Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CALISTO.- ¿En qué manos?

SEMPRONIO.- De Celestina.

CELESTINA.- ¿Qué nombráis a Celestina? ¿Qué decís de esta esclava de Calisto? Toda la calle del Arcediano vengo a más andar tras vosotros por alcanzaros y jamás he podido con mis luengas haldas.

CALISTO.- ¡Oh joya del mundo, acorro de mis pasiones, espejo de mi vista! El corazón se me alegra en ver esa honrada presencia, esa noble senectud. Dime, ¿con qué vienes? ¿Qué nuevas traes? ¡Que te veo alegre y no sé en qué está mi vida!

CELESTINA.- En mi lengua.

CALISTO.- ¿Qué dices, gloria y descanso mío? Declárame más lo dicho.

CELESTINA.- Salgamos, señor, de la iglesia, y de aquí a la casa te contaré algo con que te alegres de verdad.

PÁRMENO.- Buena viene la vieja, hermano; recaudado debe de haber.

SEMPRONIO.- Escucha.

CELESTINA.- Todo este día, señor, he trabajado en tu negocio y he dejado perder otros en que harto me iba. Muchos tengo quejosos por tenerte a ti contento. Más he dejado de ganar que piensas, pero todo vaya en buena hora, pues tan buen recaudo traigo. Y óyeme, que en pocas palabras te lo diré, que soy corta de razón. A Melibea dejo a tu servicio.

CALISTO.- ¿Qué es esto que oigo?

CELESTINA.- Que es más tuya que de sí misma, más está a tu mandado y querer que de su padre Pleberio.

CALISTO.- Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que dirán estos mozos que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su cautivo, yo su siervo.

SEMPRONIO.- Con tu desconfianza, señor, con tu poco preciarte, con tenerte en poco, hablas esas cosas con que atajas su razón. A todo el mundo turbas diciendo desconciertos. ¿De qué te santiguas? Dale algo por su trabajo, harás mejor, que eso esperan esas palabras.

CALISTO.- Bien has dicho. Madre mía, yo sé cierto que jamás igualará tu trabajo y mi liviano galardón. En lugar de manto y saya, por que no se dé parte a oficiales, toma esta cadenilla, ponla al cuello y procede en tu razón y mi alegría.

PÁRMENO.- ¿Cadenilla la llama? ¿No lo oyes, Sempronio? No estima el gasto. Pues yo te certifico no diese mi parte por medio marco de oro, por mal que la vieja la reparta.

SEMPRONIO.- Oírte ha nuestro amo. Tendremos en él qué amansar y en ti qué sanar, según está hinchado de tu mucho murmurar. Por mi amor, hermano, que oigas y calles, que por eso te dio Dios dos oídos y una lengua sola.

PÁRMENO.- ¡Oirá el diablo! Está colgado de la boca de la vieja, sordo, y mudo, y ciego, hecho personaje sin son, que, aunque le diésemos higas, diría que alzábamos las manos a Dios rogando por buen fin de sus amores.

SEMPRONIO.- Calla, oye, escucha bien a Celestina. En mi alma todo lo merece, y más que le diese. Mucho dice.

CELESTINA.- Señor Calisto, para tan flaca vieja como yo de mucha franqueza usaste, pero como todo don o dádiva se juzgue grande o chica respecto del que lo da, no quiero traer a consecuencia mi poco merecer ante quien sobra en cualidad y en cuantidad, mas medirse ha con tu magnificencia, ante quien no es nada. En pago de la cual te restituyo tu salud, que iba perdida; tu corazón, que te faltaba; tu seso, que se alteraba. Melibea pena por ti más que tú por ella, Melibea te ama y desea ver, Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya, Melibea se llama tuya y esto tiene por título de libertad. Y con esto amansa el fuego, que más que a ti la quema.

CALISTO.- ¿Mozos, estoy yo aquí? ¿Mozos, oigo yo esto? Mozos, mirad si estoy despierto. ¿Es de día o de noche? ¡Oh señor Dios, padre celestial, ruégote que esto no sea sueño! ¡Despierto, pues, estoy! Si burlas, señora, de mí por me pagar en palabras, no temas, di verdad, que para lo que tú de mí has recibido más merecen tus pasos.

