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100 Clásicos de la Literatura

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Una noche, la señora de Sedley escribía las invitaciones para una recepción que se proponía dar; habían dado una los Osborne, y no podían quedarse atrás los Sedley. El anciano jefe de la casa, que había llegado de la City más tarde que de ordinario, permanecía sentado y mordido por la tristeza junto a la chimenea, mientras su señora le hablaba de cosas que rozaban su tímpano sin penetrar en su cerebro.



Amelia se había retirado a su habitación, triste también y decaída.



—Nuestra hija no es feliz —decía la madre—. George Osborne la tiene olvidada, y sus padres la desprecian. La soberbia de esas gentes está apurando mi paciencia. Tres semanas hace que las niñas no han puesto los pies en esta casa, y George, sé por lo menos de dos veces que ha venido a la ciudad sin dejarse ver de nosotros. Edward Dale le vio en la ópera… Éste sí que se casaría con nuestra hija, estoy segura, y también el capitán Dobbin me parece… ¡ya lo creo que sí!… pero he cobrado aborrecimiento a todos los militares sin excepción. Ya ves la actitud de George… ¡qué importancia!… Hay que demostrar a esas gentes que valemos tanto o más que ellos… A poco que alentásemos a Edward Dale, veríamos… Vamos a dar una recepción… una fiesta… Pero ¿no dices nada, John? ¿Te parece que la señalemos para el martes?… Pero ¿qué es eso? ¿Por qué no contestas? ¡Dios mío!… ¡John!… ¿ha sucedido algo?



John Sedley se levantó de la silla para encontrar a su esposa, que corría hacia él: la recibió en sus brazos, bajó la cabeza, y dijo con la voz entrecortada:



—Estamos arruinados, Mary… Hay que emprender nueva vida… ¡pobrecita esposa mía!… Es preferible que lo sepas todo…



Y contó la terrible historia, temblando como un azogado. Temía que sus palabras producirían torturas imposibles de sobrellevar a su esposa… a aquella esposa a la que jamás dirigiera una frase dura, pero el más apenado de los dos era él, tanto, que cuando volvió a sentarse, su mujer hubo de intentar consolarle. Tomó aquélla sus manos frías y temblorosas, las besó repetidas veces, le echó los brazos al cuello, le llamó su John… su queridísimo John… su viejo… su idolatrado y dulce viejo, le prodigó mil frases incoherentes de amor y de ternura, y consiguió al fin aquella voz fiel, y las ingenuas caricias que la acompañaban, arrancar lo más lacerante de la pena de un corazón entristecido, e infiltrar en él tesoros de dulzura, que consolaron no poco aquella alma demasiado probada por la desgracia.



Sólo una vez en el transcurso de aquella larga noche, y mientras, sentados el uno frente al otro, el desventurado Sedley abría de par en par su alma y hablaba de sus pérdidas y de sus apuros, de la traición de algunos de sus amigos más antiguos, y de las pruebas de cariño de otros, precisamente de personas de las que nunca las habría esperado… sólo una vez durante aquella angustiosa confesión general, la fiel esposa dio pruebas de honda emoción.



—¡Dios mío!… ¡Dios mío!… —exclamó sin poder contenerse—. ¡El corazón de nuestra pobre Amelia va a morir de pena!



El padre había olvidado a la pobre niña, que estaba sola, arriba en su cuarto, acostada, pero sin dormir, triste y desgraciada. La soledad era su compañera obligada, aun encontrándose rodeada de amigos, de sus cariñosos padres. ¿A cuántas personas puede uno confiar los secretos más íntimos? ¿Hará depositario de sus penas a quien no ha de simpatizar con ellas, o a quién no puede comprenderlas? Por eso decimos que nuestra encantadora Amelia estaba siempre sola. No tuvo un confidente desde que en su corazón hubo algo que pudiese confiar. A su madre no iba a hablarle de sus dudas y de sus recelos, y sus futuras cuñadas de día en día se alejaban más y más de ella. Temores y desconfianzas germinaban en su dulce alma que ni a sí misma se atrevía a confesar, aunque inconscientemente y en secreto los cultivaba.



