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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Oh, señora Firkin! —exclamó Isabelle—. Usted no sabe lo que pasa… La señorita Becky ha huido con el capitán.

Un capítulo entero dedicaríamos de buena gana a describir las emociones que embargaron a la señorita Firkin, si las pasiones de su ama no monopolizasen por ahora nuestra musa.

Cuando la señora Martha de Crawley, que rendida y transida de frío después de su viaje nocturno se calentaba junto a la chimenea del salón, escuchó de labios de la señorita Briggs la inesperada nueva del matrimonio clandestino, declaró que su llegada en aquel momento en que precisaba ayudar a la señorita Matilde a soportar el terrible golpe; era evidentemente providencial. Añadió que siempre tuvo a Becky por muchacha intrigante y ladina, y que, por lo que a Rawdon se refería, tiempo hacía que en su fuero interno le tenía por hombre vicioso, corrompido, perdido sin remedio. «Su abominable conducta producirá al menos un buen efecto, y es que abrirá los ojos a su tía y la enseñará a conocer a ese malvado, que era su favorito». Así se explicaba Martha de Crawley, mientras tomaba el té con una tostada, y como quiera que tenía tiempo sobrado para hacer traer su equipaje antes de que pudiera ver a su cuñada, mandó al lacayo que fuese a buscar sus baúles.

Matilde Crawley jamás salía de su dormitorio hasta el mediodía. Solía tomar el chocolate en la cama, mientras Becky le leía el Morning Post o la entretenía con narraciones de aventuras. Los conspiradores del piso bajo convinieron en no turbar la sensibilidad de la dama hasta que bajase al salón, pero le anunciaron la llegada de Martha de Crawley, haciéndole presente los saludos de ésta y sus deseos de que, en unión de la señorita Briggs, la acompañase a almorzar en el Gloster. La llegada de su cuñada, que en cualquier otra ocasión no le hubiese producido gran alegría, le produjo ahora indecible placer. Reciente el fallecimiento de la segunda esposa del barón, veía en perspectiva interminables comentarios sobre la vida de la difunta, murmuraciones sobre el funeral, todavía no celebrado, y sátiras punzantes sobre la abrupta proposición hecha por el viudo a Becky.

Hasta que la anciana hubo ocupado su sillón favorito en el salón, y se cruzaron las frases de bienvenida y abrazos de ternura entre ella y su cuñada, no consideraron conveniente los conspiradores someterla a la cruenta operación. Realmente son de admirar los artificios, las indirectas delicadas, los circunloquios a que recurren los amigos para dar una mala noticia. Las que se veían en el duro trance de comunicar la terrible nueva a Matilde Crawley se guardaron muy bien de hablar claro hasta que, a fuerza de frases llenas de misterio, de medias palabras, de frases obscuras, consiguieron llenarla de dudas y de alarmas.

—Si desairó a sir Pitt, mi querida Matilde, prepárate a oír la gran noticia… si le desairó, fue porque… porque no estaba en su mano complacerle —dijo Martha.

—Claro que sus razones tuvo para hacerlo —contestó la solterona—. Amaba a otro… ya se lo dije ayer a la Briggs.

—¡Y tanto si ama a otro! —terció la Briggs—. ¡Como que está casada!

—¡Casada, sí… casada! —murmuró Martha, asiendo las manos de la Briggs y fijando los ojos en su víctima.

—¡Llámenla… que venga inmediatamente! —gritó la solterona—. ¡Desagradecida!, ¡malvada!… ¿Cómo se atrevió a callármelo?

—Tardará bastante en venir, señora —contestó la Briggs—. No lo sabe usted todo… Prepárese… Se ha ido… ha huido de esta casa.

—¡Santo Dios!… ¿quién me hará ahora el chocolate? ¡Enviad en seguida por ella… que vuelva… quiero que vuelva!…

—Pero ¡si escapó la noche pasada!… —objetó Martha.

