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100 Clásicos de la Literatura

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SEMPRONIO.- Señora, en todo concedo con tu razón, que aquí está quien me causó algún tiempo andar hecho otro Calisto, perdido el sentido, cansado el cuerpo, la cabeza vana, los días mal durmiendo, las noches todas velando, dando alboradas, haciendo momos, saltando paredes, poniendo cada día la vida al tablero, esperando toros, corriendo caballos, tirando barra, echando lanza, cansando amigos, quebrando espadas, haciendo escalas, vistiendo armas y otros mil actos de enamorado, haciendo coplas, pintando motes, sacando invenciones. Pero todo lo doy por bien empleado, pues tal joya gané.

ELICIA.- ¡Mucho piensas que me tienes ganada! Pues hágote cierto que no has vuelto la cabeza cuando está en casa otro que más quiero, más gracioso que tú, y aun que no ande buscando cómo me dar enojo, a cabo de un año que me vienes a ver, tarde y con mal.

CELESTINA.- Hijo, déjala decir, que devanea. Mientras más de eso la oyeres, más se confirma en su amor. Todo es porque habéis aquí alabado a Melibea. No sabe en otra cosa en que os lo pagar sino en decir eso, y creo que no ve la hora que haber comido para lo que yo me sé. Pues esotra su prima yo la conozco. Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago ahora por algunas horas que dejé perder, cuando moza, cuando me preciaba, cuando me querían. Que ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere. ¡Que sabe Dios mi buen deseo! Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra cosa sino gozarme de verlo. Mientras a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona; cuando seáis aparte no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone. Que yo sé por las muchachas que nunca de importunos os acusen, y la vieja Celestina mascará de dentera con sus botas encías las migajas de los manteles. Bendígaos Dios, ¡cómo lo reís y holgáis, putillos, loquillos, traviesos! ¡En esto había de parar el nublado de las cuestioncillas que habéis tenido! ¡Mirad no derribéis la mesa!

ELICIA.- Madre, a la puerta llaman; el solaz es derramado.

CELESTINA.- Mira, hija, quién es. Por ventura será quien lo acreciente y allegue.

ELICIA.- O la voz me engaña o es mi prima Lucrecia.

CELESTINA.- Ábrele y entre ella y buenos años, que aun a ella algo se le entiende de esto que aquí hablamos, aunque su mucho encerramiento le impide el gozo de su mocedad.

AREÚSA.- Así goce de mí, que es verdad que estas que sirven a señoras ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: «¿qué cenaste?», «¿estás preñada?», «¿cuántas gallinas crías?», «llévame a merendar a tu casa»; «muéstrame tu enamorado»; «¿cuánto ha que no te vio?», «¿cómo te va con él?», «¿quién son tus vecinas?» y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tía, y qué duro nombre y qué grave y soberbio es «señora» contino en la boca! Por esto me vivo sobre mí desde que me sé conocer, que jamás me precié de llamarme de otra sino mía, mayormente de estas señoras que ahora se usan. Gástaste con ellas lo mejor del tiempo y con una saya rota de las que ellas desechan pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante ellas no osan. Y cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo, o pídenles celos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeza, diciendo: «¡allá irás, ladrona, puta, no destruirás mi casa y honra!». Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos. Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «puta acá», «puta acullá», «¿a dó vas, tiñosa?», «¿qué hiciste, bellaca?», «¿por qué comiste esto, golosa?», «¿cómo fregaste la sartén, puerca?», «¿por qué no limpiaste el manto, sucia?», «¿cómo dijiste esto, necia?», «¿quién perdió el plato, desaliñada?», «¿cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le habrás dado», «ven acá, mala mujer, ¿la gallina habada no parece?, pues búscala presto, si no, en la primera blanca de tu soldada la contaré». Y tras esto mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cautiva.

CELESTINA.- En tu seso has estado. Bien sabes lo que haces, que los sabios dicen «que vale más una migaja de pan con paz que toda la casa llena de viandas con rencilla». Mas ahora cese esta razón, que entra Lucrecia.

LUCRECIA.- Buena pro os haga, tía y la compañía. Dios bendiga tanta gente y tan honrada.

