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100 Clásicos de la Literatura

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Llevándose el pañuelo a los ojos y despidiendo con una seña a la bondadosa Briggs, que se disponía a seguirla, tomó Becky la escalera y fue a encerrarse en su cuarto, dejando a la solterona y a la señorita indicada discutiendo acaloradamente el incomprensible asunto, y a Firkin camino de las regiones de la cocina, donde refirió la interesante escena narrada ante toda la servidumbre masculina y femenina. Tan impresionada quedó la buena Firkin, que aquel mismo día consideró oportuno escribir a la familia del rector de Crawley de la Reina que «sir Pitt había pedido la mano de la señorita Sharp y sido desairado por ésta, con admiración de todos».

La vieja y la dama de compañía comentaron muy extensamente lo sucedido, tratando en vano de buscar una explicación, pero, al fin, la señorita Briggs insinuó, muy atinadamente, que la negativa de Becky debió ser consecuencia de algún obstáculo que muy bien podían ser compromisos anteriores, puesto que, de otra suerte, ninguna mujer, con sentido común, habría rechazado una proposición tan deslumbrante.

—¿Luego tú, en el caso de Becky, habrías aceptado? —dijo la vieja.

—¿No es un honor altísimo ser hermana de la señorita Matilde Crawley? —replicó la Briggs, esquivando una contestación más directa.

—De todas suertes, Becky habría hecho una buena lady Crawley —observó la vieja, ablandada por la negativa de la muchacha y extremadamente liberal y generosa cuando no eran precisos sacrificios—. Tiene talento, mucho talento… en la punta del dedo meñique tiene más que tú en todo el hueco de tu cabeza, mi pobre Briggs. Sus modales, desde que yo los he refinado, son excelentes. Es una Montmorency, Briggs, es decir, por sus venas corre sangre noble, y la sangre es algo… aun cuando a mí me merezca el mayor desprecio. Mejor papel habría representado ella entre los estúpidos del Hampshire que la infortunada hija del ferretero, fallecida prematuramente.

Briggs manifestó que su opinión coincidía con la de su señora, insistió en la sospecha «de compromisos anteriores», y continuó entre las dos damas la discusión de este aspecto del asunto.

—Vosotras, las pobres, adolecéis todas del mismo defecto: os enamoráis —observó la señorita Matilde—. Tú misma… ya lo sabes, estuviste loca por un maestro… No llores… tus ojos son fuentes eternas, y por muchas lágrimas que viertan, ten por seguro que no han de volver a la vida al muerto… Pues bien: seguramente la pobre Becky se ha enamorado también de alguien… de algún boticario o tratante de caballos, quizá de algún pintor, o cosa parecida.

—¡Pobrecilla… pobrecilla! —exclamó Briggs, retrocediendo de un salto con la imaginación veinticuatro años de su vida, y pensando en el joven maestro de cabellos amarillos y lacios, cuyas cartas, hermosísimas y patéticas en su ilegibilidad, guardaba religiosamente en la mesa escritorio de su cuarto—. ¡Pobrecilla!…

—Vista la conducta de Becky —dijo la solterona—, deber sagrado de nuestra familia es hacer algo. Es preciso averiguar quién es el sujeto, Briggs. Cueste lo que cueste, hay que saberlo, pues mi intención es ponerle una tienda, si es tendero, encargarle mi retrato si es pintor. Dotaré a Becky, y tendremos boda, Briggs, y tú te encargarás de preparar el almuerzo, y acompañarás a la novia.

Declaró Briggs que entrambas cosas haría con verdadero deleite, juró una vez más que su señora era la dama más buena y generosa de la tierra, y subió al cuarto de Becky con objeto de consolarla, y de paso, hablar sobre la proposición de sir Pitt, sobre la negativa y sobre las causas determinantes de la misma, dejar entrever las intenciones generosas de la solterona y averiguar quién era el afortunado mortal que se había enseñoreado del hermoso corazón de Becky.