—Dejó una carta para mí —observó la Briggs—. Está casada con…

—¡Silencio, por Dios! —interrumpió Martha—. No hable usted hasta que la hayamos preparado mejor… No la torture usted, señorita Briggs.

—Pero ¿con quién diablos se ha casado? —gritó la vieja hecha una furia.

—Con una persona que es… es pariente… pariente de…

—¡Habla de una vez!… ¿Es que os habéis propuesto volverme loca?

—¡Oh!, querida Matilde, está casada con… convendría prepararte más… está casada con Rawdon Crawley.

—¡Con Rawdon!… casada… Becky… una institutriz… una nadie… ¡Fuera de mi casa, pandilla de idiotas, estúpidas!… ¡Largo de aquí, vieja Briggs!… ¿Cómo te atreves?… ¡En el infame complot has entrado tú… tú has contribuido a que se case, esperando que heredarás tú la fortuna que tenía destinada para él!… ¡Y tú también, Martha… también tú! —chilló la pobre vieja, presa de un ataque de histerismo.

—¿Yo, individuo de la familia, iba a contribuir a que un sobrino mío casase con la hija de un pintamonas?

—¡Su madre fue una Montmorency! —vociferó la solterona, tirando con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla.

—Su madre fue una bailarina, y la hija ha pisado las tablas y otros lugares peores —replicó Martha.

Matilde Crawley lanzó un alarido final y cayó desvanecida. No hubo más remedio que volverla a la habitación de donde saliera minutos antes. Los ataques histéricos se sucedían sin interrupción. Llamaron al médico, recetó éste, y Martha tomó posiciones junto al lecho, diciendo que los parientes son los que están en el deber sagrado de cuidar a los enfermos.

A poco de haber sido colocada en la cama la enferma, llegó otro personaje, a quien también era preciso comunicar la terrible nueva.

—¿Dónde está Becky? —preguntó el personaje en cuestión, que no era otro que sir Pitt—. Que bajen sus baúles, porque viene conmigo a Crawley de la Reina.

—Pero ¿no ha llegado a sus oídos la noticia de su unión subrepticia? —interrogó la Briggs.

—¿Y a mí qué me importa? Sé que está casada, pero es igual. Avísele usted que baje al momento, que no me haga esperar.

—¿Ignora usted, señor, que ha huido de esta casa —preguntó la Briggs—, y que su señora hermana Matilde está gravísima desde que supo que su marido es el capitán Rawdon?

Oír la noticia de que Becky había casado con su hijo, y prorrumpir en una tempestad deshecha de maldiciones, juramentos y blasfemias que no podemos estampar aquí, fue todo una misma cosa. La pobre señorita Briggs huyó horrorizada de la habitación, y el autor huye también, dejando solo con su insania a aquel viejo frenético, cuya boca era estercolero que vomitaba frases de odio feroz y eructos de pasión y de deseo burlados.

Al día siguiente se dirigió a Crawley de la Reina. Penetró como una bomba en la habitación que ocupó en otro tiempo Becky, y pateó los baúles de ésta, rasgó sus papeles, despedazó sus vestidos y destruyó todos los rastros de su estancia.

Rawdon, sentado junto a su mujercita en el piso que habían alquilado en Brompton, decía:

—Supongamos que la vieja señora no perdona: ¿qué hacemos?

Becky, que había tocado el piano recién adquirido, que se convenció de que los guantes ajustaban maravillosamente a sus manos, en las cuales brillaban ricas sortijas, contestó:

—No temas, que yo haré tu fortuna.

La nueva Dalila echó la cadena de sus brazos al cuello del nuevo Sansón.

—Tú lo puedes todo —repuso Rawdon, estampando un beso en sus manos. Palabra de honor que sí. Y ahora, por lo pronto, vámonos a comer a La Estrella y la Jarretera.

