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100 Clásicos de la Literatura

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En cambio, Rawdon Crawley, militarote duro y egoísta, jamás intentó captarse las simpatías de las ayudantes de campo de su tía, a las que, por el contrario, testimoniaba con perfecta franqueza el menosprecio en que las tenía. En una ocasión, hizo que la Firkin le quitase las botas, con frecuencia la enviaba a recados aunque estuviese diluviando, y si alguna vez le daba una guinea, se la arrojaba al rostro, ni más ni menos que si su cabeza fuera una hucha y su boca la ranura de la misma. Como su tía solía tratar a la Briggs a manera de acerico dispuesto a recibir sus alfileres, Rawdon imitaba su conducta y hacía a la pobre señorita objeto de bromas tan delicadas como la coz de un caballo. Martha de Crawley, en cambio, consultaba a las dos señoritas citadas en todos los asuntos de gusto y de delicadeza, admiraba sus almas poéticas, su finura exquisita, y cuando les hacía algún regalo, cuyo valor no excedía de un par de peniques, lo acompañaba de tantas atenciones, que aquellos dos peniques se transformaban en un centenar de libras esterlinas en el corazón de las obsequiadas, las cuales, además, no dudaban que recibirían regalos más substanciosos el día que la señora Martha entrase en posesión de la fortuna de su achacosa señora.



Si hacemos resaltar la diferencia de conducta de estos dos personajes, es en obsequio a los que dan sus primeros pasos por el mundo, para quienes deseamos sirva de saludable enseñanza. Colmad de alabanzas a todo el mundo; no temáis prodigar vuestros halagos en presencia de los interesados, ni en su ausencia siempre que veáis probabilidades de que alguien pueda transmitirlos. Jamás desperdiciéis ocasión de colocar una frase agradable. Collingwood no vio nunca un punto de terreno vacante en sus heredades sin que inmediatamente sacase del bolsillo una bellota y la sembrase; haced todos otro tanto con los elogios, que siempre debéis llevar en reserva. Una bellota vale poco, casi nada, pero, sembrada a tiempo, puede producir una buena cantidad de madera.



En una palabra, Rawdon, mientras gozó del favor de su tía, no consiguió de la servidumbre de confianza de ésta más que una sumisión forzada, y como consecuencia lógica, cuando sobrevino su desgracia, en la casa no quedó quien le compadeciese ni auxiliase. Tomó el mando la señora Martha, y la guarnición obedeció encantada a su nuevo jefe, viendo rápidos ascensos en las promesas, palabras dulces y frases amables que a todas horas les prodigaba.



No se abandonó Martha al arrullo de ilusiones, suponiendo que Rawdon, después de su derrota, intentaría por todos los medios reconquistar la posición perdida. Sabía que Becky era de astucia refinada, de una habilidad poco común, y de un tesón a prueba de dificultades; cualidades más que suficientes para impedirla rendirse sin lucha, y comprendía que debía prepararse para el asalto y vigilar diligente contra sus emboscadas, sus trabajos de zapa y sus posibles sorpresas.



En primer lugar, aunque ocupaba la plaza, ¿estaba segura de su principal habitante? ¿No desearía Matilde Crawley que volviese el adversario para recibirle con los brazos abiertos? La vieja quería entrañablemente a Rawdon y gustaba de la compañía de Becky, que la entretenía. La buena señora Martha no tenía más remedio que reconocer que en su familia no había nadie capaz de distraer a una dama de gustos tan refinados. «Mis hijas cantan de una manera detestable —se decía con frecuencia a sí misma—. Jimmy no ha podido sacudir la cortedad adquirida en el colegio, mi marido no sabe hablar más que de perros y de caballos… Si la llevo a la rectoría, antes de quince días huye furiosa de nosotros, me consta, porque la aburriremos, y caerá en las garras de ese perverso Rawdon y será víctima de esa víbora que se llama Becky. Por lo pronto, la enfermedad que la aqueja es grave… de ir bien, no podrá abandonar el lecho en muchas semanas, y mientras tanto, malo será que no se me ocurra algún medio de protegerla contra las malas artes de esas gentes sin conciencia y sin delicadeza».



