunas semanas, caerá como llovido del cielo cualquier aristócrata cazador de fortunas, y nos la arrebatará.

He aquí cómo, mientras los buenos sentimientos y, sobre todo, el capitán Dobbin, volvían a George a los pies de Amelia, el padre y hermanas del novio de ésta arreglaban un matrimonio tan espléndido y conveniente que sería recibido por el interesado con los brazos abiertos, así al menos lo creían ellos.

Acostumbraba hacer el viejo Osborne lo que él llamaba «insinuaciones» en forma tal, que hasta el más obtuso comprendía al punto su significación. Hacer rodar escaleras abajo de un puntapié a un criado, era una de sus «insinuaciones» de que el criado quedaba despedido, de la misma manera que el día que con extremada delicadeza dijo a la tía de la señorita Swartz que pondría en sus manos un cheque de cinco mil libras si conseguía que su pupila se casase con su hijo, llamó a su proposición una «insinuación» y la consideró portento de diplomacia. Una «insinuación» fue también ordenar secamente a su hijo que se casase con la rica heredera, con entonación parecida a la que empleaba al mandar a su criado que descorchase una botella, o a cualquiera de sus dependientes que escribiese una carta.

La «insinuación» de su padre contrarió vivamente a George. Saboreaba las delicias de su segundo noviazgo con Amelia y nunca el amor de ésta le había parecido tan dulce. El contraste de las cualidades físicas y morales de Amelia con las de la heredera contribuía a que la sola idea de unirse con esta última le pareciese absurda y odiosa. Acordóse de los soberbios trenes y de los palcos en la Ópera, y pensó que por nada del mundo ocuparía aquéllos ni se dejaría ver en éstos dando el brazo a una beldad de caoba. Añádase a esto que Osborne hijo era tan terco como Osborne padre, que cuando quería una cosa no cejaba hasta conseguirla, y que, cuando despertaba su cólera, era tan violento como el autor de sus días en sus momentos más borrascosos.

 

El primer día que su padre le «insinuó» formalmente que debía colocar sus afecciones a las plantas de la señorita Swartz, contemporizó George con el anciano caballero.

—Debió usted pensar antes en ese proyecto, padre —contestó—. Su realización es imposible hoy, en vísperas de salir con mi regimiento a país extranjero. Esperaremos hasta que yo vuelva, suponiendo que no me quede allí. El regimiento está en vísperas de salir de Inglaterra, y claro está que los pocos días o contadas semanas que tarde en hacerlo, debo consagrarlos a asuntos serios y no a enamorar. Tiempo me sobrará para esto último cuando regrese hecho un comandante… Digo comandante, porque yo le aseguro que ha de ver en las columnas del Diario Oficial el nombre de George Osborne.

Replicó el padre que no faltarían golosos que procurasen hacer suya a la heredera si se les daba tiempo; que si no se casaba antes de partir para la guerra, por lo menos debía hacerse novio oficial de aquélla y adquirir compromiso mutuo por escrito, que sería cumplido a su regreso a Inglaterra y terminó diciendo que es un loco de atar el que, pudiendo tener una renta de diez mil libras esterlinas al año, se va a arriesgar su vida a suelo extraño.

—¿No le importaría a usted que yo pasase por cobarde, ni ver deshonrado nuestro apellido, a trueque de casarme con el dinero de la señorita Swartz? —replicó George.

La réplica desconcertó un poco al buen señor Osborne, quien, viéndose en la necesidad de contestarla, y no sabiendo cómo, dijo:

—Hoy comerás en casa y todos los días, mientras la señorita Swartz se encuentre entre nosotros, te sentarás a su lado y le harás la corte. Si necesitas, dinero, pídelo a mi cajero, que tiene orden de dártelo.

He aquí cómo se alzó un nuevo obstáculo entre Amelia y George, obstáculo que motivó más de una consulta confidencial entre Osborne y Dobbin. La opinión de éste sobre la norma de conducta que George debía seguir la conocemos ya, y en cuanto a George únicamente diremos que los obstáculos que encontraba en su camino sólo servían para incitarle a caminar más de prisa.

