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100 Clásicos de la Literatura

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—No me ha sido posible llegar antes… —dijo George—. Me ha entretenido el general Daguilet, que es un pelmazo… Renuncio a la sopa y al pescado… Servidme cualquier cosa… lo que queráis… ¿Carnero? ¡Soberbio!… ¡Hoy todo lo encuentro soberbio!…



Contrastaba su alegría con la ceñuda severidad del padre, y no cesó de hablar un momento durante la comida, con satisfacción de la mayor parte de los comensales, y sobre todo, de una personita que no hace falta mencionar.



Tan pronto como las señoritas saborearon el vaso de naranjada y vino, broche que cerraba de ordinario las comidas de la casa del señor de Osborne, dióse la señal de salida de las señoritas, y éstas emprendieron la marcha con rumbo al salón. Amelia no dudaba que George se les reuniría en breve. Viendo que tardaba, se sentó al piano y tocó los valses que más gustaban a George, pero este artificio no le trajo tampoco. Dejó la banqueta, se sentó pensativa en un rincón, y aunque las tres señoritas que se hallaban a su lado ejecutaron las piezas más brillantes de su répertoire, Amelia no oyó una sola nota: meditaba, pensaba, presentía males. La mirada del viejo Osborne, siempre ceñuda, jamás se había clavado tan siniestramente en la suya como aquel día. Sus ojos la siguieron implacables, tempestuosos, cuando salió del comedor, como si hubiese cometido alguna falta gravísima. Le sirvieron el café, y al presentarle la taza, se sobrecogió toda, pensando si aquel brebaje sería un veneno mortal preparado por el mayordomo Hicks cumpliendo órdenes de su señor. ¡Oh, las mujeres… las mujeres!… Con la misma facilidad acogen y alimentan espantosos presentimientos que embellecen los pensamientos más horribles.



El ceño paternal había impresionado también a George. ¿Cómo arrancar el dinero que tan imprescindiblemente necesitaba George a aquella cara sombría? Principió nuestro amigo ponderando el vino de su padre, era un procedimiento de contentar al viejo caballero, que de ordinario daba buenos resultados.



—En las Indias no bebimos jamás Madera que pudiera compararse con el suyo, papá. De las botellas que usted me envió el otro día, el coronel Heavytop me secuestró tres.



—¿Ah, sí? —contestó el padre—. Me cuestan a ocho chelines botella.



—¿Quiere usted seis guineas por una docena de botellas? —preguntó George riendo—. Uno de los hombres más grandes de la nación las pagaría a ese precio.



—¿Sí? —gruñó el viejo—. Puede satisfacer su deseo.



—Cuando estaba en Chatam el general Daguilet, el coronel Heavytop le convidó a almorzar y me pidió algunas botellas de este vino. Al general le gustó muchísimo y dijo que quería comprar una pipa para el general en jefe… Le advierto que es la mano derecha de Su Alteza Real.



—El vino es archisuperior, cierto —dijo el del entrecejo.



Todo hacía suponer que la tormenta cedía, y que el período de buen humor que se iniciaba no tardaría en ser completo. George pensaba ya en aprovecharlo para tocar la cuestión de suministro de fondos, cuando su padre, recayendo en la fase de severidad, le dijo:



—Manda que nos sirvan clarete, y veremos si es tan bueno como el Madera que tanto gusta a Su Alteza Real; entre copa y copa te hablaré de un asunto de mucha importancia.



Sirvieron el clarete; Osborne padre llenó y apuró un vaso, y dijo:



—Deseo saber, George, en qué estado se hallan tus relaciones con esa… pequeña que comió hoy con nosotros.



—No puede estar más claro, papá… me parece que salta a la vista… ¡Rico vino, a fe!



—Contesta con precisión, George, y no divaguemos.



—No sé qué decir… Soy modesto nunca me tuve por un Don Juan pero confieso que está enamorada de mí… endiabladamente enamorada, sí, señor… Eso lo ve un ciego.



