Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¿Quién compró de su carne?

Steel de Mudbury compró dos de sus patas, pero se quejó luego diciendo que sabían a lana, sir Pitt.

—¿No quiere tomar un poco de potage, señorita… Sharp? —dijo el señor Crawley.

—Se llama jigote escocés —rectificó sir Pitt—, digan lo que quieran los que se empeñan en dar a los guisos nombres franceses.

—Es costumbre en toda casa como es debido —replicó con acento altanero el señor Crawley—, dar al plato el nombre que yo acabo de darle.

Los lacayos de las libreas color canario nos sirvieron el potage y el mouton aux navets en platos hondos de plata; trajeron luego cerveza y agua, que a mí y a mis discípulas nos sirvieron en vasos de vino. No estoy en condiciones de emitir juicios acertados sobre la cerveza, pero creo en conciencia que la que nos dieron a beber valía bastante menos que el agua clara.

Mientras saboreábamos la suculenta comida, sir Pitt preguntó por la espaldilla del carnero.

—Creo que se la han comido los criados —contestó con humildad la dama.

—Así es, señora —terció el mayordomo—; pero juro que no se ha distraído ni una brizna más.

Sir Pitt soltó una carcajada y continuó preguntando al mayordomo:

—Debe de estar ya muy gordo aquel cerdo negro de Kent, ¿verdad?

—No está aún del todo reluciente, sir Pitt.

Sir Pitt y las dos niñas rompieron a reír estrepitosamente.

—Señoritas… he de hacer presente a ustedes que su risa es extemporánea y altamente inconveniente —dijo con severidad el señor Crawley.

—Mate usted el cerdo el sábado por la mañana, Horrocks, aunque no esté muy reluciente —repuso sir Pitt sin dejar de reír—. La señorita Sharp es adoradora ferviente del puerco, ¿no es verdad, señorita Sharp?

No recuerdo que se hablase más en la comida. Pusieron luego delante de sir Pitt un jarro de agua caliente y una botella de ron, según creo. Horrocks nos sirvió a las niñas y a mí un vasito de vino, y llenó un vaso más grande para la señora Crawley.

Levantados los manteles, mi señora sacó de su costurero una pieza interminable de malla y las señoritas se pusieron a jugar con unos naipes cubiertos de grasa. Una sola bujía lucía, pero ésta se hallaba en un candelero lujosísimo de plata. Después de contestar algunas preguntas, muy breves, de la dama, hube de escoger para distraerme, entre dedicarme a leer un libro de sermones o bien saborear la distraída prosa de un folleto referente a las leyes sobre el trigo, el mismo que el señor Crawley leía antes de comer.

Al cabo de una hora, poco más o menos, se oyeron pasos.

—Esconded la baraja, hijas mías —exclamó con espanto la dama—. Y usted, señorita, deje los libros del señor Crawley.

Apenas obedecidas entrambas órdenes, entró en la estancia el señor Crawley.

—Continuaremos la lectura del sermón de ayer, señoritas —dijo el señor Crawley a las niñas—. Leerán ustedes una página cada una, y así la señorita institutriz tendrá ocasión de oirías.

Las pobres niñas comenzaron a deletrear un sermón largo y aburrido, predicado muchos años antes en la iglesia Bethesda, de Liverpool, con motivo de la misión enviada a los indios chicasaw… ¿No te parece que la velada fue distraída y encantadora?

A las diez, los criados recibieron orden de llamar a sir Pitt para que tomase parte en las oraciones de la familia. Vino sir Pitt con cara encendida y paso inseguro, y tras él entraron el mayordomo, los dos canarios, el ayuda de cámara del señor Crawley, tres hombres más, que a la legua olían a caballo, y cuatro mujeres, una de ellas exageradamente acicalada, que me lanzó una mirada de desdén en el momento de caer de rodillas.

