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100 Clásicos de la Literatura

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«¿Lucirá una gran cruz? —se decía—. Pero es posible que sólo los lores tengan derecho a las grandes cruces… De todas suertes, no me cabe duda de que vestirá con suprema elegancia rico traje de corte, que llevará el cabello empolvado, como el señor Wroughton en el Covent Garden. De suponer es también que sea espantosamente orgulloso, y que me trate de la manera más despectiva… De todas maneras, llevaré con paciencia mi cruz, por pesada que sea, que bien merece la pena sufrir algo el honor de vivir entre ilustres caballeros, y no tener que alternar con mercachifles vulgares y groseros.»



Su soliloquio continuó, siendo el objeto de sus pensamientos la familia de la plaza Russell, a la que recordaba con la misma amargura filosófica que muestra la zorra en cierta fábula, al hablar de las uvas.



Después de haber atravesado la plaza Gaunt, entró el carruaje en la calle Gran Gaunt, haciendo alto frente a una casa grande y sombría, aprisionada entre otras dos, también grandes y sombrías, como suelen ser todas las casas de la calle Gran Gaunt, dominio y reino del silencio perpetuo. Las maderas de las ventanas del primer piso estaban cerradas, las del comedor, entreabiertas, y los huecos, cubiertos con periódicos viejos y amarillentos.



John, el lacayo, que había sido el que guio el carruaje, porque el cochero no quiso tomarse semejante molestia, poco dispuesto a abandonar el pescante para llamar a la puerta, reclamó este servicio de un granujilla que pasaba. Al repicar de la campanilla contestó la aparición de una cabeza entre las medio cerradas ventanas del comedor, y segundos después fue abierta la puerta de la calle por un sujeto que vestía calzones de color gris pardo y polainas, chaqueta vieja y mugrienta, y corbatín de color dudoso enrollado alrededor de un cuello peludo, base de una brillante cabeza calva tuyas características principales eran una cara amoratada y de expresión burlona, unos ojillos grises y brillantes, y una boca que era una mueca perpetua.



—¿Es ésta la casa de sir Pitt Crawley? —preguntó John desde el pescante.



—Sí —respondió el hombre de la puerta.



—Entonces, baje usted estos baúles —repuso John.



—Bájalos tú mismo, amigo.



—¿No comprende usted que no puedo dejar mis animales? Vaya… buen hombre eche una mano… que la señorita le dará algo para cerveza —insistió John, soltando una carcajada estrepitosa, sin pizca de respeto a Becky, tanto porque sus relaciones con la familia Sedley podían darse por terminadas, cuanto porque aquélla había olvidado dar propinas a los criados de la casa.



El calvo sacó las manos de los bolsillos de los calzones y, accediendo a los deseos del lacayo, echó sobre sus espaldas el baúl de la señorita Sharp y lo entró en la casa.




—Tome usted este cesto y este chal —dijo Becky, descendiendo del carruaje muy indignada—. Escribiré al señor Sedley y le daré cuenta de su conducta —añadió, dirigiéndose al lacayo.



—¡No me pierda usted, señorita! —exclamó burlonamente el lacayo—. ¿No habrá usted dejado olvidado algo en la casa? Haga memoria… Los vestidos de la señorita Amelia… La pícara doncella esperaba heredarlos ella… le sentarán bien a usted, ¿verdad? Sería una lástima que no pudiese usarlos… Cierre usted la puerta, buen hombre, y no se haga ilusiones, que la cerveza que ésa le pague… ¡Es una mala pécora, sí señor… mala pécora!…



Y hablando de esta suerte, el lacayo fustigó los caballos y se fue.



En realidad tenía amores con la doncella de su señorita y estaba furioso contra la institutriz, que se había llevado una buena parte de las prendas que a su juicio correspondían a aquélla.



