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100 Clásicos de la Literatura

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Juntas leyeron Becky y Rosa una porción de obras deliciosas, francesas e inglesas, entre las cuales haremos mención de las del sabio doctor Smollett, del ingenioso Henry Fielding, del gracioso y fantástico monsieur Crébillon hijo, a quien tanto admiró nuestro inmortal poeta Gray, y del universal monsieur de Voltaire. Preguntó en una ocasión el señor Crawley qué leían las niñas, contestando inmediatamente la institutriz que a Smollett. «¡Oh, Smollett! —repuso muy satisfecho el señor Crawley—. Su historia es más obscura, pero menos peligrosa que la de Hume… ¿Es historia lo que ahora estudian las niñas?» Rosa contestó afirmativamente, pero se guardó mucho de añadir que la historia que leían era la de Humfredo Clinker. En otra ocasión, quedó escandalizado al encontrar a su hermanita leyendo un tomo de comedias francesas, pero al escándalo sucedió la satisfacción más inmensa no bien le explicó la institutriz que leía aquella obra para adquirir la conversación en idioma francés. El señor Crawley, como buen diplomático, estaba orgulloso de la pureza de su acento francés, y se extasiaba de júbilo cuando Becky se deshacía en alabanzas sobre su dominio de dicha lengua.

Las aficiones de Violeta eran, por el contrario, más violentas y hombrunas que las de su hermana. Conocía los rincones más retirados donde las gallinas iban a poner sus huevos, trepaba a los árboles donde los alados cantores depositaban sus nidos, y su mayor placer consistía en montar a horcajadas los potros y correr los campos como otra Camila. Era la favorita de su padre y la mimada de los cocheros y mozos de cuadra; el encanto, y al propio tiempo el terror de la cocinera, porque descubría el escondrijo de los tarros de mermelada y no se descuidaba en atacarlos en cuanto estaban a su alcance. Reñían a diario terribles batallas las dos hermanas y cometían mil otros pecadillos, que la institutriz no delataba a la señora Crawley, la cual es probable que hubiese llevado la noticia a sir Pitt, o por lo menos al señor Crawley, que habría sido peor. Quedamos en que los callaba, pero no dejaba de manifestar a sus discípulas que, si se convertía en encubridora de sus faltas, era a condición de que ellas quisieran mucho a su institutriz.

Por lo que se refiere al señor Crawley, Becky le prodigaba respeto y deferencia. Consultábale sobre los pasajes franceses que no podía comprender ella, no obstante ser hija de francesa, pasajes que únicamente a él consideraba capaz de explicar satisfactoriamente. Él dirigía también sus estudios en lo tocante a literatura profana, y era tan amable, que le indicaba los libros de doctrina más seria y con frecuencia le hacía el honor de dirigirle la palabra. Becky pagaba tantas atenciones admirando los discursos que el señor Crawley pronunciaba en la Sociedad de Socorros para los Famélicos y dando muestras del interés más vivo por su folleto sobre Malta. A veces tanto se emocionaba Becky escuchando sus discursos, que derramaba copiosas lágrimas y balbuceaba: «¡Oh, señor!… ¡Gracias… gracias!». Y exhalaba dos o tres suspiros, y elevaba los ojos al cielo… y conseguía que el orador llevase su condescendencia hasta el extremo de darle un apretón de manos. «La sangre lo es todo —decía el aristócrata—. Mis palabras conmueven a la señorita Sharp, siendo así que no hacen la menor mella en mi auditorio del pueblo… Les hablo con demasiada finura, con demasiada delicadeza… Tendré que familiarizar mi estilo… Me comprende la señorita Sharp… porque su madre fue una Montmorency».

De tan ilustre familia descendía, al parecer, la señorita Sharp, por línea materna. Claro está que nuestra amiga se guardó muy bien de decir que su ilustre madre había pisado las tablas, que no iba a cometer la torpeza de hablar de lo que sabía de antemano que no podía menos de lastimar los principios religiosos del señor Crawley. Quedamos en que descendía de la ilustre familia de los Montmorency… ¿por qué no? ¡Eran tantos los emigrados de ilustre linaje, sumidos en la miseria por la feroz revolución francesa! A los pocos días de haber entrado en la casa, había contado Becky una porción de historias acerca de sus antepasados, algunas de las cuales encontró el señor Crawley en el diccionario de D’Hozier, que figuraba en la biblioteca, circunstancia feliz que robusteció su creencia en la veracidad de la institutriz y en lo elevado de su cuna. ¿Seremos tan maliciosos que atribuyamos a la curiosidad del señor Crawley, que le llevaba a registrar los diccionarios, cierto interés hacia nuestra heroína? No; si algún interés sentía, era de amistad exclusivamente. ¿No hemos dicho que el objeto de sus anhelos era lady Jane Sheepshanks?