—¿Y tú?



—¿Yo?… ¿No me mandó usted que me casara con ella?… Yo soy obediente, un buen chico…



—Muy buen chico, sí… ¿Crees que no ha llegado a mis oídos la historia de tus aventuras con lord Tarquín, con el capitán Crawley, con el honorable señor Tapete-Verde, y comparsa? ¡Mucho cuidado, caballerito, mucho cuidado!



George se alarmó al oír pronunciar aquellos nombres aristocráticos, que su padre trajo a colación, porque temió que tras la lista de nombres viniera la historia de los compromisos adquiridos con tales señores en la mesa de juego, mas no tardó en tranquilizarle el autor de sus días continuando de esta suerte:



—Bueno; los jóvenes son y serán siempre jóvenes. Me consuela pensar que alternando con lo mejor de Inglaterra, como creo que alternas, como puedes alternar, George, porque reúnes todas las cualidades necesarias para ello…



—Así es, padre mío —contestó George, abordando por derecho el punto que le interesaba—. Pero es el caso que uno no puede alternar con personajes tan ilustres sin hacer sacrificios de dinero, y mi bolsa, padre, está… mírela usted.



Y sacó una carterita, regalo de Amelia, que contenía el último de los billetes de Dobbin.



—No harás mal papel, George. El hijo de un hombre de negocios inglés no hará nunca un mal papel. Mis guineas son tan buenas como las del rey, George, y no será tu padre quien las escatime. Mañana, cuando pases por la City, haz una visita al señor Chopper, quien tendrá orden de poner a tu disposición un encarguito. No me duele el dinero cuando sé que lo gastas con personas de alta condición social, y no me duele, porque me consta que quien con tales personas alterna, no comete necedades. No soy orgulloso… mi cuna fue humilde, pero tú reúnes una porción de ventajas que yo no conocí, y es preciso que de ellas te aproveches. Alterna siempre con la nobleza, con los jóvenes aristócratas, entre los cuales abundan los que no pueden gastar un dólar por cada guinea que tú tires. En cuanto a las faldas… pase: los muchachos, muchachos son… Pero hay un vicio que quiero que evites, un vicio del que has de huir en lo sucesivo, si no quieres que la bolsa de tu padre se cierre para siempre: me refiero al juego.



—¡Ah… desde luego: del juego hay que huir!



—Pero volvamos a Amelia: ¿por qué razón no has de casarte con una mujer que valga más que la hija de un mercachifle, George? Eso es lo que deseo saber.



—Mi matrimonio con Amelia es un asunto de familia. ¡Si hace ya cien años que nos casaron usted y el señor Sedley!…



—No lo niego; pero reconocerás que los años alteran profundamente las posiciones de las familias. Confesaré que debo mi fortuna al señor Sedley mejor dicho, la debo a mi talento, a mi genio, puesto que Sedley no hizo más que ponerme en condiciones de desarrollar estas dos cualidades mías, que me han permitido ocupar la alta posición de que disfruto en la City. Mi deuda de gratitud con Sedley está pagada; desde algún tiempo a esta parte, Sedley ha puesto a prueba mi reconocimiento, George, según pregona muy alto mi talonario de cheques… En confianza te digo que no me gusta el estado de los asuntos de Sedley… Aun le gusta menos a mi jefe de oficina Chopper, y cuenta que tiene un olfato prodigioso. Hulker y Bullock le miran con desconfianza… Se ha metido en especulaciones peligrosas. Dicen que era suya la Joven Amelia, recientemente apresada por el corsario yanqui Molasses. Pero ahorremos explicaciones… Con franqueza, George… Si Amelia no presenta diez mil libras en la palma de la mano, es inútil que pienses en casarte con ella… que no he de admitir yo en mi familia a la hija de un pobretón… Sírveme una copa y llama para que nos traigan el café.