Al entrar en el comedor, siguiendo al individuo de las polainas, Becky encontró la estancia tan impregnada de tristeza como suelen quedar las habitaciones cuando sus nobles habitantes dicen adiós a la ciudad, pues no cabe dudar que las casas, cuando sus dueños las abandonan, lloran su ausencia. La alfombra se había levantado por sí misma y retirádose, enrollada y taciturna, junto al aparador; los cuadros no mostraban sus caras; teníanlas escondidas tras grandes hojas de papel; la lámpara del centro hacía penitencia metida dentro de un saco de tela burda, stores y cortinillas se habían refugiado en el fondo de los armarios, y el busto en mármol de sir Walpole Crawley miraba, desde el obscuro rincón donde estaba colocado, las sillas yacentes a lo largo de las paredes de la desmantelada habitación.



Dos sillas de cocina, un velador redondo, una pala y unas tenazas hacían compañía a la chimenea, donde se calentaba una sartén a las moribundas claridades de un fuego a medio apagar. Sobre el velador se veían unos pedazos de pan y de queso, un candelero de latón y un puchero de barro que contenía una cantidad insignificante de cerveza negra.



—Supongo que usted habrá comido ya, ¿eh? —preguntó el de las polainas—. ¿Encuentra la habitación demasiado caldeada? ¿Quiere un traguito de cerveza?



—¿Dónde está sir Pitt Crawley? —preguntó Becky con entonación majestuosa.



—¡Ja, ja, ja, ja! Le tiene usted delante… Sir Pitt Crawley soy yo… Ya propósito… No olvide que me debe una pinta de cerveza, importe del traslado de su equipaje desde el coche hasta aquí… ¡Ja, ja, ja, ja! Parece que no me cree… Pregunte usted a Tinker, y se convencerá de que soy sir Pitt Crawley… Señora Tinker… tengo el honor de presentarle a la señorita Sharp; señorita institutriz… le presento a mi ama de gobierno. ¡Jo, jo, jo, jo!



La persona presentada con el nombre de señora Tinker hizo en aquel punto su aparición en la sala. Traía la pipa y el tabaco que un minuto antes de la llegada de Becky había ido a buscar de orden de su señor, a quien entregó, riendo, ambas cosas. Sir Pitt Crawley se había sentado, mientras, al amor de la lumbre.



—¿Y el farthing que sobra, señora Tinker? Di a usted tres medios peniques; ¿dónde está el cambio?



—Aquí lo tiene usted —contestó la señora Tinker, arrojando la moneda—. ¡Sólo los barones se ocupan en los farthings!



—Un farthing diario forma al cabo del año un capital de cerca de siete chelines y siete chelines son la renta de unas siete guineas. Recoja usted los farthings, vieja Tinker, que al cabo del tiempo se convertirán en guineas.



—El detalle de que recoja los farthings convencerá a usted, joven, de que este señor es, en efecto, sir Pitt Crawley —dijo el ama de gobierno con sequedad—. Ya le irá conociendo si continúa algún tiempo en la casa.



—Y así empezará usted a apreciarme, señorita Sharp —exclamó el de las polainas—. Antes de ser generoso he de ser justo.



—¡En su vida dio un penique a nadie! —refunfuñó el ama de gobierno.



—Ni lo he dado, ni lo daré; no dar nada es una norma de conducta de la que jamás me separaré. Traiga usted otra silla de la cocina, Tinker, si no quiere quedarse en pie o sentarse en el suelo, y vamos a cenar.



El barón clavó su tenedor en la sartén que cocía al fuego, y sacó de ella un pedazo de tripa y una cebolla, que dividió en dos partes iguales, una de las cuales ofreció a la señora Tinker.



—Como usted ve, señorita Sharp, cuando estoy en la ciudad, Tinker come con la familia, cuando estoy ausente tiene pagados sus gastos de manutención —añadió sir Pitt—. De veras celebro que no tenga usted ganas de comer, señorita Sharp, y supongo que no se alegrará menos la vieja Tinker.



Los dos atacaron con verdadera furia la comida.



Después de cenar, sir Pitt encendió su pipa, y, cuando la noche cerró por completo, hizo otro tanto con la vela de sebo que había en el candelero, y sacó de un bolsillo, que no debía tener fondo, un legajo enorme de papeles, que fue poniendo en orden a medida que los leía.