Terminado el rezo, todos recibimos nuestras correspondientes palmatorias y nos retiramos: a las once de esa misma noche era yo interrumpida en la forma brusca que antes tuve el gusto de explicar a mi buena Amelia.

Buenas noches, y mil, y mil, y mil besos.

Sábado. Esta mañana, a las cinco, oí los gruñidos del cerdo negro. Rosa y Violeta, mis discípulas, me lo presentaron ayer, y me acompañaron a las cuadras, a la perrera y al jardín, donde hicieron mi presentación al jardinero, ocupado en recoger frutas para enviarlas al mercado. Las señoritas le pidieron con lágrimas en los ojos un racimo de uva, pero contestó aquél que sir Pitt las tenía contadas y apuntadas todas, y que, darles una sola, sería tanto como perder su colocación. Las niñas se apoderaron entonces de un potrillo, me invitaron a montar, y montaron ellas, pero a poco se presentó un lacayo, quien dejó a las señoritas sin potro después de dirigirles una reprimenda espantosa, en la cual abundaron más las maldiciones y los juramentos que las palabras dulces.

La señora Crawley no deja la malla: sir Pitt se emborracha todas las noches, y otro tanto hace Horrocks, según creo. El señor Crawley nos entretiene todas las veladas con las lecturas de sermones, y se pasa las mañanas encerrado en su despacho, si no se da un paseo a caballo hasta Mudbury o hasta Squashmore, donde suele predicar, todos los miércoles y viernes, a sus arrendatarios de los lugares expresados.

Mil recuerdos afectuosos a tus queridos papas. ¿Se ha repuesto por completo tu pobre hermano de los efectos del ponche? ¡Ah, queridita… con qué horror debieran los hombres mirar al ponche!

Tuya siempre, BECKY

Bien miradas las cosas, creemos que bien está Amelia Sedley separada de su amiga Becky. Es esta última una muchacha graciosa, viva, simpática: nada más cierto. Sus descripciones de la pobre dama que llora sobre su hermosura perdida, y del caballero de patillas color de heno y cabellos de tono amarillo pajizo revelan su mucho ingenio y su profundo conocimiento del mundo. Acaso nos extrañe el comprobar que, mientras estaba de rodillas, contestando los rezos de la familia, su pensamiento estuviese en cosas más positivas; perfectamente. Pero nuestros lectores deberán tener muy presente que esta historia lleva por título La feria de las vanidades, y que el lugar donde su acción se desarrolla, ha de ser lugar propicio a la frivolidad, la falsía, la hipocresía y la deslealtad. El moralista, que predica y no da (retrato perfecto de este humilde servidor), aunque no debe llevar otra indumentaria que la librea de orejas muy largas correspondientes a la congregación de que forma parte, no puede menos de decir la verdad, tal como la conoce, sin rodeos ni eufemismos, obligación que casi siempre resulta altamente desagradable, pero que ha de cumplir.

He oído hablar de un colega en el oficio que predicando en Nápoles a una turba de excelentes sujetos, puso tanta rabia y tanto encono en su pluma al describir e inventar las hazañas de algunos de sus personajes más repugnantes, que sus oyentes no pudieron resistir el cuadro: poeta y auditorio prorrumpieron en gritos, maldiciones y blasfemias contra el desdichado monstruo, protagonista de la obra, a quien habrían descuartizado si a mano le tienen.

En los teatros de París, no sólo es muy frecuente oír alborotar «Ah gredin! Ah monstre!» cuantas veces sale a escena el encargado de encarnar a un tirano, sino que los mismos actores se nieguen obstinadamente a representar personajes repugnantes, tales como los de los infames ingleses y de los bárbaros cosacos, prefiriendo aparecer en escena, aun cuando se cobre menos, como franceses leales, finos y simpáticos. Yo quiero hacer constar que si deseo poner de relieve y concitar la execración pública contra los villanos que en esta obra figuran, no lo hago tanto por motivos mercenarios, cuanto porque me inspiran un aborrecimiento sincero que, por lo mismo que me es imposible mantenerlo encerrado dentro del pecho, lo verteré en las páginas de este libro.