Becky, tesoro de bondad, de cariño y de ternura, contestó agradecida a las manifestaciones de Briggs que, en efecto, mediaban tiernos compromisos anteriores, compromisos secretos… Es posible que se hubiese explayado más, pero no habrían transcurrido cinco minutos desde la llegada de Briggs, cuando se presentó la propia señorita Matilde, ¡honor inaudito!, cuya impaciencia era tanta, que no la consintió esperar el resultado de las gestiones de su embajadora. Mandó salir de la estancia a su dama de compañía, y después de aprobar la conducta de Becky, pidióla detalles de la escena y de los preliminares que cristalizaron en el asombroso ofrecimiento de sir Pitt.

Explicó Becky que desde largo tiempo antes venía observando la predilección con que sir Pitt se dignaba honrarla, pues solía expresar sus sentimientos sin reservas y con perfecta franqueza, pero que, prescindiendo de razones particulares, con cuya exposición no quería molestar a la señora, la edad de sir Pitt, su alta posición social y sus hábitos en consonancia con ésta, eran motivos más que suficientes para hacer imposible el matrimonio propuesto. ¿Cómo podía una mujer que en algo se respetase escuchar proposiciones semejantes en los momentos en que sir Pitt formuló la suya, hallándose de cuerpo presente la esposa fallecida del pretendiente?

—No, querida mía, no me convence; usted no habría desdeñado a mi hermano si no existiesen otras razones —replicó la solterona abordando directamente el asunto—. Lo que yo deseo saber son precisamente esas razones particulares, con cuya exposición teme molestarme… ¿Cuáles son? ¿Hay alguien de por medio, alguien que se ha enseñoreado de su corazón?

Becky bajó los ojos asintiendo.

—No se engaña usted, señora —contestó con voz balbuciente—. Le maravilla a usted que una pobre muchacha abandonada, sola en el mundo y privada de amigos y valedores, tenga pretendientes, ¿verdad? Pero yo no sé que la pobreza sea salvaguardia segura contra el amor… ¡Plugiera a Dios que lo fuese!

—¡Pobrecilla! —exclamó la vieja, siempre predispuesta a lo sentimental—. Una pasión no correspondida, ¿verdad? ¿Ama usted en secreto? Cuéntemelo todo, que yo, ya que no otra cosa, procuraré consolarla.

—¡Ojalá pudiera usted hacerlo, señora… que bien necesitada estoy de consuelo! —contestó Becky con voz que destilaba lágrimas.

Inconscientemente apoyó su cabeza sobre el hombro de la señorita Matilde, y lloró, lloró mucho y con naturalidad tan patética, que la anciana dama la abrazó con ternura maternal, la prodigó mil hermosas frases de cariño, juró que la querría siempre como a hija amantísima y que haría todo lo humanamente posible por servirla, y terminó preguntando:

—¿Y quién es él, querida hija mía, quién es él? ¿Por ventura el apuesto hermano de la señorita Sedley? Yo te prometo que le hablaré, y que te casarás con él… ¡pues no faltaba más!

—No me pregunte en este momento, señora… Todo lo sabrá… y muy pronto; yo se lo aseguro… Mi querida señora… ¿accede a mi súplica?

—Desde luego, hija mía —respondió la solterona besándola.

—No puedo decirlo ahora… soy muy desgraciada… —sollozó Rebeca—. Pero ¡oh!… ¡quiérame siempre… no me retire su cariño… prométame que me lo conservará eternamente!

En medio de una tempestad de lágrimas mutuas, pues las emociones de la joven habían despertado las simpatías de la vieja, fue hecha la promesa solemne por Matilde Crawley, que se despidió poco después de su protegée admirándola y bendiciéndola como a la criatura más ingenua, más cariñosa, más tierna y más… incomprensible.