CELESTINA.- ¿Tanta, hija? ¿Por mucha has ésta? Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, hoy ha veinte años. ¡Ay, quién me vio y quién me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor! Yo vi, mi amor, esta mesa donde ahora están tus primas asentadas, nueve mozas de tus días, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menor de catorce. Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus arcaduces, unos llenos, otros vacíos. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece; su orden es mudanzas. No puedo decir sin lágrimas la mucha honra que entonces tenía, aunque por mis pecados y mala dicha, poco a poco, ha venido en disminución. Como declinaban ya mis días, así se disminuía y menguaba mi provecho. Proverbio es antiguo que «cuanto al mundo es o crece o decrece». Todo tiene sus límites. Todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre según quien yo era. De necesidad es que desmengüe y abaje. Cerca ando de mi fin. En esto veo que me queda poca vida. Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme. Y pues esto antes de ahora me consta, sufriré con menos pena mi mal, aunque del todo no pueda despedir el sentimiento, como sea de carne sentible formada.

LUCRECIA.- Trabajo tenías, madre, con tantas mozas, que es ganado muy penoso de guardar.

CELESTINA.- ¿Trabajo, mi amor? Antes descanso y alivio. Todas me obedecían, todas me honraban, de todas era acatada, ninguna salía de mi querer, lo que decía era lo bueno, a cada cual daba cobro, no escogían más de lo que yo les mandaba: cojo, o tuerto, o manco, aquel habían por sano quien más dinero me daba. Mío era el provecho, suyo el afán. Pues ¿servidores no tenía por su causa de ellas? Caballeros, viejos, mozos, abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la iglesia, veía derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa. El que menos había de negociar conmigo, por más ruin se tenía. De media legua que me viesen, dejaban las Horas. Uno a uno, dos a dos, venían adonde yo estaba a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya. En viéndome entrar, se turbaban, que no hacían ni decían cosa a derechas. Unos me llamaban «señora», otros «tía», otros «enamorada», otros «vieja honrada». Allí se concertaban sus venidas a mi casa, allí las idas a la suya; allí se me ofrecían dineros, allí promesas, allí otras dádivas besando el cabo de mi manto y aun algunos en la cara, por me tener más contenta. Ahora hame traído la fortuna a tal estado que me digas «buena pro hagan las zapatas».

SEMPRONIO.- Espantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de esa religiosa gente y benditas coronas. ¡Sí, que no serían todos!

CELESTINA.- No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Que muchos viejos devotos había con quien yo poco medraba y aun que no me podían ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. Como la clerecía era grande, había de todos: unos muy castos, otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio, y aun todavía creo que no faltan; y enviaban sus escuderos y mozos a que me acompañasen. Y apenas era llegada a mi casa, cuando entraban por mi puerta muchos pollos y gallinas, ansarones, anadones, perdices, tórtolas, perniles de tocino, tortas de trigo, lechones. Cada cual como recibía de aquellos diezmos de Dios, así lo venía luego a registrar, para que comiese yo y aquellas sus devotas. Pues, vino, ¿no me sobraba de lo mejor que se bebía en la ciudad? Venido de diversas partes, de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares; y tantos, que, aunque tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria, que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquiera vino, diga de dónde es. Pues otros curas sin renta, no era ofrecido el bodigo, cuando, en besando el feligrés la estola, era del primero voleo en mi casa. Espesos como piedras a tablado entraban muchachos cargados de provisiones por mi puerta. No sé cómo puedo vivir cayendo de tal estado.

AREÚSA.- Por Dios, pues somos venidas a haber placer, no llores, madre, ni te fatigues, que Dios lo remediará todo.

CELESTINA.- Harto tengo, hija, que llorar, acordándome de tan alegre tiempo y tal vida como yo tenía, y cuán servida era de todo el mundo, que jamás hubo fruta nueva de que yo primero no gozase que otros supiesen si era nacida. En mi casa se había de hallar si para alguna preñada se buscase.

SEMPRONIO.- Madre, ningún provecho trae la memoria del buen tiempo, si cobrar no se puede, antes tristeza. Como a ti ahora, que nos has sacado el placer de entre las manos. Álcese la mesa. Irnos hemos a holgar, y tú darás respuesta a esta doncella que aquí es venida.

 

CELESTINA.- Hija Lucrecia, dejadas esas razones, querría que me dijeses a qué fue ahora tu buena venida.

