Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La primera entrevista fue de corta duración. Amelia estaba vestida para salir y Matilde Crawley esperaba en la calle, contemplando desde el fondo de su coche al honrado Sambo, acerca de quien pensaba que era uno de los moradores más interesantes de aquel barrio. Becky hizo la presentación de Amelia, quien con su sonrisa dulce, su timidez, su carita arrebatada, logró cautivar desde el primer momento a la aristocrática de Park Lane.

—¡Qué simpática, qué linda es su amiguita, Becky! —exclamaba la vieja, luego que con Becky llegó a su casa—. Me encanta su voz. La traerá con frecuencia a casa, ¿verdad? ¡Sí, sí; pues no faltaba más!

Gustaba la buena señora de la naturalidad de maneras, era su debilidad tener junto a su persona caras bonitas… de la misma manera que rabiaba por poseer hermosos cuadros y bellas porcelanas. Habló de Amelia aquel día media docena de veces, haciéndolo con verdadero entusiasmo, con fruición, y no dejó de hacer su retrato cuando Rawdon vino a su casa, como de ordinario, a participar de los platos condimentados en la cocina de su tía.

Como es natural, Becky se apresuró a hacer constar que Amelia mantenía relaciones formales con el teniente Osborne, con quien debía casarse muy en breve.

—¿Sirve en algún regimiento de línea? —preguntó Rawdon.

—Sirve en un regimiento donde está también un capitán llamado Dobbin —contestó Becky.

—¿Un individuo desmañado, torpe, que vuelca cuanto tiene al alcance de las manos? Le conozco… Y Osborne debe ser un oficial elegante y apuesto que usa patillas negras, ¿eh?

—Negras y descomunales… de las que está descomunalmente orgulloso.

Rawdon rompió a reír a carcajadas.

—Presume de jugar al billar —dijo—, pero es un chambón. Doscientas libras le gané en Cocoa-Tree… Aquel día hubiese perdido el pobre joven la camisa, si el capitán Dobbin no se lo hubiese llevado a remolque… ¡Podía el capitán haberse ido solo… al cuerno!

—¡Rawdon… Rawdon… no seas mal hablado! —amonestó su tía.

—Pero ¡tía, por Dios… si entre todos los jóvenes que he visto, y se cuentan por millares, no hay uno que, en punto a desgarbado e inoportuno, le llegue a la suela de los zapatos!… Tarquín y Deuceace le sacan hasta el último penique… A trueque de que le vean en compañía de un lord, se tira de cabeza a los infiernos… En Greenwich, él paga las comidas, pero los otros invitan a quien les da la gana.

—Me figuro que esas comidas se harán en agradable compañía —observó Becky.

—Y se figura bien, señorita Becky… acierta, como de ordinario. La compañía es muy agradable… ¡Ja, ja, ja, ja!

—Repito que no seas malo, Rawdon —volvió a exclamar su tía.

—El tal George es hijo de un mercachifle… inmensamente rico, según dicen… ahora bien: los hijos de los mercachifles, ¿no vienen al mundo para que los sangremos los nobles? El día que caiga en mis manos, me río yo del bajón que dará la bolsa de su padre.

—Tendré que prevenir a Amelia… Un marido jugador…

—¡Horror, Becky! —exclamó el capitán con gran solemnidad—. Sin embargo, tía, aunque jugador, no dudo que le veremos aquí pronto.

—¿Es persona presentable? —inquirió la tía.

—¿Presentable? En punto a corrección, no puede pedirse más. Cuando empiece usted a recibir, le invitaremos, así como también a su… ignoro su nombre, pero a bien que no por ello dejaré de designarla; a su adorado tormento… Le escribiré un billetito, vendrá, y veremos si juega tan bien al piquete como al billar… ¿Dónde vive, señorita Becky?

Becky dio las señas de los señores de Osborne, y breves días más tarde, recibía George una carta del capitán Rawdon acompañada de una invitación de la señorita Matilde Crawley.

Becky hizo llegar otra invitación a manos de Amelia, la cual aceptó encantada cuando supo que su George debía formar parte de la reunión. Convínose que Amelia pasaría la mañana con las señoras de la casa de Park Lane, que tan amables eran con ella. Llegó el día; Becky la trató con reposada superioridad; la solterona se entusiasmó con ella, y la trató como a una linda muñeca; la admiró con tales muestras de exagerado éxtasis, que llegó a fatigarla.