Sola Becky y abandonada a sí misma, en disposición de reflexionar sobre los acontecimientos maravillosos de aquel día, meditando sobre lo que era y sobre lo que podía haber sido, ¿cuáles supondrán los lectores que podían ser los pensamientos de la señorita… no, de la señora Becky? Quizá no lo acierten; pero toda vez que el autor de este libro se arrogó antes el privilegio de penetrar en el dormitorio de Amelia Sedley y sorprendió, merced a la omnisciencia que es patrimonio de los novelistas, las alegrías, los pesares y las pasiones que se debatían sobre la inocente almohada de aquel lecho virginal, ¿por qué no ha de declararse asimismo confidente de Becky, dueño de sus secretos y secretario de su conciencia?

Pues bien: en primer lugar, haré constar que Becky experimentó la pena más viva y más sincera al verse obligada a renunciar a la fortuna prodigiosa que tan cerca de la mano había tenido; seguramente participarán de ese pesar todos aquellos que sean capaces de emociones naturales. ¿Hay por ventura una madre, digna de nombre tan dulce, que no sintiese conmiseración hacia una muchacha sin un cuarto, que pudo ser baronesa y disfrutar de una renta de cuatro mil libras esterlinas anuales? En la feria de las vanidades, ¿existe una sola persona joven y bien nacida que regatee sus simpatías a una muchacha trabajadora, ingeniosa y rica en méritos, que recibe un ofrecimiento tan honorable, tan ventajoso, tan incitante, en el momento preciso en que no depende de ella aceptarlo?

Una noche me encontraba yo mismo en plena feria de vanidades, en una soirée. Con sorpresa observé que una señorita vieja llamada Toady, presente también, prodigaba atenciones particularísimas a la señora del curial señor Difuso, hombre de buena familia, pero sin un cuarto, como todos sabemos. ¿A qué serán debidos tantos obsequios, tantas atenciones, tanta adulación de parte de la señorita Toady? —me preguntaba yo intrigado—. ¿Habrían hecho a Difuso magistrado del Supremo? ¿Habrá heredado una fortuna su mujer? No tardó en darme la clave del misterio la misma señorita Toady, con ese candor que la caracteriza. «La señora de Difuso —dijo— es nieta, como sabe usted, de sir John Rojo, enfermo en la actualidad de tanto cuidado, que es opinión general que no ha de vivir seis meses. Heredará el título de barón el padre de la señora de Difuso, la cual, por tanto, será hija de un barón». No terminó la reunión sin que la señorita Toady invitase a comer al curial Difuso y a su distinguida esposa.

 

Ahora bien: si la probabilidad de llegar a ser hija de un barón puede procurar a una dama pobre tan hermosos homenajes, ¿no es verdad que merecen el mayor y más simpático de los respetos las agonías que sufre una mujer que pudo ser baronesa y perdió la oportunidad? Pero ¿quién había de soñar que la esposa de sir Pitt dejase tan pronto el mundo? Estaba enferma, cierto, pero su enfermedad era de las que lo mismo podían durar diez días que diez años…

«¡Oh, si yo lo hubiese sospechado!…», pensaba Becky, sintiendo las torturas del arrepentimiento. «Yo sería baronesa… llevaría a este viejo por y a donde quisiera, me hubiera librado de la protección de la señora Bute y de las condescendencias insufribles del hijo del barón, haría amueblar y decorar de nuevo la casa de la capital, tendría palco en la Ópera, mis carruajes serían los más lujosos y sería presentada a la sociedad elegante… Todos estos sueños pudieron ser realidades… lo serían, mientras que ahora… ahora… mi porvenir aparece envuelto en dudas y misterios…»

Pero era Becky mujer de mucha resolución y de carácter demasiado enérgico para permitirse durante mucho tiempo lamentaciones estériles sobre un pasado irrevocablemente perdido, así que, después de haber concedido a sus arrepentimientos una porción conveniente de lamentos, con mucha cordura volvió toda su atención hacia su porvenir que, después de lo hecho, era para ella más importante. Calculó, pues, midió y aquilató todas sus esperanzas, sus dudas, sus probabilidades, y, sobre todo, su posición.