CELESTINA.- Nunca el corazón lastimado de deseo toma la buena nueva por cierta ni la mala por dudosa. Pero, si burlo o si no, verlo has yendo esta noche, según el concierto dejo con ella, a su casa, en dando el reloj doce, a la hablar por entre las puertas, de cuya boca sabrás más por entero mi solicitud y su deseo, y el amor que te tiene y quién lo ha causado.

CALISTO.- Ya, ya, ¿tal cosa espero? ¿Tal cosa es posible haber de pasar por mí? Muerto soy de aquí allá, no soy capaz de tanta gloria, no merecedor de tan gran merced, no digno de hablar con tal señora de su voluntad y grado.

CELESTINA.- Siempre lo oí decir, que es más difícil de sufrir la próspera fortuna que la adversa, que la una no tiene sosiego y la otra tiene consuelo. ¿Cómo, señor Calisto, y no mirarías quién tú eres? ¿Y no mirarías el tiempo que has gastado en su servicio? ¿Y no mirarías a quien has puesto entremedias? Y, asimismo, que hasta ahora siempre has estado dudoso de la alcanzar y tenías sufrimiento, ahora que te certifico el fin de tu penar, ¿quieres poner fin a tu vida? Mira, mira que está Celestina de tu parte y que, aunque todo te faltase lo que en un enamorado se requiere, te vendería por el más acabado galán del mundo. Que te haría llanas las peñas para andar, que te haría las más crecidas aguas corrientes pasar sin mojarte. Mal conoces a quien tú das dinero.

CALISTO.- ¡Cata, señora! ¿Qué me dices? ¿Que vendrá de su grado?

CELESTINA.- Y aun de rodillas.

SEMPRONIO.- No sea ruido hechizo, que nos quieren tomar a manos a todos. Cata, madre, que así se suelen dar las zarazas en pan envueltas, por que no las sienta el gusto.

PÁRMENO.- Nunca te oí decir mejor cosa. Mucha sospecha me pone el presto conceder de aquella señora y venir tan aína en todo su querer de Celestina, engañando nuestra voluntad con sus palabras dulces y prestas por hurtar por otra parte, como hacen los de Egipto cuando el signo nos catan en la mano. Pues alahé, madre, con dulces palabras están muchas injurias vengadas. El falso bueyezuelo con su blando cencerrar trae las perdices a la red; el canto de la sirena engaña los simples marineros con su dulzor. Así ésta, con su mansedumbre y concesión presta, querrá tomar una manada de nosotros a su salvo. Purgará su inocencia con la honra de Calisto y con nuestra muerte, así como corderica mansa que mama su madre y la ajena. Ella, con su segurar, tomará la venganza de Calisto en todos nosotros, de manera, que, con la mucha gente que tiene, podrá cazar a padres e hijos en una nidada y tú estarte has rascando a tu fuego, diciendo «a salvo está el que repica».

CALISTO.- ¡Callad, locos, bellacos, sospechosos! Parece que dais a entender que los ángeles sepan hacer mal. Sí, que Melibea ángel disimulado es que vive entre nosotros.

SEMPRONIO.- ¿Todavía vuelves a tus herejías? Escúchale, Pármeno, no te pene nada, que si fuere trato doble, él lo pagará, que nosotros buenos pies tenemos.

CELESTINA.- Señor, tú estás en lo cierto; vosotros, cargados de sospechas vanas. Yo he hecho todo lo que a mí era a cargo. Alegre te dejo, Dios te libre y aderece. Pártome muy contenta. Si fuere menester para esto o para más, allí estoy muy aparejada a tu servicio.

PÁRMENO.- ¡Ji, ji, ji!

SEMPRONIO.- ¿De qué te ríes, por tu vida?

PÁRMENO.- De la prisa que la vieja tiene por irse. No ve la hora que haber despegado la cadena de casa. No puede creer que la tenga en su poder ni que se la han dado de verdad. No se halla digna de tal don, tan poco como Calisto de Melibea.