Obstinábase su corazón en proclamar que George era hombre digno y galán fiel, aun constándole lo contrario. ¿Cuántas cosas le habían dicho que no quiso escuchar, cuántas sospechas muy fundadas de indiferencia y de egoísmo hubo de amordazar, recurriendo a toda su obstinación? ¿A quién podía hablar aquella humilde mártir de sus luchas y torturas diarias? cínicamente su héroe hubiera podido comprenderla, y aun a medias. No osaba confesar que el hombre que era dueño de su corazón tenía un nivel moral muy inferior al suyo, ni reconocer que había entregado aturdidamente su alma, y una vez entregada, aquella niña angelical era demasiado modesta, demasiado tierna, demasiado leal, demasiado débil, demasiado mujer, para recogerla. Nosotros, los hombres civilizados, somos turcos cuando de los afectos de la mujer se trata, y hemos hecho que ellas acepten nuestra doctrina. Dejamos que salgan a la calle sus cuerpos, prodigando sonrisas, muy engalanados, pero querernos que sus almas sólo puedan ser vistas por un hombre, que nos obedezcan de grado o por fuerza, que sean nuestras esclavas, que nos atiendan y nos sirvan.



Quedamos, pues, en que estaba aprisionado y torturado aquel corazoncito cuando, en el mes de marzo del año de gracia de 1815, desembarcó Napoleón en Cannes, y huyó Luis XVIII, y la alarma cundió por la Europa entera, y bajaron los fondos, y se consumó la ruina de John Sedley.



Líbrenos Dios de seguir al digno hombre de negocios arruinado en el calvario tremendo que recorrió los días que precedieron a su catástrofe comercial definitiva. Se le declaró judicialmente quebrado, sus giros fueron protestados y su nombre estampado en la infamante tablilla de la Bolsa. Embargadas sus propiedades, fueron vendidos en pública subasta hasta sus muebles, y él y su familia, arrojados ignominiosamente de su casa, hubieron de esconder su vergüenza donde pudieron.



La servidumbre, pagada puntualmente, salió en busca de nuevo acomodo con sentimiento, pero sin perder las ganas de comer por separarse de unos señores a quienes adoraban. La que más extremos hizo fue la doncella de Amelia, pero se fue resignada a servir en un barrio más aristocrático de la ciudad. El negro Sambo decidió abrir una casa de bebidas, y la señora Blenkinsop, que había visto nacer a Joseph y a Amelia y casi el matrimonio de los señores, prefirió quedarse al lado de éstos sin cobrar salario, en atención a que sirviéndoles se había hecho rica, y les acompañó a su humilde refugio, donde se reservó el derecho de regañarles cuando le viniese en gana.



Entre todos los que acosaron a John Sedley en sus debates con sus acreedores, entre todos los que torturaron al humillado caballero con saña tan terrible que le hicieron envejecer en seis semanas más que en los quince años anteriores, ninguno tan intransigente, ninguno tan terco, ninguno tan implacable, como su antiguo amigo y vecino John Osborne, precisamente el que le era deudor de su fortuna, el que había recibido de él mil servicios y favores, el padre del que debía casarse con su hija. Verdad es que cualquiera de las circunstancias apuntadas basta para explicar la sañuda oposición de Osborne.



Cuando un hombre ha recibido de otro señaladísimos favores, si entre los dos se rompe la buena armonía, la decencia más rudimentaria obliga al primero ser con respecto al segundo enemigo más implacable que ningún extraño. La razón es muy sencilla: únicamente ponderando las faltas de quien fue su favorecedor, únicamente haciendo resaltar su crimen, puede justificar su dureza de corazón y su ingratitud. El que persigue no es egoísta, brutal, no, ni se ha encolerizado por el fracaso de una especulación; no, lo ocurrido es que su socio le ha arrastrado a ella valiéndose de las más bajas traiciones y por los motivos más siniestros. La lógica obliga al que persigue a decir que el quebrado es un villano… porque si quien hizo bancarrota continúa siendo honrado, quien le persigue es una canalla.