En primer lugar, estaba casada; éste era el punto capital. Lo sabía sir Pitt. ¿Fue la sorpresa la que le arrancó la confesión? No: la confesión nació de una resolución meditada y consciente, tomada sobre el terreno. Su matrimonio debía hacerse público más pronto o más tarde: ¿qué más daba que fuera entonces o al año siguiente? Por lo menos, el que se había mostrado dispuesto a casarse con ella se vería obligado a aceptar la cosa. La gran cuestión era saber cómo recibiría Matilde Crawley la noticia. Acerca de este particular, Becky abrigaba sus temores, pero recordaba al propio tiempo que la vieja manifestaba con frecuencia profundo desprecio hacia los pergaminos, profesaba ideas liberales, simpatizaba con las situaciones románticas, adoraba a su sobrino y queríala a ella. Pensaba que queriendo con cariño entrañable a su sobrino, se lo perdonaría todo, y que, acostumbrada a su trato, al de Becky, no podría pasarse sin ella. Se decía que, cuando llegara el éclaircissement, sobrevendría una escena algún tanto movida, quizá algún ataque nervioso, una disputa, y luego una reconciliación inmensa. De todas suertes, ¿a qué dilatar el momento? Echados los dados, el efecto sería el mismo hoy que mañana.

Resuelta ya a poner a la solterona en autos, buscó los mejores medios de dar la noticia y debatió mentalmente si le convendría más afrontar la tormenta, que indudablemente debía sobrevenir, o esquivarla huyendo, hasta que cesasen los primeros vendavales, que probablemente serían los más recios. Tal era su estado de ánimo cuando escribió la carta siguiente:

Querido mío: La gran crisis de que tantas veces hemos hablado ha llegado. Hay quien conoce la mitad de mi secreto, y detenidas reflexiones me han convencido de que es llegada la ocasión de revelar todo el misterio. Esta mañana vino a verme sir Pitt y me hizo… me hizo una declaración en regla. ¡Pobre de mí!… ¿Quién había de pensarlo? Podría haber sido la baronesa de Crawley, con viva satisfacción de la señora del rector… podría haber sido mi mamá suegra… podría haber sido la mamá de alguien de quien soy… ¡Oh!… ¡tiemblo cuando pienso cuan cercano está el momento de decirlo todo!…

Sir Pitt sabe que estoy casada, pero como ignora con quién, su desagrado no es todavía muy grande. Mi tía está incomodada porque he rehusado el honor que me dispensaba su hermano, pero, esto no obstante, es toda bondad y toda ternura. Lleva su condescendencia hasta el extremo de confesar que yo hubiese sido digna esposa de su hermano y añade que será una madre para tu pequeña Becky. El golpe que recibirá cuando sepa la gran nueva será terrible, pero creo que no debemos temer más que una explosión momentánea de cólera; de ello estoy firmemente convencida. Te adora tanto, picarón, que te lo perdonará todo; añade a esto que yo ocupo en su corazón el puesto inmediato al tuyo, que no podría vivir sin mí, y saca la consecuencia. Querido mío: una voz interior me dice que venceremos. Tú podrás dejar ese regimiento odioso, deberás abandonar el juego, las carreras de caballos, las cacerías, y ser buen muchacho, podremos vivir en Park Lane, y nuestra tía, a su fallecimiento, nos nombrará herederos universales suyos.

Mañana procuraré salir al sitio de costumbre. En el caso de que me acompañase la señorita B… sería mejor que vinieras a comer, trayendo la contestación a esta carta, que podrías dejar entre las hojas del tercer tomo de sermones de Porteus.

Por nada del mundo dejes de venir a ver a la que es toda tuya

R.

Señorita Elisa Styles,

En casa del guarnicionero Barnet,

Knightsbridge.