Una o dos veces reprendió a Becky porque jugaba ésta al chaquete con sir Pitt, diciéndole que era juego propio de personas poco piadosas y que ganaría más, espiritual y temporalmente, dedicándose a la lectura de cualquier obra seria, pero Becky contestó que su querida madre jugaba con frecuencia al mismo juego con el viejo conde de Tric-trac y con el venerable abate du Cornet, encontrando así excusa para esta y otras distracciones mundanas.

Y no fue sólo jugando al chaquete con el barón cómo consiguió Becky captarse su simpatía: la pequeña institutriz halló la manera de serle útil en mil cosas. Con paciencia incansable le leía todos los legajos y mamotretos de pleitos y cuestiones judiciales, se ofrecía a copiarle casi todas sus cartas, manifestaba interés hacia todo lo relacionado con los bienes raíces de la familia, con las granjas, con el parque, con el jardín, con las caballerizas, y llegó a hacérsele compañera tan agradable, que rara vez salía el barón a pasear, después del almuerzo, sin hacerse acompañar por Becky (y por las niñas, como es natural), y contados eran los días que la institutriz no exteriorizase su opinión sobre los árboles que convenía podar, los cuadros que debían ser cavados, las cosechas que estaban en sazón, los caballos que parecían más indicados para tiro o para labranza. Antes de haber pasado un año en Crawley de la Reina, Becky había conquistado toda la confianza del barón, y la conversación durante la comida, que antes sólo se cruzaba entre éste y el mayordomo Horrocks, se efectuaba ahora casi exclusivamente entre sir Pitt y Becky. En las ausencias del señor Crawley, Becky era casi la señora de la casa, pero, aunque exaltada a tan encumbrada posición, tenía siempre muy presentes la circunspección y la modestia, para no lastimar a las autoridades de la cocina y de las caballerizas, a las cuales trataba con la más fina afabilidad. Era el reverso de aquella muchacha altiva, desdeñosa y descontenta que conocimos en los comienzos de nuestra historia, metamorfosis que revelaba su exquisita prudencia, su deseo sincero de enmienda, o, por lo menos, una fuerza férrea de carácter. Si era el corazón el inspirador de este nuevo sistema de deferencia, sumisión y humildad, en nuestra Becky, nos lo dirá el resto de la historia. Rara vez puede practicar con éxito un sistema de hipocresía de varios años de duración una persona de veintiún años. Esto no obstante, bueno será que no olviden nuestros lectores que nuestra heroína, aunque joven en años, era vieja en experiencia de la vida, y maldeciríamos de lo que hemos escrito hasta aquí, si aquéllos no hubiesen comprendido que era una muchacha lista, muy lista.

Los dos hijos varones de la casa Crawley, semejantes a los matrimonios mal avenidos, jamás estaban a un mismo tiempo en la residencia paterna: se odiaban mutuamente de la manera más cordial. Rawdon Crawley, el oficial de dragones, además de aborrecer a su hermano, despreciaba la casa, que no solía visitar más que una vez al año: cuando estaba en ella su tía.

Hemos hablado ya de las excelentes cualidades de esta venerable señora. Poseía una fortuna de setenta mil libras esterlinas y casi había adoptado a Rawdon, pero su sobrino mayor, en cambio, le inspiraba profunda aversión. Verdad es que su sobrino mayor afirmaba terminantemente que el alma de su tía estaba perdida sin remedio, y que, la de su hermano, si no perdida del todo, apenas si pedía abrigar esperanza alguna de salvación eterna.

—Es una mujer impía y mundana —decía—. Gusta de la compañía de los ateos y de los franceses. Me estremezco cada vez que pienso en su situación espantosa… Tiene un pie en la sepultura, y continúa entregada a la vanidad, al desarreglo, a gustos profanos, a hábitos insensatos.

Motivaba este juicio severísimo el hecho de que la dama se negase en absoluto a escuchar sus conferencias nocturnas y a que, mientras permanecía en la casa solariega de Crawley, le obligaba a suspender sus habituales ejercicios de piedad.