El señor Osborne tomó el periódico de la tarde y se enfrascó en su lectura, dando a comprender a George que el coloquio había terminado. Nuestro oficial salió del comedor y subió al salón, alegre como nunca. ¿Por qué estuvo aquella velada más complaciente que nunca, más tierno, más deseoso de distraerla, más dulce? ¿Sería porque su corazón generoso quería infiltrarle fuerzas para resistir la desgracia que sobre ella se cernía? ¿Acaso porque, en vísperas de perderla, la estimaba más que nunca?



Amelia vivió muchos días del recuerdo de aquella velada feliz. Su memoria evocaba las palabras de George, sus miradas, la balada que cantó, su actitud, su expresión de arrobamiento cuando la miraba. Nunca pasó en la casa de los señores de Osborne horas que se deslizasen tan rápidas; hasta faltó poco para que se enfadase con Sambo al verle entrar en el salón con su chal.



A la mañana siguiente, George se despidió de ella con la mayor ternura y se fue a la City, donde visitó al señor Chopper, jefe de las oficinas de su padre, de cuyas manos recibió un papel que no tardó en cambiar, en la casa Hulker y Bullock por un fajo muy abultado de billetes de banco. Al entrar en la casa tropezó con el padre de Amelia, que salía con expresión de gran abatimiento, que no observó George. Tampoco le llamó la atención que no le acompañase hasta el vestíbulo el sonriente Bullock, como solía hacerlo tiempo antes.



Aquella misma noche pagó George cincuenta libras a Dobbin.



No se fue Amelia a dormir sin escribir a su George la más larga y tierna de sus cartas. El amor desbordaba en su corazón, pero aún le atosigaban los presentimientos. ¿Cuál era la causa del aspecto sombrío del señor Osborne? —preguntaba—. Temía que hubiesen surgido graves diferencias entre su papá y el papá de George; su pobre papá había vuelto de la City con semblante tan melancólico, que la alarma en su casa era general. En resumen: su carta fueron cuatro páginas de ternuras, de temores, de esperanzas y de presentimientos funestos.



—¡Pobre Amelia… mi queridita Amelia!… ¡Está loca por mí! —exclamó George al leer la carta—. Loca… sí… ¡Canastos, y qué dolor de cabeza me ha dado este maldito ponche!… Loca… sí… ¡Pobrecilla!





Capítulo XIV



La solterona Crawley en su casa





Al mismo tiempo que acontecían los sucesos narrados, dirigíase hacia una elegante casa, sita en el barrio de Park Lane, un coche de camino, cuya portezuela ostentaba un rombo heráldico. Ocupaba un asiento en el pescante trasero del carruaje una mujer de lacios cabellos, sujetos a medias con un velo verde, y de aire malhumorado. Era el carruaje de nuestra amiga la solterona señorita Crawley, que regresaba de Crawley de la Reina. Los cristales del coche, que guiaba un automedonte gordo y rollizo, estaban cerrados. Sobre la falda de la mujer de aire malhumorado, descansaba un perro de aguas. Cuando hizo alto el vehículo, salió de él, sostenido por muchos criados, un fardo enorme de chales y, seguidamente, una señora joven, que acompañaba a la masa informe envuelta en mantas. El fardo de chales y de mantas encerraba a la señorita Crawley, que fue conducida a las habitaciones de la casa y acostada en la cama, con los cuidados solícitos que a los enfermos se prodigan. Inmediatamente salieron criados a buscar un médico. Vinieron varios sucesivamente, que reconocieron a la enferma, recetaron y desaparecieron. La señora joven que acompañaba a la solterona recibió las instrucciones de los hombres de ciencia, y administró a la enferma las medicinas antiflojísticas ordenadas por las eminencias.