Seguros estamos de que todos los lectores de esta novelita tienen discernimiento bastante para adivinar que la señorita Elisa Styles, compañera de colegio de Becky, según decía ésta, y con la cual sostenía desde algún tiempo antes activa correspondencia, llevaba espuelas, botas de montar, largos y retorcidos bigotes, y era… la mismísima persona del capitán Rawdon Crawley.

Capítulo XVI

La carta en el acerico

Cómo se celebró el misterioso matrimonio, es suceso que no hará cavilar a nadie. ¿Qué obstáculos podían encontrar un capitán, que es mayor de edad, y una señorita libre y sin impedimento, para comprar una licencia y unirse con lazos indisolubles en la parroquia de la ciudad que les viniese en gana? Para nadie es un secreto que la mujer que desea una cosa y tiene voluntad, encuentra manera de satisfacer su deseo. Mi opinión personal es que, una de las tardes que Becky dedicó, es decir, hizo creer que dedicaba a su amiga Amelia Sedley en la casa de la plaza Russell, una dama, que se parecía a la primera como un huevo a otro, entró en una iglesia de la ciudad del brazo de un caballero de bigote teñido, y que, tras un cuarto de hora de intervalo, la pareja salió de nuevo y tomó un coche de alquiler que junto a la puerta estaba esperando, quedando así ultimada la boda.

Los que nos preciamos de tener alguna experiencia de la vida, ¿podemos poner en tela de juicio la posibilidad de que un caballero se case con quien le dé la gana? ¿Cuántos hombres de reconocida sabiduría y prudencia se han casado con sus cocineras? ¿No se casó el mismísimo lord Eldon, hombre prudentísimo, de resultas de una fuga… amorosa? ¿Por ventura no se enamoraron de sus respectivas criadas Aquiles y Ayax? ¿Hemos de exigir a un capitán de dragones, de deseos violentos y seso escaso, a un hombre que en su vida intentó poner freno a ninguna de sus pasiones, que de pronto se convierta en personificación de la prudencia y se resista a ser indulgente consigo mismo? El mundo disminuiría sensiblemente si las personas no hubiesen de hacer más que matrimonios inspirados por la prudencia.

Mi opinión personal es que Rawdon Crawley, al casarse, llevó a cabo el acto más honrado de que hace mérito la biografía de aquel caballero. Nadie se atreverá a sostener que es impropio de hombres enamorarse de una mujer, ni que lo sea, una vez enamorados, el llevarla al altar. Es más: la admiración, la atracción, la pasión amorosa, el arrobamiento, la confianza sin límites, la idolatría frenética, que sucesiva y gradualmente despertó Becky en el corazón de aquel hijo de Marte, sentimientos son que le honran, o, por lo menos, así lo asegurarán la mayor parte de las señoras. Cuando cantaba Becky, todas las fibras del cuerpo del capitán vibraban, cuando hablaba, toda su obtusa inteligencia le parecía poca para escucharla embelesado, cuando bromeaba, el capitán se pasaba media hora revolviendo en su caletre el chiste, y al cabo de este tiempo rompía a reír a carcajadas, con viva sorpresa del groom que iba sentado a su lado en el carruaje o del camarada que le acompañaba en su paseo a caballo. Las palabras de Becky eran para él oráculos, sus menores actos pruebas evidentes de su inmenso talento y de su gracia jamás vista. «¡Cómo canta… cómo pinta… cómo monta!… ¡Por Dios vivo que merece ser general en jefe o… o arzobispo de Cantorbery!…» ¿Habrá quién encuentre raro el caso? Pues qué: ¿no vemos a diario en el mundo invencibles Hércules arrastrándose a los pies de Ofelias, y peludos Sansones postrados en tierra y apoyadas las cabezas sobre el regazo de lindas Dalilas?

