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100 Clásicos de la Literatura

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Permanecen cerrados nuestros libros de sermones durante la permanencia de la señorita Crawley, y el señor Crawley, su sobrino, que ella detesta, considera conveniente ausentarse para la ciudad, y hace su aparición en el castillo el joven dandy, el capitán Crawley, a quien supongo que desearás conocer.



Es un joven muy alto, seis pies largos de talla, muy guapo, muy elegante, que habla a gritos, que jura como un condenado, que manda imperiosamente, no obstante lo cual le adora la servidumbre, que se dejaría matar por él, porque es generoso en extremo. La semana pasada, los guardabosques mataron casi a un escribano que llegó de Londres con su secretario para detener al capitán. Les encontraron rondando por el parque, y fingiendo que les tomaban por merodeadores, les propinaron una paliza monumental, les dieron un baño en el estanque, y habrían concluido arcabuceándoles si no interviene a tiempo el barón. Creo que venían a prenderle por deudas.



El capitán profesa un desprecio perfectamente filial a su padre, a quien llama ladronzuelo, sanguijuela, viejo pícaro, y otras lindezas por el estilo. Entre las damas se ha hecho una reputación terrible: lleva consigo sus caballos de caza, se pasa la vida con los caballeros del país, invita a comer a quien le place sin que se atreva a decir nada sir Pitt, a fin de no disgustar a la solterona y perder el legado que espera cuando la apoplejía termine su obra. ¿Debo referirte una galantería del capitán con respecto a mí? Creo que vale la pena. Una noche de baile se encontraban en esta residencia sir Huddleston Fuddleston y familia, sir Giles Wapshot y sus hijas, amén de otras muchas jóvenes que no conozco. Pues bien: oí decir al capitán: «¡Pardiez! ¡Es una muchacha lindísima!»; y se refería a mí. Me dispensó luego el honor de bailar dos piezas conmigo. Es camarada de los jóvenes elegantes de la región, y en su compañía bebe, apuesta, monta a caballo y habla de monterías y de carreras, pero dice que son insoportablemente aburridas todas las muchachas, y creo que no le falta razón. Es divertido ver el desdén con que me miran. Cuando bailan, yo toco el piano y debo permanecer fija en la banqueta, pero hace pocas noches salió el capitán un poquito bebido del comedor, y juró a gritos y lanzando una frase demasiado fuerte para que yo pueda estamparla aquí, que era yo la que mejor bailo y que haría venir a los violinistas de Mudbury para que yo pudiese bailar.



La señora Martha de Crawley se ofreció entonces a tocar una danza del país. (Debo decirte que es una vieja de piel arrugada y negra, ojos brillantes y adorna su cabeza con un turbante de tres picos). Bailaron, pues, el apuesto capitán y tu buena amiga Becky, y momentos más tarde, la señora Martha de Crawley se acercaba a mí y me felicitaba por lo admirablemente que lo había hecho, jamás hizo tanto la orgullosa esposa del rector, prima hermana del conde de Triptoff, que ni siquiera se dignaba visitar a su cuñada la baronesa como no fuese cuando la solterona se encontraba en el castillo. ¡Pobre baronesa! Mientras todo el mundo se divierte en el salón, ella permanece en sus habitaciones tomando píldoras.



La señora Martha de Crawley se ha apasionado por mí. «Mi querida señorita Sharp —me dice—; ¿por qué no viene usted con sus discípulas a la casa rectoral? Sus primas tendrían placer especial en verlas». Sé muy bien lo que la excelente señora busca; cierto que il signore Clementi no nos enseñó piano por amor al arte, que es lo que la señora del rector desea que haga yo con sus hijas, pero iré, y seré profesora gratuita, porque quiero hacerme amiga de la cuñada de mis señores. ¿No es éste deber primordial de las pobrecitas institutrices que no tienen en el mundo parientes ni amigos? La señora Martha de Crawley me prodigó enhorabuenas y felicitaciones por los admirables progresos que hacen mis discípulas, y creyó… ¡pobrecita incauta!… que había logrado conmover mi corazón… ¡Como si mis discípulas me importasen un comino!…