—Deja tus sermones, hijo mío, cuando tu tía llegue —decía sir Pitt—. En su carta me dice que no puede soportar tus pláticas.

—¡Y los criados, padre!…

—¡Vayan al diablo los criados!

—Al diablo irán si se les priva de la instrucción religiosa…

—Vaya también al diablo la instrucción religiosa. ¿Vas a hacer perder a la familia una renta de tres mil libras esterlinas anuales?

—¿Qué es el dinero comparado con nuestra alma?

—Dices eso porque no te lo va a dejar a ti.

¿Estarían acaso inspiradas por esta consideración las palabras del señor Crawley? En realidad, la vieja dama era irreligiosa. Vivía en Londres en una casita del Park Lane, y como solía comer y beber con exceso durante el invierno, iba a pasar los veranos a Cheltenham o a Harrowgate. No es posible que entre las antiguas vestales hubiese existido mujer tan hospitalaria y alegre. En sus tiempos, fue una hermosura, según se decía. (Sabido es que todas las viejas han sido hermosuras soberanas en su tiempo). Era un bel esprit, una radical terrible. Durante el período de su residencia en Francia, el republicano Saint-Just había hecho nacer en su pecho una pasión funesta, si no mentía la voz pública. Adoraba desde entonces las novelas francesas, la cocina francesa y los vinos franceses; leía a Voltaire y se sabía de memoria a Rousseau, discutía con excesiva ligereza la cuestión del divorcio, y con mayor energía de la conveniente, de los derechos de la mujer; en todas las habitaciones de su casa tenía retratos de Fox, y no estoy seguro de que no hubiese ya buscado su amistad cuando estaba en la oposición; cuando subió al poder se dio gran importancia presentando a sir Pitt y a su colega en el Parlamento, a dicho hombre público, si bien sir Pitt hubiera tenido de todas maneras acceso franco hasta aquél sin que su cuñada se tomase la menor molestia. Creo innecesario decir que sir Pitt cambió de partido a la muerte del gran político Whig.

 

Desde niño, se encariñó la vieja con Rawdon Crawley, a quien envió a Cambridge porque su hermano mayor estudiaba en Oxford. A los dos años de permanencia en la universidad mencionada, cuando los directores de la misma le rogaron que la abandonase, le compró un despacho de teniente de la Guardia Verde.

El joven oficial era en la ciudad uno de los dandys más apuestos y elegantes. Boxeaba, jugaba, cazaba y guiaba cuatro caballos como un maestro, dotes que constituían por entonces el fondo de la ciencia de los aristócratas ingleses. Aunque pertenecía a las tropas de la escolta, cuyo servicio se limitaba a formar en parada y escoltar al príncipe regente, y de consiguiente, nunca tuvo ocasión de acreditar su valor en los campos de batalla, Rawdon Crawley, por cuestiones, suscitadas en el juego, su pasión dominante, había tenido tres duelos terribles, y dado en todos ellos hartas pruebas de su desprecio a la muerte.

—¡Y a lo que viene después de la muerte! —añadía su hermano, elevando al cielo sus ojos color grosella.

Pensaba siempre el señor Crawley en el alma de su hermano, y en las de todos los que no participaban de sus opiniones, consuelo que se proporcionan a sí mismas la mayor parte de las personas serias.

La solterona, romántica y ligera de cabeza, lejos de temer el valor de su sobrino favorito, se apresuraba a pagar todas sus deudas a raíz de los duelos, y cerraba obstinadamente los oídos a las palabras pronunciadas en contra de la moralidad de aquél.

—El tiempo suavizará sus expresiones demasiado enérgicas —solía decir, cuando en presencia suya afirmaban que juraba—. Mil veces más vale él que el hipócrita de su hermano.

Capítulo XI

Sencillez arcadia

Una vez dados a conocer los respetables moradores de la casa solariega, cuya sencillez de una hermosura puramente campestre demuestra por modo evidente la superioridad de la vida de campo sobre la de la ciudad, haremos la presentación de los deudos de aquellos que viven en la rectoría: el señor Bute Crawley y su esposa.