En sus ratos buenos, si alguien decía a la solterona que estaba o parecía estar enferma, inmediatamente enviaba a buscar el médico, y conste que no es mi intención decir que su salud fuera cabal, pues realmente la había quebrantado no poco el inesperado incidente de familia, de importancia sobrada para dar al traste con la solidez de nervios más robustos que los suyos. Martha aseguraba al médico, al boticario, a la dame de compagnie, a todo el mundo, que el estado de la enferma era extraordinariamente crítico, y como es natural, todos obraban en consecuencia. Hizo colocar en la calle un lecho de paja para amortiguar los ruidos y envolvió con trapos el aldabón de la puerta. Obligaba al médico a hacer dos visitas diarias, y a la enferma a ingerir drogas de dos en dos horas. Si alguien entraba en la habitación de la paciente, en el acto dejaban escapar sus labios un shshshshs tan sibilante, que asustaba a la pobre vieja, que no podía ver al que entraba y sí únicamente los ojos, semejantes a abalorios, de su enfermera, fijos en ella. Como la habitación estaba a obscuras, aquellos ojos que despedían fosforescencias, parecían ojos de gato.



Mucho tiempo permaneció la solterona en cama, escuchando lecturas devotas, sin otra distracción, durante las interminables noches, que la que le proporcionaba la voz del sereno que cantaba la hora y el chisporroteo de la lámpara. A las doce en punto de la noche recibía la última visita del médico, que se acercaba a su cama con paso lento y cauteloso, y luego había de conformarse con ver los ojos fantásticos de su enfermera y los reflejos amarillentos que la lámpara proyectaba sobre el artesonado obscuro. Hygeia, sometida a régimen semejante, habría caído enferma, y con doble razón aquella anciana nerviosa y debilitada. Malas lenguas aseguraban que la venerable habitante de la feria de las vanidades, hoy enferma, mientras gozó de buena salud, alardeó de una libertad de principios morales y religiosos tan grande como pudiera desearla el mismo monsieur Voltaire, mas cuando se vio sumida en el lecho del dolor, agravaron sus dolencias los terrores que le inspiraba la muerte, e hizo presa en su alma la cobardía más vergonzosa.



No encajan en las novelas las homilías y las reflexiones piadosas que suelen dirigirse a los enfermos, y claro está que no vamos a servir al público un sermón moral, aunque lo hagan algunos novelistas contemporáneos, cuando el lector paga el importe del libro para entretenerse con una comedia, pero, sin pretender invadir el terreno de los misioneros, diremos que el ruido, la algazara, el bullicio, las carcajadas, la alegría, que en público exhibe la feria de las vanidades, no siempre acompañan al actor en su vida privada, a quien con mucha frecuencia acometen mortales depresiones de espíritu y arrepentimientos lacerantes a raíz de las expansiones alegres. A un epicúreo enfermo no le gustará que su imaginación le presente la imagen de banquetes suntuosos, delicados y servidos con orden y primor, de la misma manera que las reminiscencias de sedas, de encajes, de gasas, de bailes brillantes, no son remedio muy indicado para consolar a las bellezas eclipsadas, marchitas.



—Si mi pobre marido tuviese lo que suelen tener las personas sobre los hombros —se decía Martha de Crawley— ¡cuán útil podría ser en estas circunstancias a su pobre hermana! Haría nacer en su corazón el arrepentimiento, un arrepentimiento profundo, avasallador, porque sus pecados son muchos y enormes, la vida que ha llevado desordenada, viciosa; expulsaría para siempre de su pensamiento a ese réprobo odioso que deshonra a la familia, y, de paso, conseguiría de ella que hiciese justicia a mis dos hijas y a mis dos muchachos, merecedores de todo el apoyo que sus parientes deben prestarles.