El vestido de muselina y la banda color rosa que me regalaste me sientan a las mil maravillas, según me han repetido más de una vez. Entrambas prendas están hoy un poquito deterioradas, pero nosotras, las pobres, no podemos proporcionarnos des fraiches toilettes. Feliz, feliz mil veces tú, que no tienes más que montar en el coche y llegarte a la calle Saint James, donde compra una madre tierna cuanto tu corazón pueda apetecer. Adiós, corazoncito mío: sabes que te quiere tu mejor amiga



BECKY



P. D. ¡Qué lástima que no vieses la cara que pusieron las señoritas Blackbroock, hijas del almirante del mismo apellido, lindas muchachas que lucían vestidos recién traídos de Londres, cuando el capitán Rawdon Crawley, pese a la sencillez de mi tocado, me escogió por pareja!



Cuando la señora Martha de Crawley, cuyos artificios había penetrado la perspicaz Becky, hubo conseguido de ésta promesa formal de visitarla, suplicó a la omnipotente solterona que obtuviera la aprobación indispensable de sir Pitt. La excelente anciana, siempre de buen humor, deseosa de ver en torno suyo la alegría y la jovialidad, aprovechó encantada una oportunidad de afirmar la reconciliación entre los dos hermanos. Se decidió, pues, que, en lo sucesivo, el elemento joven de las dos familias se haría frecuentes visitas, pero la intimidad duró únicamente el tiempo que permaneció en el castillo la vieja y alegre mediadora.



—¿Por qué has invitado a comer a ese tunante de Rawdon? —preguntó el rector a su mujer mientras cruzaban a paso lento el parque, dirigiéndose a su casa—. No me gusta ese sujeto: mira a mis feligreses como si fuesen negros, y no nos mira mucho mejor a nosotros; no está contento si no bebe vinos lacrados con lacre amarillo, que me cuestan diez chelines por botella, y por si no basta esto, tiene un carácter infernal, es jugador, borracho, tramposo, pródigo… Mató en duelo a un hombre, está de deudas hasta los ojos, y me ha robado a mí y a los míos una buena parte de la fortuna de mi hermana. Dice Waxy que le… ¡Permita…! —el buen rector alzó el puño, lo agitó con furia, pronunció algo semejante a un juramento, y luego terminó con entonación melancólica—: que le lega en una cláusula testamentaria cincuenta mil libras esterlinas… No nos quedarán a repartir más de treinta mil…



—Y creo que se va… se va a la carrera —contestó la esposa del rector—. Hoy mismo, al levantarnos de la mesa, tenía la cara arrebatada, roja… He tenido que aflojarle las cintas…



—Se bebió siete copas de champaña… ¡y qué champaña!… Vosotras, las mujeres, no distinguís, pero es lo cierto que el champaña con que nos obsequia el miserable de mi hermano es un veneno.



—Claro; nosotras no conocemos…



—Bebió luego jerez y coñac, y más tarde, después del café, una porción de copas de curasao, licor que no bebería yo por nada del mundo, porque abrasa materialmente el corazón. No es posible que lo resista mi hermana… ¡Ca…! No hay cuerpo que aguante semejante fuego… Matilde se muere antes de un año: acuérdate de lo que digo.



El matrimonio continuó largo rato hablando de asuntos tan importantes, y pensando en sus deudas, y en que su hijo Jimmy, a la sazón en el colegio, y su hijo Francis, que se hallaba en Woolwich, y sus cuatro hijas, que distaban mucho de ser beldades, no tendrían un céntimo fuera del legado que de la tía esperaban.



—No es posible que mi hermano sea tan canalla, tan criminal, que enajene la vinculación a la familia de la rectoría. Y qué te parece: ahora ese metodista papanatas de su hijo mayor, quiere ir al Parlamento —continuó el rector después de una pausa.