Prosigamos: cuando Becky le escribió que era llegada la gran crisis y la ocasión de obrar, Rawdon manifestó que estaba tan dispuesto a obedecer sus órdenes como a cargar con todas sus tropas a la menor indicación de su coronel. No tuvo necesidad de depositar la carta entre las hojas del tercer volumen de los sermones de Porteus, pues Becky halló manera de deshacerse de Briggs y acudió sola al «sitio de costumbre». Habíase pasado la noche entera perfeccionando y madurando su plan, previsión que la puso en condiciones de comunicar a Rawdon el resultado y sus determinaciones. El capitán lo aprobó todo jurando por su honor que lo propuesto por Becky era lo más acertado, lo mejor, lo que infaliblemente ablandaría a la solterona al cabo de muy poco tiempo. Si las resoluciones de Becky hubiesen sido diametralmente opuestas, las habría encontrado tan acertadas y seguido ciegamente.

—Tienes cabeza por los dos, Becky —dijo—. Estoy seguro de que has de llevar a buen puerto el navío de nuestra dicha y de nuestro porvenir. No he visto en mi vida mujer que pueda comparársete, y cuenta que las he conocido listas, verdaderas ardillas.

Hecha esta profesión de fe, el capitán de dragones quedó en ejecutar la parte que en el proyecto le había asignado su tierna esposa.

Consistía éste sencillamente en alquilar un pisito tranquilo en las inmediaciones del cuartel, o en el barrio de Brompton, donde viviría la interesante pareja, pues Becky había determinado, muy prudentemente, huir. Rawdon, que desde una porción de semanas antes instaba a Becky para que se fuese a vivir con él, aceptó el plan con verdadera alegría y se dedicó a buscar nido con toda la impetuosidad propia del amor. Mostró un asentimiento tan rápido a pagar dos guineas por semana, que la dueña de la finca lamentó con toda su alma no haberle pedido cuatro. Mandó llevar un piano, llenó la casa de flores y compró infinidad de cosas. En cuanto a chales, relojes de oro, guantes de cabritilla, medias de seda, pulseras, pendientes y sortijas, artículos de perfumería, sólo diremos que los adquirió con la profusión que aconsejan de consuno un amor y un crédito ilimitados. Tranquilo después de aquella explosión de liberalidad, fuese al casino, donde comió nerviosamente, esperando la llegada del gran momento de su vida.

Los sucesos de la víspera, la conducta admirable de Becky al rehusar las brillantes proposiciones de sir Pitt, la secreta tristeza que la consumía y la desgracia que parecía cernerse sobre ella, la silenciosa resignación con que sufría sus desventuras, aumentaron la ternura ordinaria de la solterona. Un matrimonio, una proposición de lo mismo, una negativa, cualquier suceso de esta índole, produce siempre honda emoción en una familia de mujeres, y pone en tensión histérica todas sus cuerdas simpáticas. En mi calidad de observador humano, suelo frecuentar mucho la iglesia de Saint George de la plaza Hanóver durante la temporada de los matrimonios, y aunque no recuerdo haber visto nunca que los amigos del novio se emocionen hasta derramar lágrimas, ni que se afecten poco ni mucho los monaguillos y el cura que asiste a la ceremonia, es muy corriente ver mujeres a quienes no atañe directa ni indirectamente el asunto, mujeres a quienes no debería interesar lo que allí ocurre, damas viejas que llevan una eternidad de vida matrimonial, mujeres de mediana edad cargadas de hijos… —y nada decimos de las lindas doncellas que, como esperan llegue el día de su promoción, naturalmente, han de tener algún interés en la ceremonia—, es muy corriente, repito, ver mujeres hipando, lloriqueando, sollozando, mujeres que ocultan sus caras con sus diminutos pañuelos de bolsillo, perfectamente inútiles, contagiando su emoción a viejos y jóvenes. Cuando mi amigo, el elegante John Pimplico se casó con la adorable Belgravia Green Parker, la emoción fue tan general, que hasta la vieja acomodadora de la iglesia era un mar de lágrimas. ¿Por qué? Lo pregunté, y supe que lloraba porque no era ella la novia.