Capítulo XVII

El capitán Dobbin compra un piano

Si en la feria de las vanidades hay un lugar capaz de suscitar nuestra sátira o de conmovernos por lo que en él hay de patético, ese lugar se encuentra en las subastas públicas que vienen anunciadas todos los días en la última página del Times y que el difunto señor George Robins solía presidir con extraordinaria gravedad. En dichas subastas podemos descubrir los mayores contrastes, podemos encontrar lo risible junto a lo luctuoso; en dicho lugar podemos sentirnos compasivos y tiernos, o acaso coléricos, cuando no invadidos de profundo pesimismo. Imagino que hay pocas personas en Londres que no hayan asistido a estos espectáculos, y sin duda todos aquellos que tienen una inclinación a desentrañar la esencia moral de los actos humanos, deben de haber pensado con un sentimiento extraño de inquietud en que puede llegarles el turno algún día, y que el señor Harmmerdown posiblemente ponga a la venta su biblioteca, su mobiliario, su vajilla, incluso su guardarropa y los escogidos vinos de su bodega.

Por egoísta que sea el temperamento del que continúa recorriendo la feria de las vanidades y es testigo de esta clase de honras fúnebres en honor de un amigo difunto, no puede menos de sentir profunda simpatía hacia la persona que estimó en vida, y viva compasión y sentimiento por su muerte. El fallecido duerme el sueño eterno en el panteón de la familia; los estatuarios tallan inscripciones en mármol que han de perpetuar sus virtudes, y mientras tanto, el heredero, dominado por la pena que le embarga, vende en subasta pública sus bienes. ¿Quién que se haya sentado una sola vez a la mesa del muerto podrá visitar la casa sin exhalar un suspiro? Aquella casa familiar, cuyas arañas iluminaban espléndidamente los salones, cuyas puertas se abrían generosas, cuyos criados pregonaban de estancia en estancia vuestro nombre, hasta que su voz llegaba al dueño, que salía presuroso a recibir y a atender al recién llegado. ¡Cuántos amigos tenía y con qué generosidad los obsequiaba! En su casa le adulaban muchos que en la calle le desollaban. Era acaso un poquito aparatoso, pero tenía un cocinero excelente; su ingenio era corto, pero bastaban sus vinos para alegrar la conversación. «No hay más remedio; compraremos su Borgoña a cualquier precio», decían sus íntimos en el casino. «En la subasta he podido adquirir una arquita: fue de una de las favoritas de Luis XV… preciosa, ¿verdad? Esta miniatura es un tesoro», dice uno de sus amigos, haciendo que todos examinen el objeto y comentando el desorden con que el heredero del difunto disipa la fortuna que heredó.

 

¡Cuán cambiada está la casa! Adornan la fachada profusión de cartelones que con letras mayúsculas ponderan la riqueza y solidez del mobiliario, penden alfombras de las ventanas altas, suben y bajan mozos de cordel por las sucias escaleras, llegan gentes de indumentaria raída y aspecto oriental que depositan sus tarjetas en las manos del encargado de recibirlas y ofrecen pujar… cuando convenga al liquidador, viejas y amateurs invaden los salones, levantan los cubrecamas, palpan los colchones y revuelven los cajones de los armarios roperos. Patronas de casas de huéspedes toman las medidas de los espejos y de las colgaduras, para cerciorarse de si servirán para su menage, mientras el señor del martillo grita y recurre a todos los artificios de la elocuencia, del entusiasmo, de la súplica, de la razón y de la desesperación, ora animando a los compradores, ora satirizando implacable las locas prodigalidades del muerto, implorando unas veces, gruñendo otras, hasta que cae el martillo semejante a la fatalidad, y se subasta otro lote.

Eran los últimos días de una de estas subastas; los muebles del salón principal habían sido adjudicados ya a los mejores postores; los vinos raros y famosos que el difunto almacenó en sus bodegas, sin reparar en su costo, habían pasado a poder de compradores de gusto reconocido, y la plata de la familia fue vendida en días anteriores. Parte de los mejores vinos había sido comprada por el mayordomo de nuestro antiguo amigo John Osborne, para y por encargo de su amo, y algunos de los objetos de plata más útiles por unos negociantes jóvenes de la City. Se trataba, en el momento en que con los lectores penetramos en la subasta, de la venta de objetos de menor importancia, y el voceador ponderaba el mérito de un cuadro y recomendaba la adquisición a su auditorio, que distaba mucho de ser tan selecto como en días anteriores.