—Tu hermano es capaz de todo —contestó su mujer—. Deberíamos hacer que tu hermana le arrancase la promesa de que quedaría reservada para Jimmy.



—Y mi hermano lo prometerá todo para no cumplir luego nada. Me prometió que a la muerte de nuestro padre pagaría todas mis deudas contraídas en el colegio, me prometió que construiría una nueva ala en el edificio de la rectoría, me prometió el campo de Jobb y las praderas de Seis-Acres, pero sus promesas en promesas se han quedado. ¡Y es al hijo de ese hombre, al canalla, al jugador, al estafador, al asesino, a quien Matilde lega la mayor parte de su fortuna!… Digo que semejante decisión de mi hermana es contraria a la ley de Cristo… ¡Y tanto si lo es!… Ese perro infame tiene todos los vicios, excepto el de la hipocresía, que ése lo monopoliza su hermano.



—¡Por Dios, querido… que nos encontramos en las propiedades de sir Pitt!



—Digo y repito que tiene todos los vicios y que es un asesino. Pues qué: ¿no mató de un tiro al capitán Market? ¿No robó al joven lord Dovedale en Cocoa-Tree? ¿No apostó en la lucha entre William Soames y el campeón de Cheshire, que me costó cuarenta libras? Sabes muy bien que nada invento, que todo es verdad. Y por lo que se refiere a su afición al bello sexo, sabes muy bien que, en mi propia habitación rectoral, delante de mí, tuvo la incalificable osadía de…



—No lo digas, por Dios.



—¡Y a un miserable de esa calaña, a un perdido como él le invitas a comer en casa! —continuó el exasperado rector—. ¡A un libertino como él, lo lleva a su casa una madre que tiene hijas, la esposa de un rector de la iglesia de Inglaterra!… ¡Ira de…!



—Estás loco.



—Yo no sé si estoy loco o no, ni si veo las cosas tan pronto como tú, pero sí te digo que no quiero alternar con Rawdon; más claro agua. Iré a visitar a Huddleston Fuddleston, para ver su galgo negro, y pienso hacer correr a Lancelot contra él y apostar cincuenta libras. Le haré correr contra cualquier perro de Inglaterra. Pero no quiero ni ver siquiera a ese bestia de Rawdon Crawley.



—Estás borracho como de costumbre, amigo mío —contestó la señora.



A la mañana siguiente, el buen rector, después de tomar una ración de cerveza clara, habló con más cordura, y convino en que se ausentaría según lo hablado la víspera para evitar el desagradable encuentro con su sobrino.

 



Apenas llegó la solterona al castillo, Becky, poniendo en juego su poder fascinador, supo granjearse todas las simpatías de aquella vieja alegre, de la misma manera que se había conquistado las de todos los moradores del castillo. Un día, al salir a paseo en coche, dijo que quería que la acompañase a Mudbury la «pequeña institutriz». Cuando salieron, la vieja no había cruzado palabra con Becky, pero al regreso, ésta, que la había hecho reír cuatro veces y la entretuvo muy agradablemente durante todo el paseo, se había conquistado todo el cariño de aquélla.



—¿Por qué no ha de sentarse a la mesa la señorita Sharp? —dijo la solterona a sir Pitt, que había preparado una comida de ceremonia, a la que estaban invitados todos los títulos y nobles de los contornos—. ¿Crees, querido, que voy a pasarme la comida hablando de muñecos vivos con la señora de Huddleston, o de leyes con la vieja gansa de sir Giles Wapshot? Reclamo un puesto para Becky. Quédese en sus habitaciones tu mujer si hemos de estar en la mesa muy apretados, pero Becky estará a mi lado. Es la única persona de todo el condado con la cual se puede hablar.



No hubo más remedio que doblegarse ante orden tan imperiosa. La institutriz recibió aviso oportuno para que bajase a comer con la ilustre reunión, y cuando sir Huddleston, después de acompañar del brazo hasta la mesa, con gran pompa y ceremonia, a la solterona, se disponía a sentarse al lado de ésta, la extravagante anciana gritó con voz chillona:



—Becky… Becky… venga a sentarse a mi lado. Me entretendrá durante la comida. Sir Huddleston Fuddleston que se siente al lado de lady Wapshot.