Era el señor Bute Crawley un hombre de estatura elevada, porte majestuoso, y carácter alegre y jovial. Usaba sombrero de ala ancha y era mucho más popular que su hermano el barón. Fue el mejor remero del colegio y había roto algunos dientes a los boxeadores más afamados de la ciudad. Su afición al boxeo y a los ejercicios atléticos, lejos de disminuir con el tiempo, aumentó: no había combate en veinte leguas a la redonda en el cual no estuviese presente, ni carrera de caballos, ni caza de liebres, ni regata, ni baile, ni elección, ni banquete, ni gran fiesta en el condado, a los que él no asistiese. Era seguro ver su yegua baya y los faroles de su cochecito a veinte millas del curato, cuantas veces se daban comidas en Fuddleston o en Roxby, o en Wapshot Hall, o en cualquiera de las residencias señoriales del condado, con cuyos señores estaba en buenas relaciones. Tenía buena voz, cantaba esa canción de Un viento del Sur y un cielo brumoso con aplauso general, asistía a las cacerías con casaca de jockey y era el mejor pescador de la región.

Su mujer era una criatura menudita, muy viva, que escribía las celestes homilías de su excelente esposo. Mujer de gustos hogareños, encerrada casi siempre en su casa con sus hijas, reinaba como dueña y señora en la rectoría, dejando, con mucha cordura, para todo lo demás, carta blanca al marido, que podía ir y venir como bien le pareciese, y comer donde le viniera en gana, porque aquélla, económica por temperamento, sabía muy bien cuánto valía una botella de vino de Oporto. Desde que se casó con el joven rector de Crawley de la Reina, a quien, ayudada por su madre —viuda del respetable teniente coronel Héctor McTavish—, dio caza en Harrowgate, fue mujer prudente y económica, lo que no impidió que su excelente marido estuviera siempre acribillado de deudas. Diez años le costó pagar las deudas que tenía pendientes en el colegio, hechas en vida de su padre. Apenas libre de apuros, tuvo la mala fortuna de apostar ciento contra uno contra Kanguro, ganador de las carreras de Derby. Vióse obligado el rector a tomar dinero prestado en condiciones ruinosas, que le crearon una situación altamente embarazosa, contra la cual se debatía en vano. De vez en cuando le ayudaba su hermana con algunos centenares de libras, pero no cifraba el buen rector sus esperanzas en estas cantidades, sino en la muerte de Matilde, que así se llamaba aquélla, que le haría dueño de la mitad de su fortuna.

Como se ve, entre el barón y su hermano mediaban todos los motivos necesarios para que dos hijos de un mismo padre estén, no precisamente a partir un piñón, sino a partirse mutuamente la cabeza. Sir Pitt se había quedado siempre con la parte del león en los innumerables asuntos de la familia: Pitt hijo, no sólo no cazaba, sino que fundó un centro religioso donde predicaba sermones dentro del curato de su tío y en las barbas del mismo, y Rawdon, conforme hemos podido adivinar, sería el heredero principal de las riquezas de la solterona Crawley. El interés, las reparticiones de dinero, las especulaciones sobre la vida o la muerte de las personas queridas, las batallas rabiosas libradas sobre los despojos de los deudos difuntos, hacen que en la feria de las vanidades se amen los hermanos con cariño entrañable. De mí puedo decir que he conocido un billete de cinco libras esterlinas tan eficaz, que destruyó en un momento un cariño de medio siglo que mediaba entre dos hermanos, y que me admiro y me extasío cuando pienso en lo durable, en lo imperecedero que es el amor entre los habitantes de este mundo.

Es de suponer que la llegada de Becky al castillo y sus progresos graduales en las simpatías de sus habitantes no pasasen inadvertidos a la buena señora del rector, que sabía cuántos días duraba en dicha mansión un lomo de vaca, cuánta ropa sucia llevaban a la colada, cuántos melocotones había en el árbol que daba al muro del Mediodía, cuántas píldoras tomaba la baronesa en sus indisposiciones, asuntos todos del mayor interés para ciertas personas del país. Repetimos que no era posible que llegase institutriz al castillo sin que la señora del rector procurase investigar todo lo referente a su historia y carácter. Entre la servidumbre del castillo y de la rectoría había mediado siempre ejemplar inteligencia: en la cocina de la última encontraron constantemente los servidores del primero un vaso de cerveza, medio admirable de saber lo que pasa en la casa del vecino. De paso, y a título de observación general, diremos que, entre dos hermanos que se quieren bien, reina la mayor indiferencia respecto a lo que cada uno de ellos hace; pero cuando regañan, uno y otro se desviven por averiguar cómo pasan respectivamente el tiempo, y uno y otro se convierten en espías.