—Número 369 —tronaba el del martillo—. Retrato de caballero montado sobre un elefante… Ofrezcan algo por el caballero del elefante… Pueden examinarlo a su placer, señores… ¿Cuánto dan por él?

Un caballero alto, pálido, de aspecto militar, no pudo menos de sonreír al examinar el cuadro que un dependiente de la subasta hacía circular por la sala para que todos pudieran examinar la pintura.

—Puede el capitán examinar detenidamente el cuadro… El elefante está hablando, señores… ¿Qué precio le ponemos, señor capitán?

El aludido volvió la cabeza con muestras de azoramiento.

—¿Hay quién ofrezca veinte guineas por esta soberbia obra de arte? ¿No?… Vaya… pongamos quince… ¿No hay quién dé quince?… Cinco, pues… Señores… tengan en cuenta que el caballero solo, sin elefante, bien vale las cinco guineas…

—Lo más admirable del cuadro, es que el elefante no caiga rendido al peso de su jinete, porque, ¡cuidado que es grande!… —gritó uno de los del público.

—Examinen esa obra de arte, señores —continuó el del martillo—. Fíjense en la actitud del gallardo animal, que parece arrancado de los bosques, y vean a su apuesto jinete, que empuña con soltura suprema el fusil… Va de caza… A lo lejos se ven un plátano y una pagoda, tomados a no dudar de algún sitio interesantísimo de nuestras preciosas posesiones del Extremo Oriente… ¿Cuánto ofrecen por el cuadro, señores?… ¿Van a tenerme aquí el día entero?

Alguien ofreció cinco chelines, siendo causa de que el caballero militar volviera la cabeza hacia el sitio desde donde había sido hecho tan espléndido ofrecimiento, y viese a otro oficial, sentado junto a una señora joven, ambos muy entretenidos, al parecer, y a los cuales fue adjudicado el cuadro por media guinea. El militar aludido en primer término pareció vivamente sorprendido y contrariado a la vista de la pareja, bajó inmediatamente la cabeza y dio la espalda, cual si desease no ser visto por los que ya eran propietarios del caballero del elefante.

No es nuestra intención hablar de los demás objetos que aquel día fueron ofrecidos a la competencia pública, pero sí haremos mención de un piano de forma pequeña, traído indudablemente de las regiones altas de la casa, pues el gran piano del salón había sido vendido en días anteriores. La señora joven que acompañaba al oficial lo probó, recorriendo el teclado con mano hábil, y el del martillo lo puso a subasta.

La señora joven ofreció una cantidad, que fue mejorada en el acto por el oficial que deseaba no ser conocido. Estalló la competencia: la subasta del piano determinó una lucha porfiada, que el del martillo se cuidaba de alentar, hasta que, al fin, la señora y el caballero del elefante callaron, el del martillo dio el golpe reglamentario, y el voceador adjudicó el instrumento al competidor de aquéllos, hacia el cual volvieron sus ojos los que durante algunos segundos habían sido sus contrincantes.

—¡Toma!… ¡Si es el capitán Dobbin, Rawdon! —exclamó la señora joven, dirigiéndose a su acompañante.

Es de suponer que Becky no estuviese contenta con el piano nuevo que su marido le había comprado a plazos, o que los vendedores del instrumento hubieran creído oportuno retirarlo de su casa, por no conceder gran crédito al capitán, o bien que la primera se hubiera encariñado con el piano que acababa de probar, al recordar que, tiempo antes, lo había tocado muchas veces en el saloncito de su entrañable amiguita Amelia Sedley.