 



El capitán Crawley llegó a la mañana siguiente del cuartel de Knightsbridge. Mientras su negro corcel piafaba impaciente hollando la paja extendida frente a la puerta de la residencia de su tía, se enteraba con tierna solicitud del estado de la enferma. Parece que sobraban motivos de aprensión. La doncella de la solterona, que era la mujer despeinada del velo verde, estaba triste y desabrida contra su costumbre, y la señorita Briggs, su dame de compagnie, lloraba a mares en el salón. A la primera noticia de la indisposición de su querida señora había corrido desolada, resuelta a sentarse a la cabecera del lecho del dolor, y se encontró con que le habían negado la entrada en la habitación de la enferma. Una extraña administraba las medicinas a su entrañable amiga, una extraña llegada del campo, una odiosa miss… ¡Ah!… Las lágrimas ahogaban a la dame de compagnie, que se vio precisada a sepultar su dolor y su nariz colorada en su pañuelo de bolsillo.



Rawdon Crawley hizo que la doncella le anunciase, y la nueva compañera de la solterona salió andando sobre las puntas de los pies, puso su linda manita en la robusta del oficial, que avanzaba a su encuentro y, dirigiendo una mirada desdeñosa a la consternada señorita Briggs, hizo señal al hijo de Marte para que saliese fuera del salón y le condujo al comedor, desierto entonces, testigo en tiempos mejores de espléndidos festines.



Allí permanecieron los dos personajes durante diez minutos, hablando con animación, a no dudar, de la enferma que arriba gemía, al cabo de los cuales, sonó con fuerza la campanilla y entró el señor Bowls, grueso mayordomo de la solterona, quien por casualidad escuchó la conversación sostenida en el comedor, pegando su oreja al ojo de la llave. El capitán salió atusándose el bigote y montó el soberbio corcel que piafaba sobre la paja, llenando de admiración a los granujillas congregados en la calle. Antes de alejarse, dirigió una mirada a la ventana del comedor, donde pudo verse una cabecita de mujer joven, que se retiró inmediatamente para continuar prodigando tesoros de benevolencia y de afecto.



¿Quién sería la mujer joven en cuestión? Aquella noche, después de preparar la mesa para dos personas, la señora Firkin, doncella de la solterona, subió a la habitación de ésta y reemplazó a la nueva enfermera, que bajó a cenar en compañía de la señorita Briggs.



Tal emoción embargaba a esta última, que no podía pasar bocado.



—¿Por qué no sirve usted un vasito de vino a la señorita Briggs? —dijo la dama joven al mayordomo.



Obedeció el obeso servidor, la señorita Briggs apuró automáticamente el contenido del vaso, exhaló media docena de suspiros y principió a atacar al pollo que momentos antes le habían servido.



—Creo que podemos servirnos por nosotras mismas —dijo la persona cuyo nombre ignoramos—. Señor Bowls, puede usted retirarse si gusta: caso que le necesitemos, llamaremos.



El mayordomo se fue, maldiciendo como un condenado, bien que interiormente.



—No debe usted apenarse tanto, señorita Briggs: es preciso tener resignación —dijo la joven desconocida, con entonación ligeramente sarcástica.



—¡Está tan grave, la pobrecilla, y… y… se niega a ver… er… me! —respondió la señorita Briggs, rompiendo a llorar con renovado dolor.



—Su indisposición no es grave; consuélese usted. Se trata de una congestión nada más. Ha mejorado mucho, y pronto se encontrará completamente bien. Está un poquito rendida, pero es cosa sin importancia… Consuélese, y tome otro vasito de vino, que le sentará bien.



—Pero ¿por qué se niega a que la vea? —gimió la señorita Briggs—. ¡Parece mentira!… Después de veintitrés años de cariño, de muestras evidentes de ternura… ¡Oh, Matilde, Matilde!… ¿Es éste el pago que merecía tu pobre Arabela?



—¡No se desespere usted, pobre Arabela! —contestó la otra, con ironía—. No es que no quiera verla, sino que dice que no sabe usted cuidarla tan bien como yo. ¿Cree usted que por gusto me pasaría yo la noche entera velando? No; mis deseos serían ver a usted en mi lugar.



—¿No la he prodigado mis cuidados durante tantos años? Ahora…



—Ahora prefiere que la cuide cualquier persona que no sea usted… ¡Caprichos de enfermo!… Ya sabe usted que los enfermos tienen cada rareza… Tan pronto como se restablezca me iré.