George y el capitán Crawley tuvieron una comida de solteros. De sobremesa, Rawdon, que le había acogido con gran familiaridad, gentileza y sencillez, alabó su destreza en el billar, le preguntó cuándo quería tomar el desquite, mostró gran interés por su regimiento, y le habría propuesto una partida de piquete para aquella misma noche, de no haberse opuesto su tía, que no quería que en su casa se jugase. Se libró por aquel día la bolsa de George, pero el capitán le invitó para el siguiente, suponiendo, añadió, que las exigencias del servicio no lo impidiesen, o bien hubiera de acompañar a la señorita Sedley.

George aceptó complacido la proposición del capitán, quien al día siguiente le presentó a tres o cuatro jóvenes elegantes y divertidos.

—A propósito —dijo con expresión picaresca Osborne—. ¿Qué tal está Becky? Es una buena muchacha… Muy complaciente… ¿Gusta en Crawley de la Reina? Amelia la quería entrañablemente el año pasado.

El capitán miró con mirada de tigre a Osborne y se puso en guardia contra él, mas no tardó la conducta de Becky en tranquilizar sus celos, si realmente habían germinado en el fondo de su pecho. Efectivamente, después de la comida, Osborne fue presentado a la señorita Crawley, y no bien cambió con ésta las frases de rigor, se dirigió hacia Becky como quien se dispone a tomar a una persona bajo su protección benévola.

—¿Qué tal, señorita Sharp? —preguntó, alargando su mano izquierda, seguro de que la amiga de Amelia se enorgullecería del honor que le dispensaba.

Becky le presentó el índice de la mano derecha y le hizo una inclinación de cabeza, tan desdeñosa y glacial, que Rawdon, testigo de la escena desde la habitación contigua, no pudo menos de sonreír al ver el apuro del teniente, que permaneció un momento como cortado y acabó por estrechar el único dedo que le ofrecían.

No sabiendo cómo iniciar la conversación, George preguntó a Becky si se encontraba a gusto en su puesto.

—¿Mi puesto? —dijo con frialdad Becky—. Me dispensa usted un honor que no merezco ocupándose de él… Es un puesto bastante apetecible… el salario no es malo… todo lo contrario… aunque probablemente gana más en su casa de usted la señorita Wirt, institutriz de sus hermanitas… A propósito, y aunque podía dispensarme de hacer la pregunta: ¿cómo están éstas?

—Que podía usted dispensarse de preguntar… ¿Por qué, señorita Sharp? —preguntó George, completamente aturdido.

—Es muy sencillo… No sé que nunca hayan tenido la condescendencia de dirigirme la palabra y jamás me invitaron a poner en su casa los pies mientras estuve en la de Amelia… Pero a bien que nosotras, las pobres institutrices, estamos habituadas a semejantes desaires.

—¡Por Dios… señorita Sharp!… —balbuceó George.

—Desaires de algunas familias, por lo menos —continuó Becky—. No son tan opulentos los habitantes del Hampshire como los felices moradores de la capital… pero, en fin, sirvo a una familia de caballeros, una familia de la rancia nobleza inglesa. Supongo que usted debe de saber que el padre de sir Pitt se negó a ser Par del Reino. ¿Cómo me tratan?, viéndolo está usted; muy bien; muy bien… admirablemente bien. Estoy contentísima… y crea usted que le agradezco el interés que me testimonia.

Osborne estaba furioso: el coraje le ahogaba. Aquella institutriz insignificante le derrotaba, se burlaba de él, le había vencido y le había arrebatado la presencia de ánimo, que tan necesaria le habría sido en aquellos momentos para saber salir de una situación falsa, poniendo fin airoso a una conversación que nada de deliciosa tenía para él.

—Yo creí que usted era muy aficionada a las familias que viven en la capital —dijo con intención mordaz.