LUCRECIA.- Por cierto, ya se me había olvidado mi principal demanda y mensaje con la memoria de ese tan alegre tiempo. Como has contado, y así me estuviera un año sin comer escuchándote, y pensando en aquella vida buena que aquellas mozas gozarían, que me parece y semeja que estoy yo ahora en ella. Mi venida, señora, es lo que tú sabrás: pedirte el ceñidero y, demás de esto, te ruega mi señora sea de ti visitada, y muy presto, porque se siente muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón.

CELESTINA.- Hija, de estos dolorcillos tales más es el ruido que las nueces. ¡Maravillada estoy sentirse del corazón mujer tan moza!

LUCRECIA.- ¡Así te arrastren, traidora! ¿Tú no sabes qué es? Hace la vieja falsa sus hechizos y vase; después hácese de nuevas.

CELESTINA.- ¿Qué dices, hija?

LUCRECIA.- Madre, que vamos presto y me des el cordón.

CELESTINA.- Vamos, que yo le llevo.

ACTO X

ARGUMENTO DEL DÉCIMO ACTO

Mientras andan Celestina y Lucrecia por el camino, está hablando Melibea consigo misma. Llegan a la puerta. Entra Lucrecia primero. Hace entrar a Celestina. Melibea, después de muchas razones, descubre a Celestina arder en amor de Calisto. Ven venir a Alisa, madre de Melibea. Despídense de en uno. Pregunta Alisa a Melibea, su hija, de los negocios de Celestina. Defendiole su mucha conversación.

MELIBEA, CELESTINA, LUCRECIA,ALISA.

MELIBEA.- ¡Oh lastimada de mí! ¡Oh mal proveída doncella! ¿Y no me fuera mejor conceder su petición y demanda ayer a Celestina, cuando de parte de aquel señor, cuya vista me cautivó, me fue rogado, y contentarle a él y sanar a mí, que no venir por fuerza a descubrir mi llaga, cuando no me sea agradecido, cuando ya desconfiando de mi buena respuesta haya puesto sus ojos en amor de otra? ¡Cuánta más ventaja tuviera mi prometimiento rogado que mi ofrecimiento forzoso! ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí? ¿Qué pensarás de mi seso, cuando me veas publicar lo que a ti jamás he querido descubrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de mi honestidad y vergüenza, que siempre, como encerrada doncella, acostumbré tener! No sé si habrás barruntado de dónde proceda mi dolor. ¡Oh, si ya vinieses con aquella medianera de mi salud! ¡Oh soberano Dios! A ti, que todos los atribulados llaman, los apasionados piden remedio, los llagados medicina. A ti, que los cielos, mar, tierra con los infernales centros obedecen; a ti, el cual todas las cosas a los hombres sojuzgaste, humilmente suplico des a mi herido corazón sufrimiento y paciencia con que mi terrible pasión pueda disimular. No se desdore aquella hoja de castidad que tengo asentada sobre este amoroso deseo, publicando ser otro mi dolor que no el que me atormenta. Pero, ¿cómo lo podré hacer, lastimándome tan cruelmente el ponzoñoso bocado que la vista de su presencia de aquel caballero me dio? ¡Oh género femíneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada.

LUCRECIA.- Tía, detente un poquito cabe esta puerta. Entraré a ver con quién está hablando mi señora. Entra, entra, que consigo lo ha.

MELIBEA.- Lucrecia, echa esa antepuerta. ¡Oh vieja sabia y honrada, tú seas bienvenida! ¿Qué te parece cómo ha querido mi dicha y la fortuna ha rodeado que yo tuviese de tu saber necesidad, para que tan presto me hubieses de pagar en la misma moneda el beneficio que por ti me fue demandado para ese gentilhombre que curabas con la virtud de mi cordón?

CELESTINA.- ¿Qué es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?

MELIBEA.- Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.

CELESTINA.- Bien está. Así lo quería yo. Tú me pagarás, doña loca, la sobra de tu ira.

MELIBEA.- ¿Qué dices? ¿Has sentido en verme alguna causa donde mi mal proceda?

CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.

MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.

CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo Dios es. Pero como para salud y remedio de las enfermedades fueron reputadas las gracias en las gentes de hallar las melecinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto alguna partecilla alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.