Completamente ajena a la conspiración tramada por los individuos principales de la familia Osborne, y de la cual era objeto ella misma, estaba la opulenta mulata. Su tía y tutora nada le había dicho, aunque parezca extraño; de aquí que, confiada de suyo, y muchacha de temperamento impetuoso y ardiente, tomase los halagos y adulaciones de las hermanas de George como expresión de sentimientos sinceros y genuinos, y procurase corresponder a las explosiones de cariño de que era objeto con fuego verdaderamente tropical. Si he de ser franco, diré que también ella encontraba en la casa de los Osborne una atracción no exenta de egoísmo, quiero decir, que consideraba que George era un muchacho encantador. Los bigotes del prometido de Amelia habían producido en ella viva impresión la noche en que los vio por vez primera en el baile de los señores de Hulkers, y ya sabemos que no era ella la única víctima del poder fascinador del adorno capilar de nuestro interesante amigo. Por otra parte, el aire de George era arrogante y melancólico, lánguido y fiero a la vez; parecía hombre de grandes pasiones, arca que encerraba no pocos secretos, aventuras, penas y contrariedades. Su voz era melodiosa y grave; decía que la tarde estaba calurosa o invitaba a tomar un helado con acentos tan tristes y confidenciales como si estuviese comunicando el fallecimiento de su querida madre, o se encontrase en los preludios de una declaración amorosa. Era el más guapo, el más gallardo de los jóvenes que frecuentaban la casa de su padre. Algunos le aborrecían; otros, como Dobbin, le admiraban y adoraban. Sus bigotes comenzaron a producir efecto, y puede decirse que ya sus guías se enroscaban en el corazón de la señorita Swartz.

Cuantas veces veía la mulatita alguna probabilidad de encontrar a George en la casa de sus padres, corría desalada a hacer una visita a sus queridas amiguitas. Se presentaba siempre con vestidos nuevos y costosos, cargada de joyas y luciendo lindos sombreros y prodigiosas plumas. Ponía toda su habilidad en el adorno de su persona a fin de agradar al conquistador y desplegaba todos sus encantos para merecer su favor. Si las hermanas de George deseaban música, gustosa cantaba las dos o tres romanzas y tocaba las dos piezas de su repertorio, y las repetía mil veces con placer siempre creciente.

El día que siguió a la «insinuación» del padre de George, estaba éste, poco antes de la hora de comer, arrellanado en un sofá del salón en actitud de melancolía perfecta y natural. Había visitado al cajero de su padre, pasado luego tres horas junto a su querida Amelia, y cuando llegó a su casa encontró a sus hermanas en el salón acompañando a la señorita Swartz, que lucía aquel día un vestido de seda color ámbar, pulsera de turquesas, infinidad de sortijas, flores y plumas.

Las muchachas, tras inútiles tentativas encaminadas a obligar a George a tomar parte en la conversación, se enfrascaron en un coloquio de modas que aburrió desesperadamente al galán.

—¡Demonio! —decía George al día siguiente a un amigo de su confianza—. Te aseguro que parecía uno de esos muñecos chinos que mueven constantemente la cabeza… Me mareó, me volvió loco… Mil veces sentí tentaciones de tirarle un cojín a la cabeza.

Pero continuemos reseñando las distracciones de aquel memorable día.

Las hermanas de George principiaron a tocar La batalla de Praga.

—¡Que me volvéis loco con ese infernal estribillo!… —gritó George hecho una furia—. Toque usted algo señorita Swartz… haga el favor. Cante lo que quiera… menos La batalla de Praga.

—¿Quiere usted que cante Mary la de los ojos azules, o el aria del Estuche? —preguntó la mulata.

—¡Oh!… el aria del Estuche es preciosa —gritaron al unísono las hermanas Osborne.

—La ha cantado ya —dijo el misántropo desde el sofá.

—Cantaría Las aguas del Tajo si tuviese la letra —repuso la señorita Swartz, acordándose del último número de su repertorio.

—¡Ah!… Las aguas del Tajo —exclamó Mary Osborne—. Tenemos esa canción.

Y corrió a buscarla al musiquero.

Ahora bien: la romanza en cuestión, que por entonces estaba muy en boga, había sido regalada a las señoritas Osborne por una de sus amigas cuyo nombre figuraba junto al título de la misma. La señorita Swartz, después de cantarla con aplauso de George, quien recordó que era el canto favorito de su Amelia, reparó en el nombre «Amelia Sedley» escrito en el lugar indicado.

—¡Dios mío! —exclamó la señorita Swartz, girando rápidamente sobre el taburete—. ¿Es éste el nombre de mi Amelia? ¿La Amelia que fue mi compañera de colegio en Chiswick? ¡Sí… ella es… ella; no me cabe duda!… ¿Qué tal está? ¿Dónde vive?

—No repita usted su nombre —se apresuró a contestar Mary Osborne—. Su familia se ha cubierto de deshonor. Su padre abusó de la confianza del nuestro, le robó, y en cuanto a ella, en esta casa no se pronuncia su nombre.

Mary se vengaba de la salida de George a propósito de La batalla de Praga.

—¿Es usted amiga de Amelia? —preguntó George incorporándose bruscamente—. ¡Dios la bendiga a usted, señorita Swartz! No crea una palabra de lo que dicen esas locas. Amelia no merece la menor reconvención… es la mejor de…