Regla general que debería tranquilizar la conciencia de los acreedores que se muestran inclinados a ser duros e intransigentes, es que ningún hombre de negocios apurado puede, a nuestro entender, blasonar de honradez perfecta. Todos ellos ocultan algo, todos ellos exageran las probabilidades de éxito feliz, todos ellos disfrazan el verdadero estado de sus negocios, todos ellos juran que aquéllos marchan viento en popa cuando en realidad atraviesan crisis desesperadas, todos ellos muestran al mundo rostros sonrientes cuando se ven al borde de la quiebra, todos ellos aprovechan el menor pretexto para dilatar el pago de cantidades que no son suyas, a conciencia de que no conseguirán otra cosa que aplazar por breves días la ruina inevitable. «¡Insensato!… ¿qué consigues con aferrarte a una paja?», dice el sentido común al hombre que se está ahogando. «¡Canalla!… ¿por qué mientes para diferir el momento de ser declarado quebrado?», dice el próspero al pobre diablo que se balancea sobre el negro abismo. ¿Quién no ha observado la facilidad, la prontitud con que los amigos más íntimos, los caballeros más honrados, se acusan de estafadores, de tahúres, cuando entre ellos median asuntos de dinero? Todo el mundo lo hace… y todo el mundo debe de tener razón, indudablemente, lo que demuestra que el mundo es algo despreciable.



La conciencia de los beneficios recibidos debía irritar la animosidad de Osborne, porque siempre los beneficios han sido causa de recrudecimiento, de agravación de enemistades. Por si esto era poco, había resuelto romper el matrimonio convenido entre su hijo y la hija de John Sedley, cuyas relaciones amorosas habían ido lo suficientemente lejos para comprometer la dicha de la inocente niña, y quién sabe si hasta su reputación, y por tanto, la ruptura había de reconocer motivos muy poderosos, o lo que es lo mismo, John Osborne debía de dejar probado que John Sedley era un criminal.



En las juntas de acreedores, se comportó con tal brutalidad, trató con tal desprecio al pobre quebrado, que le produjo mayores torturas que la misma quiebra. En cuanto al proyecto de matrimonio, se apresuró a poner veto formal a su hijo, amenazándole con su maldición si osaba desobedecer sus órdenes, y diciendo a cuantos le quisieron oír que la inocente hija de Sedley era la criatura más vil y más baja, y la más peligrosa arpía que podía uno echarse a la cara.

 



Cuando sobrevino la catástrofe —es decir, la ruina, la necesidad de abandonar para siempre la casa de la plaza Russell, y la sospecha de que todo había terminado entre ella y George—, recibió Amelia una carta brutal firmada por John Osborne, quien le manifestaba brusca y despiadadamente que la conducta indigna de su padre exigía imperiosamente el término de toda clase de tratos y de relaciones entre las dos familias. La desventurada soportó el golpe con más calma de la que era de esperar. Verdad es que en ello no vio más que la confirmación de los tristes presagios que de mucho tiempo a aquella parte entenebrecían el cielo de su porvenir, la lectura de la sentencia fulminada contra el crimen de que ella misma se hacía rea… el crimen de amar a quien no merecía su amor, el crimen de amar con violencia excesiva, el crimen de amar contra la razón. Concentró en el santuario de su alma sus pensamientos, como los concentrara otrora, y no parecía más infeliz después de aventada por la realidad la última esperanza, que antes, cuando presentía y no quería confesarse que todo había terminado. Pasó desde la lujosa casa de la plaza Russell a la humilde donde su padre fue a esconder su desventura sin muestras de sentimiento, y permaneció en su cuartito la mayor parte de los días, languideció silenciosamente y se consumió… Mi querida señorita X… no creo que usted, puesta en el caso de Amelia, hubiese tenido el desenlace que ésta tuvo; alienta en su cuerpo delicado un alma varonil y profesa sólidos principios, pero no todas las almas son enérgicas, que las hay también primorosas, frágiles, delicadas, tiernas.