—¿Hace un año, cuando yo acababa de salir de aquel terrible colegio? Confieso que entonces sí: ¿hay muchacha que no desee ir a su casa o a la de personas amigas los días de fiesta? Además: ¿conocía yo entonces algo mejor? Pero dieciocho meses, señor Osborne, enseñan mucho… y determinan cambios y transformaciones muy radicales, sobre todo, si esos dieciocho meses se pasan… perdóneme que se lo diga… se pasan alternando con caballeros… Amelia es una perla, una perla preciosa que brillará y será encantadora dondequiera que se encuentre… ¡Vaya!… Veo que vuelve usted a recobrar su buen humor… me alegro… ¡Son tan especiales los que viven en la capital!… ¿Y el señor Joseph? ¿Cómo está el admirable, el prodigioso señor Joseph?

—En otro tiempo, me pareció que no le era a usted antipático ese admirable, ese prodigioso señor Joseph —replicó Osborne.

—¡Qué severo es usted!… Bueno: entre nous, debo confesar que no me destrozó el corazón, aunque si me hubiese pedido lo que sus miradas maliciosas dan a entender, no le habría contestado que no.

George no respondió.

—¡Qué honor para mí el haber sido cuñada del caballero George Osborne!, hijo del caballero John Osborne, hijo de… ¿cómo se llamaba el papá de su papá, señor Osborne? No se enfade usted, amigo mío… ¿Es culpa suya si desciende de una familia linajuda? Confieso que sin inconveniente habría yo otorgado mi mano a Joseph Sedley… ¿qué más podía desear una pobre muchacha sin dote? Ya ve usted que soy franca, le he revelado todo el secreto… Soy tan franca como fue usted poco fino y amable recordándome la circunstancia… Mi querida Amelia… de tu hermano Joseph estábamos hablando el señor Osborne y yo… ¿qué tal se encuentra?

La derrota de George fue completa, sin que ello quiera decir que Becky tuviese razón, sino que fue más lista que su interlocutor. Éste hubo de volver vergonzosamente la espalda al enemigo, considerando que si frente a él permanecía un minuto más, cometería alguna locura en presencia de Amelia.

 

Por viva que fuera la contrariedad de George, no iba a cometer la bajeza de vengarse de una mujer contando a espaldas suyas sus historias pasadas, pero, esto no obstante, al día siguiente al de su derrota hizo hábiles confidencias al capitán Crawley a propósito de Becky, diciendo que era una muchacha astuta, peligrosa, coqueta hasta lo infinito, etc., etc., confidencias que Crawley escuchó riendo a carcajadas y que transmitió a Becky a las pocas horas de recibidas. Como es natural, aumentó considerablemente la estimación que a Osborne profesaba Becky; su instinto femenino le había revelado que sus primeras tentativas amorosas fracasaron gracias a las intrigas de Osborne, y, desde entonces, le favoreció con una estimación que sin esfuerzo supondrá el lector.

—Mi intención es advertirle como amigo —dijo al capitán, quien le había vendido su caballo y ganado algunas docenas de guineas después de la comida—. Mi intención, y mi deber… Me precio de conocer a las mujeres, y le aconsejo que se vaya con tino con la que nos ocupa.

—Gracias, amigo, gracias —contestó Crawley, con expresión de viva gratitud—. Bien se echa de ver que es usted conocedor del género.

George confesó a Amelia lo que había hecho, y le expuso los consejos que había dado a Crawley, un buen muchacho, franco a carta cabal, bonachón e inocente, a quien habría sido un crimen no poner en guardia contra la intrigante Becky.

—¿Contra quién?

—Contra tu amiga la institutriz; no te asombre lo que digo.

—George… George… ¿qué has hecho?

Su penetración femenina, que el amor hace aun más sutil, había adivinado en un instante el secreto que escapó a la mirada de la solterona Crawley, a la de su dama de compañía Briggs y a la un poquito más turbia del joven teniente Osborne: el secreto eran los amores del capitán con Becky.

Era el caso que, habiendo entrado las dos amigas, uno o dos días antes, en un cuarto, donde tuvieron ocasión de comunicarse sus secretos y de tramar tal vez alguna de esas pequeñas conspiraciones que constituyen toda la felicidad de las muchachas, Amelia, acercándose a Becky, tomó entre) las suyas sus dos manos y le dijo: «Becky… lo he adivinado todo».

Por toda contestación, Becky le dio un beso. Ninguna de las dos amigas había vuelto a pronunciar palabra sobre tan delicioso secreto, pero estaba escrito que el misterio había de ser poco duradero.