Y teniendo en cuenta que el aborrecimiento al vicio es un paso hacia la virtud, Martha de Crawley procuraba con santa constancia sembrar en el alma de su cuñada un horror legítimo por los innumerables pecados de Rawdon, de los cuales presentó a su tía un catálogo tan partido, que era bastante para condenar, no a un oficial, sino a un regimiento de oficiales. Cuando un hombre lleva una vida desarreglada, son sus parientes los que con mayor ahínco que los extraños procuran hacer resaltar sus errores, y como quiera que para ello necesitan conocerlos, Martha dio pruebas de un interés perfectamente familiar y de poseer un conocimiento acabado de la historia de Rawdon. Se hizo con todos los detalles de la fea querella que su sobrino tuvo con el capitán Marker, querella que terminó con la muerte en duelo de éste a manos de Rawdon, siendo el muerto el que tenía toda la razón; supo que el desgraciado lord Lovedale, cuya mamá fue a residir a Oxford para que su hijo fuese educado en su universidad y que era un joven que en su vida había tocado una carta hasta que fue a Londres, cayó en manos de Rawdon, quien le pervirtió, le hizo contraer el vicio de la embriaguez y le ganó cuatro mil libras esterlinas. Aquella tía ejemplar pintaba a la enferma con los colores más vivos la desesperación de las innumerables familias de provincias arruinadas por aquel abominable seductor y corruptor de la juventud, que precipitaba a los hijos en los abismos del deshonor y de la miseria y arrastraba a las hijas a la perdición y a la infamia; trazaba cuadros llenos de vida de los pobres negociantes a quienes condujo a la bancarrota, de las mentiras y falsedades de que se valía para conquistarse el afecto de sus generosas tías y de la ingratitud criminal con que pagaba sus beneficios. Estas historias las iba refiriendo gradualmente a la enferma, dejando pasar entre una y otra tiempo suficiente para que todos sus detalles quedasen profundamente grabados en el pecho de su oyente, y como lo hacía porque entendía que a ello la obligaban sus deberes como cristiana y como madre de familia, dicho se está que no la atormentaban remordimientos, ni se arrepentía, ni sentía compasión hacia la víctima que su lengua estaba inmolando… Lo repito; para desacreditar a una persona, no hay como los parientes.

 



Como Becky formaba ya parte de la familia, natural era que fuese objeto de minuciosas investigaciones por parte de la excelente Martha de Crawley. Esta perseguidora infatigable de la verdad, después de dar órdenes estrictas y terminantes de que fuese negada la entrada en la casa a toda clase de emisarios, cartas o recados de Rawdon, tomó un día el coche de la enferma y se hizo conducir al colegio de Chiswick. Vio a la Minerva de la casa, señorita Pinkerton, la puso al tanto de la seducción del capitán Rawdon llevada a cabo por Becky Sharp, y salió del colegio llevando muchos y muy singulares detalles sobre el nacimiento y temprana historia de la ex institutriz. La amiga del lexicógrafo guardaba en cartera amplios informes. La señorita Lucy, por encargo de su hermana, trajo una colección de cartas que formaban parte del archivo reservado de la directora: en una de ellas solicitaba el padre de Becky dinero adelantado; otra era un discurso de gratitud por haber sido Becky admitida en el colegio, y el postrer documento suscrito por el desgraciado artista en su lecho de muerte impetraba la protección de la señorita Pinkerton en favor de la pobre huérfana que en el mundo dejaba el pintor. De la colección formaban parte una porción de cartas de Becky, cartas juveniles, peticiones en su mayor parte, súplicas de socorros para su padre.