Cuantas veces John Sedley pensaba o hacía alusión a las relaciones de su hija con George, hacíalo con animosidad que nada tenía que envidiar a la demostrada por el señor Osborne. Maldecía a Osborne y a su familia como a seres sin corazón, sin fe, sin gratitud, y juraba que ninguna fuerza humana le obligaría a dar a su hija al hijo de semejante villano, y ordenaba a Amelia que desterrase para siempre de su pensamiento a George y le devolviese los regalos y cartas que de él había recibido.



Prometió Amelia obedecer, y hasta lo intentó. Sacó las dos o tres chucherías del lugar donde las tenía guardadas, hizo otro tanto con las cartas… y las volvió a leer, como si no las supiese de memoria… ¡Pobrecilla!… ¡Se le exigía demasiado!… Las oprimió contra su pecho, como suelen hacer las madres con su tierno hijo muerto… Amelia se persuadió de que moriría si la privaban de aquel postrer consuelo… Cartas de amor que encendían sus mejillas y alegraban su corazón cuando llegaban… cartas de amor que la obligaban a retirarse para poder leerlas a solas, sin que ojos humanos la viesen… Frías eran muchas de ellas, pero su alma las transformaba en cálidas, en apasionadas… breves y egoístas las había, pero su corazón siempre encontraba excusas para el autor…



Aquellos papeles fríos, aquellos papeles áridos, constituían el alimento único de su espíritu. Como vivía de los recuerdos, cada una de las cartas traía a su imaginación alguna circunstancia de la vida pasada. ¡Con qué fidelidad se las representaba su imaginación!… El aspecto de George, el tono de su voz, la expresión de su mirada, su vestido, sus palabras… Restos únicos de un amor muerto, ¡ay!, pero era lo único que en el mundo quedaba a la infeliz, cuya misión en la tierra era la de velar un cadáver; el cadáver del Amor.



Pensaba en la muerte con inexpresable anhelo, porque la muerte la pondría en condiciones de seguir siempre a su amado. Y conste que no estoy haciendo el panegírico de la conducta de Amelia, ni es mi intención ofrecerla como modelo a la señorita X. La señorita X, sabe regular sus afectos con prudencia que faltó a aquella desdichada; la señorita X no es capaz de rendir su amor, de entregarlo sin reservas, como lo hizo Amelia, con imprudencia harto notoria; la señorita X no entregará su corazón sin aprisionar otro en lugar del que cede, o sin tener la seguridad de que sabrá recobrarlo llegada la ocasión; la señorita X contraerá compromisos que cumplirá o no cumplirá, según convenga, porque entiende que las relaciones amorosas son como las constituciones de sociedades mercantiles, en las cuales uno de los socios se reserva la libertad de cumplir o no los estatutos, aunque en la sociedad se haya comprometido todo el capital de su asociado.



¡Cautela, simpáticas señoritas, mucha cautela! No aceptéis relaciones amorosas sin meditarlo mucho antes, y una vez aceptadas, por nada del mundo améis con franqueza: nunca dejéis ver todo el cariño que profesáis al novio, y aun será preferible que no le queráis más que muy poquito. Ya veis las consecuencias de enamorarse prematura, leal y confiadamente. Desconfiad de todo el mundo. Casaos como suelen casarse en Francia, donde son novias y confidentes, no las interesadas, sino sus abogados. De cualquier manera que sea, no dejéis que el amor tome en vuestros pechos proporciones que puedan haceros sufrir, ni hagáis jamás promesa que no podáis dejar incumplida sin violencia de vuestra parte. Así seréis felices, así seréis respetadas, así gozaréis fama de virtuosas, así debe hacerse en la feria de las vanidades.