Breve tiempo después de los acontecimientos narrados, y cuando Becky continuaba viviendo en la casa de Park Lane, falleció la segunda esposa de sir Pitt Crawley. Hallábase éste en Londres cuando el triste suceso tuvo lugar, atareado y en comunicación constante con sus innumerables abogados, gracias a la tramitación de alguno de sus pleitos, también innumerables, lo que no le impedía pasarse todos los días por la casa del Park Lane, para despachar con Becky asuntos de importancia, rogarle unas veces, mandarle otras que volviese cuanto antes al castillo de Crawley de la Reina, donde gemían sus dos abandonadas discípulas en el más triste de los aislamientos, sobre todo después que la enfermedad de su madre se había agravado. No quería oír hablar de marcha la señorita Matilde, la cual, si bien es cierto que gozaba fama merecida de saber abandonar a sus amistades con gran facilidad tan pronto como la compañía de aquéllas comenzaba a fastidiarla, no lo era menos que, mientras duraba su engoument, su apego era extraordinario, y de él dio pruebas elocuentes a Becky.

La noticia del fallecimiento de la esposa del barón no provocó grandes explosiones de dolor ni muchos comentarios en la casa de la solterona.

—Creo que mi hermano tendrá decencia bastante para no pensar en casarse por tercera vez —dijo Matilde.

—Y si se casa, la rabia de mi hermano Pitt será tan grande, que acaso le mate —observó Rawdon.

Becky no despegó los labios; parecía la más conmovida, la más afectada de la familia por el triste acaecimiento. Aquel día se retiró antes que lo hiciese Rawdon, pero la casualidad hizo que se encontrasen en el vestíbulo al marcharse el capitán, y claro está que no iban a cometer la desatención mutua de no hablarse.

A la mañana siguiente, Becky dio un susto a Matilde Crawley, en ocasión en que ésta saboreaba tranquilamente la lectura de una novela francesa, gritando desde la ventana a la que se había asomado:

—Ahí tiene usted a sir Pitt, señora.

Al anuncio siguió inmediatamente el llamamiento del barón.

—No puedo recibirle, querida… no quiero verle —contestó la vieja—. Diga a Bowls que responda que he salido, o bien baje usted y hágale entender que estoy enferma y que no puedo recibir a nadie. Mis nervios no podrían sufrir en este instante la presencia de mi hermano.

Dicho esto, continuó tranquilamente su lectura.

—Está enferma… no puede recibirle —dijo Becky a sir Pitt, a cuyo encuentro salió.

—Tanto mejor —respondió el barón—; a quien deseo ver no es a mi hermana sino a usted, Becky. Vayamos al salón.

No bien entraron en éste, añadió sir Pitt:

—Tengo necesidad absoluta de que usted vuelva a Crawley de la Reina.

Había dejado sobre una mesa sus guantes negros y su sombrero adornado con ancho crespón, y miraba a su bella interlocutora con mirada ansiosa.

—Mi regreso no se hará esperar… —contestó Becky a media voz— cuando la señora esté mejor… Estoy deseando ver a mis queridas discípulas…

—Tres meses hace que me repite usted lo mismo, Becky, no obstante lo cual, continúa aferrada a mi hermana, que la echará de su lado cualquier día, con la tranquilidad con que arroja un par de zapatos usados. Aquello está muy cambiado… mis asuntos se embrollan que es una calamidad… Repito que tengo necesidad absoluta de usted… ¿Quiere usted venir conmigo, sí o no?

—No me atrevo… creo que… temo… que no estaría bien vivir sola con usted —dijo Becky aparentando gran turbación.

—Por tercera vez digo que la necesito, que no puedo hacer nada sin usted. Hasta que la perdí no comprendí todo lo que usted vale… Mis cuentas no son cuentas, mis asuntos andan de cabeza… Es preciso que usted vuelva… Vuelva usted, mi querida Becky… ¿verdad que vuelve?

—Volver… Pero ¿en calidad de qué, señor barón?

—Como lady Crawley, como mi esposa, si usted quiere… ¡Nada! ¡Ya está dicho!… Vuelva y será mi mujer… Váyanse al diablo los pergaminos, que para mujer es tan buena usted como la primera… Más talento tiene usted encerrado en esa cabecita que el que atesoran todas las hijas de barones del reino. ¿Viene usted? ¿Sí o no?

—¡Oh, sir Pitt! —exclamó Becky, intensamente conmovida.