Es probable que en la feria de las vanidades no existan sátiras más admirables que las cartas. Tome cualquiera de los lectores unas cuantas firmadas por un amigo a quien quería como hermano diez años atrás, y a quien ahora odia con toda su alma; examine las de una hermana suya, hermana querida… hasta que un legado de veinticinco libras esterlinas fue la cizaña que les obligó a reñir; lea las de su propio hijo, que a fuerza de ingratitudes y de desórdenes ha amargado su vida, o bien las suyas propias, las que respiran cariño, las que juran amor eterno a su esposa… dé la que hoy hace tanto caso como de la reina Isabel. Votos, promesas, confidencias, gratitud, protestas, ¡qué lenguaje tan extraño, tan cómico, ofrecéis al que os lee al cabo de algún tiempo de escritos! En la feria de las vanidades debería existir una ley que impusiera la obligación de destruir todo documento escrito (excepción hecha de las facturas de los comerciantes), al cabo de un intervalo de tiempo muy breve. Esos charlatanes que anuncian tintas indelebles de la China o del Japón deberían perecer juntamente con sus endiablados descubrimientos. En la feria de las vanidades, la mejor tinta, la tinta ideal, sería la que desapareciese sin dejar rastros a los dos días de empleada, la que dejase perfectamente limpio y blanco el papel para utilizarlo cuantas veces hubiese necesidad de escribir una carta.



Guiada por la señorita Pinkerton, la infatigable Martha siguió al difunto pintor Sharp y a su hija hasta la casa de la calle Greek, donde vivieron, casa cuyos muros adornaban unos retratos de los propietarios, hechos por el pintor en pago de un trimestre de alquiler de la finca. La señora Stokes, persona muy comunicativa, dijo sin hacerse rogar a Martha cuanto sabía sobre el señor Sharp; ponderó lo pobre y desordenado que era, lo alegre y divertido; habló de las persecuciones que sufría de alguaciles y agentes de justicia; contó que, con escándalo de la vecindad, no se casó sino hasta breves días antes de la muerte de la esposa; tomó luego a Becky en sus manos y narró que era un diablillo, muy aficionada a la ginebra, muy conocida en todos los estudios del barrio… en una palabra: Martha recogió los datos más completos sobre el parentesco, la educación y el carácter de su nueva sobrina. Acaso habría disgustado a ésta saber el resultado de las investigaciones de que era objeto.



Todas las averiguaciones, tan hábilmente practicadas, eran aprovechadas para la instrucción de la enferma. Resultaba que Rawdon Crawley había casado con la hija de una bailarina; que también ella había bailado; que había sido modelo de varios pintores, y que fue criada y aleccionada cual correspondía a la hija de su madre; que bebía ginebra con su padre, en suma, que era una mujer perdida casada con un perdido, y como consecuencia, que nada bueno podía esperarse de aquella pareja, y que ninguna persona que en algo estimase su decoro debía saludarles, y mucho menos recibirles en su casa.



Tales eran los materiales que la prudente Martha almacenó en la casa de Park Lane, materiales que eran a manera de municiones de boca y de guerra con cuyo auxilio sostendría victoriosa el asedio que le constaba que Rawdon y Becky habían de poner a Matilde Crawley.



Debemos decir que tan bien quiso hacerlo Martha de Crawley que exageró la nota. Las medidas que adoptó fueron acertadas para sus fines, pero demostró demasiada ansiedad, trabajó demasiado bien, valga la frase. Gracias a ella, la enfermedad de la solterona adquirió proporciones que seguramente no habría adquirido, y si es cierto que sometió a la anciana a su autoridad, no lo es menos que la revistió de tal severidad y la hizo tan odiosa, que la víctima anhelaba sacudirla y no deseaba sino que se le ofreciera oportunidad para hacerlo. Las mujeres autoritarias, las que mandan a todas horas y a todo el mundo, apenas si comprenden la posibilidad de una rebelión doméstica, y menos todavía las consecuencias que suelen resultar de una autoridad que pretenda tirar demasiado de la cuerda.



Martha de Crawley, con las intenciones más santas del mundo —no quiero ponerlo en tela de juicio—, y hasta exponiéndose a irse al otro mundo por falta de descanso, de comida, de aire, todo ello en aras de la salud de su querida cuñada, hizo comulgar en sus convicciones sobre la gravedad extrema de la enferma a las personas que con ella estaban en contacto, y fue un milagro que no llevase a la enferma a la tumba.