La subasta tenía lugar en el caserón de la plaza Russell, donde hemos pasado algunos ratos agradables en los comienzos de nuestra historia. El excelente John Sedley estaba arruinado: quebró, y a la quiebra siguió el exterminio de sus negocios. El mayordomo del señor Osborne adquirió parte de sus famosos vinos de Oporto, que trasladó a las bodegas de su amo; tres negociantes jóvenes, los señores Dale, Spiggot y Dale, que habían mantenido estrechas relaciones de negocios con el quebrado, y recibido de él mil obsequios cuando John Sedley era obsequioso y liberal con todo el mundo, adquirieron una docena de cubiertos de plata de labor artística con su correspondiente servicio de postres del mismo metal, y tuvieron la delicadeza de enviarlos a la señora Sedley, juntamente con la expresión de su simpatía; y por lo que respecta al piano, si recordamos que fue de Amelia, y tenemos en cuenta que, habiéndose quedado sin el instrumento, necesitaría probablemente otro, y que William Dobbin era tan excelente pianista como buen funámbulo, inferiremos que no lo compró para su uso personal.

Conjeturas aparte, diremos que aquella misma tarde llegó el piano a un hotelito prodigiosamente pequeño, sito en una calle que partía de la Fulham Road, una de esas calles que llevan nombres encantadoramente románticos (Villa de Santa Adelaida, calle de Anne Mary, etc., etc.), y cuyas casas parecen construidas para viviendas de muñecas. La casita en cuestión era el domicilio del señor Clapp, jefe del personal de John Sedley, y asilo actualmente del anciano caballero, de su esposa y de su hija, desde que sobrevino la catástrofe.

Joseph Sedley, cuando tuvo noticia de la desgracia que hería a su familia, se condujo como era de esperar de un hombre de su temperamento. No fue a Londres, pero escribió a su madre autorizándola para tomar de las cajas de sus banqueros cuantas cantidades necesitase, poniendo a sus arruinados padres al abrigo de la miseria, y cumplido este deber de hijo cariñoso, se fue al restaurante, alegre como de ordinario, dio su acostumbrado paseo en coche, apuró sendos vasos de clarete, jugó su partidita, refirió sus historias indias, y dejó a la viuda irlandesa la misión de consolarle y adularle como todos los días. Su liberalidad conmovió muy poco a sus padres, aunque ciertamente necesitaban dinero. He oído decir a Amelia que el primer rayo de alegría que animó la mirada de su padre después de la catástrofe fue al recibir de sus antiguos amigos de negocios el paquetito que contenía la docena de cubiertos de plata. La delicadeza de aquéllos le conmovió en tales términos, que rompió a llorar como un niño. Edward Dale, uno de los tres socios de la casa, compró los cubiertos a nombre suyo y de sus asociados; estaba enamorado de Amelia y pidió su mano, no obstante la ruina del padre. Más tarde casó con Luisa Cutts, hija de un almacenista de trigos y dueña de una fortuna muy respetable, con la cual, y con la numerosa familia que le ha dado, vive hoy en su suntuosa villa, sita en Muswell Hill… Pero dejemos a este personaje, cuya historia nos separaría de la que nos hemos propuesto narrar.

Es de esperar que el lector tenga formado un juicio demasiado bueno del capitán Rawdon y de su esposa, para suponerles capaces de hacer una visita a un distrito tan alejado como el de Bloomsbury, si la familia a la cual han de honrar con su presencia no sólo ha sido eliminada del círculo de la sociedad a la moda, sino también del número de los que poseen dinero. Sería tonto visitar personas que no pueden sernos útiles en forma alguna. Becky experimentó sorpresa, no aflicción, al ver la confortable casa, donde la prodigaron tantas pruebas de cariño, invadida por subastadores y licitadores, y profanadas y entradas a saco las riquezas de la familia. Un mes después de su fuga se acordó de Amelia, y Rawdon manifestó deseos de volver a ver a George Osborne.

