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100 Clásicos de la Literatura

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La vida de una doncellita que todavía no ha salido del nido paterno, ha de carecer por necesidad de casi todos los incidentes emocionantes a que ordinariamente tiene derecho la heroína de una novela. Las redes o los disparos de los cazadores amenazan a los pájaros que vuelan de una parte a otra; en sus vuelos encontrarán éstos, gavilanes o aves de rapiña cuyas uñas los despedazan, o de cuyas uñas escapan, pero los pequeños que permanecen en sus nidos disfrutan de una existencia tranquila y prosaica, hasta que les llega la hora de volar como sus padres. Al paso que Becky volaba con sus propias alas en provincias, posándose sobre ramitas de toda clase, rodeada de trampas y lazos, y recogiendo afortunada y peligrosamente su sustento, Amelia continuaba bien abrigadita en la casa paterna. Si salía, hacíalo acompañada por sus mayores, y todo hacía suponer que ningún daño podía amenazarla en la elegante casa donde vivía y donde tan querida era. Su mamá se entregaba a sus ocupaciones diarias, daba su paseo ordinario en coche, hacía visitas, iba de compras, en una palabra: cumplía con todas las obligaciones inherentes a la profesión de dama rica de Londres. Su padre dirigía sus misteriosas operaciones en la City, centro de bullicio y de agitación por aquellos días en que la guerra devastaba la Europa entera, y vacilaban todos los tronos. Era la época en que El Correo tenía decenas de millares de suscriptores, en que hoy se leía la noticia de la batalla de Vitoria y mañana la del incendio de Moscú, en que cruzaban las calles los vendedores de periódicos gritando a voz en cuello: «Batalla de Leipzig… Seiscientos mil hombres luchando… Derrota espantosa de los franceses… Doscientos mil muertos…». Una o dos veces volvió Sedley padre a su casa con rostro grave y pensativo: no es de admirar, si se tiene en cuenta que la guerra hacía latir todos los corazones y agitaba todos los centros comerciales de Europa.

La vida, mientras tanto, se deslizaba en la casa de la plaza Russell exactamente lo mismo que si los asuntos de Europa no anduviesen de cabeza. La retirada de Leipzig no influyó en el número de comidas que el negro Sambo hacía pasar desde las cacerolas a su estómago: penetraron los aliados en Francia, pero la campana que llamaba a la mesa continuó sonando a las cinco en punto, como era costumbre. No creo que la guerra interesase poco ni mucho a Amelia, ni que latiera su corazón al propagarse en Londres las nuevas sobre Brienne o Montmirail, aunque es lo cierto que le produjo viva alegría la abdicación del emperador, y palmoteo con entusiasmo, y rezó, y concluyó por arrojarse con toda su alma en los brazos de George, con asombro de cuantos fueron testigos de tan ardiente ebullición de sentimiento. ¿Cuál fue la causa de éste? Se haría la paz, Europa descansaría, el Corso desaparecería, y… el teniente George Osborne no tendría que partir en campaña con su regimiento. Así razonó Amelia. La suerte de Europa era para ella el teniente Osborne. Desaparecido el peligro, cantó la pobrecilla un Te Deum. La Europa de Amelia era George, George su emperador, George sus monarcas aliados, George su príncipe regente. George era su sol, George su luna, y hasta la iluminación espléndida, y el gran baile dado en la Mansión House, en honor a los soberanos, creyó Amelia que lo daban en honor de George Osborne.