Quiero que sepan mis «benévolos amigos» que voy a referir una historia de repugnantes villanías y de crímenes complicados, aunque confío que ha de interesar hondamente. Mis canallas no se andan en medias tintas, no. Cuando lo requiera el lugar olvidaremos las frases almibaradas, pero en la tranquila campiña nos obligamos a ser muy moderados. Una tempestad en un vaso de agua es el mayor de los absurdos, de aquí que yo colocaré las tempestades en medio de la inmensidad del océano y durante la negra y solitaria noche. El capítulo presente es suave; los que sigan… Pero no adelantemos los acontecimientos.

A medida que se vaya destacando la personalidad de nuestros personajes, pediremos de vez en cuando permiso, no sólo para hacer su presentación en regla, sino también para abandonar momentáneamente la escena y hablar de ellos en la sala. Que el lector les quiera y estreche su mano cuando buenos y simpáticos le parezcan, que se ría de ellos si necios les considera, y los maldiga, si son malos y criminales, empleando las frases más duras y enérgicas, dentro siempre, como es natural, del lenguaje no reñido con la decencia.

Lo que no quisiera es que los lectores creyeran que es el autor quien se ríe de la devoción que tan ridícula pareció a la señorita Sharp; que soy yo quien hago escarnio de la inseguridad de paso del barón, cuando el escarnio lo hace una persona que únicamente sabe reverenciar la prosperidad y no tiene ojos más que para el dios éxito. Hay en el mundo individuos sin Fe, sin Esperanza y sin Caridad: a éstos debemos mirarles con ceño, mis queridos amigos. Hay otros que también triunfan, que son charlatanes y necios: creo que para señalar con el dedo y combatir a estos tales fue creada la Risa.

Capítulo IX

Retratos de familia

Sir Pitt Crawley era un filósofo de gustos muy poco delicados. Obra de sus padres había sido su primer matrimonio con la hija del noble Binkie, a la cual repitió millares de veces, que la consideraba una arpía de humor tan irritado y fiero, que antes se ahorcaría que casarse con otra de su calaña el día que ella muriese. Cumplió su palabra al fallecimiento de aquélla, escogiendo para segunda mujer a la señorita Rosa Dawson, hija de John Thomas Dawson, ferretero de Mudbury. Henchida de felicidad se convirtió Rosa en señora Crawley.

 

Hagamos el inventario de la felicidad de esta señora. En primer lugar, rompió con Pedro Butt, joven que le había hecho una corte asidua y que, para consolarse del dolor con siguiente a sus contrariedades amorosas, se dedicó a la estafa, al contrabando y a otras ocupaciones no muy santas. Riñó después, como era muy justo y natural, con todas sus amigas y amigos de su juventud, que no debían ni podían ser recibidos por la castellana de Crawley de la Reina… y no encontró, entre las personas de su nueva posición social, una sola que se dignase recibirla a ella. ¿Cómo habían de recibirla? Sir Huddleston Fuddleston tenía tres hijas, y las tres esperaban ser señoras de Crawley; la familia de sir Giles Wapshot se consideró agraviada porque no fue preferida una de las señoritas Wapshot por el novio viudo, y todos los barones y nobles del país vieron con furiosa indignación la mesalliance de su camarada. Nada diremos de la clase media, a la que dejaremos gruñendo anónimamente.

Confesaremos, en honor a la verdad, que a sir Pitt Crawley le importaba un comino de unos y otros. Dueño era de la hermosa Rosa; ¿qué más podía apetecer un hombre? Acostumbróse, pues, a emborracharse todas las noches, a pegar de vez en cuando a la hermosa Rosa, y a dejarla sola y sin un amigo en Hampshire cuando el Parlamento le llamaba a sus sesiones. Ni siquiera la esposa del rector, su cuñada, se dignó visitarla, pues juró que jamás consideraría como de la familia a la hija de un mercachifle.