Sir Huddleston Fuddleston sopló como un ballenato durante toda la comida. Sir Giles Wapshot deglutía la sopa haciendo ruidosas aspiraciones y poniendo de través el ojo izquierdo. De todos estos defectos hizo Becky a la vieja, más tarde, durante la velada, una descripción graciosísima, así como también supo hablar, con envidiable acierto, de política, de la guerra, de las sesiones del Parlamento, y de tantos otros temas graves e importantes que suelen ser objeto de las conversaciones de los aristócratas.



—Es usted una trouvaille, querida mía —repetía la solterona—. Quisiera llevarla conmigo a Londres.



A partir del día en que se dio la comida reseñada, la hermana de sir Pitt mandó que todos los días la llevase del brazo al comedor Rawdon Crawley, y la siguiese Becky llevando su almohadón, o bien que le diera el brazo Becky y cargase Rawdon con el almohadón.



—Hemos de sentarnos los tres juntos —decía la vieja—, porque somos los tres únicos cristianos que hay en todo el condado.



Además de poco o nada religiosa, era la vieja ultrarradical en sus opiniones, que expresaba con encantadora sencillez cuantas veces tenía ocasión.



—¿Qué significa el nacimiento? —decía a Becky—. Examina a sir Pitt, mi hermano; a los Huddleston Fuddleston, títulos desde el reinado de Enrique II; a mi hermano el rector; ¿hay alguno entre ellos que te iguale en inteligencia ni en instrucción? ¿Qué digo igualarte a ti, si no llegan siquiera a mi doncella y podrían darse por muy satisfechos si entendieran lo que mi mayordomo? Tú, hija mía, eres una alhaja, una joya de valor inapreciable. Más cerebro encierra esa cabecita, que todas las del condado. Si entre el mérito y el nacimiento existiese relación directa, tú hubieses nacido duquesa… No… Ser duquesa no vale nada… Pero no debías tener superiores… De mí puedo decir que te tengo por igual mía en todo, absolutamente en todo… A propósito… ¿quieres poner unos carbones en la chimenea… y llevarte este vestido… y reformármelo otro día, tú que todo lo haces tan bien?



He aquí cómo aquella vieja filántropa acostumbraba a mandar mil cosas a su igual, y la obligaba a servirla, a ser su modista, y a que todas las noches le leyese novelas francesas hasta dejarla dormida.



Por este tiempo ocurrieron dos sucesos que crearon honda sensación en la sociedad elegante y dieron mucho trabajo a las gentes de toga. Shafton se fugó con Barbara Fitzurse, hija y heredera del conde Bruin, y el pobre Vane, respetable caballero de cuarenta años, modelo de esposos y padre de una familia numerosa, abandonó de improviso un hogar feliz seducido por los encantos de la Rougemont, actriz que había cumplido sus sesenta y cinco abriles.



—Era lo que más me encantaba de nuestro querido lord Nelson —comentó la solterona—. Por una mujer era capaz de irse a los infiernos. Yo abomino del hombre que no hace esas cosas, de la misma manera que adoro todas las uniones imprudentes. Me encanta cuando veo que un noble muy campanudo se casa con una modistilla, tal como hizo lord Flowerdale, con escándalo e indignación de todas las mujeres… Mi mayor placer sería ver que te fugabas con un gran hombre, Becky, porque tú lo mereces… ya lo creo que lo mereces…



—Sería encantador —confesó Becky.



—También gozo a rabiar cuando un pobre diablo se fuga con una muchacha rica… Siempre me da el corazón que Rawdon ha de fugarse con alguien…



—Con alguien… ¿rica o pobre?



—Eso por sabido se calla: Rawdon no tiene un penique, fuera de lo que yo le dé; está criblé de dettes… No tiene más remedio que reparar su fortuna y triunfar en el mundo.