Hemos visto cómo Becky fue educada en la dura escuela de la pobreza y el egoísmo; en cambio fue el amor el último maestro de Amelia, y nuestra heroína hacía progresos verdaderamente maravillosos en esa ciencia tan vulgarizada. En el transcurso de dieciocho meses de aplicación perseverante y diaria, ¡qué de secretos aprendió Amelia de su profesor, sin que lo sospechasen la institutriz Wirt, ni sus amiguitas de ojos negros y mirada penetrante, y menos la mayestática Barbara Pinkerton! En efecto: ¿podían siquiera comprender misterios tan delicados aquellas relamidas doncellas? En cuanto a las señoritas Pinkerton y Wirt, estaban fuera de concurso, idea que me guardaría muy mucho de exteriorizar en presencia de las interesadas. Mary Osborne sostenía relaciones formales con el joven Frederick Bullock, pero eran relaciones de lo más respetable, relaciones que hubiese aceptado lo mismo si el pretendiente hubiese sido Bullock padre en vez de Bullock hijo, o cualquier otro joven que fuese dueño de una casa en Park Lane, de una quinta en Wimbledon, un coche de lujo, un tronco de grandes caballos, servidumbre apropiada y la cuarta parte de la fortuna de la razón social Hulker, Bullock y Compañía, ventajas todas ellas reunidas en la persona de Frederick Bullock. Si entonces hubiesen sido conocidas ya las flores de azahar, emblemas conmovedores de la pureza de la mujer, que hemos importado de Francia, en donde las hijas de familia van al matrimonio por una especie de transacción comercial, Mary Osborne no hubiese tenido inconveniente en adornar su vestido con el poético ramito de naranjo, para entrar en carruaje al lado del decrépito, calvo, achacoso Bullock padre, resuelta a consagrar su hermosa existencia al embellecimiento de su decrepitud, de no haber sido éste casado. ¡Lindas, inmaculadas, emblemáticas flores de azahar! Ha pocos días os vi adornando a la señorita Trotacalles, en el momento en que salía de la iglesia de Saint George y entraba en el carruaje, seguida por lord Matusalén. ¡Qué modestia la de la novia! ¡Con qué inocencia encantadora bajó inmediatamente las cortinillas del coche! La mitad de los carruajes de la feria de las vanidades asistieron a la boda.

No era éste el género de amor que puso término a la educación de Amelia. De buena niña, se había convertido en el transcurso de un año en encantadora jovencita, para ser mujercita excelente cuando llegase el feliz momento. Nuestra bondadosa amiguita (acaso cometieron sus padres una imprudencia consintiendo y alentando sus ideas exaltadas), nuestra bondadosa amiguita amaba con todo su corazón al apuesto oficial que estaba al servicio de Su Majestad y con quien hemos trabado un conocimiento muy superficial. En él pensaba al despertar, y su nombre era lo último que pronunciaban sus labios en sus oraciones al dormirse. No había visto jamás caballero tan elegante, tan ingenioso, tan buen jinete, que bailase tan bien, tan héroe, en una palabra, como él. Las graciosas reverencias del príncipe, tan ponderadas… ¡Qué! ¿Podían compararse con las de George? Todo el mundo hablaba con admiración del señor Brummell; Amelia había tenido ocasión de verle… y de convencerse de que, al lado de George, era un zafio. Entre la turba de pollos concurrentes a la Ópera, y cuenta que los había guapos por aquel tiempo, no había uno solo comparable a George. ¡Y haberse dignado aquel mortal, nacido para ser príncipe de hadas, fijar sus miradas en la humilde Cenicienta Amelia Sedley! Es posible que Barbara Pinkerton hubiera intentado poner diques a la ciega admiración de Amelia, si ésta la hubiese convertido en confidente de sus amores, pero desde luego nos permitimos asegurar que sin éxito. La facultad de amar radica en la naturaleza y en el instinto de algunas mujeres: vinieron unas al mundo para especular, otras para amar: los respetables solteros que estas líneas lean, pueden escoger entre una y otra clase.