—¡Diga usted que sí, Becky!… Soy viejo, pero bueno… un pedazo de pan… Aun estoy fuerte, y lo estaré durante veinte años más… La haré a usted feliz, no lo dude… Harás lo que quieras, hermosa, gastarás sin tasa, nada te negaré… Pondré a tu nombre una fortuna que asegure tu porvenir… No vaciles… acepta… —suplicaba el barón, mirando a Becky con ojos de sátiro, y terminando por caer de rodillas.

Becky dio un paso atrás, demudado el semblante, hondamente agitada. Hasta aquí no le hemos visto perder la sangre fría, pero en esta ocasión, le faltó por completo. Sus ojos dejaron escapar lágrimas sinceras.

—¡Oh… sir Pitt!… —exclamó—. ¡Estoy… estoy ya casada!

Capítulo XV

Donde el marido de Becky se deja ver por breve tiempo

Aquellos de nuestros lectores que sean de carácter sentimental, y conste que no deseamos más que los de la clase indicada, han debido contemplar arrobados el tableau que sirvió de broche al capítulo anterior de nuestro drama, pues nada hay tan bello como una encarnación del Amor de rodillas a los pies de la Hermosura.

Pero fue el caso que, cuando el Amor oyó de labios de la Hermosura la terrible confesión de que estaba ya casada, se enderezó como resorte de bien templado acero y, abandonando la actitud humilde que sobre la alfombra tenía, prorrumpió en exclamaciones que pusieron más temblorosa a la pobre Belleza de lo que lo estaba al pronunciar su confesión.

—¡Casada!… —tronó el barón—. ¡Usted bromea!… ¿Pretende divertirse a mi costa? ¿Quién ha de casarse con una mujer que no tiene sobre qué caerse muerta?

—Casada… sí… casada —contestó Becky deshaciéndose en llanto, con voz temblorosa y el pañuelo en los ojos—. ¡Oh, sir Pitt!… ¡No me acuse usted de ingrata… no diga que en mi corazón no queda la huella de los favores, de las bondades que de usted he recibido!… ¡Su generosidad me arrancó el secreto!…

—¡Váyase al… cuerno la generosidad!… —bramó el barón—. ¿Con quién se ha casado usted? ¿Quién es él?

—¡Permítame que vuelva con usted al campo, señor… permítame que continúe sirviéndole con la fidelidad de siempre… no me destierre usted de mi querido Crawley de la Reina!…

—El individuo te ha abandonado, ¿verdad? —preguntó el barón, principiando a comprender—. Pues bien, Becky… si… vuelve conmigo… No es posible comerse un pastel y guardarlo… Te hice un ofrecimiento ventajoso; ya que no puedes aceptarlo, vuelve como institutriz… como dueña, mejor dicho, puesto que has de hacer lo que quieras.

Becky asió la mano del viejo y lanzó sollozos capaces de romper el corazón de una piedra, si de corazón hubiese dotado la Naturaleza a las piedras. Sobre su cara cayeron los abundantes rizos y bucles de su peinado, y se colocó en actitud de supremo dolor, acodada sobre la repisa de la chimenea.

—¿Conque te abandonó tu infame seductor? —repitió sir Pitt, en cuyo corazón germinaban vergonzosos pensamientos—. No te importe, hermosa; de ti cuidaré yo.

—¡Oh, señor!… Mis anhelos, la felicidad de mi vida será volver a Crawley de la Reina, y cuidar de nuevo de sus hijas con la tierna solicitud de antes, y ser lo que era cuando usted estaba satisfecho de los servicios de Becky. Cuando pienso en los ofrecimientos que usted acaba de hacerme, me invaden oleadas de gratitud que no caben dentro de los estrechos límites de mi pecho. No puedo ser su esposa, señor… permítame que sea su hija.

Becky, a la par que decía estas palabras, caía de rodillas en actitud intensamente trágica y, tomando las manos duras y negras de sir Pitt entre las suyas, pequeñas, blancas y suaves como el raso, le miraba a la cara con expresión de exquisita confianza, cuando… cuando se abrió bruscamente la puerta y apareció en su umbral Matilde Crawley.