SEMPRONIO.- ¿Qué quieres que haga una puta vieja alcahueta, que sabe y entiende lo que nosotros callamos, y suele hacer siete virgos por dos monedas, después de verse cargada de oro, sino ponerse en salvo con la posesión, con temor no se la tornen a tomar después que ha cumplido de su parte aquello para que era menester? ¡Pues guárdese del diablo que sobre el partir no le saquemos el alma!

CALISTO.- Dios vaya contigo, madre. Yo quiero dormir y reposar un rato para satisfacer a las pasadas noches y cumplir con la por venir.

CELESTINA.- ¡Ta, ta, ta, ta!

ELICIA.- ¿Quién llama?

CELESTINA.- Abre, hija Elicia.

ELICIA.- ¿Cómo vienes tan tarde? No lo debes hacer, que eres vieja. Tropezarás donde caigas y mueras.

CELESTINA.- No temo eso, que de día me aviso por donde venga de noche, que jamás me subo por poyo ni calzada, sino por medio de la calle. Porque, como dicen, «no da paso seguro quien corre por el muro», y que «aquel va más sano que anda por llano». Más quiero ensuciar mis zapatos con el lodo que ensangrentar las tocas y los cantos. Pero no te duele a ti en ese lugar.

ELICIA.- Pues, ¿qué me ha de doler?

CELESTINA.- Que se fue la compañía, que te dejé y quedaste sola.

ELICIA.- Son pasadas cuatro horas después y ¿habíaseme de acordar de eso?

CELESTINA.- Cuanto más presto te dejaron más con razón lo sentiste. Pero dejemos su ida y mi tardanza. Entendamos en cenar y dormir.

ACTO XII

ARGUMENTO DEL DUODÉCIMO ACTO

Llegando la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, van para casa de Melibea. Lucrecia y Melibea están cabe la puerta, aguardando a Calisto. Viene Calisto. Háblale primero Lucrecia. Llama a Melibea. Apártase Lucrecia. Háblanse por entre las puertas Melibea y Calisto. Pármeno y Sempronio en su cabo departen. Oyen gentes por la calle. Apercíbense para huir. Despídese Calisto de Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio, al son del ruido que había en la calle, despierta. Llama a su mujer, Alisa. Preguntan a Melibea quién da patadas en su cámara. Responde Melibea a su padre fingiendo que tenía sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando. Échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte de la ganancia. Disimula Celestina. Vienen a reñir. Échanle mano a Celestina; mátanla. Da voces Elicia. Viene la justicia y prende a ambos.

 

CALISTO, LUCRECIA, MELIBEA, SEMPRONIO, PÁRMENO, PLEBERIO, ALISA, CELESTINA, ELICIA.

CALISTO.- Mozos, ¿qué hora da el reloj?

SEMPRONIO.- Las diez…

CALISTO.- ¡Oh cómo me descontenta el olvido en los mozos! De mi mucho acuerdo en esta noche y tu descuidar y olvido se haría una razonable memoria y cuidado. ¿Cómo, desatinado, sabiendo cuánto me va en ser diez u once, me respondías a tiento lo que más aína se te vino a la boca? ¡Oh cuitado de mí! Si por caso me hubiera dormido y colgara mi pregunta de la respuesta de Sempronio para hacer de once diez, y así de doce once, saliera Melibea, yo no fuera ido, tornárase de manera que ni mi mal hubiera fin ni mi deseo ejecución. No se dice en balde que «mal ajeno de pelo cuelga».

SEMPRONIO.- Tanto yerro me parece sabiendo, preguntar, como ignorando, responder. Mejor sería, señor, que se gastase esta hora que queda en aderezar armas que en buscar cuestiones.

CALISTO.- Bien me dice este necio. No quiero en tal tiempo recibir enojo; no quiero pensar en lo que pudiera venir sino en lo que fue; no en el daño que resultara de su negligencia sino en el provecho que vendrá de mi solicitud. Quiero dar espacio a la ira, que, o se me quitará o se me ablandará. Descuelga, Pármeno, mis corazas y armaos vosotros, y así iremos a buen recaudo, porque, como dicen, «el hombre apercibido, medio combatido».