MELIBEA.- ¡Oh qué gracioso y agradable me es oírte! Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita. Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos. El cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarías con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alejandro, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raíz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la víbora. Pues, por amor de Dios, te despojes para más diligente entender en mi mal y me des algún remedio.

CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable melecina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio. Mejor se doman los animales en su primera edad que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena. Mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan. Muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procedió de algún cruel pensamiento que asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico, como al confesor, se hable toda verdad abiertamente.

MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decirte, porque ni muerte de deudo, ni pérdida de temporales bienes, ni sobresalto de visión, ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir que fuese, salvo alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto cuando me pediste la oración.

CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en sólo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea ésa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.

MELIBEA.- ¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras.

CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor; por otra, temer la melecina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi melecina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.

MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. O tus melecinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionadas con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber. Porque si lo uno o lo otro no te impidiese, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres quedando libre mi honra.

CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos, que lastiman lo llagado y doblan la pasión, que no la primera lisión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia. Y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.

MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.

LUCRECIA.- El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste. Cautivádola ha esta hechicera.

CELESTINA.- Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno, tópome con Lucrecia.

MELIBEA.- ¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te hablaba esa moza?

CELESTINA.- No le oí nada, pero diga lo que dijere. Sabe que no hay cosa más contraria en las grandes curas delante los animosos cirujanos que los flacos corazones, los cuales, con su gran lástima, con sus doloriosas hablas, con tus sentibles meneos, ponen temor al enfermo, hacen que desconfíe de la salud y al médico enojan y turban. Y la turbación altera la mano, rige sin orden la aguja. Por donde se puede conocer claro que es muy necesario para tu salud que no esté persona delante, y así que la debes mandar salir. Y tú, hija Lucrecia, perdona.

MELIBEA.- ¡Salte fuera presto!

LUCRECIA.- ¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! Ya me salgo, señora.

CELESTINA.- Tan bien me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura. Pero todavía es necesario traer más clara melecina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.

MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigas de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí.

CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre, si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal, y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele, y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese…

MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, que me matas! ¿Y no tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?

CELESTINA.- Señora, éste es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida. Y si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda, y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja que sin llegar a ti sientes en sólo mentarla en mi boca.

MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste ni la fe que te dí a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy en cargo? ¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí.

CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor. No rasgaré yo tus carnes para le curar.

MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?

CELESTINA.- Amor dulce.

MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en sólo oírlo me alegro.

CELESTINA.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.

MELIBEA.- ¡Ay, mezquina de mí!, que si verdad es tu relación, dudosa será mi salud, porque, según la contrariedad que esos nombres entre sí muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.

 

CELESTINA.- No desconfíe, señora, tu noble juventud de salud. Cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envía el remedio. Mayormente que sé yo al mundo nacida una flor que de todo esto te delibre.

MELIBEA.- ¿Cómo se llama?

CELESTINA.- No te lo oso decir.

MELIBEA.- Di, no temas.

CELESTINA.- ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué descaecimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrir de no publicar su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel mío, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos. ¡Lucrecia, Lucrecia, entra presto acá!, verás amortecida a tu señora entre mis manos. ¡Baja presto por un jarro de agua!

MELIBEA.- Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.

CELESTINA.- ¡Oh cuitada de mí! No te descaezcas, señora, háblame como sueles.

MELIBEA.- Y muy mejor. Calla, no me fatigues.

CELESTINA.- Pues, ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.

MELIBEA.- Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieran tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. ¡Oh!, pues ya, mi buena maestra, mi fiel secretaria, lo que tú tan abiertamente conoces en vano trabajo por te lo encubrir. Muchos y muchos días son pasados que ese noble caballero me habló en amor, tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mía. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadía, tu liberal trabajo, tus solícitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor, y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.

CELESTINA.- Amiga y señora mía, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadía a sufrir los ásperos y escrupulosos desvíos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, así por el camino como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubriría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la gentileza de Calisto, osaba. Vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo, en lo otro la seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Pon en mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.

MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres.

CELESTINA.- Ver y hablar.

MELIBEA.- ¿Hablar? Es imposible.

CELESTINA.- Ninguna cosa a los hombres que quieren hacerla es imposible.

MELIBEA.- Dime cómo.

CELESTINA.- Yo lo tengo pensado, y te lo diré: por entre las puertas de tu casa.