—Es un muchacho muy agradable, Becky —dijo riendo—. Me gustaría venderle otro caballo y jugar con él algunas partidas de billar… Puede ser nuestra caja en estas circunstancias, pues nuestra tía…

No piensen nuestros maliciosos lectores que Rawdon abrigase el propósito deliberado de estafar a George; lo que deseaba era aprovechar las ventajas que sobre aquél tenía en todos los juegos, cosa perfectamente moral y corriente en la feria de las vanidades.

La vieja se mostraba recalcitrante con los sobrinos. Rawdon se había presentado en su casa después de un mes de ausencia, y le negaron la entrada. Sus emisarios no consiguieron penetrar en la casa de Park Lane, y sus cartas volvieron sin abrir a su procedencia. La solterona no daba señales de vida, continuaba enferma, y Martha de Crawley no la dejaba un segundo. Rawdon y Becky auguraban muy mal de la presencia constante de Martha.

—¡Diantre! —exclamó en una ocasión Rawdon—. Ahora comienzo a comprender por qué mi tía favorecía y alentaba nuestros amores en Crawley de la Reina.

—¡Intrigantona! —murmuró Becky.

—De todas suertes, no lo siento —dijo el capitán, que continuaba enamorado de su mujer. Becky premió sus palabras con un beso. «Si tuviese un poco más de talento, pensó Becky, aun podría sacar algún partido de él».

Como es natural, nunca le dejó conocer la opinión que de él tenía formada. Escuchaba con infatigable complacencia todas sus historias de cuadras y de cuartel, reía todos sus chistes, se interesaba por Jacobo Spatterdash, cuyo caballo había caído, se compadecía de Roberto Martingala, sorprendido en un garito, y admiraba a Tom Triplebarra, que se preparaba para tomar parte en las carreras. Si su marido estaba en casa, Becky parecía contenta y dichosa, si manifestaba deseos de salir, le animaba a tomar el aire, y cuando volvía, tocaba el piano y cantaba para distraerle, le preparaba excelentes bebidas, inspeccionaba la comida, le calentaba las zapatillas y procuraba por todos los medios hacerle feliz. Oí decir a mi abuela que las mejores mujeres son hipócritas: es posible que mi abuela tuviese razón. Nunca sabemos la calidad y cantidad de las cosas que ocultan cuidadosamente de nosotros, están ojo avizor cuando las creemos más descuidadas y confiadas, nos prodigan, sin ningún esfuerzo ni violencia, sonrisas que parecen francas y leales, y que son trampas con que nos engañan o desarman… y cuenta que no me refiero a las coquetas, sino a las esposas modelo, a los dechados de virtud femenina. ¿Quién no ha conocido y tratado mujeres que saben ocultar la estupidez de sus maridos, o los accesos de furor de los que no son estúpidos, pero sí salvajes? La feria de las vanidades no sólo acepta como moneda corriente estas artimañas femeniles, sino que alaba a la mujer que las pone en juego, y los que en la feria vivimos, solemos llamar virtud a lo que en realidad es traición más o menos bonita. Una buena mujer de su casa ha de ser por necesidad gruñona, y el marido de una Cornelia forzosamente ha de llevar una venda en los ojos, ser un Putifar… aunque no en lo que hizo célebre a este personaje.