—¿Es listo? —preguntó Becky.



—¿Listo? Limpio, completamente limpio de ideas, si se le saca de su regimiento, de sus caballos, de sus cacerías y de sus juegos, pero… vencerá, porque es truhán como un demonio. En su regimiento le adoran, y en la casa de Wattier y en Cocoa-Tree juran por su nombre.



Cuando Becky, en la carta que escribió a su queridísima amiga, al hacer la crónica del baile, dijo que el capitán la había distinguido, no fue del todo exacta en la exposición de los hechos. El capitán la había distinguido ya muchas veces antes del baile. Veinte veces la había tropezado por casualidad en los paseos, veinte veces la había encontrado en pasillos obscuros del castillo, veinte veces se había inclinado sobre ella mientras tocaba el piano o cantaba, y veinte veces le había escrito cartitas amorosas, con la mejor ortografía y el lenguaje más fino de que era capaz un capitán de dragones apenas domesticado, aunque a bien que la rudeza es cualidad que convence con frecuencia a las mujeres con mayor eficacia que ninguna otra. A la primera carta, que el capitán depositó entre las hojas de la romanza que estaba cantando la institutriz, contestó ésta levantándose, mirándole con fijeza y haciendo del papelito un tricornio: a continuación, avanzó en derechura hacia el enemigo, arrojó la carta al fuego, hizo una reverencia profunda y, volviendo a ocupar su asiento, cantó con mayor desahogo que nunca.



—¿Qué pasa? —preguntó la solterona, cuya siestecita interrumpió la cesación de la música.



—Una nota falsa —contestó riendo Becky.



La rabia y el despecho ahogaban a Rawdon.



En presencia del entusiasmo nada equívoco de la solterona por Becky, no podemos menos de ponderar la generosidad de la esposa del rector, que supo dispensar excelente acogida a la institutriz, sin demostrar envidia, y recibir con amabilidad a Rawdon Crawley, rival de su marido en la herencia de las setenta mil libras esterlinas. Parecía que tía y sobrino no sabían vivir el uno sin el otro. El segundo abandonaba la caza, desdeñaba las invitaciones de los Huddleston Fuddleston, dejaba de ir a comer con los oficiales de la guarnición de Mudbury, y todo por el gusto de pasarse las tardes en la rectoral, donde también se presentaba la señorita Crawley, y donde, ¿qué había en ello de inconveniente?, solía pasarlas también la institutriz con las dos niñas del barón. Por la noche volvían todos a pie al castillo, excepción hecha de la solterona, que prefería hacerlo en coche. El paseo a través de los prados de la rectoría hasta la puertecita del parque, y luego por entre los espesos árboles, resultaba delicioso a la luz de la luna, sobre todo para dos amantes de la naturaleza como el apuesto capitán y Becky.



—¡Oh, cómo parpadean las estrellas! —exclamaba Becky, clavando en ellas sus ojos verdes—. Paréceme que me alejo de la tierra y me convierto en espíritu cuando las contemplo.



—¡Oh!… ¡ah!… ¡sí!… exactamente lo mismo me sucede a mí —contestaba el otro entusiasta—. ¿Le molesta que fume, señorita Sharp?



Al aire libre, el olor del tabaco agradaba en extremo a Becky, y en una ocasión, hasta quiso gustarlo. Tomando el cigarro del capitán, dio una chupadita de la manera más encantadora del mundo, lanzó un grito acompañado de un estornudo y de una sonrisita, y lo devolvió al propietario, quien se atusó el bigote, chupó hasta sacar una brasa que parecía un pedazo de sol, y juró por su honor que jamás había fumado cigarro tan delicioso como aquél.



Desde la ventana de su gabinete espiaba el viejo sir Pitt a la pareja, fumando su pipa, bebiendo cerveza y conversando con su mayordomo sobre un carnero destinado a la matanza. Poca gracia debió hacerle el descubrimiento, pues lanzó media docena de tacos terribles, y juró que, de no ser por su hermana, agarraría al bergante de su hijo por los cabezones y lo plantaría de patitas en el campo, por desvergonzado.