—Asuntos de derecho me han traído a la ciudad, amiga mía —dijo sir Pitt—; a ellos seré deudor de viajar mañana con compañía tan agradable.



—Asuntos de derecho son los que le preocupan siempre —dijo la Tinker, tomando entre sus manos el jarro de cerveza.



—¡Y que lo diga usted! —asintió el barón—. Sí, señorita: la vieja Tinker tiene razón. Más pleitos he perdido y ganado yo que ningún hombre de Inglaterra. He aquí algunos de los que tengo pendientes: uno contra Snaffer, a quien he de arrojar de Crawley Bart, o reniego del nombre que llevo; Podder y otros contra Crawley Bart; los administradores de la parroquia de Snaily contra Crawley Bart… Que me prueben que esas tierras son suyas… les desafío; ¿cómo han de probarlo si son mías y muy mías? El mismo derecho tienen usted dos a las tierras en cuestión que la parroquia… Perderán el pleito… les derrotaré, aunque la sentencia favorable me cueste mil guineas… Lea usted, lea usted los papeles, hija mía… ¿Tiene usted buena letra? Me aprovecharé de sus condiciones de pendolista cuando nos encontremos en Crawley de la Reina… pierda usted cuidado. Precisamente se me murió la viuda y necesito quien haga sus veces.



—Era tan mala como usted —gruñó la Tinker—. Ella aplicaba la ley a los comerciantes, de los cuales arruinó cuarenta y ocho en cuatro años.



—Era tacaña, muy tacaña —dijo el barón—; pero de gran valer, sobre todo para mí, que me ahorraba un mayordomo.



La conversación se prolongó mucho rato, con satisfacción de la recién llegada, que veía reveladas las cualidades, buenas o malas, de sir Pitt, sin que el interesado intentase disfrazarlas poco ni mucho. No daba punto a su boca, hablando unas veces con el acento áspero y rudo de las gentes de Hampshire y otras adoptando el lenguaje del verdadero hombre de mundo. Al fin, después de recomendar a Becky que estuviese levantada a las cinco de la mañana siguiente, dio las buenas noches.



—Esta noche dormirá usted con la Tinker —dijo al despedirse—. La cama es grande, y en ella caben perfectamente las dos. Por cierto que la señora Crawley murió en ella… Buenas noches.

 



Retiróse sir Pitt después de dar la bendición, y la solemne Tinker, candelero en mano, subió las grandes escaleras de piedra negruzca, atravesó el salón inmenso y entró al fin en la descomunal alcoba donde la señora Crawley durmió su último sueño. Siguióla Becky, que debía compartir su lecho. Tan tétrico, tan fúnebre era el aspecto de la alcoba, que sin dificultad creía el más incrédulo no sólo que en ella había exhalado el postrer suspiro la señora Crawley, sino también que su fantasma no había dejado de habitarla. Becky recorrió la estancia con gran excitación y abrió todos los armarios, y metió la cabeza en todos los rincones, y abrió todos los cajones que no estaban cerrados con llave, y probó a abrir los que lo estaban, y examinó los horribles cuadros pendientes de las paredes y todos los efectos de toilette, mientras la vieja Tinker rezaba sus oraciones.



—No quisiera dormir en esta cama, señorita, sin tener muy limpia la conciencia.



—En ella cabemos perfectamente usted y yo, y lo menos media docena de fantasmas —respondió Becky—. Cuénteme usted algo sobre la señora Crawley, sobre sir Pitt Crawley, y sobre todos los individuos de la familia, mi querida señora Tinker.