PÁRMENO.- Helas aquí, señor.

CALISTO.- Ayúdame aquí a vestirlas. Mira tú, Sempronio, si parece alguno por la calle.

SEMPRONIO.- Señor, ninguna gente parece y, aunque la hubiese, la mucha oscuridad privaría el viso y conocimiento a los que nos encontrasen.

CALISTO.- Pues andemos por esta calle, aunque se rodee alguna cosa, porque más encubiertos vamos. Las doce da ya; buena hora es.

PÁRMENO.- Cerca estamos.

CALISTO.- A buen tiempo llegamos. Párate tú, Pármeno, a ver si es venida aquella señora por entre las puertas.

PÁRMENO.- ¿Yo, señor? Nunca Dios mande que sea en dañar lo que no concerté. Mejor será que tu presencia sea su primer encuentro, por que, viéndome a mí, no se turbe de ver que de tantos es sabido lo que tan ocultamente quería hacer y con tanto temor hace. O porque quizá pensará que la burlaste.

CALISTO.- ¡Oh qué bien has dicho! La vida me has dado con tu sutil aviso, pues no era más menester para me llevar muerto a casa que volverse ella por mi mala providencia. Yo me llego allá; quedaos vosotros en ese lugar.

PÁRMENO.- ¿Qué te parece, Sempronio, cómo el necio de nuestro amo pensaba tomarme por broquel para el encuentro del primer peligro? ¿Qué sé yo quién está tras las puertas cerradas? ¿Qué sé yo si hay alguna traición? ¿Qué sé yo si Melibea anda, por que le pague nuestro amo su mucho atrevimiento, de esta manera? Y, más aún, no somos muy ciertos decir verdad la vieja. No sepas hablar, Pármeno, sacarte han el alma sin saber quién. No seas lisonjero, como tu amo quiere, y jamás llorarás duelos ajenos. No tomes en lo que te cumple el consejo de Celestina y hallarte has a oscuras. Ándate ahí con tus consejos y amonestaciones fieles: ¡darte han de palos! No vuelvas la hoja y quedarte has a buenas noches. Quiero hacer cuenta que hoy me nací, pues de tal peligro me escapé.

SEMPRONIO.- Paso, paso. Pármeno, no saltes ni hagas ese bollicio de placer, que darás causa que seas sentido.

PÁRMENO.- Calla, hermano, que no me hallo de alegría cómo le hice creer que por lo que a él cumplía dejaba de ir, ¡y era por mi seguridad! ¿Quién supiera así rodear su provecho como yo? Muchas cosas me verás hacer, si estás de aquí adelante atento, que no las sientan todas personas, así con Calisto como con cuantos en este negocio suyo se entremetieren. Porque soy cierto que esta doncella ha de ser para él cebo de anzuelo o carne de buitrera, que suelen pagar bien el escote los que a comerla vienen.

SEMPRONIO.- Anda, no te penen a ti esas sospechas, aunque salgan verdaderas. Apercíbete: a la primera voz que oyeres, tomar calzas de Villadiego.

PÁRMENO.- Leído has donde yo; en un corazón estamos. Calzas traigo y aun borceguíes de esos ligeros que tú dices, para mejor huir que otro. Pláceme que me has, hermano, avisado de lo que yo no hiciera de vergüenza de ti, que nuestro amo, si es sentido, no temo que escapará de manos de esta gente de Pleberio, para podernos después demandar cómo lo hicimos e incusarnos el huir.

SEMPRONIO.- ¡Oh Pármeno amigo, cuán alegre y provechosa es la conformidad en los compañeros! Aunque por otra cosa no nos fuera buena Celestina, era harta la utilidad que por su causa nos ha venido.

PÁRMENO.- Ninguno podrá negar lo que por sí se muestra. Manifiesto es que con vergüenza el uno del otro, por no ser odiosamente acusado de cobarde, esperaremos aquí la muerte con nuestro amo, no siendo más de él merecedor de ella.

SEMPRONIO.- Salido debe haber Melibea. Escucha, que hablan quedito.