Si Amelia hubiese podido escuchar los comentarios de que la hacían objeto en la sociedad de la cual la expulsaba brutalmente la ruina de su padre, habría sabido cuál era la índole del crimen por ella cometido, y cómo y hasta qué punto había comprometido su reputación. Para la señora Smith, el mundo no ofrecía otro ejemplo de ligereza criminal; la señora Brown condenó siempre sus horribles familiaridades, y el desenlace era una buena advertencia para sus hijas.



—Claro está que el capitán Osborne no puede casarse con la hija de un quebrado —decían las señoritas de Dobbin—. No faltaba más, después de las estafas de que su padre ha sido víctima de parte de Sedley. En cuanto a Amelia, sus locuras han sido escandalosas…



—¿Locuras? —tronó el capitán Dobbin—. ¿Por qué locuras, si sus padres los comprometieron desde que eran niños? ¡Que se atreva nadie a pronunciar en mi presencia una sola palabra contra la más hermosa, la más pura, la más tierna, la más angelical…!



—¡William, por Dios… no te muestres tan bravucón nosotras!… —contestaron sus hermanas—. No somos con hombres, y, por consiguiente, no podemos acudir al terreno. Nada hemos dicho en contra de la señorita Sedley; dijimos, y repetimos, y repetiremos siempre, que su conducta ha sido muy imprudente, por no calificarla con otro adjetivo peor, y que sus padres son gentes que merecen la desgracia que sobre ellos pesa.



—¿Por qué no pides su mano, William, hoy que la señorita Sedley es dueña de concederla a quien quiera? —preguntó con entonación sarcástica Annie Dobbin—. Para nuestra familia sería un honor… ¡ja, ja, ja, ja!



—¡Casarme con Amelia! —exclamó el capitán, poniéndose colorado y hablando atropelladamente—. ¿Creéis que porque vosotras sois unas casquivanas dispuestas siempre a cambiar de novio, lo es también ella? ¡Reíd… burlaos de aquel ángel!… ¡No puede oíros, y, además, es desgraciada y merece que las personas que no lo son la conviertan en blanco de sus escarnios!… ¡Adelante, Annie!… ¿Por qué callas? ¿Por qué cesaron tus burlas, tus risas? ¡Eres la más lista de la familia, la más chistosa… todos anhelamos oír tus chistes!…



—Me obligas a recordarte que no estás en un cuartel, William —dijo Annie muy picada.



—¿En un cuartel?… ¡Pardiez que desearía ver si en un cuartel habría quien se atreviese a decir la cuarta parte de lo que tú acabas de decir! —rugió el capitán—. ¡Por vida mía que me gustaría que un hombre respirase contra ella! Pero los hombres hablan más comedidamente que tú, Annie; sois las mujeres las que chilláis, y mordéis, y arañáis, y trituráis… ¡Vaya!… no lloréis… Total os he dicho que sois una parejita de gansas… Pues bien; retiro la palabra… No sois gansas sino cisnes… cisnes graciosos… lo que queráis, siempre que me dejéis en paz a Amelia.



Dado el carácter de Dobbin, su madre y sus hermanas, que recelaban que estuviese prendado de aquella coquetuela imprudente, temían que, roto el matrimonio de ésta con Osborne, Amelia encontrase en el capitán otro admirador. Opinión era ésta nacida, más que de una profunda experiencia de aquellas jóvenes en estos asuntos —experiencia que no era muy grande toda vez que no habían tenido ocasión de casarse ni de coquetear—, de su sentido de la realidad.



—Para nuestra familia es motivo de júbilo que el regimiento haya recibido orden de marchar, mamá —decían las muchachas—. Nuestro hermano se libra así por lo menos de este peligro.