Becky, a poco de haber llegado al castillo, principió a figurar en los boletines que la señora del rector recibía de los servidores del barón. He aquí una muestra de los mencionados boletines: «Ha sido sacrificado el cerdo negro: pesó x libras, fueron salados los lomos; en la comida se ha servido morcilla de cerdo; el señor Cramp de Mudbury, apoyado por sir Pitt, trata de llevar a presidio a John Blackmore; el señor Pitt hijo ha pronunciado un sermón en el salón de la sociedad (aquí los nombres de todos los que asistieron al acto), la señora como de ordinario… las señoritas están con la institutriz».

El informe continuaba así: «La nueva institutriz es una excelente ama de casa… Sir Pitt la trata con dulzura y amabilidad insólitas… Su hijo también… Éste le lee sus folletos».

—¡Vaya una intrigante! —exclamó al llegar a ese punto la señora del rector.

Otros informes llegaron después que indicaban que la institutriz «había seducido a todo el mundo», que escribía las cartas de sir Pitt, que llevaba sus cuentas, que dirigía como ama y señora la casa, que manejaba a su capricho a la baronesa, al señor Crawley, a las señoritas… en vista de lo cual, la buena señora del rector falló que, a no dudar, era una bribona artificiosa, que abrigaba en su caletre terribles proyectos. Lo que en el castillo sucedía, constituía la preocupación de los habitantes de la rectoría, y los ojos penetrantes de la esposa del rector acechaban todos los movimientos del campo enemigo. Pero no se conformaba con tan poco, según nos darán a conocer sus cartas, una de las cuales vamos a copiar.

La señora Martha de Crawley a la señorita Barbara Pinkerton, directora del colegio Chiswick.

Rectoría de Crawley de la Reina, diciembre…

Mi querida señora: Aunque han transcurrido algunos años desde la época en que participé de sus deliciosas e inapreciables enseñanzas, no se han modificado en lo más mínimo mis sentimientos de ternura y de respeto para con la señorita Pinkerton y mi querido Chiswick. Deseo que su salud sea inmejorable. Quiera Dios conservar muchos, muchos años, al mundo y para la causa de la educación, a la insubstituible señorita Pinkerton. Una de mis amigas, lady Fuddleston, me habló de que necesita una institutriz para sus queridas niñas… (yo carezco de bienes de fortuna para tener institutriz que eduque a las mías, pero ¿no recibí por ventura mi instrucción en Chiswick?). Inmediatamente contesté: ¿a quién podemos consultar mejor que a la excelente, a la incomparable señorita Pinkerton? En una palabra, querida señora: ¿Tiene usted a su disposición alguna señorita cuyos servicios puedan ser útiles a mi buena amiga y vecina? Después de lo que habló conmigo, está resuelta aquélla a no recibir sino una institutriz de su elección.

Mi querido esposo se complace en repetir que le gusta todo lo que sale del colegio de la señorita Pinkerton. ¡Con qué placer le presentaría, así como a nuestras amantes hijas, a mi amiga de la juventud, a la lumbrera que mereció ser admirada por el lexicógrafo más grande de nuestro siglo! Si algún día viajase usted por el Hampshire, mi marido me encarga que le diga que no duda dispensará a nuestra rectoría rural el honor de visitarla, rectoría que hoy es la humilde pero feliz mansión de su afectísima

MARTA DE CRAWLEY

P. D. Mi cuñado el barón, con quien por desgracia no estamos en las mejores relaciones, tiene para sus hijas una institutriz que, según me han dicho, ha tenido la fortuna de ser educada en Chiswick. Han llegado hasta mí distintas referencias sobre ella, y como me inspiran interés ternísimo mis sobrinitas, a las cuales quiero como a mis propias hijas, no obstante las diferencias de familia, y como, por otra parte, discípula que salga de su colegio tiene ganadas ya todas mis simpatías, quisiera, señorita Pinkerton, que me contara usted la historia de la joven en cuestión, de quien yo anhelo hacerme amiga por consideración a usted. M. de C.

La señorita Pinkerton a la señora Martha de Crawley.