Como las gracias únicas que la señora Crawley había recibido de la naturaleza eran unas mejillas sonrosadas y un cutis blanco, como no tenía ni carácter, ni talento, ni opiniones, ni ocupaciones, ni entretenimientos, ni aquel vigor de alma y ferocidad de temperamento que con frecuencia son patrimonio de las mujeres privadas de inteligencia, la influencia que ejercía sobre los afectos de sir Pitt era extremadamente débil. Perdió el colorido de sus mejillas, y el nacimiento de sus dos hijas robó frescura a su cuerpo, quedando convertida en mero utensilio de la casa de su marido, poco más o menos tan útil como el gran piano de la difunta señora Crawley. Como era rubia, usaba con preferencia, como casi todas las rubias, vestidos de color claro, siendo sus tonos favoritos el verde mar sucio y el azul celeste no muy limpio. Día y noche se dedicaba a la malla y a otras labores por el estilo. Al cabo de algunos años, había hecho cubiertas de ganchillo para todas las camas de Crawley. Tenía un jardincillo que al parecer despertaba un poco su interés, pero fuera del jardincillo, carecía de aversiones y de preferencias. Si su marido la hablaba con grosería, se encerraba en su apatía; si la pegaba, lloraba. Falta de energía para entregarse a la bebida, andaba lamentándose y sollozando todo el día, calzada con zapatillas y peinada con papelitos. ¡Oh, feria de vanidades, feria de vanidades! El mundo pudiera haber disfrutado de la vista de un hogar feliz, cuyas figuras principales hubiesen sido Pedro Bmt y Rosa, esposos dichosos habitando una granja alegre, y rodeados de una porción de hijos rollizos. Padres e hijos habrían disfrutado de muchas dichas honradas, de esperanzas y de realidades, de temores y de luchas. Pero ¡ah!, en la feria de las vanidades se estiman en más que la felicidad un título, un coche y cuatro vestidos de seda… Si Enrique VIII o Barba Azul hubieran de tomar hoy su décima esposa, ¿dudan los lectores de que no pudiesen conseguir la más linda muchacha presentada en sociedad en la temporada?

La apática languidez de la madre no debía despertar gran tesoro de cariño en sus hijas, pero si éstas huían de aquélla, en cambio gozaban lo indecible cuando se veían entre los criados o los mozos de cuadra de la casa. El jardinero escocés era esposo de una buena mujer y padre de unos buenos hijos, y en su hogar las niñas encontraron afecto y alguna instrucción, la única recibida, hasta que entró en la casa la señorita Sharp.

Tomó la señora Crawley institutriz gracias a las instigaciones del señor Pitt Crawley, el único amigo, el único protector que encontró jamás, la única persona por quien, fuera de sus hijas, sintió algún afecto. Pitt llevaba en sus venas sangre de los nobles Binkie, de quienes descendía, y era el hombre de la cortesanía y de la distinción. Cuando llegó a la edad viril, a su salida del colegio de Christchurch, emprendió la reforma de la relajada disciplina de la casa, a despecho de su padre, a quien inspiraba gran temor. Era hombre de refinamiento tan rígido, que se habría muerto de hambre antes que comer sin llevar corbata blanca. En una ocasión, a poco de haber salido del colegio, como Horrocks le presentara una carta sin colocarla sobre una bandeja, lanzó al servidor una mirada tan terrible, y le administró una reprimenda tan acerada, que, en lo sucesivo, Horrocks tembló siempre en presencia suya. La casa entera se inclinaba ante él. Cuando estaba él en casa los papelillos caían de la cabeza de la señora Crawley antes que de ordinario; desaparecían las andrajosas polainas de sir Pitt; jamás éste, viejo incorregible, se permitía probar el ron en su presencia; jamás hablaba, hallándose él delante, en tono recio y destemplado. Los criados observaron que sir Pitt no regañaba a su señora si el hijo del primero estaba en la habitación.