MELIBEA.- ¿Cuándo?

CELESTINA.- Esta noche.

MELIBEA.- Gloriosa me serás si lo ordenas. Di, ¿a qué hora?

CELESTINA.- A las doce.

MELIBEA.- Pues ve, mi señora, mi leal amiga, y habla con aquel señor; y que venga muy paso y de allí se dará concierto según su voluntad a la hora que has ordenado.

CELESTINA.- Adiós, que viene hacia acá tu madre.

MELIBEA.- Amiga Lucrecia, mi leal criada y fiel secretaria, ya has visto como no ha sido más en mi mano. Cautivome el amor de aquel caballero. Ruégote, por Dios, se cubra con secreto sello, por que yo goce de tan suave amor. Tú serás de mí tenida en aquel grado que merece tu fiel servicio.

LUCRECIA.- Señora, mucho antes de ahora tengo sentida tu llaga y calado tu deseo. Hame fuertemente dolido tu perdición. Cuanto más tú me querías encubrir y celar el fuego que te quemaba, tanto más sus llamas se manifestaban en la color de tu cara, en el poco sosiego del corazón, en el meneo de tus miembros, en comer sin gana, en el no dormir. Así que contino se te caían, como de entre las manos, señales muy claras de pena. Pero como en los tiempos que la voluntad reina en los señores, o desmedido apetito, cumple a los servidores obedecer con diligencia corporal y no con artificiales consejos de lengua. Sufría con pena, callaba con temor, encubría con fieldad, de manera que fuera mejor el áspero consejo que la blanda lisonja. Pero, pues ya no tiene tu merced otro medio sino morir o amar, mucha razón es que se escoja por mejor aquello que en sí lo es.

ALISA.- ¿En qué andas acá, vecina, cada día?

CELESTINA.- Señora, faltó ayer un poco de hilado al peso y vínelo a cumplir, porque dí mi palabra y, traído, voyme. Quede Dios contigo.

ALISA.- Y contigo vaya. Hija Melibea, ¿qué quería la vieja?

MELIBEA.- Venderme un poquito de solimán.

ALISA.- Eso creo yo más que lo que la vieja ruin dijo. Pensó que recibiría yo pena de ello y mintiome. Guárdate, hija, de ella, que es gran traidora, que el sutil ladrón siempre rodea las ricas moradas. Sabe ésta con sus traiciones, con sus falsas mercadurías, mudar los propósitos castos. Daña la fama. A tres veces que entra en una casa, engendra sospecha.

LUCRECIA.- Tarde acuerda nuestra ama.

ALISA.- Por amor mío, hija, que si acá tornare sin verla yo, que no hayas por bien su venida ni la recibas con placer. Halle en ti honestidad en tu respuesta, y jamás volverá, que la verdadera virtud más se teme que espada.

MELIBEA.- ¿De ésas es? ¡Nunca más! Bien huelgo, señora, de ser avisada, por saber de quién me tengo de guardar.

ACTO XI

ARGUMENTO DEL UNDÉCIMO ACTO

Despedida Celestina de Melibea, va por la calle sola hablando. Ve a Sempronio y a Pármeno que van a la Magdalena por su señor. Sempronio habla con Calisto. Sobreviene Celestina. Van a casa de Calisto. Declárale Celestina su mensaje y negocio recaudado con Melibea. Mientras ellos en estas razones están, Pármeno y Sempronio entre sí hablan. Despídese Celestina de Calisto, va para su casa, llama a la puerta. Elicia le viene a abrir. Cenan y vanse a dormir.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO,ELICIA.

CELESTINA.- ¡Ay, Dios, si llegase a mi casa con mi mucha alegría a cuestas! A Pármeno y a Sempronio veo ir a la Magdalena. Tras ellos me voy y, si ahí no estuviere Calisto, pasaremos a su casa a pedirle albricias de su gran gozo.

SEMPRONIO.- Señor, mira que tu estada es dar a todo el mundo qué decir. Por Dios, que huyas de ser traído en lenguas, que al muy devoto llaman hipócrita. ¿Qué dirán sino que andas royendo los santos? Si pasión tienes, súfrela en tu casa; no te sienta la tierra, no descubras tu pena a los extraños. Pues está en manos el pandero que lo sabrá bien tañer.