—¡Nunca… nunca! —gritó la señorita Briggs.



—¿Cree usted que no se restablecerá nunca? ¡Bah! Antes de quince días, estaré en Crawley de la Reina con mis queridas discípulas y con su madre, que está bastante más enferma, la pobre, que su señora de usted. No esté celosa de mí, señorita Briggs: soy una huérfana sin amigos ni valedores, sola en el mundo, que ningún daño puedo ni quiero hacerle. No es mi intención suplantarla en el cariño de su señora, la cual ni se acordará de que existo a la semana de haberme ido. Deme un poco de vino, y seamos amigas: nadie tiene tanta necesidad de ganarse amigos como yo.



Al cabo de media hora, la señorita Becky Sharp, que ella era la persona cuyo nombre no habíamos dado, subió de nuevo a las habitaciones de la enferma, de las cuales eliminó, con extremada finura, a la pobre doncella Firkin, la cual se alejó llevando en el alma una tempestad de celos, tanto más peligrosos, cuanto que los mantenía encerrados en su pecho.



Salióle al paso la señorita Briggs.



—¿Cómo sigue, Firkin? —preguntó.



—¡Peor… mucho peor! —respondió la interpelada, moviendo la cabeza—. No quiere hablar palabra… He intentado preguntarle si seguía mejor, y me ha interrumpido diciéndome que guarde mi lengua estúpida dentro de mi condenada boca… ¡No lo hubiese creído!… ¡Parece mentira!



—¿Quién es esa señorita Sharp, Firkin? ¡Cuán lejos estaba yo de pensar, mientras disfrutaba durante las Pascuas de la agradable compañía de los señores Delamare, que una extraña hubiese de arrebatarme el afecto de mi queridísima Matilde!



—¡Oh, señorita Briggs! Parece obra de brujería —contestó la Firkin—. Sir Pitt hubiese querido conservarla a su lado, pero no sabe negar nada a la señorita Matilde. No la quiere menos la señora del rector, y en cuanto al capitán, le es imposible pasarse sin ella. ¡Pues qué diremos de nuestra señora! Ya antes la adoraba, pero desde que está enferma, a nadie más que a ella quiere ver. Yo, personalmente, no lo entiendo: mi opinión es que los ha embrujado a todos.



Becky pasó la noche entera a la cabecera de la enferma. A la noche siguiente, la buena señora dormía tan apaciblemente, que su enfermera pudo descansar una porción de horas en un diván colocado junto a la cama de la primera. Pocos días después, Matilde Crawley se encontró en disposición de abandonar el lecho, y Becky, para distraerla, le hizo un relato cómico del dolor de la señorita Briggs. El capitán Crawley no dejaba de ir un solo día a la casa de su tía; tanto le interesaba la salud de la enferma. La convalecencia fue tan rápida, que la pobre señorita Briggs pudo tener pronto el consuelo inefable de ver a su señora.



Tuvieron tan poco de romántico las causas que determinaron la deplorable enfermedad de Matilde Crawley y su salida prematura de Crawley de la Reina, que no merecen ser explicadas en una novela de índole refinada y sentimental. ¿Cómo decir de una dama delicada, de una dama que ha vivido siempre en sociedad culta y distinguida, que comió y bebió con exceso, y que una cantidad desmedida de langosta, comida en la rectoría y regada con copiosas libaciones, había determinado la indisposición que ella quiso atribuir a la humedad atmosférica y al frío de la estación? Tan grave fue la indigestión, que Matilde, según expresión del reverendo, «llegó a pedir billete para el viaje largo»; la familia entera pasó horribles momentos de ansiedad pensando en el testamento y Rawdon Crawley se frotaba las manos de gusto pensando en las cuarenta mil libras que no dudaba que pasarían a sus manos antes de la inauguración de la temporada en Londres. Todo el mundo esperaba que su salida de la feria de las vanidades sería segura e inmediata, pero un buen doctor de Southampton, llamado a tiempo, venció a la langosta, que tan fatal había resultado para la enferma, y consiguió dar a ésta fuerzas bastantes para volver a Londres. El barón no cuidó de disimular la mortificación que el giro del asunto tomó cuando menos lo esperaba.