Fue él quien enseñó al mayordomo a decir: «La señora está servida»; él quien ofrecía su brazo a lady Crawley para pasar al comedor. Casi nunca la hablaba, pero las contadas veces que le dirigía la palabra, hacíalo con el respeto más profundo, y nunca salió la dama de la habitación donde estuviese su hijastro sin que éste abriese la puerta e hiciese ante aquélla la más elegante y majestuosa de las reverencias.

En Eton le llamaban señorita Crawley, acaso porque su hermano Rawdon, no obstante ser menor que él, le propinaba soberbias palizas. Joven de poco talento, sus estudios en el colegio distaron mucho de ser brillantes, pero suplía su falta de dotes con una aplicación constante. Ocho años permaneció en el colegio, y no había memoria de que hubiese sufrido nunca un castigo, y cuenta que es preciso ser un querubín para librarse de ellos.

Sus estudios fueron por consiguiente honrosos, y ahora se preparaba para la vida pública, en la cual debía hacer su entrada bajo el patrocinio de su abuelo lord Binkie, estudiando con tenaz asiduidad los oradores antiguos y modernos y hablando constantemente en sociedades consagradas a los debates. Sin embargo, aunque poseía gran caudal de frases y emitía su vocecita atiplada con gran pomposidad y agrado propio, y jamás aventuró opinión que no estuviese sancionada por los siglos, o robustecida con una o varias citas latinas, fracasó en un cierto modo pese a su mediocridad que parece debió asegurarle el triunfo. Ni siquiera ganó el premio en poesía, que todos sus amigos daban como cierto y averiguado que le adjudicarían.

A su salida del colegio, fue nombrado secretario particular de su abuelo lord Binkie, y, poco después, agregado a la legación de Pumpernickel, cargo que desempeñó con perfecta honorabilidad. Sus tareas principales consistían en cursar despachos pidiendo pasteles de Estrasburgo para el ministro de Negocios Extranjeros de entonces. A los diez años de haber sido nombrado agregado (algunos después de la llorada muerte de lord Binkie) juzgó excesivamente lentos sus ascensos, abandonó, no sin disgusto, la carrera diplomática, y se hizo aristócrata campesino.

Joven de noble ambición, siempre ávido de adelantarse a los conocimientos de su época, escribió, a su regreso a Inglaterra, un folleto sobre Malta y tomó parte activísima en la vital cuestión de la emancipación de los negros. Entabló estrechas relaciones de amistad con el señor Wilberforce, cuya conducta política aprobaba y admiraba, y sostuvo una correspondencia verdaderamente famosa con el reverendo Silas Hornblower sobre la misión de Ashantee. Iba a Londres, ya que no para tomar parte en las sesiones parlamentarias, al menos para asistir a las funciones religiosas del mes de mayo. En su retiro de provincias era magistrado, y visitante, y orador infatigable de los campesinos privados de instrucción religiosa. Decíase que prodigaba sus atenciones a lady Jane Sheepshanks, hija tercera de lord Southdown y hermana de la célebre lady Emily, autora de las deliciosas obras La verdadera brújula del marino y La vendedora de manzanas de Finchley Common.

Como se ve, el hijo del señor Pitt era un verdadero carácter. Obligó a toda la servidumbre de la casa a practicar los ejercicios de devoción mencionados, y otros de los que no hacemos mérito, no dispensando ni al propio sir Pitt. Patrocinó y dio vida robusta a un centro de reuniones independientes en la parroquia de Crawley, con gran escándalo y terrible indignación de su tío el rector y la alegría consiguiente de sir Pitt, que asistió dos o tres veces a las conferencias. El rector se desquitó mediante sus violentos sermones en la iglesia, en los que convertía a sir Pitt en blanco de sus diatribas. Haremos constar que éste no sintió la fuerza de los discursos de su hermano, gracias a su laudable costumbre de dormir la siesta mientras aquél predicaba.

