Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.

MELIBEA.- ¿Qué dices, Lucrecia?

LUCRECIA.- Señora, que baste lo dicho, que es tarde.

MELIBEA.- Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta.

LUCRECIA.- No miento yo, que mal va este hecho.

CELESTINA.- Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado.

MELIBEA.- Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.

CELESTINA.- Más será menester y más harás, y aunque no se te agradezca.

MELIBEA.- ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.- Digo, señora, que todos lo agradecemos y serviremos, y todos obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.

LUCRECIA.- ¡Trastócame esas palabras!

CELESTINA.- ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Irás a casa y darte he una lejía con que pares esos cabellos más que el oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.

LUCRECIA.- Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.

CELESTINA.- Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado. Déjame ir en paz.

MELIBEA.- ¿Qué le dices, madre?

CELESTINA.- Señora, acá nos entendemos.

MELIBEA.- Dímelo, que me enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.

CELESTINA.- Señora, que te acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mí a tener mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenías ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran las que tú pensabas, en sí no eran malas, que cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y así quedaba mi demanda, comoquiera que fuese, en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de éstas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla.

MELIBEA.- En todo has tenido buen tiento, así en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.

CELESTINA.- Señora, sufrite con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese gastado.

MELIBEA.- En cargo te es ese caballero.

CELESTINA.- Señora, más merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.

MELIBEA.- Mientras más aína la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho ni de tu ida me puede venir daño.

ACTO V

ARGUMENTO DEL QUINTO ACTO

Despedida Celestina de Melibea, va por la calle hablando consigo misma entre dientes. Llegada a su casa, halló a Sempronio, que la aguardaba. Ambos van hablando hasta llegar a casa de Calisto y, vistos por Pármeno, cuéntalo a Calisto, su amo, el cual le mandó abrir la puerta.

CALISTO, PÁRMENO, SEMPRONIO, CELESTINA.

CELESTINA.- ¡Oh rigurosos trances! ¡Oh cruda osadía! ¡Oh gran sufrimiento! ¡Y qué tan cercana estuve de la muerte, si mi mucha astucia no rigiera con el tiempo las velas de la petición! ¡Oh amenazas de doncella brava! ¡Oh airada doncella! ¡Oh diablo a quien yo conjuro, cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedí! En cargo te soy. Así amansaste la cruel hembra con tu poder y diste tan oportuno lugar a mi habla cuanto quise con la ausencia de su madre. ¡Oh vieja Celestina! ¿Vas alegre? Sábete que la mitad está hecha cuando tienen buen principio las cosas. ¡Oh serpentino aceite! ¡Oh blanco hilado! ¡Cómo os aparejasteis todos en mi favor! ¡O yo rompiera todos mis atamientos, hechos y por hacer, ni creyera en hierbas ni piedras ni en palabras! Pues alégrate, vieja, que más sacarás de este pleito que de quince virgos que renovaras. ¡Oh malditas haldas, prolijas y largas, cómo me estorbáis de allegar adonde han de reposar mis nuevas! ¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tímidos eres contraria! Nunca huyendo huye la muerte al cobarde. ¡Oh cuántas errarán en lo que yo he acertado! ¿Qué hicieran en tan fuerte estrecho estas nuevas maestras de mi oficio, sino responder algo a Melibea, por donde se perdiera, cuanto yo con buen callar he ganado? Por esto dicen «quien las sabe las tañe», y «que es más cierto médico el experimentado que el letrado» y «la experiencia y escarmiento hace los hombres arteros» y la vieja, como yo, que alce sus haldas al pasar del vado, como maestra. ¡Ay cordón, cordón! Yo te haré traer por fuerza, si vivo, a la que no quiso darme su buena habla de grado.

SEMPRONIO.- O yo no veo bien, o aquélla es Celestina. ¡Válgala el diablo, haldear que trae! Parlando viene entre dientes.

CELESTINA.- ¿De qué te fatigas, Sempronio? Creo que en verme.

SEMPRONIO.- Yo te lo diré: la raleza de las cosas es madre de la admiración; la admiración concebida en los ojos desciende al ánimo por ellos; el ánimo es forzado descubrirlo por estas exteriores señales. ¿Quién jamás te vio por la calle abajada la cabeza, puestos los ojos en el suelo, y no mirar a ninguno como ahora? ¿Quién te vio hablar entre dientes por las calles y venir aguijando como quien va a ganar beneficio? Cata que todo esto novedad es para se maravillar quien te conoce. Pero esto dejado, dime, por Dios, con qué vienes. Dime si tenemos hijo o hija, que desde que dio la una te espero aquí y no he sentido mejor señal que tu tardanza.

CELESTINA.- Hijo, esa regla de bobos no es siempre cierta, que otra hora me pudiera más tardar y dejar allá las narices; y otras dos, y narices y lengua; y así que, mientras más tardase, más caro me costase.

SEMPRONIO.- Por amor mío, madre, no pases de aquí sin me lo contar.

CELESTINA.- Sempronio, amigo, ni yo me podría parar ni el lugar es aparejado. Vente conmigo delante Calisto; oirás maravillas, que será desflorar mi embajada comunicándola con muchos. De mi boca quiero que sepa lo que se ha hecho, que, aunque hayas de haber alguna partecilla del provecho, quiero yo todas las gracias del trabajo.