Estas atenciones convirtieron a Rawdon en un marido feliz y sumiso. Ya no frecuentaba los lugares vitandos donde antes se le encontraba infaliblemente. En los casinos de que era socio preguntaron dos o tres veces por él, bien que sin echarle de menos, porque en la feria de las vanidades solemos olvidar muy pronto a los muertos y a los idos. Su vida retraída, las cómodas habitaciones de su casa, las comidas en familia, las veladas caseras, tenían para él todos los encantos de la novedad y del secreto. Todavía no se había hecho público su matrimonio, todavía no había aparecido la noticia en las columnas del Morning Post, pues de haberse sabido que se había casado con una mujer sin fortuna, todos sus acreedores le habrían atacado en masa. Becky, por su parte, esperaba con paciencia a que la tía perdonase para reclamar el puesto que en sociedad debía ocupar, y mientras llegaba la hora ansiada de la reconciliación, vivía en Brompton, sin ver a nadie, excepción hecha de los íntimos de su marido, que eran admitidos periódicamente en el comedor. Becky les tenía encantados a todos; las comidas en familia, sazonadas con conversaciones alegres y risas bulliciosas, seguidas de música, constituían el placer de los que a aquéllas eran invitados. El comandante Martingala no manifestó ningún interés en ver la licencia de matrimonio, el capitán Triplebarra ponía sobre los cuernos de la luna el ponche preparado por Becky, y el joven teniente Spatterdash, aficionado al piquete, y uno de los que con más frecuencia eran invitados por Rawdon, quedó sin duda cautivado por la señora de la casa. Pero nunca abandonaron a Becky su circunspección y su modestia; si alguien acarició malos pensamientos, los mantuvo ocultos bajo siete llaves, porque la fama de hombre bravo y de valiente soldado del marido era defensa más que suficiente para su mujercita.

 

Hay caballeros de muy buena familia, caballeros a la moda, que jamás pisaron los salones de una dama casada, de aquí que, aun cuando se debió hablar mucho del matrimonio de Rawdon en el condado de Crawley de la Reina, porque buen cuidado tuvo Martha de Crawley de propagar la nueva, en Londres se dudaba de su exactitud, o no se le daba importancia, o no se hablaba siquiera de semejante suceso. Tenía Rawdon un capital… pasivo enorme, un capital que, de haber sido activo, bien administrado, bastaba para que una familia hubiese podido vivir sin privarse de nada, pero que, siendo pasivo, proporcionaba al capitán una existencia cien veces más fastuosa que la que pueden permitirse muchos que son dueños de una fortuna muy respetable. No revelamos ningún secreto. ¿Quién que pasee las calles de Londres no podría indicarnos con el dedo a media docena de mortales, que montan soberbios caballos y van arrellanados en lujosísimos carruajes, mientras nosotros caminamos a pie, y son adulados por sus amigos, reverenciados por los que les proporcionan dinero, hombres que no se niegan ni regatean ningún gusto, por costoso que sea, y nadie sabe de qué viven? Conozco y trato a un James, que viste con elegancia fastuosa, tiene en sus caballerizas caballos de lujo, guía un brougham y da comidas a sus amigos, sirviéndolas en vajillas de plata repujada. ¿Cómo pudo esto empezar y cómo terminará?, nos preguntamos. Pero James no parece inquietarse. Una vez le oí decir que debía dinero en todas las capitales de Europa. Vendrá el fin, no hay duda, pero ello es lo cierto que James continúa gastando más cada día; las gentes se honran estrechándole la mano, cierran los oídos cuando alguien intenta contar alguna historia poco edificante a su propósito, y todo el mundo dice que es un caballero encantador, jovial, amable y generoso.

Faltaríamos a la verdad si no confesáramos que Becky se había casado con un caballero de este género. En la casa del joven matrimonio abundaba todo, excepto el dinero, que muy pronto brilló por su ausencia. Precisamente leyendo un día en la Gaceta «que el teniente George Osborne ascendía a capitán por compra del empleo», fue cuando Rawdon habló las frases que le hemos oído pronunciar sobre el prometido de Amelia, frases que dieron por resultado la visita a la casa de la plaza Russell.

Cuando el matrimonio quiso ponerse al habla con Dobbin en la subasta, a fin de inquirir detalles sobre la catástrofe que había herido a la familia que tan cariñosamente tratara a Becky en otro tiempo, el capitán se había desvanecido, obligándoles a obtener las noticias deseadas de un portero o dependiente del subastador.

—De veras siento la desgracia —dijo Becky, saliendo con el cuadro debajo del brazo—. Era un señor muy amable.

—¡Bah! —exclamó Rawdon—. Hombre de negocios y bancarrota son términos sinónimos.