PÁRMENO.- ¡Cómo temo que no sea ella, sino alguna que finja su voz!

SEMPRONIO.- ¡Dios nos libre de traidores!, no nos hayan tomado la calle por do tenemos de huir, que de otra cosa no tengo temor.

CALISTO.- Ese bullicio más de una persona lo hace. Quiero hablar, sea quien fuere. ¡Ce, señora mía!

LUCRECIA.- La voz de Calisto es ésta. Quiero llegar. ¿Quién habla? ¿Quién está fuera?

CALISTO.- Aquel que viene a cumplir tu mandado.

LUCRECIA.- ¿Por qué no llegas, señora? Llega sin temor acá, que aquel caballero está aquí.

MELIBEA.- ¡Loca, habla paso! Mira bien si es él.

LUCRECIA.- Allégate, señora, que sí es, que yo lo conozco en la voz.

CALISTO.- Cierto soy burlado. No era Melibea la que me habló. ¡Bullicio oigo, perdido soy! Pues, viva o muera, que no he de ir de aquí.

MELIBEA.- Vete, Lucrecia, a acostar un poco. ¡Ce, señor! ¿Cómo es tu nombre? ¿Quién es el que te mandó ahí venir?

CALISTO.- Es la que tiene merecimiento de mandar a todo el mundo, la que dignamente servir yo no merezco. No tema tu merced de se descubrir a este cautivo de tu gentileza, que el dulce sonido de tu habla, jamás de mis oídos se cae, me certifica ser tú mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto.

MELIBEA.- La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a haberte de hablar, señor Calisto, que habiendo habido de mí la pasada respuesta a tus razones, no sé qué piensas más sacar de mi amor de lo que entonces te mostré. Desvía estos vanos y locos pensamientos de ti por que mi honra y persona estén, sin detrimento de mala sospecha, seguras. A esto fue aquí mi venida, a dar concierto en tu despedida y mi reposo. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes.

CALISTO.- A los corazones aparejados con apercibimiento recio contra las adversidades, ninguna puede venir que pase de claro en claro la fuerza de su muro. Pero el triste que, desarmado y sin proveer los engaños y celadas, se vino a meter por las puertas de tu seguridad, cualquiera cosa que en contrario vea es razón que me atormente y pase, rompiendo todos los almacenes en que la dulce nueva estaba aposentada. ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! ¡Dejárasme acabar de morir y no tornaras a vivificar mi esperanza para que tuviese más que gastar el fuego que ya me aqueja! ¿Por qué falsaste la palabra de esta mi señora? ¿Por qué has así dado con tu lengua causa a mi desesperación? ¿A qué me mandaste aquí venir, para que me fuese mostrado el disfavor, el entredicho, la desconfianza, el odio, por la misma boca de esta que tiene las llaves de mi perdición y gloria? ¡Oh enemiga! ¿Y tú no me dijiste que esta mi señora me era favorable? ¿No me dijiste que de su grado mandaba venir este su cautivo al presente lugar, no para me desterrar nuevamente de su presencia, pero para alzar el destierro ya por otro su mandamiento, puesto antes de ahora? ¿En quién hallaré yo fe? ¿A dónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿A dónde no moran falsarios? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición?

MELIBEA.- Cesen, señor mío, tus verdaderas querellas, que ni mi corazón basta para las sufrir ni mis ojos para lo disimular. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi bien todo, cuánto más alegre me fuera poder ver tu faz que oír tu voz! Pero, pues no se puede al presente más hacer, toma la firma y sello de las razones que te envié escritas en la lengua de aquella solícita mensajera. Todo lo que te dijo confirmo, todo lo he por bueno. Limpia, señor, tus ojos, ordena de mí a tu voluntad.