—Malo es, no puede negarse —contestó el mayordomo—, y peor que él su asistente Flethers, que constantemente arma camorras sobre la comida y la cerveza… pero creo que es digna de los dos la señorita Sharp —terminó, después de una pausa.



Tenía razón el mayordomo: Becky era digna de los dos… del padre y del hijo.





Capítulo XII



Capítulo sentimental





Con sentimiento nos vemos obligados a abandonar esta Arcadia feliz y a despedirnos de sus sencillos habitantes, que en ella practican las hermosas virtudes campestres, para volver a Londres y ver qué hace allí la señorita Amelia Sedley.



«Nos tiene completamente sin cuidado —nos escribe a su propósito una mano desconocida, con letra menudita perfectamente dibujada—; es sosa e insípida», y añade otras lindezas por el mismo estilo, que no estamparemos aquí, aunque favorecen en extremo a la señorita a quien se refieren.



¿No ha oído el lector benévolo observaciones parecidas, en boca de sus lindas amiguitas, a quienes causa admiración que Pepe vea atractivo alguno en Luisita? ¿No les han oído confesar con adorable ingenuidad que no comprenden que el capitán Fulánez haya pedido relaciones a la insignificante Adela, tonta de capirote, que no tiene el diablo por donde asirla como no sea por su carita de muñeca de cera? ¿Qué valor tienen unas mejillas amasadas con leche y rosas o unos ojos grandes, rasgados, profundos?, dicen esos moralistas del sexo bello, y a continuación, insinúan que los tesoros del entendimiento, los dones del genio, el dominio de las grandes Cuestiones de Mangnall, los conocimientos en botánica y en geología, la habilidad para hacer versos y aporrear sonatas herzianas, y tantas otras cosas análogas, son perfecciones incomparablemente más dignas de la mujer que esos encantos fugaces que el transcurso de breves años se encarga de empañar y destruir. Realmente resulta edificante en extremo oír discurrir a las mujeres sobre lo efímero y vano de la hermosura.



Confesamos que la virtud vale más que la belleza, y que aquellas desventuradas criaturas que padecen la desgracia de ser bonitas, no deben de olvidarse del destino que las aguarda; que acaso el carácter heroico de la mujer, que en tanto grado despierta la admiración de algunas de ellas, es objeto más hermoso, más glorioso, que la amabilidad, la frescura, la gracia sonriente, la ingenuidad, la ternura de esas hadas domésticas que suelen atraerse la adoración del hombre, pero… sepan las hermosas, para su consuelo, que el sexo fuerte es tan necio, que suele admirar y prendarse de las cualidades reseñadas en segundo lugar, con ser de orden inferior a las primeras, y que, arrostrando los sanos consejos y hasta las protestas airadas de las que, muy atinadamente y llevadas de la mejor intención, intentan prevenirle en contra de los encantos perecederos, persiste el hombre en su loco error, y une su existencia a la de una hermosa con preferencia a la de una sabia. De mí puedo decir que, aun cuando personas que me merecen el respeto más profundo me han repetido hasta la saciedad que la señorita Blanca era una muñequita insignificante y que la señorita Lucy poseía como atractivo único su petit minois chiffonne, he sostenido conversaciones encantadoras con la señorita Blanca y me extasiaba el trato con la señorita Lucy; en torno a Blanquita se agrupaban todos los galanes, los jóvenes se disputaban el honor de bailar con Lucy, fenómenos que me hacen sospechar que el desprecio de las de su sexo es el mejor cumplido para una mujer.

 



Prueba de lo atinado de nuestra observación última es lo que ocurría con las amigas de Amelia Sedley. Por ejemplo: no se conocían conformidad y armonía más encantadoras que las de las señoritas de Osborne, hermanas de George, y las de Dobbin, en el juicio y apreciación de los insignificantes méritos de Amelia, y, como consecuencia, su estupefacción era inmensa cada vez que oían hablar a sus hermanos de los encantos que en ella encontraban.