—¡Ojalá hubiésemos podido adquirir parte de la plata, Rawdon!… El piano resultaba monstruosamente caro en veinticinco guineas… Lo escogimos para Amelia en la Broadwood cuando salimos del colegio y no costó más que treinta y cinco…

—Supongo que, arruinada la familia, ése… ¿cómo se llama?… ¡Ah… Osborne!… Supongo que dejará plantada a tu amiga; ¿no te parece, Becky?

—Si la deja, seguramente Amelia sabrá consolarse pronto.

Capítulo XVIII

Quién tocó el piano comprado por el capitán Dobbin

Acontecimientos famosos y personajes célebres vienen en este momento a sorprender nuestra narración, que durante algún tiempo habrá de bordear y hasta penetrar en el campo de la historia. Cuando las águilas de Napoleón Bonaparte alzaron el vuelo desde Provenza, en cuyo suelo se posaron tras breve permanencia en Elba, y surcaron el espacio hasta ganar las torres de Nótre Dame, dudo mucho que las aves imperiales se dignasen honrar con una mirada al tranquilo rincón de la parroquia del Bloomsbury, de Londres, cuya beatífica calma parece que no debían turbar los poderosos aletazos de las reinas del espacio. «Napoleón ha desembarcado en Cannes…»

En buen hora que esta noticia sensacional crease tremendo pánico en Viena, echase por tierra los planes de Rusia, colocase a Prusia entre la espada y la pared y obligase a Talleyrand y a Metternich a mover al unísono las cabezas, mientras el príncipe de Hardenberg y hasta el mismísimo marqués de Londonderry andaban desorientados, mohínos y sin saber a qué santo encomendarse; ¿pero cómo podía la noticia afectar a una señorita que vivía en la plaza Russell, frente a cuya puerta cantaba las horas el sereno velando su tranquilo sueño, a una señorita que, si paseaba por la plaza, contaba con la defensa de verjas y lacayos, si en sus excursiones llegaba hasta la Southampton Road, era seguida por el negro Sambo armado de su correspondiente bastón, a una señorita servida, vestida, acostada y guardada por una legión de ángeles guardianes, con o sin salario? Bon Dieu!, no puedo menos de exclamar; ¿no clama al Cielo que las fatales sacudidas de la inmensa lucha imperial hubiesen de dejar sentir su negra influencia en el destino de una inocente doncella de dieciocho años, de una niña inofensiva, ocupada en confeccionar cuellos de muselina o en navegar por los deliciosos mares del amor? ¡Pobrecilla flor que creces lozana bajo el techo de la casa de la plaza Russell! El soplo impetuoso de la rugiente tempestad bélica va a tronchar tu delicado tallo: Napoleón se juega su última carta, y en su juego está comprometida la felicidad, la dicha de la inocente Amelia Sedley.

En primer lugar, el alentar de la fatal noticia barrió para siempre y sin esperanzas de remedio la fortuna de su padre. Desde algún tiempo a aquella parte, todas las especulaciones del anciano caballero resultaban fallidas; el hada de la fortuna le castigaba implacable. Cargamentos perdidos, corresponsales quebrados, fondos que buscaban las nubes cuando él calculaba que bajarían hasta los abismos… ¿A qué detallar? Todos sabemos que la erección del edificio de la fortuna es rara y muy lenta, al paso que el derrumbamiento del mismo no puede ser ni más sencillo y corriente ni más rápido. El anciano señor había reconcentrado sus tristezas y temores dentro de sí mismo. En su casa tranquila y opulenta todo parecía seguir la marcha acostumbrada; la excelente señora de la casa continuaba entregándose sin el menor recelo a su activísima ociosidad y a sus fútiles ocupaciones, y la hija en nada pensaba más que en sus sueños tiernos y egoístas, aislada del mundo que la rodeaba, cuando sobrevino la convulsión final que dio al traste con la dicha de aquella digna familia.