No era la señora Tinker persona que se dejase sonsacar fácilmente por el primer llegado; contestó que la cama se había hecho para dormir, y no para hablar, se acostó en un rincón, y muy pronto salieron de su pecho esos ronquidos que solamente pueden emitir las conciencias tranquilas. Becky permaneció despierta mucho, mucho tiempo, pensando en el mañana y en el nuevo mundo que se abría ante ella, así como también en las probabilidades de fortuna que en aquél pudiera encontrar. La vela continuaba luciendo. La chimenea proyectaba una gran sombra negra sobre la mitad de un trabajo de aguja viejo y deshilachado, obra seguramente de la señora difunta, y sobre los retratos de dos niños, vestido uno de ellos con traje de colegio y otro con una chaquetilla roja, semejante a las que suelen llevar los soldados. Becky, en el momento de dormirse, se preguntó en qué debía soñar.



A las cuatro de una mañana tan hermosa, que hasta a la sombría calle Gran Gaunt daba aspecto alegre, la vieja Tinker despertó a su compañera de cama, le advirtió que debía prepararse para la marcha, desatrancó y corrió los enormes cerrojos de la puerta del salón, armando un ruido que asustó a los ecos dormidos en la calle, y, dirigiéndose a la calle Oxford, llamó a uno de los coches estacionados en aquella parada. No molestaremos al lector dándole el número del coche, ni afirmando que aquél se encontraba junto a la calle Swallow, por si algún joven aficionado a trasnochar salía de la taberna haciendo zigzags y describiendo líneas curvas y quebradas, y necesitaba un carruaje que le llevase a su casa, cuyo servicio era posible que pagase con generosidad de borracho.



Tampoco necesitamos decir que, si el cochero abrigaba las esperanzas indicadas en último término, se llevó una decepción terrible, pues el digno barón, a quien condujo a la City, no le dio ni un penique más de la tarifa reglamentaria. Fue en vano que el auriga jurase, maldijese y alborotase; que tirase el baúl y las cajas de la señorita Sharp en medio del arroyo, y que amenazase con llevar al señor Crawley a los tribunales: nada consiguió.



—Mejor será que te calles —dijo un palafrenero de la casa de diligencias, donde terminó la carrera del coche—. Este señor es sir Pitt Crawley.



—Sir Pitt Crawley soy —respondió el barón—; y quisiera ver si hay quien se atreve conmigo.



—No se atreverá nadie —repuso el palafrenero, subiendo el equipaje del barón a la baca de la diligencia.



—Resérveme la berlina, mayoral —dijo el miembro del Parlamento.



—Está bien, señor Pitt —contestó el mayoral, llevando la mano al sombrero y maldiciendo interiormente, pues había ofrecido la berlina a un caballerito de Cambridge, que seguramente le habría dado una corona de propina.



Becky fue acomodada en un asiento posterior, en el interior del carruaje que la llevaba a la conquista del amplio mundo.



Malhumorado entró el joven de Cambridge en la diligencia, cargado con cinco abrigos y mantas que extendió sobre sus rodillas, pero recobró el buen humor al verse junto a Becky, cuyas rodillas abrigó también con una de sus mantas. Un señor asmático y una vieja delgaducha, que juraba por su honor que era la vez primera que viajaba en una diligencia pública, y una viuda voluminosa que estrechaba entre sus manos una botella enorme de aguardiente, ocuparon asientos en el interior.



El postillón pidió propina a todos los viajeros, recogiendo seis peniques del caballero asmático y dos y medio de la viuda gorda, y el coche se puso en camino, atravesando las sombrías callejuelas de Aldergate, haciendo retemblar la cúpula azul de Saint Paul, pasando rápido como una exhalación junto a la entrada del Fleet Market que, con el Exeter-Change, pertenece hoy al mundo de las sombras, dejando a retaguardia el Oso Blanco de Piccadilly y encontrando y dejando sucesivamente a Turnham Green, Brentford, Bagshot, mientras sobre los jardines de Knights Bridge flotaban jirones de niebla. Probablemente a los lectores interesarán poco estos detalles, pero evocan dulces reminiscencias en el autor, que ha hecho ese mismo viaje, en diligencia y con tiempo hermosísimo. ¿Qué se ha hecho de aquella carretera, tan pródiga en incidentes deliciosos? ¡Ay! Ya no encuentran aquellos honrados mayorales antiguos, un Chelsea ni un Grenwich. ¿Vivirán aún aquellos buenos chicos? ¿Habrá muerto el viejo Weller? Y los mozos de paja y cebada, y las posadas, y las ventas, y los relevos, y los fiambres que constituían la comida durante los interminables viajes, y tantos y tantos otros atractivos, ¿qué se han hecho? Para los grandes genios todavía en pañales, que escribirán novelas para que las lean los hijos del amado lector, todos estos personajes, todas estas cosas, estarán situadas en el terreno de la leyenda, en la misma medida que la historia de Nínive, la de Corazón de León, o la de James Sheppard. Para ellos, las diligencias habrán existido únicamente en los romances, y los tiros de cuatro caballos bayos son tan fabulosos como Bucéfalo o Isabelle la Negra.