—He hecho esfuerzos más que humanos —decía un día al médico de cabecera, doctor Clump— para ayudar a recobrar la salud de mi querida enferma, postrada en el lecho del dolor a consecuencia de las terribles ingratitudes de su sobrino. Ante nada he retrocedido, porque yo, señor Clump, sé sacrificar hasta mi vida por el prójimo.



—Su solicitud es admirable, lo confieso —respondió el médico—, pero…



—Apenas he cerrado los ojos desde que llegué a esta casa. Ante la voz del deber, callan en mí el apetito, la sed, el sueño, las comodidades… hasta el apego instintivo a la vida. Cuando mi pobre James tuvo la viruela no quise tomar a nadie para su cuidado.



—Se condujo usted como madre amantísima, pero…



—Madre soy de familia y esposa de un eclesiástico de la Iglesia de Inglaterra, y como tal; sin faltar a la modestia, puedo proclamar que mis principios no pueden ser mejores. Mientras mis fuerzas no me abandonen del todo, jamás desertaré del puesto del deber. Sean otros los que obligan a esa blanca cabeza a apoyarse desfallecida sobre las almohadas del dolor, que yo procuraré destruir el daño que aquéllos hagan. A propósito, doctor, creo que mi cuñada está tan necesitada de los auxilios de la religión como de los de la ciencia.



—Iba a hacer observar a usted, señora —replicó el médico con dulzura—, cuando dio expresión a sentimientos que la honran muchísimo, que, a mi entender, se alarma usted demasiado y sin necesidad, y prodiga su salud en favor de una enferma cuya indisposición no es para inspirar cuidados.



—En aras del deber sacrifico gustosa la vida, y con doble razón, tratándose de una persona de la familia de mi marido.



—Y yo aplaudo su manera de pensar, siempre que haya necesidad, pero… nos apena que la señora Martha de Crawley sea una mártir. El doctor Squills y yo hemos estudiado el caso con el detenimiento y ansiedad necesarios, y entrambos opinamos que toda la enfermedad se reduce a un decaimiento grande de espíritu y a cierta perturbación nerviosa, ocasionada por sucesos de familia.



—Su sobrino será su perdición… la llevará a la tumba.



—Por fortuna, llegó usted para ser su ángel de la guarda… sí, señora, su ángel de la guarda… Pero opinamos el doctor Squills y yo que la enferma no se encuentra en el caso de guardar cama. Está deprimida, pero quizá su reclusión entre cuatro paredes, lejos de atenuar su depresión, la aumente. Es preciso variar el plan de curación… aire libre, calle, paseos, alegría… son los remedios mejores de la farmacopea… Convénzala usted de que debe levantarse, sáquela del lecho, reanime su abatimiento, llévela a paseo en coche. La enferma saldrá ganando y usted también, señora Martha; verá usted… y perdóneme una frase que suena a galantería… verá usted cómo reaparecen las rosas en sus mejillas.



—Un encuentro fortuito con su desnaturalizado sobrino, quien, según me han informado, pasea por el parque con la desvergonzada cómplice de sus crímenes —replicó la santa enfermera, ocultando el gato del egoísmo dentro del saco de los secretos—, produciría en mi querida enferma una sacudida tan atroz, que probablemente sería su muerte. No… no debe salir de casa, señor Clump… no saldrá mientras yo aliente. En cuanto a mi salud, ¿qué me importa? Con gusto la sacrifico, con alegría la ofrezco en holocausto en el altar del deber.



—Señora… me pone usted en el caso de decir con toda franqueza que no respondo de la vida de la enferma si continúa encerrada en esta habitación obscura. Dada su tremenda excitación nerviosa, su vida concluye el día que menos lo esperemos… y si el objeto que usted persigue es que sea su heredero el capitán Crawley, palabra de honor que hace usted todo lo posible por conseguirlo.