Dominada por una pasión tan absorbente, Amelia relegó al olvido más cruel a sus doce amigas del alma de Chiswick, imitando la conducta de las personas adoradoras del santo egoísmo. Y no es que dejase de acordarse de ellas, no, al contrario: en su pensamiento estaban tan presentes, que las habría convertido en confidentes de sus amores, si la señorita Saltire no hubiese sido de carácter tan frío y reservado, y la señorita Swartz, heredera del opulento sir Kitt, no hubiera tenido la piel de color de tabaco y el pelo semejante a la lana. Los días festivos enviaba a buscar a Laurita Martin, a la que creo que hizo depositaría de sus secretos más tiernos, prometiéndole sacarla del colegio y tenerla en su casa luego que se casase. Es de suponer que diese a la pequeñita abundantes y provechosas lecciones por lo que respecta a la ciencia de amar… ¡Pobre Amelia!… ¡Pobre Amelia! Estoy por decir que su cerebro no estaba bien regulado.

¿En qué pensaban sus padres al no impedir que su corazoncito latiese con tal violencia? El viejo Sedley no se daba cuenta, al parecer, de lo que ocurría. Su continente era más grave que de ordinario desde algún tiempo antes, y sus negocios de banca le absorbían por completo: la señora Sedley fue siempre de natural tan acomodaticio y poco curioso, que en ella no cabía la desconfianza. Joseph se encontraba en Cheltenham, sitiado en toda regla por una viuda irlandesa. Amelia, pues, se veía sola en la inmensidad de la casa paterna, tal vez demasiado sola en algunos momentos, o demasiado acompañada por pensamientos poco gratos… aunque, a decir verdad, no dudaba de su George, estaba segura de su amor… ¿Que sus visitas eran menos frecuentes cada día? ¿Y qué? ¿Por ventura en su regimiento concedían a los oficiales permiso para salir a la hora que les viniera en gana? ¿Había de renunciar en absoluto a verse con sus amigos, a pasar algún rato con sus hermanas? ¿Había de cortar todas sus relaciones sociales, precisamente él, que era el ornato principal, el encanto de todas las reuniones? Cierto que tampoco escribía, y cuando lo hacía, sus cartas eran concisas, secas… pero no es el cuartel el sitio más indicado para escribir cartas largas, ni se debe exigir a un novio que se sobreponga al sueño o al cansancio y tome la pluma después de una noche de baile o de diversión con sus camaradas. Sé muy bien dónde guardaba Amelia las cartas y me sería muy sencillo entrar furtivamente, robárselas y servirlas a mis lectores, pero no haré tal, aunque de ello me dan ejemplo no pocos novelistas. Me conformaré con convertirme por un instante en rayo de luna, para dirigir una mirada casta sobre el lecho donde reposa la fidelidad, la belleza y la inocencia.

 

Si las cartas de George eran modelo de laconismo militar, en cambio las de Amelia, si hubiésemos de publicarlas aquí, daríamos a esta novela dimensiones que ni el lector más complaciente podría tolerar. En cada una de ellas, además de llenar varios pliegos de gran tamaño, con renglones estrechos de letras menuditas y apretadas, recurría a cruzar la escritura en forma verdaderamente endiablada. Copiaba páginas enteras de libros de poesías, subrayaba largos pasajes como para darles énfasis excepcional. Como Amelia no había sido nunca heroína, sus cartas aparecían plagadas de repeticiones, escribía con ortografía dudosa, y en sus versos, trataba con tal confianza al metro, que se permitía con él toda clase de libertades. Pero… hermosas señoras: si la sintaxis ha de ser obstáculo para que ustedes conmuevan los corazones, si no deben ser adoradas hasta que conozcan al dedillo la diferencia existente entre un trímetro y un tetrámetro, váyase al diablo el Arte Poético y venga la peste negra y acabe de una vez con el último pedante.

Capítulo XIII

De lo sentimental y de otras cosas

Temo que el caballerito a quien las cartas de Amelia iban dirigidas era un crítico descontentadizo y severo. Tal número de cartitas perseguían por doquier al teniente Osborne, que llegó éste a avergonzarse de las bromas de sus camaradas y dio a su criado orden terminante de no entregárselas más que en su gabinete. El capitán Dobbin, que por cualquiera de aquellas misivas habría dado con gusto un billete de banco, le vio en una ocasión, con verdadero horror, encender el cigarro con una de ellas.