Consecuencia de la fracasada pretensión de sir Pitt, la vieja solterona y su dama de compañía dieron rienda suelta a un derroche inmoderado de sensibilidad. Para la primera, Becky se había convertido en objeto del interés más tierno. Mientras el ídolo del barón permanecía en su habitación, la anciana se consolaba entregándose a la lectura de las novelas más sentimentales. Becky, gracias al misterio de sus pensamientos, era la heroína del día en la casa.

 

Jamás cantó Becky con tan exquisita dulzura, ni fue su conversación tan amena y encantadora como la noche que siguió a su conferencia con el capitán. Comentó en tono jocoso la pretensión de sir Pitt, tomándola a risa como capricho de viejo extravagante, y sus ojos se llenaron de lágrimas, diciendo que su único anhelo era permanecer siempre al lado de su querida protectora.

—Mi querida niña —contestaba la vieja—. No pienso soltarte en muchos años. Después de lo sucedido con mi hermano, dicho se está que no puedes volver a su odiosa casa. Vivirás aquí conmigo y con Briggs… Usted, Briggs, que desea ver con frecuencia a sus parientes, puede irse cuando y como le acomode, pero tú, querida mía, quedas condenada a hacerme compañía, a cuidar de esta pobre vieja.

Si Rawdon hubiese sido testigo de esta escena, en vez de estar en el casino trasegando botella tras botella de clarete, la pareja habría caído de rodillas y conseguido su perdón después de una confesión sincera y franca; pero la esquiva fortuna negó este favor a nuestros novios, acaso para que pudiera ser escrita esta historia, donde se narran aventuras tan prodigiosas, las cuales no hubiesen tenido lugar si el perdón de Matilde Crawley hubiera dado a los recién casados cómodo y confortable alojamiento en su casa.

En la casa de Matilde Crawley servía a las órdenes de la Firkin una criadita del Hampshire que, entre otras ocupaciones, tenía la de llamar todas las mañanas a la puerta del cuarto de Becky y llevarle un jarro de agua caliente, servicio que la Firkin no habría prestado a la intrusa, aunque le costase la cabeza. Esta muchacha, nacida en las tierras de la familia Crawley, tenía un Hermano en el escuadrón mandado por Rawdon, por cuyo conducto estaba en antecedentes de no pocas cosas relacionadas estrechamente con la presente historia, o el autor de la misma es un perfecto ignorante en cosas de mundo. La tal criadita compró, y es dato digno de tenerse en cuenta, un chal amarillo, un par de botas verdes y un sombrero de color azul pálido y adornado con una pluma encarnada, invirtiendo en la compra tres guineas que le dio Becky, y como quiera que ésta nunca fue liberal con su dinero, es de suponer que no diera a la sirvienta la mencionada cantidad por su bella cara, sino en pago de servicios prestados.

El sol, indiferente a las pequeñeces de acá abajo, se levantó como de ordinario dos días después de haber formulado sir Pitt sus atrevidas pretensiones, y como de ordinario también subió Isabelle Martin, que así se llamaba la criadita de que acabamos de hacer mérito, a la hora de costumbre, y llamó a la puerta del dormitorio de Becky.

Como no recibiese contestación, repitió el llamamiento: silencio profundo. Isabelle entonces abrió la puerta y entró con el jarro de agua caliente.

La camita, blanca como la nieve, continuaba tan lisa y arreglada como la dejara el día anterior la misma Isabelle ayudada por Becky. En un rincón de la alcoba había dos baúles atados con cordeles, y sobre el velador colocado frente a la ventana, y sujeta al acerico, a un acerico en seda rosa, semejante a un gorro de dormir de señora, veíase una carta, que probablemente había pasado allí la noche entera.