CALISTO.- ¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será bastante para te dar iguales gracias a la sobrada e incomparable merced que, en este punto de tanta congoja para mí, me has querido hacer en querer que un tan flaco e indigno hombre pueda gozar de tu suavísimo amor? Del cual, aunque muy deseoso, siempre me juzgaba indigno, mirando tu grandeza, considerando tu estado, remirando tu perfección, contemplando tu gentileza, acatando mi poco merecer y tu alto merecimiento, tus extremadas gracias, tus loadas y manifiestas virtudes. Pues, ¡oh alto Dios!, ¿cómo te podré ser ingrato, que tan milagrosamente has obrado conmigo tus singulares maravillas? ¡Oh cuántos días antes de ahora pasados me fue venido ese pensamiento a mi corazón! Por imposible lo rechazaba de mi memoria, hasta que ya los rayos ilustrantes de tu muy claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi corazón, despertaron mi lengua, extendieron mi merecer, acortaron mi cobardía, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerzas, desadormecieron mis pies y manos, finalmente, me dieron tal osadía que me han traído con su mucho poder a este sublimado estado en que ahora me veo. Oyendo de grado tu suave voz, la cual, si antes de ahora no conociese y no sintiese tus saludables olores, no podría creer que careciesen de engaño tus palabras. Pero, como soy cierto de tu limpieza de sangre y hechos, me estoy remirando si soy yo Calisto, a quien tanto bien se hace.

MELIBEA.- Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias, tu alto nacimiento, han obrado que, después que de ti hube entera noticia, ningún momento de mi corazón te partieses, y, aunque muchos días he pugnado por lo disimular, no he podido tanto que, en tornándome aquella mujer tu dulce nombre a la memoria, no descubriese mi deseo. Y viniese a este lugar y tiempo, donde te suplico ordenes y dispongas de mi persona según quieras. Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo y sus fuertes cerrojos, y mis flacas fuerzas, que ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.

CALISTO.- ¿Cómo, señora mía? ¿Y mandas que consienta a un palo impedir nuestro gozo? Nunca yo pensé que, demás de tu voluntad, lo pudiera cosa estorbar. ¡Oh molestas y enojosas puertas!, ruego a Dios que tal fuego os abrase como a mí da guerra, que con la tercia parte seríais en un punto quemadas. Pues, por Dios, señora mía, permite que llame a mis criados para que las quiebren.

PÁRMENO.- ¿No oyes, no oyes, Sempronio? A buscarnos quiere venir para que nos den mal año. No me agrada cosa esta venida. ¡En mal punto creo que se empezaron estos amores! Yo no espero más aquí.

SEMPRONIO.- Calla, calla, escucha, que ella no consiente que vamos allá.

MELIBEA.- ¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? No sueltes las riendas a la voluntad. La esperanza es cierta, el tiempo breve cuanto tú ordenares. Y pues tú sientes tu pena sencilla y yo la de entrambos, tú solo dolor, yo el tuyo y el mío, conténtate con venir mañana a esta hora por las paredes de mi huerto. Que si ahora quebrases las crueles puertas, aunque al presente no fuésemos sentidos, amanecería en casa de mi padre terrible sospecha de mi yerro. Y, pues sabes que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra, en un punto será por la ciudad publicado.

SEMPRONIO.- ¡En hora mala acá esta noche venimos! Aquí nos ha de amanecer, según del espacio que nuestro amo lo toma. Que, aunque más la dicha nos ayude, nos han en tanto tiempo de sentir de su casa o vecinos.

PÁRMENO.- Ya ha dos horas que te requiero que nos vamos, que no faltará un achaque.

CALISTO.- ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a aquello que por los santos de Dios me fue concedido? Rezando hoy ante el altar de la Magdalena me vino con tu mensaje alegre aquella solícita mujer.

PÁRMENO.- ¡Desvariar, Calisto, desvariar! Por fe tengo, hermano, que no es cristiano lo que la vieja traidora con sus pestíferos hechizos ha rodeado y hecho. Dice que los santos de Dios se lo han concedido e impetrado. Y con esta confianza quiere quebrar las puertas, y no habrá dado el primer golpe cuando sea sentido y tomado por los criados de su padre, que duermen cerca.

 

SEMPRONIO.- Ya no temas, Pármeno, que harto desviados estamos. En sintiendo el bollicio, el buen huir nos ha de valer. Déjale hacer, que, si mal hiciere, él lo pagará.