Pero trasladémonos sin más divagaciones a Crawley de la Reina, y veamos cómo se desenvuelve allí la señorita Becky Sharp.





Capítulo VIII



Reservado y confidencial





La señorita Becky Sharp a la señorita Amelia Sedley, Plaza Russell, Londres.



(Franquicia. Pitt Crawley.)



Queridísima Amelia: Con alegría mezclada de tristeza tomo la pluma para escribir a la amiga de mi corazón. ¡Oh… qué cambio de ayer a hoy! Ahora me encuentro sin amigos, sola; ayer estaba como en familia, y disfrutaba de la tierna intimidad de una hermana, a quien querré siempre. ¡Oh, si!, ¡siempre!



No te hablaré de las lágrimas que vertí, de la amarga pena que devoré la noche fatal que siguió a nuestra separación Tú fuiste el martes a donde te esperaban la alegría y la felicidad, acompañada por una madre que te adora, y por un militar joven y bizarro, que te quiere con delirio. En ti pensé toda la noche; te veía bailando en casa de los Perkins, cortejada y admirada, de ello estoy segura, como la más bella de cuantas jóvenes asistieron al baile. En cambio a mí el lacayo me condujo en el carruaje viejo a la casa que en la ciudad tiene sir Pitt Crawley, en cuyas manos me dejó, después de tratarme con grosera impertinencia. ¡Ah… todo el mundo puede insultar impunemente a la pobreza y a la desgracia! Me hicieron acostar en una cama antigua de aspecto siniestro, preparada en una alcoba que parecía la más adecuada para que los fantasmas la convirtieran en su antro, y por añadidura, me dieron para compañera de lecho a una vieja de aspecto no menos siniestro que la alcoba y la cama. Es la guardiana, el ama de gobierno de la casa. No pude pegar los ojos en toda la noche.



No responde sir Pitt a la idea que nuestras locas imaginaciones trazaban de los mortales que poseen el título de barón cuando en Chiswick leíamos Cecilia y otras novelas. Cree que es imposible imaginar nada que se parezca menos que él a lord Orville. Represéntate un hombre viejo, bajo de estatura, rechoncho, vulgar y muy sucio, con traje gastado, polainas raídas, que juma en una pipa horrenda y guisa por sí mismo su cena en una sartén. Habla con acento campesino, riñe con frecuencia a su ama de gobierno y hasta tuvo un altercado con el cochero que nos llevó desde su casa hasta la diligencia, donde hice el viaje a cielo abierto durante la mayor parte del tiempo.



Me despertó al rayar el alba la vieja que había sido mi compañera de cama, y salimos momentos después hacia la posada de donde partía la diligencia. En los comienzos del viaje, me dieron asiento en el interior, pero al llegar a un pueblo llamado Leakington, precisamente cuando la lluvia, menuda hasta entonces, comenzó a arreciar, ¿lo creerás?… me obligaron a sentarme juera, porque sir Pitt es el propietario del carruaje, y como en el lugar indicado se presentase un viajero que deseaba asiento en el interior, me mandó que le cediera el mío, y hube de sentarme, desafiando la lluvia, junto a un joven de Cambridge, quien tuvo la bondad de abrigarme con una de las varias mantas que llevaba.