Durante algún tiempo George intentó guardar el secreto de sus relaciones, bien que dejaba entrever que en su correspondencia había de por medio una mujer.

—Y no la primera —decía el abanderado Spooney al abanderado Stubble—. Osborne es un verdadero diablo; la hija del juez de Demerara enloqueció por sus pedazos; no tardó en ser reemplazada por aquella lindísima cuarterona de Saint Vicente… la señorita Pye… ¿la recuerdas? Pero desde que regresamos a Inglaterra, dicen que se ha hecho un Don Juan más que regular, un conquistador del diablo.

Osborne gozaba entre sus compañeros de armas de una reputación prodigiosa, porque todos ellos opinaban que la más brillante de las cualidades que pueden adornar a un hombre es «ser un tenorio más que regular y un conquistador del diablo». Era famoso en todos los deportes, famoso cantando, famoso en las grandes paradas, y a todas estas cualidades relevantes unía la de saber gastar con mano liberal el dinero que pródigamente le daba su padre. No había en su regimiento oficial que vistiera casacas mejor cortadas que las suyas, ni quien tuviera tantas como él. Nadie aguantaba tanto licor como él, ni siquiera su coronel, que era una esponja. En el pugilato vencía al mismísimo Mano-de-hueso, individuo a quien habrían hecho cabo de no ser un borracho impenitente. En las carreras, montaba su caballo Rayo y ganó la copa de la guarnición. Eran muchos los que le adoraban aparte de Amelia. Stubble y Spooney le tenían por un Apolo, Dobbin juraba que eclipsaría a Crichton el Admirable, y la señora del comandante O’Dowd reconocía que era un joven elegante, y llegaba hasta a admitir que le recordaba mucho a Fitzjurld Fogarty, el segundo hijo de lord Castlefogarty.

Pues bien: Stubble, Spooney y en general todos los camaradas y amigos de George, se entregaban, en el cuartel o en el casino, a las conjeturas más románticas y novelescas a propósito de las cartitas femeniles que recibía Osborne. Opinaban unos que se trataba de una duquesa enamorada, otros aseguraban que la autora de las misivas era la hija de un general, locamente apasionada por él, aunque estaba para casarse con otro; quién afirmaba que la enamorada era la señora de un miembro del Parlamento que le proponía que la raptase; quién que se trataba de una pasión romántica y avasalladora que traía locos y hacía desgraciados a los dos interesados. Osborne se guardaba muy bien de arrojar luz sobre el asunto, y dejaba a sus amigos la tarea de fabricarle una novela.

Es posible que nunca hubiese averiguado el regimiento la verdad del caso de no haber sido por una indiscreción cometida por el capitán Dobbin. Tomaba un día el capitán su modesto refrigerio de costumbre en la sala de estandartes en ocasión en que Cackle, el médico, y los tenientes Stubble y Spooney comentaban el eterno asunto de los amores de Osborne. Sostenía Stubble que la dama misteriosa era una duquesa de la corte de la reina Carlota, al paso que Cackle parecía inclinado a opinar que se trataba de una cantante de la ópera que gozaba de la reputación más detestable. Tal indignación sintió Dobbin al escuchar la idea insinuada por el médico, que sin reparar en que tenía la boca llena de huevo y de pan, ni tener en cuenta que la discreción debía sellar sus labios, gritó:

—¡Cackle… es usted un estúpido! ¡De su boca no salen más que disparates ni su lengua se mueve si no la inspira el deseo de armar escándalos! Osborne no se arrastra a los pies de una duquesa ni va a arruinar la vida de una modistilla. La señorita Sedley es la criatura de Dios más encantadora de la creación. Con ella sostiene relaciones formales Osborne, con ella se casará, y el hombre que quiera aventurar juicios sobre ella, obrará con prudencia no haciéndolo en presencia mía.