Mientras todos cuidaban con tierna solicitud a la solterona, y de la casa rectoral salían de media en media hora mensajeros portadores de las últimas noticias referentes a su estado de salud, en el castillo de los Crawley había otro doliente de mucho más cuidado, pero a quien nadie prestaba atención. Era la misma señora baronesa. El buen doctor, al verla, movió la cabeza. Sir Pitt consintió que el médico la visitara porque no hubo de pagar la visita, pues de ella hacía el mismo caso que de una mala hierba del parque.



Nadie perdió tanto con la enfermedad de la solterona como las señoritas, que se vieron privadas de las preciosas lecciones de su institutriz, pero no hubo más remedio, porque Becky se reveló como enfermera tan abnegada, que la enferma se negó en absoluto a tomar medicinas que no le fueran administradas por su mano. La doncella Firkin fue depuesta mucho antes de haber sido trasladada su señora a Londres, donde se consoló al ver que la señorita Briggs sufría los mismos ataques de celos que ella, y era víctima de la misma ingratitud.



El capitán Rawdon había pedido prórroga de licencia para cuidar a su tía, de cuyo lado apenas si se separaba. Quince mortales días permaneció en la alcoba de la enferma, quince mortales días que habrían bastado para destrozar otros nervios que no fuesen de acero como los suyos.



Becky veló a la enferma con paciencia inalterable, con solicitud sencillamente heroica. Nada escapaba a su vigilancia; su celo ejemplar tenía mil ojos que lo prevenían todo. Durante la enfermedad, se la vio siempre atenta, despierta al menor ruido, durmiendo poco y con sueño ligero. Su rostro apenas si reveló señales de fatiga, se acentuó un poquito su palidez, sus ojeras eran más obscuras que de ordinario, pero fuera de la habitación de la enferma se la veía, siempre sonriente, siempre fresca, siempre bien ataviada. Tan encantadora estaba vestida de bata como luciendo los más lujosos vestidos de baile.



Así lo creía al menos el capitán, quien la amaba con verdadera locura. La flecha arponada del amor había atravesado su piel, y cuenta que era dura, pero seis semanas de trato constante, seis semanas de oportunidades, de intimidad, habían bastado para que se rindiera con armas y bagajes. Hizo confidente de sus amores a su tía la señora del rector, quien desde mucho antes había penetrado el secreto, y si al principio trató de disuadir a su sobrino, recomendándole mucho cuidado y mucho tino, concluyó por decirle que Becky era la muchacha más viva, más lista, más habilidosa, más original, más ingenua y más afectuosa de Inglaterra. El capitán no debía jugar con el cariño de una señorita tan digna si no quería incurrir en el desagrado de su tía la señorita Matilde, que admiraba a la institutriz y la quería como a hija. Lo mejor que el capitán podía hacer era volverse a su regimiento y no abusar de los hermosos sentimientos de una criatura inocente como un ángel.



Con mucha frecuencia, la buena señora del rector, compasiva y bonachona, facilitó al capitán ocasiones de hablar con Becky en la casa rectoral y hasta de acompañarla desde aquélla al castillo. Ocurre muchas veces, amables lectoras, que los hombres de cierta clase ven perfectamente bien el anzuelo con que se intenta pescarles, y, sin embargo, se acercan al cebo, se lo tragan, y se dejan pescar. Rawdon vio en su tía intención decidida de estrechar sus relaciones amorosas con Becky. Sin ser muy listo, era hombre de mundo, contaba con la experiencia de varios años de vida social, y sus ojos entrevieron un rayo de luz a través de las siguientes confusas palabras que un día le dirigió su tía:

 



—Acuérdate de lo que voy a decirte, Rawdon; llegará día, y no tardará mucho, en que Becky será parienta tuya.