Este caballerito y un guarda que ocupaba otro asiento cercano parece que conocían muy a fondo a sir Pitt, y se burlaron y rieron de él con mucha gracia. Le llamaban tuerca oxidada, queriendo significar que es el rey de los tacaños. Jamás ha dado un penique a nadie, según dicen, afirmación que escucho con disgusto, porque, como comprenderás, me agradaría que fuese rumboso. El mayoral me manifestó que si hacíamos con lentitud tan desesperada el viaje, era porque los caballos de los dos relevos primeros son propiedad de sir Pitt, añadiendo que, cuando sir Pitt abandonase la diligencia, la culpa de sir Pitt la pagarían sus animales, sobre los cuales caería la tralla con más frecuencia y mayor fuerza de la ordinaria.



Un coche tirado por cuatro caballos soberbios, ricamente enjaezados con arneses que ostentaban las armas de su amo y señor, nos esperaba en Mudbury, distante cuatro millas de Crawley de la Reina. Nuestra entrada en el parque de los dominios del barón se hizo con toda solemnidad. Una hermosa avenida de una milla de longitud conduce a la casa solariega. En la verja de honor, cuyas columnas rematan en una serpiente y una paloma, sostenes de las armas de los Crawley, nos esperaba una mujer, que nos hizo infinidad de cortesías y nos abrió de par en par las viejas puertas de hierro, algo parecidas a las aborrecidas de Chiswick.



—¿Qué le parece a usted? —me dijo sir Pitt—. Una avenida de una milla de longitud. Dos hileras de árboles que representan madera de construcción por valor de seis mil libras esterlinas… ¿Es eso nada?



En Mudbury había mandado al señor Hodson que se sentase a su lado en el interior del carruaje, y le venía hablando de embargar, de vender, y de llevar a los tribunales a muchos arrendatarios morosos. Dijo Hodson que Samuel Miles había sido sorprendido cazando furtivamente y que Pedro Bailey fue al fin condenado a trabajos forzados. «Me alegro —contestó sir Pitt—. Él y su familia vienen estafándome hace ciento cincuenta años». Supongo que se tratará de algún pobre arrendador que no llevará al corriente el pago de su renta.



Al pasar distinguí la esbelta silueta de un campanario que se alza con gracia sobre las elevadas copas de los seculares olmos del parque. Delante de éstos, en el centro de una pradera y rodeada de algunas casitas, vi un caserón viejo, de color rojo y muros tapizados de hiedra.



El sol se quebraba en los grandes ventanales cubiertos con vidrieras.



—¿Ésa es su iglesia, señor Pitt? —pregunté.



—Sí ¡maldita sea!… (empleó una frase tan enérgica que no puedo transcribirla, amiguita mía). ¿Cómo sigue ese bestia, Hodson? La bestia es mi hermano el rector, señorita… ¿Cómo sigue?



Hodson soltó la carcajada, púsose serio, movió la cabeza, y contestó:



—Temo que se encuentre mejor, sir Pitt. Ayer salió a caballo y recorrió nuestros campos de trigo.



—Valiérale más permanecer en la iglesia… ¡canastos! (No empleó esta palabra, sino otra más fea). ¿No ha de poder con él el aguardiente? ¿Es que va a ser la segunda edición de Matusalén?



Hodson soltó la carcajada por segunda vez.



—Los jóvenes han vuelto del colegio —dijo—. Dieron a John Sccroggins una paliza tan descomunal, que le dejaron más muerto que vivo.



—Bien por los jóvenes —gritó sir Pitt.



Explicó Hodson que el apaleado había sido sorprendido cazando en tierras de su hermano el rector, a lo que contestó sir Pitt que no merecía ser castigado, aunque, si hubiera cazado en las suyas, juraba por Dios vivo que no se conformara con menos que con hacerle deportar. De la conversación inferí que no reina la mejor armonía entre los dos hermanos, circunstancia que me afirmó en la creencia, que ya tenía, de que los hermanos regañan con bastante frecuencia, lo mismo que las hermanas. ¿Recuerdas que las señoritas Scratchleys reñían a todas horas en Chiswick? ¿Recuerdas que Mary Box se daba todos los días de cachetes con Luisa?