Las señoritas de Osborne, dos delicadas jóvenes de tez morena, que habían tenido las mejores institutrices, los mejores maestros y las mejores modistas, trataban a Amelia con tanta amabilidad y condescendencia, la protegían con superioridad tan abrumadora, que la pobre muchacha enmudecía en su presencia y ofrecía apariencias de niña boba. Amelia procuraba parecerse a las hermanas de su futuro, pasaba con ellas mañanas interminables y tardes eternas, tomaba asiento a su lado en su espacioso coche de familia, asistía, siempre invitada, a los conciertos, al oratorio, a Saint Paul, donde estaban los niños asilados, y tal terror la inspiraba la compañía de sus amigas, que ni se atrevía a dejarse conmover por los patéticos himnos cantados por los niños. La casa de los señores de Osborne era cómoda, lujosa, su mesa rica y deslumbrante, las reuniones dadas en ella prodigio de solemnidad y de tiesura, y prodigioso el respeto propio de todos sus moradores; suyo era el mejor sitial de Foundling, todos sus hábitos eran pomposos y ordenados, todas sus distracciones intolerablemente aburridas y dignas. Jamás se despedía Amelia de sus amigas sin que éstas se preguntasen: «¿Qué ha podido ver George en esa criatura?».



Pero ¿en qué consiste esa anomalía? —se preguntarán algunos de mis lectores—. ¿En qué consiste que Amelia, que supo hacerse adorar por todas sus compañeras de colegio, haya sido puesta en entredicho por las de su sexo, apenas entrada en el mundo? A los que tal pregunten, contestaré que en el colegio dirigido por Barbara Pinkerton no había más hombres que el maestro de baile, quien no era de esperar que encendiese amores volcánicos en los pechos de las colegialas. Pero salió del colegio, entró en sociedad, y como George, el apuesto hermano de las señoritas de Osborne, salía escapado de su casa no bien terminaba el almuerzo, y comía fuera seis de los siete días de la semana, natural era que aquéllas se diesen por resentidas. Un día, el joven Bullock (de la casa Hulker, Bulíock y Compañía, banqueros, calle Lombard), que durante las dos temporadas de invierno últimas había hecho la corte a Mary Osborne, invitó a Amelia a bailar un cotillón. ¿Creerán los lectores que semejante elección pudo ser del agrado de Mary? Y, sin embargo, esta criatura buenísima así lo aseguró: «¡Qué placer experimento al ver que Amelia te es simpática! —dijo a Bullock, terminado el baile—. Es la futura de mi hermano George; no vale gran cosa, pero posee un carácter sencillo y sin afectación, y en casa la adoramos todos».



Las dos caritativas señoritas de Osborne y su institutriz, huesuda señorita de formas angulosas llamada señorita Wirt, procuraban con tanta frecuencia llevar al ánimo de George la idea de la enormidad del sacrificio que hacía, y de la prueba de generosidad romántica que daba al ponerse a los pies de Amelia, que él empezó a considerarse como uno de los más nobles caracteres del ejército inglés, y a dejarse amar con una considerable dosis de fácil resignación.



Debemos decir, sin embargo, que si George abandonaba su casa todas las mañanas apenas terminado el almuerzo, si comía fuera seis de los siete días de la semana, si hacía creer a sus hermanas que se pasaba la existencia, como galán apasionado, pegado a las faldas de la señorita Sedley, no siempre que el mundo le suponía a los pies de Amelia se hallaba a su lado. Ocurría en más de una ocasión que, al llegar el capitán Dobbin a la casa de los Osborne, y preguntar por su amigo, Jeannie Osborne, que prestaba al capitán una atención particular, y gustaba mucho de oír sus historias militares, y hasta le preguntaba por la salud de su mamá, le contestaba riendo:



—Pero ¿no sabe usted que para encontrar a George hay que ir a casa de los Sedley? Aquí no le vemos en todo el día.