Mientras hablaba, Dobbin se había puesto rojo de ira, se atragantó, y, al terminar de hablar, casi se ahoga al beber una taza de té. Al cabo de media hora todo el regimiento conocía la historia, y aquella misma noche escribía la señora O’Dowd a su hermana Glorvina, para decirle que no se diese prisa en abandonar a Dublin, porque el joven Osborne había dirigido prematuramente sus miradas a otra parte. En la tertulia de la noche, la señora mencionada felicitó a Osborne con una alocución muy pulida que acompañó con un vasito de whisky, y nuestro teniente volvió a su casa furioso y dispuesto a reñir con Dobbin, que había declinado la invitación de la señora O’Dowd y se había quedado en casa tocando la flauta o componiendo versos del género melancólico.

—¿Quién diablos te mandaba hablar de mis asuntos? —gritó indignado Osborne—. ¿Qué le importa al regimiento que me case yo con quién me dé la gana? ¡Esa vieja bruja charlatana de O’Dowd me convierte en objeto de sus tonterías en su maldita reunión, y ella y mis camaradas pregonan mi himeneo por los tres reinos!… ¿Con qué derecho has dicho que estoy comprometido? ¿Quién te ha autorizado para meterte en mis asuntos, condenado Dobbin?

—Me parece que…

—¡Que debía llevarte el diablo a los infiernos, Dobbin! —interrumpió George—. Me has hecho favores, lo reconozco… te debo gratitud, pero sabe de una vez que no he de tolerar que me fastidies a todas horas con tus sermones ni me perjudiques con tus indiscreciones: es abusar demasiado del privilegio de los cinco años de edad que me llevas. ¡Lléveme el diablo antes de soportar por más tiempo tus aires de superioridad, de compasión, de ridícula protección!… ¡Compasión y protección!… ¡Quisiera saber en qué te soy inferior!…

—Pero ¿es por ventura mentira lo que he dicho? ¿No estás comprometido?

—¿Te importa mucho que lo esté o no?

—¿Es que te avergüenzan tus relaciones?

—¿Con qué derecho me hace usted esa pregunta, señor mío?

—¡Dios mío!… —exclamó Dobbin con inquietud—. ¿Piensas faltar a tu palabra?

—¿Se atreve usted a preguntarme si soy hombre de honor? —gritó Osborne con fiereza—. Éste es el sentido que debo dar a su pregunta, ¿no es verdad? Desde hace algún tiempo viene usted adoptando un tono que… que no estoy dispuesto a tolerar.

—¿Qué motivos he dado para que así me hables? Me he limitado a decir la verdad, me he limitado a recordarte que desprecias a una muchacha encantadora, George, me he limitado a aconsejarte que debes ir a verla con frecuencia y olvidar las casas de juego de la calle Saint James.

—¿Necesita usted que le devuelva el dinero que le debo? —preguntó con entonación sarcástica George.

—¡Desde luego! ¡Te lo estoy pidiendo siempre! ¿Es eso lo que quieres decir? Me tratas en forma muy generosa.

—No es eso, William… perdóname —exclamó George, cediendo a un impulso de remordimiento—. Me has demostrado tu amistad mil veces y de mil maneras distintas, bien lo sabe Dios… y yo. Me has salvado de docenas de conflictos… Cuando el Crawley del regimiento de la Guardia me ganó aquella suma de dinero, mi perdición habría sido segura de no haberme favorecido tú… Pero yo quisiera que no me regañases por costumbre, por sistema, como lo haces… ¡Si pareces un catequista en cuanto me echas la vista encima!… Estoy enamorado de Amelia… muy enamorado, la adoro… ¿Cómo no he de adorarla si es tan buena, tan inocente?… Pero ya ves… uno no es un santo El regimiento acaba de llegar de las Indias… déjame tener algunas expansiones… una vez casado, yo te juro que me reformaré… palabra de honor… No te enfades… el mes que viene te daré cien libras… Mi padre estará de mejor talante que hoy y se las sacaré… y mañana pediré permiso para ir a la ciudad y veré a Amelia… Vaya… ¿estás contento conmigo?