Efectivamente, tal era el caso, el emperador de los franceses iba a desempeñar un importantísimo papel en la comedia doméstica que en el escenario de la feria de las vanidades estamos representando, tanto que nunca se hubiera representado sin la intervención de tan augusto personaje. Él fue quien arruinó a los Borbones y a John Sedley; él fue quien, a su llegada a la capital de Francia, llamó a las armas a la nación entera para que le defendiese, y a Europa entera para que le combatiese. Mientras la nación francesa juraba obediencia y fidelidad a las águilas imperiales en el Campo de Marte, se ponían en movimiento cuatro poderosos enemigos europeos para dar chasse a l’aigle, y uno de los cuatro era el ejército inglés, del que formaban parte dos héroes de nuestra historia: el capitán Dobbin y el capitán Osborne.



La nueva de la evasión y desembarco de Napoleón fue recibida por el veterano regimiento… con explosiones de alegría y de entusiasmo, que comprenderán perfectamente todos los que conozcan la limpia historia de aquel cuerpo. Todos, desde el coronel hasta el último tambor del regimiento rebosaban esperanzas y ambiciones y destilaban furia patriótica, y desde el fondo de sus almas agradecían al emperador de los franceses la amabilidad de que daba brillante prueba viniendo a turbar la paz de Europa. Presentábase la anhelada ocasión de demostrar al mundo entero que el regimiento… sabía batirse, derrochar valor, despreciar la muerte como el más bravo de la península, dejar sentado que la fiebre amarilla no había apagado en las Indias el ardor de los que lo formaban. Stubble y Spooney daban por seguro que mandarían muy pronto compañías, sin necesidad de comprar el empleo; el comandante O’Dowd aseguraba que no terminaría la campaña sin que estampase su nombre debajo de la antefirma «El coronel», y nuestros dos amigos Dobbin y Osborne participaban de la excitación y del entusiasmo general, aunque cada uno lo exteriorizaba de conformidad con su temperamento respectivo: Dobbin, con calma; Osborne, con ruidosa energía.



No es de extrañar que siendo tan viva la excitación en todo el país, y sobre todo en el ejército, nadie concediese importancia a los asuntos de índole privada y personal; de aquí probablemente que George Osborne, a quien acababan de confiar el mando de una compañía, puestas todas sus potencias y sentidos en los preparativos de marcha, y soñando con nuevos y rápidos progresos en su carrera, no experimentase gran contrariedad porque ocurrieran otros incidentes de índole particular, que seguramente le habrían afectado en extremo en circunstancias normales. Confesaremos que no le entristeció gran cosa la catástrofe que hirió al padre de su novia. Precisamente debía probarse un uniforme nuevo, que le sentaría muy bien, el día que se celebró la primera junta de acreedores del infortunado caballero. Su padre le informó de lo canallesco y villano de la conducta del quebrado, le recordó la prohibición de continuar sus relaciones con Amelia, y le dio una bonita cantidad para que pagase su uniforme y las charreteras, que tan admirablemente le estarían. El joven, cuyos bolsillos siempre ansiaban llenarse, recibió el dinero sin despegar los labios. Ya Amelia no estaba en la casa donde él pasara tantas horas felices: pasó frente a sus puertas y las vio cerradas ¿Adónde habría ido a esconderse con sus padres? La ruina de aquella familia debió impresionarle mucho aquella noche, pues en el café bebió mucho más que de ordinario: sus camaradas repararon en este detalle.



Llegó Dobbin, quien intentó impedirle que siguiera bebiendo; Osborne contestó que deseaba ahogar su tristeza. Su amigo entonces le dirigió algunas preguntas significativas, que Osborne se negó a contestar, jurando que estaba trastornado y que era muy desgraciado.



Tres días después, Dobbin encontraba a su amigo en su pabellón del cuartel, con la frente apoyada en la mesa, sobre la cual se veían muchos papeles, y en estado, al parecer, del abatimiento más profundo.

 



—Mira… me ha devuelto las chucherías que yo le había regalado… —dijo George.



En efecto: junto a los papeles, había un cortaplumas de plata que George compró en una feria y regaló a Amelia, una cadenita de oro y un medallón de lo mismo, que encerraba unos cuantos cabellos.