PÁRMENO.- Bien hablas, en mi corazón estás. Así se haga. Huyamos la muerte, que somos mozos. Que no querer morir ni matar no es cobardía, sino buen natural. Estos escuderos de Pleberio son locos, no desean tanto comer ni dormir como cuestiones y ruidos. Pues más locura sería esperar pelea con enemigo que no ama tanto la victoria y vencimiento como la contina guerra y contienda. ¡Oh, si me vieses, hermano, cómo estoy, placer habrías! A medio lado, abiertas las piernas, el pie izquierdo adelante, puesto en huida, las faldas en la cinta, la adarga arrollada, y so el sobaco, por que no me empache. ¡Que, por Dios, que creo huyese como un gamo, según el temor que tengo de estar aquí!

SEMPRONIO.- Mejor estoy yo, que tengo liado el broquel y el espada con las correas, por que no se me caigan al correr, y el casquete en la capilla.

PÁRMENO.- ¿Y las piedras que traías en ella?

SEMPRONIO.- Todas las vertí por ir más liviano, que harto tengo que llevar en estas corazas que me hiciste vestir por importunidad, que bien las rehusaba de traer porque me parecían para huir muy pesadas. ¡Escucha, escucha! ¿Oyes, Pármeno? ¡A malas andan! ¡Muertos somos! Bota presto, echa hacia casa de Celestina, no nos atajen por nuestra casa.

PÁRMENO.- ¡Huye, huye, que corres poco! ¡Oh pecador de mí, si nos han de, deja broquel y todo!

SEMPRONIO.- ¿Si han muerto ya a nuestro amo?

PÁRMENO.- No sé, no me digas nada; corre y calla, que el menor cuidado mío es ése.

SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, Pármeno! Torna, torna callando, que no es sino la gente del alguacil, que pasaba haciendo estruendo por la otra calle.

PÁRMENO.- Míralo bien. No te fíes en los ojos, que se antoja muchas veces uno por otro. No me habían dejado gota de sangre. Tragada tenía ya la muerte, que me parecía que me iban dando en estas espaldas golpes. En mi vida me acuerdo haber tan gran temor ni verme en tal afrenta, aunque he andado por casas ajenas harto tiempo y en lugares de harto trabajo, que nueve años serví a los frailes de Guadalupe, que mil veces nos apuñeábamos yo y otros. Pero nunca, como esta vez, hube miedo de morir.

SEMPRONIO.- Y yo, ¿no serví al cura de San Miguel, y al mesonero de la plaza, y a Mollejas el hortelano? Y también yo tenía mis cuestiones con los que tiraban piedras a los pájaros que asentaban en un álamo grande que tenía, porque dañaban la hortaliza. Pero guárdete Dios de verte con armas, que aquél es el verdadero temor. No en balde dicen «cargado de hierro y cargado de miedo». ¡Vuelve, vuelve, que el alguacil es, cierto!

MELIBEA.- Señor Calisto, ¿qué es esto que en la calle suena? Parecen voces de gente que van en huida. ¡Por Dios, mírate, que estás a peligro!

CALISTO.- Señora, no temas, que a buen seguro vengo. Los míos deben de ser, que son unos locos y desarman a cuantos pasan, y huiríales alguno.

MELIBEA.- ¿Son muchos los que traéis?

CALISTO.- No, sino dos, pero, aunque sean seis sus contrarios, no recibirán mucha pena para les quitar sus armas y hacerlos huir según su esfuerzo. Escogidos son, señora, que no vengo a lumbre de pajas. Si no fuese por lo que a tu honra toca, pedazos harían estas puertas. Y si sentidos fuésemos, a ti y a mí librarían de toda la gente de tu padre.

MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, no se cometa tal cosa! Pero mucho placer tengo que de tan fiel gente andes acompañado, bien empleado es el pan que tan esforzados sirvientes comen. Por mi amor, señor, pues tal gracia la natura les quiso dar, sean de ti bien tratados y galardonados, por que en todo te guarden secreto. Y cuando sus osadías y atrevimientos les corrigieres, a vueltas del castigo mezcla favor, por que los ánimos esforzados no sean con encogimiento diminutos e irritados en el osar a sus tiempos.