—Chico… es imposible estar enfadado contigo mucho tiempo —contestó el bonachón del capitán—. En cuanto al dinero, no hagas caso; ya sabes que contigo parto yo el último chelín… No me hace falta. Si algún día me encuentro con los bolsillos vacíos, también sé que tu último chelín es mío.

—¡Siempre! —gritó Osborne con entusiasmo, aunque por desgracia jamás disponía de un penique.

—Lo único que deseo es que te portes bien con Amelia, que no la relegues al olvido. Si la hubieses visto hace unos días cuando me preguntaba por ti, te aseguro que habrías tirado al cuerno el taco, las bolas, el billar, y hasta a los que te hacían la partida… Mira… vete mañana a la ciudad y consuélala, tunante, y hoy, escríbele una carta que no tenga fin. Haz algo para tenerla contenta… ¡Se contenta con tan poco la pobrecilla!…

—Tienes razón… Nada; yo te aseguro que quedará contenta.

Y efectivamente: momentos después se despedía para pasar el resto de la noche en compañía de unos cuantos camaradas alegres y amigos de ruido.

Amelia, mientras tanto, contemplaba desde el balcón de su cuarto la luna, que aquella noche brillaba pura y sin celajes sobre la plaza Russell de la misma manera que sobre las barracas del Chatam, donde se hallaba situado el cuartel del regimiento de George. Pensaba en su héroe y en lo que a aquellas horas haría. «Estará recorriendo las avanzadas, se decía, cerciorándose de la vigilancia de los centinelas, vivaqueando tal vez, acaso cuidando a algún camarada herido, o recluido en su solitaria habitación estudiando con ardor el arte de la guerra». Sus pensamientos, semejantes a inmaculados ángeles dotados de alas, volaban raudos, descendían río Chatam abajo, llegaban a Rochester y, curiosos, hacían alto junto al cuartel y pretendían ver qué pasaba en el interior de éste… ¡Vano empeño!, las puertas del cuartel estaban cerradas, el centinela tenía órdenes terminantes de no dejar pasar a nadie, y el pobre angelito de níveas vestiduras, mantenido a distancia, no pudo oír las báquicas canciones que los jóvenes oficiales rugían sobre una ponchera llena de humeante poción saturada de whisky.

El día que siguió a la conversación sostenida por George y Dobbin en el cuartel, el primero, resuelto a dejar demostrado que sabía cumplir su palabra, se dispuso a ir a la ciudad, con satisfacción y aplauso del capitán William Dobbin.

—Habría deseado hacer a Amelia un regalito —dijo George a su amigo en tono confidencial—, pero como en mi bolsillo no hay un penique, tendré que esperar a que mi padre se digne llenarlo.

No quiso Dobbin que quedase frustrado tan hermoso impulso de generosidad y se apresuró a entregar a George unos cuantos billetes de banco, que este último aceptó después de resistirse ligeramente.