—Todo ha terminado… —gimió Osborne, en cuyo corazón clavaba las uñas el remordimiento—. Toma esa carta… puedes leerla…



La carta, que era muy concisa, decía lo siguiente:



Mi papá me ordena que devuelva a usted los regalos que me hizo en días más felices, y yo cumplo sus mandatos escribiendo a usted por última vez. Creo… estoy segura de que usted sentirá tanto como yo el golpe que acaba de herirnos. Devuelvo a usted su palabra, declaro rotos nuestros proyectos, de realización imposible después de nuestros infortunios. Abrigo la seguridad de que no comparte usted las crueles sospechas de su señor padre, que agrandan espantosamente nuestra desventura, haciéndola difícil de soportar. Adiós… adiós para siempre… Ruego al Altísimo que me dé fuerzas para sufrir con resignación estas y otras calamidades, a la par que le pido que colme a usted de bendiciones.



Tocaré con mucha frecuencia el piano… su piano. En el envío he reconocido la delicadeza de usted.



A.



Dobbin era de temperamento extremadamente sensible. El sollozo de una mujer, el llanto de un niño, le impresionaban hasta el punto de arrancar lágrimas a sus ojos. Su alma generosa gemía al pensar en Amelia sola y triste, y cediendo a un acceso de emoción, que a muchos parecerá impropio de un hombre, juró que Amelia era un ángel, concepto que aplaudió Osborne con todo su corazón, porque precisamente acababa de dirigir una mirada retrospectiva a sus dos existencias unidas, y de verla, desde niña hasta la fecha actual, siempre dulce, siempre inocente, siempre encantadora en su sencillez, siempre apasionada y tierna con toda la franqueza de su alma ingenua.



¡Y la perdía… la perdía para siempre!… Fue dueño de aquel tesoro, y no supo apreciar su valor. Millares de escenas evocó su imaginación, en todas las cuales resaltó el alma buena, angelical, hermosa de Amelia, y él, en cambio, para vergüenza suya, no tuvo para ella más que egoísmos, ingratitudes, indiferencia… La voz del remordimiento borró de una pincelada todos sus ensueños de gloria, de ambición, de todo, y los dos amigos hablaron de ella, exclusivamente de ella.



—Pero ¿dónde están? —preguntó Osborne, al cabo de mucho rato de conversación, lleno de vergüenza al pensar que ningún paso había dado para averiguarlo—. ¿Dónde están?… ¿Lo sabes tú? Su carta no trae sus señas.



Dobbin lo sabía, pues no sólo había enviado el piano a Amelia, sino también dirigido una carta a su madre pidiéndole permiso para visitarla, y la visitó el día anterior, y vio a Amelia, y fue él el portador del paquetito cuyo contenido tanto emocionaba a Osborne.



La señora Sedley le había recibido inmediatamente, y estaba muy preocupada por la remesa del piano, que suponía proceder de George, lo que era una prueba de cariño de parte de éste. No rectificó su error Dobbin, quien se limitó a escuchar con muestras de viva simpatía las frases doloridas de la buena señora, procurando convencerla de la parte que tomaba en sus aflicciones, y opinando con ella que la conducta de Osborne padre con respecto a su bienhechor, al hombre a quien lo debía todo, era sencillamente inhumana. Luego que la señora vertió sus penas en el pecho de un amigo, pidió éste ver a Amelia, que se hallaba, como de costumbre, en su cuarto, y a la cual la madre rogó que bajase.