PÁRMENO.- ¡Ce, ce, señor! Quítate presto de aquí, que viene mucha gente con hachas y serás visto y conocido, que no hay donde te metas.

CALISTO.- ¡Oh mezquino yo, y cómo es forzado, señora, partirme de ti! Por cierto, temor de la muerte no obrara tanto como el de tu honra. Pues que así es, los ángeles queden con tu presencia. Mi venida será, como ordenaste, por el huerto.

MELIBEA.- Así sea, y vaya Dios contigo.

PLEBERIO.- Señora mujer, ¿duermes?

ALISA.- Señor, no.

PLEBERIO.- ¿No oyes bullicio en el retraimiento de tu hija?

ALISA.- Sí oigo. ¡Melibea, Melibea!

PLEBERIO.- No te oye. Yo la llamaré más recio. ¡Hija mía Melibea!

MELIBEA.- ¿Señor?

PLEBERIO.- ¿Quién da patadas y hace bullicio en tu cámara?

MELIBEA.- Señor, Lucrecia es, que salió por un jarro de agua para mí, que había sed.

PLEBERIO.- Duerme, hija, que pensé que era otra cosa.

LUCRECIA.- Poco estruendo los despertó; con pavor hablaban.

MELIBEA.- No hay tan manso animal que con amor o temor de sus hijos no asperee. Pues, ¿qué harían si mi cierta salida supiesen?

CALISTO.- Cerrad esa puerta, hijos. Y tú, Pármeno, sube una vela arriba.

SEMPRONIO.- Debes, señor, reposar y dormir eso que queda de aquí al día.

CALISTO.- Pláceme, que bien lo he menester. ¿Qué te parece, Pármeno, de la vieja que tú me desalababas? ¿Qué obra ha salido de sus manos? ¿Qué fuera hecho sin ella?

PÁRMENO.- Ni yo sentía tu gran pena ni conocía la gentileza y merecimiento de Melibea, y así no tengo culpa. Conocía a Celestina y sus mañas. Avisábate como a señor, pero ya me parece que es otra. Todas las ha mudado.

CALISTO.- ¿Y cómo mudado?

PÁRMENO.- Tanto que, si no lo hubiese visto, no lo creería. ¡Mas así vivas tú como es verdad!

CALISTO.- Pues, ¿habéis oído lo que con aquella mi señora he pasado? ¿Qué hacíais? ¿Teníais temor?

SEMPRONIO.- ¿Temor, señor, o qué? Por cierto, todo el mundo no nos le hiciera tener. ¡Hallado habías los temerosos! Allí estuvimos esperándote muy aparejados y nuestras armas muy a mano.

CALISTO.- ¿Habéis dormido algún rato?

SEMPRONIO.- ¿Dormir, señor? ¡Dormilones son los mozos! Nunca me asenté ni aun junté, por Dios, los pies, mirando a todas partes para, en sintiendo, poder saltar presto y hacer todo lo que mis fuerzas me ayudaran. Pues Pármeno, aunque parecía que no te servía hasta aquí de buena gana, así se holgó cuando vio los de las hachas como lobo cuando siente polvo de ganado, pensando poder quitárselas hasta que vio que eran muchos.

CALISTO.- No te maravilles, que procede de su natural ser osado y, aunque no fuese por mí, hacíalo porque no pueden los tales venir contra su uso, que, aunque muda el pelo la raposa, su natural no despoja. Por cierto, yo dije a mi señora Melibea lo que en vosotros hay y cuán seguras tenía mis espaldas con vuestra ayuda y guarda. Hijos, en mucho cargo os soy. Rogad a Dios por salud, que yo os galardonaré más cumplidamente vuestro buen servicio. Id con Dios a reposar.

PÁRMENO.- ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a almorzar?

SEMPRONIO.- Ve tú donde quisieres, que, antes que venga el día, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que fabrique alguna ruindad con que nos excluya.

PÁRMENO.- Bien dices. Olvidádolo había. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera que le pese, que sobre dinero no hay amistad.

SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, calla!, que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.