Yo, que me precio de conocer el corazón humano, aseguro sin temor a equivocarme que sus más fervientes deseos eran hacer a Amelia un precioso regalo; pero quiso la fatalidad que, al dejar el coche en la calle Fleet, hiriese su vista un lindísimo alfiler de corbata que brillaba en el escaparate de un joyero. La tentación era irresistible, George sucumbió a ella con todo el dolor de su alma, y una vez pagado el alfiler, le quedaba tan poco dinero, que forzosamente había que renunciar al placer de comprar algo para Amelia. No importa; pueden mis lectores estar seguros de que no eran sus regalos lo que ansiaba el alma de la encantadora hija de los señores Sedley. El rostro de la pobrecilla brillaba como una aurora no bien vio llegar a George. Sus inquietudes, sus temores, sus lágrimas, sus dudas, sus insomnios prolongados, todo huyó cual bandada de palomas asustadas a la vista del apuesto teniente; bastó para ello una mirada de cariño, una sonrisa amorosa y acariciadora. El gozo escapaba por los ojos de Sambo cuando anunció al capitán Osborne (concediéndole generosamente un grado superior). Sambo cerró inmediatamente la puerta, y Amelia echó sus brazos al cuello de George, como si el pecho de éste fuera el hogar natural para ella. ¡Pobre enamorada!… El árbol más hermoso de toda la selva, el de tronco más recto y firme, el de ramas más sólidas, el que ostenta la vestidura más espesa de follaje, el que tú has escogido para construir en él un nido, es posible que sea el señalado por la fatalidad para caer tronchado dentro de poco con espantable estruendo.

 

Pero no seamos agoreros: George besó aquella linda cabecita, se miró con amor en aquellos ojos que destellaban felicidad, y estuvo extremadamente amable y rendido; Amelia, por su parte, al ver brillar en su corbata un alfiler que no le conocía, lo examinó y dijo que era hermosísimo y de un gusto perfecto.

Aquellos de nuestros lectores que posean un espíritu observador y, después de haber tomado nota de la conducta anterior del joven Osborne, hayan escuchado con atención las frases recientemente cruzadas entre el capitán Dobbin y él, es posible que hayan llegado a cierta conclusión por lo que a su carácter se refiere. Cierto francés cínico ha dicho que, en los juegos amorosos, hay dos partes: una que ama de veras y otra que se deja amar por condescendencia. Unas veces el amor radica en el hombre, y otras en la mujer. Habrá ocasiones en que un apasionado amante cometerá el error de ver en la insensibilidad, modestia; en la estupidez, reserva virginal; en la vacuidad, hermosa timidez; en una palabra: en un ganso, un cisne. También se da el caso de que una mujer enamorada de un perfecto asno lo engalane con gloria y esplendor con su imaginación, admire su estupidez como simplicidad varonil, adore su egoísmo como superioridad de hombre, vea en su majadería majestuosa gravedad y le trate como la célebre hada Titania trató a cierto tejedor de Atenas. En el mundo abundan los errores de esta clase: yo los he visto con frecuencia; pero concretándonos al caso presente, diré que Amelia creía firmemente que su prometido era el caballero más gallardo, el oficial más brillante del Reino Unido, y es posible que George Osborne creyera lo mismo.

Era algo turbulento, pero ¿no lo son, por ventura, la mayor parte de los jóvenes? Además, la mujer prefiere, por regla general, que el hombre a quien ama peque de turbulento que no de melindroso. George no había renunciado todavía a las expansiones propias de la mocedad, pero renunciaría pronto y pediría la licencia absoluta, toda vez que la guerra había terminado. Encadenado en Elba gemía el monstruo corso, y por consiguiente, podían darse por terminados los empleos por méritos de guerra y cerrados los caminos merced a los cuales demuestra un militar sus talentos y valor. Con su mesada y la dote de Amelia podría el joven matrimonio vivir en el campo, donde George entretendría sus ocios entre la caza y las labores agrícolas. Dicho se está que serían muy felices. Una vez casado, George no podía continuar en el ejército. ¿Cómo había de vivir Amelia en el pabellón de un cuartel, o quién sabe si en Oriente o en las Indias Occidentales, siempre entre oficiales, siempre junto a la comandanta O’Dowd? Amelia se desternillaba de risa cuando George la entretenía con historietas referentes a su comandanta, y se extasiaba cuando añadía que, personalmente, no le importaban las penalidades de la vida del soldado, pero que la amaba demasiado para someterla a la autoridad y vulgaridades de aquella espantable mujer, y que quería que ocupase en sociedad el lugar que la correspondía.