—¡Dios santo!… Pero ¿corre peligro su vida? ¿Por qué no me lo ha dicho usted antes, señor Clump?



La noche anterior, los doctores Clump y Squills habían celebrado consulta sobre la enfermedad de Matilde Crawley, sentados frente a una mesa sobre la cual se veía una botella de vino y dos vasos.



—La vieja ha caído en manos de una verdadera arpía, que la matará, y no tardará mucho, Clump —observó Squills—. ¡Rico es este Madera!…



—Mire usted que ha sido loco ese capitán —respondió Clump—. ¡Al diablo se le ocurre ir a casarse con una institutriz!… Por supuesto, que algo tendría ella…



—Sí… algo tenía; ojos verdes, piel satinada, linda cara y gran desarrollo frontal; pero no obstante su dote, Rawdon ha sido un loco.



—Lo fue siempre.



—No me cabe duda de que la vieja le dejará a la luna de Valencia.



—Es más que probable.



—Y la arpía que la cuida la matará antes de dos meses, Clump. La enferma es vieja, está debilitada, es muy nerviosa, sufre palpitaciones de corazón, he observado cierta presión cerebral, la apoplejía ronda en torno suyo… Le digo que no doy dos chelines por su vida, colega…



Esta conversación decidió al digno médico de cabecera a hablar con tanta franqueza a Martha de Crawley.



Ésta, que tenía siempre a su disposición a la enferma, sin nadie que pudiese estorbar sus actos, habíala atacado más de una vez en el sentido de obligarla a rectificar su testamento, pero semejantes proposiciones aumentaban prodigiosamente los terrores que a la enferma inspiraba la muerte, por cuyo motivo la enfermera creyó de necesidad combatir el decaimiento y esperar a que se iniciase cierta mejoría antes de dar el último asalto que diera por resultado el logro de los piadosos deseos que perseguía. La sacaría de casa, pero ¿adónde la llevaría? cuestión era esta que no debía resolverse a la ligera. En la iglesia no encontraría seguramente a Rawdon, pero tampoco es la iglesia lugar muy indicado para devolver la alegría a un enfermo cuyo ánimo está muy decaído. Decidió al fin llevarla a Hampstead, a Hornsey, sitios encantadores, y, en efecto: mandó enganchar el coche, hizo acomodar en él a la enferma, y la obligó a recorrer aquellos lugares rústicos, sazonando el paseo con conversaciones a propósito de Rawdon y de su mujer y contando historias sobre historias, con la caritativa intención de añadir combustible a la indignación que almacenaba el pecho de la solterona contra aquella pareja de réprobos.



Es posible que Martha tirase demasiado de la cuerda, porque si es cierto que trabajaba con maña para cultivar la aversión de la vieja hacia su rebelde sobrino, no lo es menos que en el pecho de Matilde germinaba un odio profundo, un terror secreto hacia su verdugo, de cuyas manos ansiaba escapar. Tras breves días de paseo levantó estandarte de rebelión contra las excursiones por Hampstead y Hornsey y dijo terminantemente que quería ir al parque. Temía Martha encontrar allí a Rawdon, y no la engañaron sus temores. En el paseo toparon con el carruaje donde iban Rawdon y Becky. Ocupaban el coche de la solterona ésta y Martha, sentadas en los asientos fronteros, y la doncella y la señorita de compañía en los de detrás. El momento fue emocionante. Pocas veces latió tan desordenado el corazón de Becky como en el instante de reconocer el carruaje enemigo. Al cruzarse los dos vehículos, Becky dirigió a la enferma una mirada patética de cariño infinito. Rawdon tembló y su rostro tomó los tonos de la amapola. La enferma no miró siquiera a sus sobrinos. Los coches continuaron su curso opuesto.

 



—¡Se acabó, ira de…! —exclamó Rawdon.