Chiswick, diciembre de 18…

Querida señora: Tengo la satisfacción de acusar recibo de su preciosa carta, que me apresuro a contestar. En mi tarea espinosa, es para mí un placer inmenso ver que mis solicitudes maternales crean afectos duraderos, y alegría doble al saber que la despierta y aventajada discípula de otros tiempos, Martha McTavish, es hoy la señora Martha de Crawley. Me felicito de tener hoy bajo mi dirección a las hijas de muchas de sus contemporáneas, y sería para mí motivo de vivísimo placer poder rodear a las de usted de toda mi solicitud, y comunicarles toda mi ciencia.

Al ofrecer mis saludos respetuosos a lady Fuddleston, tengo el honor de presentarle (por carta) a mis dos queridas amigas las señoritas Tuffin y Hawky.

Una y otra están en condiciones de enseñar griego, latín, los rudimentos del hebreo, matemáticas, historia, el español, el francés, el italiano, geografía, música vocal e instrumental, baile sin ayuda de maestro, y por último, los elementos de todas las ciencias naturales. Entrambas conocen bien el uso de los globos. Además, la señorita Tuffin, hija del difunto reverendo Thomas Tuffin, profesor del colegio Corpus, de Cambridge, puede enseñar el siríaco y los elementos de Derecho Constitucional. Pero como no tiene más que dieciocho años, y es bellísima, acaso estas cualidades sean obstáculo para su entrada en la casa de sir Fuddleston.

 

En cambio, la señorita Leticia Hawky ha sido muy poco favorecida por la naturaleza. Tiene veintinueve años de edad y su cara presenta las huellas de la viruela. Es, además, coja, tiene el pelo rojo y sufre una desviación notable de la vista. Las dos señoritas atesoran en grado eminente todas las cualidades morales y religiosas. Sus pretensiones, como es natural, están en relación con sus méritos.

Penetrada de la más respetuosa gratitud hacia el reverendo Bute Crawley, tengo el honor de reiterarme de usted afectísima servidora,

BÁRBARA PlNKERTON

P. D. La señorita Sharp, de quien usted me habla, institutriz en la casa de sir Pitt Crawley, fue, en efecto, una de mis discípulas. Nada puedo decir en su contra. Cierto que hay algo poco simpático en ella, pero no depende de nosotros reformar la obra de la naturaleza. Sus padres fueron gentes poco recomendables: el autor de sus días era pintor, y no pocas veces hizo bancarrota, y en cuanto a su madre, he sabido recientemente con horror que fue bailarina en la Ópera; esto no obstante, Becky era muchacha de talento y no puedo acusarme de haberla recibido en mi colegio por caridad. Lo único que temo es que los principios de la madre, de quien me informaron que era una condesa francesa obligada a emigrar durante los horrores de la última revolución, pero que, según nuevos informes, fue persona de moralidad muy sospechosa, y de origen muy bajo, los haya heredado la desventurada joven que yo recogí al verla abandonada. Mientras estuvo en mi casa quiero creer que observó una conducta irreprochable, y es de esperar que no la modifique en la exquisita y elegante sociedad de sir Pitt Crawley.

La señorita Becky Sharp a la señorita Amelia Sedley.

No he escrito a mi querida Amelia desde hace una porción de semanas. ¿Por qué? Vas a saberlo: ¿Qué podía contarte sobre lo que se dice y se hace en el Palacio del Tedio, nombre con el cual he bautizado a la residencia donde vivo? ¿Qué te importa que la cosecha de nabos sea buena o mala, que el cerdo pese trece o catorce arrobas, que las remolachas sean o no buen alimento para las bestias? Desde la última carta que te dirigí, el día siguiente se parece al de la víspera. Antes del almuerzo, un paseo con sir Pitt y su mayordomo; después del almuerzo, lecciones a mis discípulas, a continuación de las lecciones, lectura de legajos, correspondencia con picapleitos sobre incidentes relacionados con minas de carbón y canales propiedad de sir Pitt, de quien soy secretaria particular: después de comer, sermones morales del señor Crawley o juego de chaquete con el barón, distracciones ambas que la señora contempla con placidez inmutable. Recientemente, debido a una indisposición que la aqueja, la señora se ha hecho más interesante, pues frecuenta el castillo un médico joven llamado Glauber. Para que te convenzas, queridita mía, de que las jóvenes nunca deben desesperar, te diré en secreto que el tal doctor Glauber ha dicho a una de tus amigas que si se digna trocar su apellido de soltera por el de señora Glauber, podrá llegar a ser una de las glorias de la medicina. Contesté a su imprudencia que un médico, para ser feliz, no debe de necesitar otra cosa que la lanceta y la jeringa… ¿He nacido yo, acaso, para ser esposa de un matasanos de aldea? El señor Glauber, oída mi respuesta, se retiró seriamente indispuesto, pero tomó un refrescante y parece que ha curado por completo. Sir Pitt aplaudió entusiasmado mi resolución; creo que le habría contrariado en extremo perder a su secretaria, y hasta me permito asegurar que me quiere con toda la fuerza compatible con su natural especial… ¡Casarme yo!… ¡Y con un galeno insignificante!… ¡No, no! Es imposible olvidar cosas pasadas sobre las que es mejor no hablar. Pero dejemos esto, y volvamos a nuestro Palacio del Tedio.