Entretenidos en estas conversaciones y erigiendo mil castillos en el aire, que Amelia adornaba con flores de todas clases, jardines, muros rústicos, paseos por el campo, y cosas por el estilo, a lo que la fantasía de George añadía caballerizas, jaurías y bodegas, pasaron nuestros enamorados un par de horas agradabilísimas. Como el teniente no tenía permiso más que para un día, y había de hacer infinidad de cosas, propuso a Amelia que fuera a comer con sus futuras cuñadas, invitación que colmó a nuestra amiga de alegría. Acompañóla, pues, a la casa de sus padres, donde la dejó hablando con sus hermanas con ardor y animación que maravilló a tan dignas señoritas, y él salió a fin de evacuar sus negocios.

George tomó un helado en una pastelería de Charing-Cross, fue a probarse un traje a Pall Mall, llamó al capitán Cañón, con quien jugó diez partidas al billar, de las cuales ganó ocho, y volvió a la casa de sus padres con media hora de retraso para comer, pero, en cambio, de un humor excelente.

Menos bueno lo trajo el señor Osborne padre. Cuando este caballero llegó de la City y fue recibido en el salón por sus hijas y la elegante señorita Wirt, observaron todos que su cara, de ordinario solemne, grave, y amarillenta, reflejaba intranquilidad y desasosiego. Al adelantarse Amelia para saludarle, tímida y temblorosa como siempre, contestó con una especie de gruñido y no estrechó con su zarpa hirsuta la manita que la doncella le tendía. Miró con expresión siniestra a su hija mayor, la cual, comprendiendo al punto que la mirada significaba: «¿Qué diablos hace ésa aquí?», se apresuró a decir:

—George está en la ciudad, papá: salió a hacer unos encargos, pero volverá a comer.

—¿Dices que volverá? Pues mira; no quiero que la comida espere por él, Jeannie —replicó el anciano, arrellanándose en su sillón y guardando un silencio embarazoso.

Cuando el cronómetro, cuya ornamentación era un grupo que representaba el sacrificio de Ifigenia, dejó oír las cinco campanadas, el señor de Osborne hizo repicar con violencia la campana, y tronó:

—¡A comer!

—El señorito George no ha llegado todavía, señor —objetó el ayuda de cámara.

—¡Maldita la falta que nos hace!… ¿Quién es aquí el dueño de la casa? ¡A comer, he dicho!

Amelia temblaba como una azogada: las tres jóvenes restantes cruzaron miradas de inteligencia. En las regiones bajas, la campana, obediente a la señal de arriba, comenzó a tocar desaforadamente. El señor de la casa, sin esperar nuevos anuncios, metió las manos en los bolsillos de su casaca azul con botones de cobre y echó a andar solo, escalera abajo, ceñudo como un Júpiter tonante y con expresión tempestuosa.

—¿Qué pasará? —se preguntaban las hijas, mientras seguían al padre.

—Habrán bajado los fondos —dijo la señorita Wirt.

Silenciosos como estatuas se sentaron todos a la mesa. El señor gruñó una oración que más que oración parecía maldición. Amelia estaba muerta de miedo, pues la habían sentado junto al viejo, y debido a la ausencia de George, se sentía sola en aquel lado de la mesa.

—¿Sopa? —preguntó el señor de Osborne con tono sepulcral.

Sirvió a Amelia y a los demás y no volvió a despegar los labios.

—Retire el plato de la señorita Sedley —dijo al criado—. Por lo visto no es partidaria de la sopa… como yo tampoco. Esta sopa es infernal. Llévese usted la sopa, Hicks, y mañana ponme al cocinero de patitas en la calle, Jane.

Sobre el pescado, que sirvieron después de la sopa, hizo el señor Osborne algunas observaciones tan agradables como las anteriores, y maldijo de Billingsgate y de los que allí pescaban con énfasis digno de aquel lugar. Guardó luego un silencio terrible y echó entre pecho y espalda una porción de vasos de vino. Cuando su mal humor era más grande, entró George.