Creía firmemente el señor Crawley que su anciano padre le cedería su asiento en el Parlamento, para bien de la nación y del mundo cristiano, pero el anciano caballero se negó con obstinación a hacerle semejante cesión. Uno y otro atesoraban prudencia bastante para no renunciar a las mil quinientas libras anuales que proporcionaba la cesión al señor Quadroon del segundo puesto que correspondía en el Parlamento a la familia Crawley. La situación económica de la casa andaba algún tanto embrollada, y por consiguiente, esta renta resultaba de gran utilidad.

La casa no se había repuesto de la brecha abierta en sus cajas por la multa enorme impuesta al primer barón, Walpole Crawley, por prevaricaciones cometidas en el desempeño de su cargo de guardasellos. Fue sir Walpole un sujeto alegre y simpático, sediento de dinero y amigo de prodigarlo (alieni appetens, sui profusus) como decía el señor Crawley lanzando suspiros, y en su tiempo se conquistó el amor de toda la región, por la borrachera constante y hospitalidad a que se rendía culto diario en Crawley de la Reina. Mientras vivió, el borgoña rebosaba en las bodegas, la perrera estaba poblada de jaurías y sus caballerizas llenas de caballos de caza. Ahora, los caballos araban o tiraban de la diligencia o del coche usado por sir Pitt, pues éste, aunque avaro, por nada del mundo era capaz de abdicar de su dignidad mientras residía en la casa solariega, y las pocas veces que salía, hacíalo en coche tirado por cuatro soberbios caballos, de la misma manera que en la mesa, aunque comiese carnero guisado, lo hacía servir por tres lacayos.

Si bastase la parsimonia para que quien la posee acumulase riquezas, es indudable que sir Pitt hubiera llegado a ser inmensamente rico. Al frente del gobierno de una provincia, sin más capital que su talento, es muy posible que hubiese dado cuenta de la provincia, y conquistado al propio tiempo considerable influencia entre sus gobernados, pero, por su desgracia, poseía un apellido ilustre y era dueño de grandes posesiones, bien que gravadas, ventajas entrambas que, lejos de favorecerle, le perjudicaban grandemente. Su debilidad eran los subterfugios legales, los pleitos, que le costaban una porción de millares de libras al año, y como se tenía por muy listo para dejarse robar por un solo abogado, como decía él, confiaba sus asuntos a una docena, todos los cuales le merecían la misma desconfianza. Era tal su perspicacia como propietario, que en cada uno de sus terratenientes veía un ladrón dispuesto a quedarse con lo suyo, y tan metódico y exacto como labrador, que escatimaba la semilla que confiaba a la fecundidad de sus campos, de lo que resultaba que la Naturaleza, que siempre ha sido vengativa, le escatimaba a él las cosechas que a todos los demás prodigaba con mano liberal. Especulaba con todo: explotaba minas; compraba acciones de empresas industriales; contrataba el servicio de tracción animal de las diligencias; en suma: era el hombre más ocupado del país. Como no quería pagar empleados de honradez reconocida, tuvo la satisfacción de encontrarse con que cuatro de sus agentes se escaparon a América con fondos de importancia. No quiso gastar lo necesario en obras de protección de sus minas de carbón, y éstas se le inundaron. Público era en toda la nación que ningún dueño de caballos para diligencias sufría la doceava parte de las pérdidas de sir Pitt, aunque éste los compraba mucho más baratos que nadie y gastaba menos que nadie en su manutención.