 



Como viese sir Pitt que unos muchachos recogían ramas caídas en el bosque, ordenó a Hodson que corriese a reprimir el desmán, y Hodson se precipitó del coche y corrió hacia los ladronzuelos con la fusta enarbolada. «¡Firme, Hodson; haz sentir la fusta a esos granujillas! —gritaba sir Pitt—. ¡Arráncales el alma… llévales a casa, que, o pierdo el nombre que tengo o los envío a presidio!»



No tardamos en oír los golpes de la fusta cayendo implacable sobre las espaldas de los raterillos. Sir Pitt, viendo que Hodson les había amarrado, siguió hacia la casa.



Todos los criados esperaban en su puesto para recibirnos, y…



****



En este punto estaba mi carta la noche pasada, cuando me vi bruscamente interrumpida por un porrazo terrible descargado sobre la puerta de mi habitación. ¿Quién creerás que era, querida amiga? El mismísimo sir Pitt, en gorro y camisa de dormir. ¡Qué facha, santo Dios! Al retroceder yo ante semejante visión, sir Pitt avanzó y se apoderó de mi palmatoria. «Aquí no se gasta luz después de las once —me dijo—. Váyase usted a dormir a obscuras, picarilla, y si no quiere que todas las noches venga yo a apagar su luz, acuéstese a las once». Dichas estas palabras, se retiró riendo con el mayordomo, señor Horrocks, que le acompañaba. Puedes estar segura de que procuraré no dar motivos para nuevas visitas de esa especie. En la casa habían dejado sueltos dos mastines que se pasaron ladrando desaforadamente toda la noche. «El perro se llama Sanguinario —me ha dicho sir Pitt—. Destrozó en una ocasión a un hombre y puede mantenérselas tiesas con un toro. A la madre la llamaba Flora, pero hoy la llamo Ladradora, porque es ya tan vieja que no puede morder».



Delante de la casa solariega de Crawley de la Reina, odioso edificio antiguo de ladrillo rojo, con chimeneas altísimas y timpanillos al estilo de la época de la reina Isabel, hay una terraza, flanqueada por las consabidas paloma y serpiente, en la cual está la puerta que da acceso al salón. Me atrevería a jurar, queridita, que este salón es tan inmenso y tan fúnebre como el famoso del castillo de Udolfo. En su chimenea cabria muy holgadamente todo el colegio de la señorita Pinkerton, y en su parrilla podría asarse un buey entero y dejar lugar para otro. Penden de los muros del salón yo no sé cuántas generaciones de Crawleys, unos con barbas y melenas, otros con pelucas, éstos vestidos con largas dalmáticas, rígidas como planchas de acero, aquéllos con muchos rizos… y casi sin ropa. Arranca del extremo del salón la escalera de honor, de roble negro, triste como todo el edificio, y de sus muros laterales, dos puertas, adornadas con cabezas de ciervos, que dan acceso a la sala de billares y biblioteca, y a las habitaciones de la mañana y salón amarillo, respectivamente. Creo no exagerar si digo que en el primer piso hay sus veinte habitaciones, que mis nuevas discípulas me han hecho recorrer esta mañana: en una de ellas se conserva la cama donde durmió la reina Isabel. No las hace menos tétricas la circunstancia de que jamás se abran sus maderas, y puedes creerme si te digo que a medida que las iba recorriendo esperaba encontrar en ellas algún fantasma. El saloncito destinado a clase está en el segundo piso, y comunica con mi alcoba y con la de las señoritas de la casa. Vienen a continuación las habitaciones del señor Pitt, o del señor Crawley según suelen llamarle, que es el primogénito, y las del señor Rawdon Crawley, oficial como cualquier hijo de vecino y ausente con su regimiento. Como ves, en la casa no falta sitio: podrían alojarse en ella todos los vecinos de la plaza Russell, y quedaría mucho espacio libre.



Media hora después de nuestra llegada, la gran campana tocó a comer, y bajé al comedor con mis dos discípulas. Son ésta