—¿Parienta? ¿Prima, tal vez? ¿Es que la pretende James?



—Más que prima —repuso la tía.



—¿Cuñada? ¿Mi hermano Pitt, acaso? ¡Que se desengañe: no la merece y no la tendrá!



—Los hombres estáis ciegos y sois bobos. Si le ocurre algo a lady Crawley, la señorita Sharp será tu madrastra; no olvides mi profecía, que yo te aseguro que será confirmada por los hechos.



Rawdon quedó con la boca abierta: tan inmenso fue su asombro. Guardóse, empero, mucho de contradecir a su tía, pues no había escapado a su penetración la afición decidida de su padre hacia Becky. Conocía muy bien el carácter del autor de sus días, constábale que hombre menos escrupuloso que él no lo había y… ni mentalmente quiso terminar la frase, pero se dirigió presuroso al castillo, retorciéndose las guías del bigote y resuelto a llegar hasta el fondo del misterio.



No bien se encontró a solas con Becky, comenzó a dar bromas a ésta, con su buen gusto ordinario, a propósito de la inclinación que hacia ella mostraba su padre. Becky irguió la cabeza con expresión de desdén supremo, le miró de frente, y contestó:



—Supongamos que está enamorado de mí… Digo más: me consta que lo está, y que no es él solo, sino varios… ¿Cree usted, capitán, que por enamorado que su padre esté, le tengo miedo? ¿Me supone usted incapaz de defender mi honor?



—¡Oh… no!… Me limito a prevenir a usted… nada más.



—¿Me previene porque teme que alguien trame intrigas vergonzosas?



—De ningún modo… ¡Por Dios!



—Entonces, ¿es que cree usted que no conozco la dignidad personal porque soy pobre y porque es cualidad que jamás tuvieron los poderosos? ¿Cree usted que, porque soy institutriz, tengo menos juicio y menos delicadeza, y soy de cuna menos noble que ustedes, los nobles del Hampshire? ¡Soy una Montmorency, señor mío!… ¿Y vale menos una Montmorency que una Crawley?



Becky, cuando estaba agitada, en las grandes circunstancias, si hacía alusión a su linaje materno, hablaba con cierto acento extranjero que añadía un encanto más a su voz natural, pura y sonora.



—¡No… no! —continuó, suavizando su acento—. Sufriré la pobreza, pero no la deshonra; la indiferencia, mas no el insulto… el insulto… ¡y de usted!… ¡De usted!…



No pudo contenerse; la emoción que la embargaba se desbordó, y las lágrimas corrieron libres y abundantes por sus mejillas.



—¡Lléveme el diablo!… ¡Por favor, Becky!… ¡Ni por mil libras!… ¡Espere… por vida de!… ¡Espere usted, Becky!



Ningún efecto produjeron las instancias del capitán: Rebeca le dejó solo. Aquel día salió en coche con la solterona, que no había enfermado todavía. En la mesa estuvo más jovial, más expresiva que nunca, pero no quiso advertir las señas, gestos, guiños y súplicas torpes del enamorado y humillado oficial. En campañas como la que narramos, se suceden constantemente las escaramuzas, de las que haremos gracia a los lectores, no sólo porque su relato resulta tedioso, sino porque el resultado de la campaña era siempre el mismo. Las derrotas diarias enloquecían al brillante capitán, que cada día estaba más interesado.



Si el barón de Crawley de la Reina no hubiese temido perder el legado de su hermana Matilde, nunca hubiera tolerado que sus hijas se privaran de los preciosos beneficios de la educación que debían a la competencia y asiduidad de su inapreciable institutriz. Sin aquélla, el caserón solariego parecía desierto. Ya no eran corregidas y copiadas las cartas de sir Pitt, ni los libros tenían una mano de hada que los llevase al día: asuntos, planes, proyectos, todo quedaba en