El capitán reía a veces con risa forzada y procuraba llevar la conversación a otro terreno, como hombre que conoce bien el mundo, hablando de asuntos de interés general, como de la Ópera, del último baile del príncipe en Garitón House, de la lluvia, del buen tiempo, recurso supremo de los salones.



—¡Qué inocente es tu galán! —decía Mary a Jane, luego que se despedía el capitán—. Basta decir que George está a los pies de Amelia para que se ponga como la grana.



—Es una lástima que no tenga su modestia Frederick Bullock, Mary —contestaba Jeannie, moviendo la cabeza.



—¡Modestia!… Querrás decir torpeza. No me haría gracia que Frederick se quedase con un jirón de mi vestido debajo de sus pies, como hizo el capitán con el tuyo en el baile de los señores de Perkins.



En realidad, cuando el capitán se ruborizaba, y bajaba los ojos, y procuraba dar otro rumbo a la conversación, era porque pensaba en algo que no creía conveniente revelar a las señoritas, es decir, que había pasado ya antes por la casa de los señores Sedley, y que allí no se hallaba George, sino la pobrecita Amelia sola, pensativa, triste, sentada junto a la ventana del salón. Amelia le había preguntado si el regimiento a que pertenecía George había recibido orden de marcha o si había visto a su amigo; el capitán contestó que ni el regimiento había recibido orden de marcha ni él visto a George, a quien iba a traer por las orejas, porque seguramente le encontraría acompañando a sus hermanas. Amelia le daba la mano en señal de agradecimiento, el capitán atravesaba la plaza, aquélla quedaba esperando junto a la ventana, pero George no llegaba.



¡Pobre corazoncito! Siempre enamorado, siempre esperando, siempre latiendo, siempre lleno de paciencia y de fe. ¡Ah! ¿Qué hay en su vida digno de ser descrito? Nada, puesto que con dificultad encontramos en ella lo que solemos llamar incidentes. El mismo pensamiento la acosa durante el día entero: «¿Cuándo vendrá?». Con ese pensamiento se duerme y con ese pensamiento se despierta. Yo creo que George estaba jugando al billar con el capitán Cañón en la calle Swallow cuando Amelia preguntaba por él a Dobbin: fúndase mi creencia en que George era camarada alegre y muy amigo de sus amigos, y sobresalía en todos los juegos de habilidad.



Un día, después de tres de eclipse de George, Amelia se puso el sombrero y se presentó en la casa de los señores de Osborne.



—¡Cómo! —exclamaron las señoritas—. ¿Dejas a nuestro hermano y vienes a vernos? ¿Es que habéis regañado? ¡Cuéntanos… cuéntanos!



—¡No… no hemos regañado! —contestó Amelia con lágrimas en los ojos—. ¿Quién sería capaz de regañar con él? He venido… he venido… únicamente para ver a mis amiguitas… ¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos!…



Y estuvo tan cohibida, tan torpe, que las señoritas de Osborne y la institutriz, que la vieron marchar transida de tristeza, se preguntaron más admiradas que nunca qué atractivo podía encontrar George en la pobre Amelia.



Comprendo el silencio de Amelia. ¿Cómo podía poner al desnudo su tímido corazoncito para que lo inspeccionasen sus amigas de ojos negros y mirada penetrante y atrevida? No; preferible era que se encerrase dentro de sí misma y guardase sus penas. Me consta que las hermanas Osborne eran críticos de primera fuerza tratándose de un chal de cachemira o de un vestido de seda; buena prueba de ello es que, cuando la señorita Pickford hizo teñir el suyo, y la señorita Turner convirtió en un manguito su esclavina de piel de armiño, ni el cambio de color ni la transformación de una prenda en otra pasaron inadvertidas a las dos peritas antes mencionadas. Pero hay cosas de calidad más fina que las pieles o la seda, más delicadas que todas las glorias de Salomón, o que el guardarropa de la reina de Saba, cosas cuya belleza escapa a muchos ojos expertos; y hay almitas tiernas y modestas que sólo brillan en lugares tranqu