Desde hace algún tiempo, mi querida amiga, no le cuadra ya el nombre que le he dado, porque ha dejado de ser la mansión del aburrimiento. Ha llegado la señorita Crawley, la tía, la solterona, con sus caballos gruesos y sus criados gruesos y su perro de aguas grueso; sí, la inmensamente rica señorita Crawley, con sus setenta mil libras esterlinas colocadas al cinco por ciento, ante quien, mejor diría ante las cuales, los dos hermanos caen postrados, rindiendo tributo de adoración. Su aspecto es de apoplética, por cuyo motivo no es de admirar que despierte en sus hermanos profunda ansiedad. Hay que verlos rivalizando por traerle un almohadón o por servirle una tacita de café. Ella, que no tiene pelo de tonta, dice con mucha gracia: «Cuando vengo aquí, dejo en mi casa a la señorita Briggs, que es mi gatito zalamero, porque a cambio del que dejo, encuentro dos, mis buenos hermanos, que son una pareja de zalameros capaces de dar lecciones de zalamería a la propia señorita Briggs».

Mientras la señora indicada vive en esta residencia, los salones están abiertos de par en par, y puedes creer que, durante un mes, no parece sino que sir Walpole ha salido de la tumba para dar brillantez y animación a su castillo. Tenemos grandes comidas, salimos a pasear en coches tirados por cuatro caballos, cocheros y lacayos visten sus mejores libreas color canario, bebemos vino clarete y champaña como si estuviésemos habituados a beberlo a diario, en la estancia destinada a escuela nos ponen bujías de cera, y chispea el fuego en todas las chimeneas. La señora luce hermoso vestido color verde manzana, mis discípulas arrinconan sus zapatos pesados y groseros y sus pellizas de tartán viejo, y llevan medias de seda y trajes de fina muselina, cual cuadra a las hijas elegantes de un barón. Ayer Rosa se presentó en un estado lamentable. Un enorme cerdo Wiltshire, con el que le gusta jugar, la tiró al suelo y estropeó completamente su mejor vestido, uno muy lindo de seda floreada color lila. Si esto hubiese ocurrido hace una semana, sir Pitt, además de haberla dirigido un sermón condimentado con terribles juramentos y espantosas maldiciones, le habría propinado sendos tirones de orejas y condenado a pasarse un mes a pan y agua, y, sin embargo, ayer se conformó con decir, riendo a carcajadas, como si el accidente no tuviera importancia alguna: «Ya pondremos remedio a esto cuando se vaya tu tía». Quiera Dios que se le pase la rabia que seguramente guarda dentro del cuerpo mientras permanezca aquí la tía: lo deseo por la pobre Rosa.

Otro de los efectos admirables de la presencia de la señorita Crawley y de sus setenta mil libras esterlinas se refleja en la conducta de los dos hermanos Crawley, el barón y el rector, que se odian ferozmente durante todo el año, y se adoran mientras aquélla se halla aquí. Te escribí en otra ocasión que el abominable rector a quien han arruinado las carreras de caballos, tiene la costumbre de aburrirnos con interminables sermones en la iglesia, y que su hermano el barón los escucha roncando desaforadamente; pues bien: mientras la solterona está aquí, ni predica el rector, ni ronca el barón, ni regañan entre sí: se visitan, hablan de cerdos y de árboles frutales con amabilidad que encanta, porque saben que su hermana está dispuesta a dejar su fortuna a los Crawley de Shropshire si la molestan con sus discusiones. Creo que los Graiuleys de Shropshire serían los herederos universales de la solterona si fuesen más listos, pero uno de ellos, clérigo como su primo, ofendió mortalmente a la tía con consejos morales que ella no había de seguir.