Era su aspecto tan triste, tan patética la desesperación que reflejaba todo su ser, que William Dobbin sufrió al verla uno de los golpes más terribles de su vida. En la palidez cadavérica de su cara, en su mirada sin brillo, leyó Dobbin la inminencia de un desenlace fatal. Después de permanecer sentada durante breves minutos, puso el paquetito en manos del capitán Dobbin, y dijo con voz que parecía salir de la tumba:



—Le ruego que entregue esto al capitán señor Osborne… y deseo que se encuentre bien… Agradezco en el alma su visita… Es usted muy amable… Todos estamos muy contentos con nuestra nueva casa… Mamá… con tu permiso y el del señor Dobbin, vuelvo a mi cuarto… Me siento un poquito débil…



Y la infortunada niña, después de hacer una inclinación de cabeza y de dirigir una sonrisa que parecía un sollozo a Dobbin, volvió a su cuarto. Su madre, que la acompañó, volvió la cabeza para dirigir a Dobbin una mirada de dolorosa agonía. No necesitaba el excelente capitán excitaciones en ese sentido, que harto amaba a la pobrecilla con amor que brotaba del alma. En su pecho penetraron en tropel la pena, la compasión, el terror, y salió de la casa perseguido por aquellos sentimientos, huyendo como un criminal después de ver a la inocente mártir.



Osborne, al saber que su amigo había visto a Amelia, preguntó por ésta con insistencia reveladora de su ansiedad. ¿Cómo estaba? ¿Cómo la había encontrado? ¿Qué dijo?



Dobbin tomó su mano y, mirándole de frente, contestó:



—Se muere… George… se muere sin re…



No pudo articular las sílabas restantes.



En la casa donde se había refugiado la familia Sedley, había una criada irlandesa que se había impuesto en los días anteriores la santa tarea de consolar a Amelia, bien que sin conseguir resultado alguno. Esta criada, cuatro horas después de la conversación a que acabamos de asistir, entró en el cuarto de Amelia, la cual ni se enteró siquiera de su llegada.



—Señorita Amelia… —llamó la criada.



—Voy —respondió Amelia, sin volver la cabeza.



—Un mensaje… algo… alguien… Bueno… aquí hay una carta para usted… Deje de leer las antiguas, puesto que espera aquí una reciente.



Uniendo la acción a la palabra puso una carta en manos de Amelia.



Rasgó ésta el sobre y leyó lo siguiente:



Necesito verte, Amelia queridísima, dulce amor mío, mi vida, mi esposa… No me rechaces.



La madre de Amelia y George esperaban fuera a que la niña leyese la carta.





Capítulo XIX



Matilde Crawley y su enfermera





Hemos tenido ocasión de admirar la puntualidad y celo con que la doncella de Matilde Crawley llevaba a la rectoría de Crawley de la Reina cuantos sucesos de alguna importancia para la familia llegaban a sus oídos, y de referir también las atenciones que la bondadosa señora Martha de Crawley dispensaba a la sirvienta de confianza de la solterona. De sus atenciones participó también la señorita de compañía, cuyo afecto se conquistó prodigándole sonrisas y promesas que, costando tan poco trabajo hacer, tan agradables son para quien las recibe. Todo el que se halle al frente de una casa debe comprender lo poco que cuestan las palabras dulces y almibaradas y lo mucho que valen, debe persuadirse de que son a manera de salsa que hace agradables los platos más groseros de la vida. ¿A qué idiota se le ocurrió decir que «las palabras buenas no dan aceite a los nabos?». La mitad de los nabos de la sociedad serían rechazados con asco por todos los paladares si no se presentaran condimentados con aquella salsa. A la manera que el inmortal Alex Soyer, gastando medio penique, sabía preparar una sopa deliciosa, que no hubiese sido capaz de presentar un cocinero ignorante gastando varias libras esterlinas, así un artista habilidoso conseguirá, con unas cuantas palabras agradables, efectos que no conseguirían billetes de banco, puestos en manos de un idiota cualquiera. Es más: con frecuencia los billetes de banco determinan serias perturbaciones en los estómagos, al paso que las buenas palabras son digeridas siempre con tanta facilidad, que por muchas que se administren a un estómago, éste pide siempre más. Tantas veces había hablado Martha de Crawley a la Briggs y a la Firkin de lo mucho que las quería, de lo que estaba dispuesta a hacer por amigas tan predilectas, si Matilde la nombraba heredera de su fortuna, que entrambas