La casualidad había llevado a las Firkin y Briggs a la puerta del salón no bien entraron en éste sir Pitt y Becky, y accidentalmente, sin intención, vieron, por el ojo de la cerradura, al primero de rodillas a las plantas de la segunda, y oído el generoso ofrecimiento hecho por el barón. Inmediatamente volaron a la estancia donde su señora continuaba leyendo la novela francesa, y le dijeron que sir Pitt estaba de rodillas y ofreciendo su mano y su nombre a Becky. Ahora bien: si el lector se toma la molestia de calcular el tiempo que las dos servidoras necesitaron para trasladarse desde la planta baja de la casa, donde se representaba la asombrosa escena, hasta el piso superior, donde leía Matilde, el que les costó dar la noticia, y el indispensable para que la lectora arrojase al suelo el volumen de Pigault le Brun y bajase la escalera, no podrá menos de reconocer que nuestra historia es modelo de exactitud, al llevar a Matilde al saloncito de la planta baja en el preciso momento en que Becky adoptaba aires de ejemplar humildad.

—¡Es la dama la que está de rodillas, y no el galán! —gruñó Matilde, con mirada y tono de supremo desdén—. Me dijeron que usted estaba de rodillas, sir Pitt… arrodíllese otra vez para que pueda yo admirar la linda facha que hace un hermano mío.

—Estaba dando las gracias a sir Pitt, señora —contestó Becky levantándose—, y diciéndole que me es imposible concederle mi mano.

—¡Cómo! ¿Se ha negado usted? —exclamó Matilde, cuya estupefacción aumentó.

El asombro dilató los ojos y abrió las bocas de Briggs y de Firkin, que estaban en la puerta.

—Sí… me he negado —respondió Becky, con voz velada por la emoción y las lágrimas.

—¿He de dar crédito a mis oídos, sir Pitt? ¿Es cierto que has hecho a esta señorita una declaración formal? —interrogó la vieja.

—Sí; es cierto —contestó el barón.

—¿Y te dio calabazas, conforme dice ella?

—Me las dio, sí —contestó sir Pitt, soltando una risotada.

—Por lo visto, el desaire no te afecta demasiado —observó Matilde.

—¡Ni poco ni mucho! —respondió el interpelado, con sangre fría y buen humor que maravillaron a la solterona.

 

Que un caballero viejo y noble cayese de rodillas ante una pobre institutriz y riese a carcajadas porque había sido rechazado, y que una pobre institutriz se negase a aceptar la mano de un barón adornada con una renta de cuatro mil libras esterlinas anuales, eran misterios que Matilde Crawley no pudo comprender jamás. El propio Pigault le Brun, su autor favorito, no supo idear para sus novelas intrigas tan complicadas.

—Celebro que lo tomes tan a la ligera, hermano —dijo la solterona sin salir de su asombro.

—Extraordinario, ¿verdad? ¡Quién había de pensarlo!… Realmente es un diablillo que se pierde de lista… Dicen que es astuta la zorra… pueden echarle zorras a esta chiquilla —añadió sir Pitt entre dientes reventando de gozo.

—¡Claro que quién había de pensarlo! —gritó la vieja golpeando el suelo con el pie—. Dígame usted, señorita Sharp… ¿espera que se divorcie el príncipe regente? ¿Estima que nuestra familia es poca cosa para usted?

—La actitud en que usted me encontró al entrar, señora —respondió Becky—, decía harto elocuentemente que estoy muy lejos de despreciar el honor que este noble caballero se ha dignado ofrecerme. ¿Por ventura creen que no tengo corazón? He merecido el cariño de todos ustedes, han prodigado bondades sin cuento a una huérfana pobre, desvalida, abandonada en el mundo… ¿y la huérfana ha de ser insensible a tanta bondad? ¡Oh, amigos míos!… ¡Oh, bienhechores míos!… ¿Serán bastantes todo mi cariño, toda mi vida, toda mi abnegación, para pagar la confianza que me han demostrado? ¡No me acusen de ingrata… que es cargo demasiado doloroso para mí!…

Su actitud era tan patética, sobre todo cuando cayó desplomada sobre una butaca, que todos los presentes se emocionaron hasta derramar casi lágrimas.

—Se case usted conmigo o no, Becky, es usted una buena muchacha y puede contar hoy y siempre con la amistad de sir Pitt; no lo olvide —dijo el barón, calándose el sombrero y marchándose, con no poca satisfacción de Becky.