 

Debemos reconocer que su carácter era sociable y nada orgulloso: al contrario; prefería la compañía de un labrador o de un tratante de caballos a la de un caballero como su hijo, por ejemplo. Le gustaba beber, jugar y acariciar a las hijas de sus arrendatarios; no se sabe que nunca diese un chelín ni ejecutase una acción meritoria, pero en cambio era camarada alegre y astuto, que hoy bromeaba y bebía con un labrador a quien vendía sin el menor escrúpulo al día siguiente. Becky Sharp había tenido ocasión de advertir ya sus aficiones al bello sexo… No queremos continuar: diremos sencillamente que entre todos los barones, pares y diputados de Inglaterra, no había un ser más ladino, más bajo, más egoísta, más vil y más mal reputado que este viejo. Admiradores fervientes de la aristocracia inglesa, nos vemos obligados, con el dolor más profundo y la pena más viva, a reconocer la existencia de cualidades tan poco recomendables en una persona cuyo ilustre apellido figura en el Libro de Oro de los Pares.

Una de las causas, la principal sin duda, de la influencia ejercida por el señor Crawley sobre las inclinaciones de su padre nacía de cuestiones de dinero. El barón debía a su hijo una buena parte de la fortuna de su madre, que no creía conveniente pagarle. A decir verdad, enemigo acérrimo era de pagar a nadie, tanto, que sólo la fuerza podía reducirle a cubrir sus deudas. Becky, que muy pronto fue iniciada, según veremos luego, en los secretos de la familia, calculó que la sistemática morosidad del barón en el pago de sus deudas le costaba una porción de centenares de libras al año, pero constituía para él un placer, del que le era imposible privarse. Experimentaba un júbilo feroz haciendo esperar a los pobres diablos, apelaba del juzgado municipal al de primera instancia, y de éste a la audiencia, y de la audiencia al Supremo, a fin de dilatar todo lo posible la fecha del pago. «¿De qué le sirve a uno tener una poltrona en el Parlamento, si ha de pagar sus deudas?», se decía.

¡Feria de vanidades!… ¡Feria de vanidades! Estamos haciendo el retrato de un hombre que apenas si sabía escribir, que jamás leía, que tenía hábitos y astucia de rústico, que nunca tuvo gustos, ni emociones, ni goces; un hombre sórdido y grosero, y que, sin embargo, ocupaba en sociedad cierta posición ilustre, y poseía honores, y era poderoso, y la loca fortuna le había hecho dignatario de la tierra y una de las columnas del Estado. Era magistrado, viajaba en carroza dorada, los grandes ministros y los hombres de Estado le solicitaban y agasajaban, y en la feria de las vanidades ocupaba un puesto infinitamente más alto que el que es concedido a no pocos genios brillantísimos, a no pocas virtudes inmaculadas.

Tenía sir Pitt una hermana soltera —fruto de un primer matrimonio del anterior barón de Crawley—, que heredó de su madre una fortuna muy considerable; de dicha fortuna intentó apoderarse sir Pitt, proponiendo una operación de crédito. Su hermana tuvo a bien rehusarla, manifestando que prefería colocar sus fondos en valores públicos. Había significado, sin embargo, su intención de legar su fortuna, por partes iguales, entre el hijo segundo de sir Pitt y la familia del rector, y en dos ocasiones había pagado las deudas de Rawdon Crawley, en el colegio y en el ejército. Cuando la hermana en cuestión iba a Crawley de la Reina, era tratada con veneración, porque tenía en la caja de su banquero un saldo bastante para hacerla amar dondequiera que se presentase.

¡Cuánta dignidad da a cualquier señora vieja un saldo del importancia depositado en las cajas de un banquero! ¡Con qué ternura ven sus defectos los parientes, qué simpática parece, qué amable, qué encantadora! Cuando una tía rica va a visitar a sus parientes, si aquélla no tiene herederos, la casa de los visitados parece más alegre, más festiva, más jovial. El dueño de la casa perdona la siesta el día que la tía se sienta a su mesa, y siente que brota en su corazón un cariño, un amor especial hacia aquélla. No es de admirar; hasta los criados, hasta las cocineras comparten la alegría general. ¿Es verdad o no? Apelo al testimonio de la clase media… ¡Dios mío!… ¡Enviadme una tía, una tía vieja, soltera, rica!… ¡Con qué cariño la trataríamos mi Julia y yo!… ¡Hermosa, hermosa visión!… ¡Loco… loco ensueño!