De puntillas adelantó hacia la carta Isabelle, cual si tuviese miedo de despertarla, la miró, tendió sus ojos en derredor como admirada y satisfecha a la par, levantó la misiva, soltó el trapo a reír volviéndola en todos los sentidos, y, finalmente, la llevó a la habitación de la señorita Briggs.

¿Cómo supo Isabelle que la carta en cuestión era para la señorita Briggs? Confesamos nuestra ignorancia, pues nos consta de la manera más positiva que Isabelle no conocía la a.

—¡Oh, señorita Briggs! —exclamó la muchacha—. Algo gordo sucede… En la habitación de la señorita Becky no hay nadie, su cama está intacta, ha escapado, sin duda, dejando esta carta para usted.

—¡Cómo! —exclamó la Briggs, dejando caer el peine—. ¡Un rapto!… ¡La señorita Becky fugitiva!… ¡Veamos… veamos!…

Y rompió con avidez el sobre y devoró, como suele decirse, el contenido de la carta, que decía así:

Mi querida señorita Briggs: Su corazón, el más grande y compasivo del mundo, simpatizará, compadecerá y excusará a su pobre amiga. Con lágrimas en los ojos, con plegarias y bendiciones en los labios, dejo esta casa donde la pobre huérfana encontró tesoros de bondad y de afecto, pero he de rendirme ante derechos muy superiores a los que mi bienhechora pueda tener sobre mí. Voy a cumplir con un deber sagrado, voy a reunirme con mi marido… Sí; estoy casada. Mi marido me ordena que le siga al humilde techo que ha de ser nuestra morada. Queridísima señora Briggs… comunique la noticia, en la forma que le dicte su delicado, su simpático corazón, a mi idolatrada, a mi bien querida señora y bienhechora. Dígale que, antes de irme, he vertido muchas, muchísimas lágrimas sobre esa almohada querida… que tantas veces preparé y ablandé durante su enfermedad, sobre esa almohada que ansío preparar y ablandar todavía. ¡Oh, con qué alegría volvería yo a mi idolatrada casa de Park Lane!… ¡Cuán largo se me hará el tiempo esperando la respuesta que ha de decidir irrevocablemente de mi suerte!… Cuando sir Pitt se dignó hacerme el ofrecimiento de su mano, honor que mi querida señora dijo que merecía (Dios la bendiga por haber considerado a esta miserable huérfana digna de llamarse su hermana), contesté a sir Pitt que estaba casada ya. Él, que debió sentir muy vivamente el desaire, me perdonó; pero me faltó el valor, debí decírselo todo, debí confesarle que no podía ser su mujer porque era ya su hija. Casada estoy, amiga mía, con el mejor, con el más generoso de los hombres… Rawdon, el sobrino de nuestra señora, el Rawdon de la señorita Crawley, es mi Rawdon… Él ordena y yo obedezco; él manda que vaya a nuestro humilde hogar, y le sigo como le seguiría al último rincón de la tierra. ¡Oh, mi buena, mi generosa amiga!… Interponga su valimiento cerca de nuestra señora, interceda en favor de Rawdon y de la pobre muchacha que ha merecido un cariño sin igual de toda su noble familia. Pida a la señorita Crawley que se digne recibir a sus hijos. No me es posible continuar, mas no terminaré sin desear mil bendiciones para la querida casa que abandono. Su agradecida y humilde amiga

REBECCA DE CRAWLEY

Medianoche.

Apenas terminada la lectura de un documento tan interesante, que reintegraba a la señorita Briggs en el puesto de primera confidente de Matilde Crawley, entró en el cuarto de aquélla la Firkin, diciendo que acababa de llegar la señora Martha de Crawley, esposa del rector de Crawley de la Reina, y que deseaba tomar cuanto antes una taza de té.

Con no poca sorpresa de la Firkin, la señora Briggs se recogió la bata, y con el cabello tendido sobre la espalda y sin quitarse los papelitos de los rizos de la frente, bajó corriendo al encuentro de la recién llegada, llevando en la mano la carta portadora de nuevas tan maravillosas.