—Prueba una vez más —replicó Becky—. ¿Por qué no pegas las ruedas de nuestro coche a las del de tu tía?



Deseos tenía Rawdon de ejecutar la maniobra pero le faltó el valor. Al encontrarse de nuevo los carruajes, Rawdon se incorporó y llevó la mano al ala del sombrero, dispuesto a saludar. La solterona no volvió la cabeza, antes por el contrario, ella y Martha clavaron sus ojos en la cara del capitán y le miraron con desdén infinito. Rawdon se arrellanó de nuevo, lanzó a media voz una maldición, salió de la fila de coches y partió a galope hacia su casa.



Fue para Martha un triunfo brillante y decisivo, aunque la excitación nerviosa que observó en la enferma dióle a entender que la repetición de encuentros como el pasado entrañaba serios peligros para ella. Resuelta a prevenirlos, procuró convencer a la solterona de que su salud exigía imperiosamente que abandonase a Londres durante algún tiempo y defendió con energía la idea de retirarse a Brighton.





Capítulo XX



El capitán Dobbin obra como emisario de himeneo





Sin saber cómo, el capitán William Dobbin se encontró convertido en gestionador, agente, ministro plenipotenciario, para la celebración del matrimonio de George Osborne con Amelia Sedley. Sin él, jamás habría tenido efecto semejante unión. No podía menos de confesárselo a sí mismo, y sus labios se plegaban en una sonrisa que destilaba amargura al pensar en los caprichos de la suerte, que le escogió a él para que arreglase un matrimonio fracasado, a él, precisamente al último hombre del mundo a quien debió escoger. La dirección de tal asunto era a no dudar la tarea más penosa que nunca pesó sobre sus hombros, pero el capitán Dobbin era de los que, cuando se encontraba frente al cumplimiento de un deber, marchaba en línea recta hacia él, economizando palabras y derrochando resolución. Abrigaba la triste convicción de que Amelia moriría de dolor si no se casaba con George, y Dobbin resolvió recurrir a todos los medios para conservarle la vida.



No quiero entrar en detalles minuciosos sobre la entrevista de George y Amelia, sobre el momento en que el primero cayó a los pies (¿no sería más exacto decir en los brazos?) de su querida prometida, merced a la intervención de Dobbin. Corazones mil veces más diamantinos que el de George se habrían derretido a la vista de aquella linda carita, tan castigada por la tristeza, la pena, la desesperación, y ante los tiernos acentos con que refirió su desconsoladora historia. Su madre, al ver que la pobrecilla no se desmayaba, cuando, temblando, introdujo a George en su cuarto, sino que exhalaba un suspiro hondo, muy hondo, y doblando su cabecita sobre el hombro de su novio, lloraba lágrimas tiernas, copiosas, sedantes, juzgó conveniente dejar solos a los jóvenes y salió, mientras Amelia besaba con humildad la mano de su prometido, cual si éste fuera su dueño y señor supremo, cual si la culpable, la indigna, la necesitada de gracia y de indulgencia fuese ella y no él.



La sumisión tierna y humilde de Amelia penetró en el alma de George en forma de halagadora y exquisita emoción. Encontró una esclava obediente en aquella angelical criatura y en su pecho germinó un sentimiento de omnipotencia que agitó agradablemente su alma. Monarca soberano, sultán omnipotente, sintióse inclinado hacia la generosidad y decidió alzar del suelo a la prosternada Ester y sentarla en su trono, y como la belleza melancólica de aquélla le conmovió tan profundamente como su adorable sumisión, decidió consolarla, animarla, perdonarla, por decirlo así. Todas las esperanzas de la pobrecilla, muertas de algún tiempo a aquella parte, todos sus amores, yertos al soplo helado de la indiferencia de su prometido, resucitaron, se alzaron pujantes, brillaron con fulgores nuevos, al recibir el beso acariciador del rayo de sol que George se dignaba proyectar sobre ellos. Parecía imposible que la cara radiante de Amelia fuese