Capítulo X

Rebeca comienza a hacerse amigos

Una vez recibida entre los miembros de la amable familia, cuyos retratos hemos bosquejado en las páginas precedentes, debía Becky poner de su parte todos los esfuerzos imaginables para hacerse agradable, como ella decía, y procurar con tesón conquistarse la confianza de todos ellos. Digna de loa es esta brillante cualidad, preciado patrimonio que arraiga en el pecho agradecido de una huérfana sin protección. Se nos objetará tal vez que en sus cálculos podía entrar acaso un poquito de egoísmo; pero los egoísmos dictados por la prudencia, ¿no son perfectamente justificables? «Estoy sola en el mundo —decía la pobre huérfana—. No tengo amigos, no tengo más bienes de fortuna que aquellos que pueda proporcionarme mi rudo trabajo. Esa muñequita llamada Amelia, cuyo talento jamás llegará a la mitad del mío, es dueña de diez mil libras esterlinas, tiene marido asegurado, mientras la pobre Becky, siendo incomparablemente más hermosa que ella, no puede confiar más que en sí misma y en su ingenio… ¡Bueno!… Veremos si éste me proporciona una posición regular y si algún día puedo demostrar a Amelia la enorme superioridad que sobre ella tengo… Y no es que aborrezca a Amelia, no… ¿quién puede aborrecer a esa muchacha bonachona e inofensiva?, pero claro está que sería para mí delicioso ocupar en el mundo un lugar superior al suyo… ¿Por qué no ha de llegar ese día?» He aquí las visiones que acariciaba nuestra no muy romántica amiguita, he aquí cómo fabricaba para el porvenir castillos en el aire… sin que deba ser para nosotros motivo de escándalo la circunstancia de que, de los tales castillos, fuera un marido el habitante principal. ¿En qué han de pensar las muchachas solteras como no sea en maridos? ¿Por ventura les enseñan sus mamas a pensar en otra cosa? «Seré mamá de mí misma», se decía Becky, acordándose con cierto despecho de su desgraciada aventura con Joseph Sedley.

Resolvió, pues, muy cuerdamente por cierto, dar toda la seguridad y todo el bienestar posible a su posición en la familia de Crawley de la Reina, y con este objeto a la vista, decidió conquistarse las simpatías y el afecto de cuantas personas, pudiesen contribuir a su felicidad.

Como a este número no pertenecía la señora Crawley, como era un cero a la izquierda en su propia casa, consecuencia de su flojedad y apatía de carácter, Becky no tardó en convencerse de que no valía la pena intentar ganarse su afecto, imposible de ganar, por otra parte. Ante sus discípulas la llamaba siempre su «pobre mamá», y si bien es cierto que la trataba con todas las demostraciones de frío respeto, era al resto de la familia adonde dirigía, dando pruebas de profunda diplomacia, sus principales atenciones.

Con sus jóvenes discípulas, cuyas simpatías se conquistó de lleno, su método era de los más sencillos. No sobrecargaba su cerebro con demasiada ciencia; antes por el contrario, dejaba que se instruyesen a su capricho, y con razón. ¿Hay instrucción tan eficaz como la que adquiere uno por sí mismo? La mayor manifestó propensión especial por la lectura, y como en la antigua biblioteca de Crawley de la Reina había infinidad de libros del siglo anterior, adquiridos por el guardasellos durante su desgracia, y como, por otra parte, nadie pensaba en sacarlos de sus estantes, Becky, sin trabajo alguno, y de la manera más agradable, consiguió que Rosa Crawley hiciese grandes progresos en su instrucción.