SEMPRONIO.- ¿Partecilla, Celestina? Mal me parece eso que dices.

CELESTINA.- Calla, loquillo, que parte o partecilla, cuanto tú quisieres, te daré. Todo lo mío es tuyo. Gocémonos y aprovechémonos, que sobre el partir nunca reñiremos. Y también sabes tú cuánta más necesidad tienen los viejos que los mozos, mayormente tú que vas a mesa puesta.

SEMPRONIO.- Otras cosas he menester más que de comer.

CELESTINA.- ¿Qué, hijo? ¿Una docena de agujetas, y un torce para el bonete, y un arco para andarte de casa en casa tirando a pájaros y aojando pájaras a las ventanas? Muchachas digo, bobo, de las que no saben volar, que bien me entiendes. Que no hay mejor alcahuete para ellas que un arco, que se puede entrar cada uno hecho mostrenco, como dicen: «En achaque de trama, etc.». ¡Mas ay, Sempronio, de quien tiene de mantener honra y se va haciendo vieja como yo!

SEMPRONIO.- ¡Oh lisonjera vieja! ¡Oh vieja llena de mal! ¡Oh codiciosa y avarienta garganta! También quiere a mí engañar como a mi amo, por ser rica. Pues mala medra tiene. No le arriendo la ganancia, que quien con modo torpe sube en alto, más presto cae que sube. ¡Oh qué mala cosa es de conocer el hombre! Y bien dicen que ninguna mercadería ni animal es tan difícil. ¡Mala vieja falsa es ésta! ¡El diablo me metió con ella! Más seguro me fuera huir de esta venenosa víbora que tomarla. Mía fue la culpa. Pero gane harto, que por bien o mal no negará la promesa.

CELESTINA.- ¿Qué dices, Sempronio? ¿Con quién hablas? ¿Viénesme royendo las haldas? ¿Por qué no aguijas?

SEMPRONIO.- Lo que vengo diciendo, madre Celestina, es que no me maravillo que seas mudable, que sigas el camino de las muchas. Dicho me habías que diferirías este negocio. Ahora vas sin seso por decir a Calisto cuanto pasa. ¿No sabes que aquello es en algo tenido que es por tiempo deseado, y que cada día que él penase era doblarnos el provecho?

CELESTINA.- El propósito muda el sabio; el necio persevera. A nuevo negocio, nuevo consejo se requiere. No pensé yo, hijo Sempronio, que así me respondiera mi buena fortuna. De los discretos mensajeros es hacer lo que el tiempo quiere. Así que la cualidad de lo hecho no puede encubrir tiempo disimulado. Y más que yo sé que tu amo, según lo que de él sentí, es liberal y algo antojadizo. Más dará en un día de buenas nuevas que en ciento que ande penado y yo yendo y viniendo. Que los acelerados y súpitos placeres crían alteración; la mucha alteración estorba el deliberar. Pues, ¿en qué podrá parar el bien, sino en bien, y el alto linaje, sino en luengas albricias? ¡Calla, bobo, deja hacer a tu vieja!

 

SEMPRONIO.- Pues, dime lo que pasó con aquella gentil doncella. Dime alguna palabra de su boca, que, por Dios, así peno por saberla como mi amo penaría.

CELESTINA.- ¡Calla, loco! Altérasete la complexión. Ya lo veo en ti, que querrías más estar al sabor que al olor de este negocio. Andemos presto, que estará loco tu amo con mi mucha tardanza.

SEMPRONIO.- Y aun sin ella se lo está.

PÁRMENO.- ¡Señor, señor!

CALISTO.- ¿Qué quieres, loco?

PÁRMENO.- A Sempronio y a Celestina veo venir cerca de casa, haciendo paradillas de rato en rato y, cuando están quedos, hacen rayas en el suelo con el espada. No sé qué sea.

CALISTO.- ¡Oh desvariado, negligente! Veslos venir, ¿no puedes bajar corriendo a abrir la puerta? ¡Oh alto Dios! ¡Oh soberana deidad! ¿Con qué viene? ¿Qué nuevas traen? Que tan grande ha sido su tardanza que ya más esperaba su venida que el fin de mi remedio. ¡Oh tristes oídos!, aparejaos a lo que os viniere, que en su boca de Celestina está ahora aposentado el alivio o pena de mi corazón. ¡Oh, si en sueños se pasase este poco tiempo hasta ver el principio y fin de su habla! Ahora tengo por cierto que es más penoso al delincuente esperar la cruda y capital sentencia que el acto de la ya sabida muerte. ¡Oh espacioso Pármeno, manos de muerto, quita ya esa enojosa aldaba! Entrará esa honrada dueña en cuya lengua está mi vida.

CELESTINA.- ¿Oyes, Sempronio? De otro temple anda nuestro amo. Bien difieren estas razones a las que oímos a Pármeno y a él la primera venida. De mal en bien me parece que va. No hay palabra de las que dice que no vale a la vieja Celestina más que una saya.

SEMPRONIO.- Pues mira que, entrando, hagas que no ves a Calisto y hables algo bueno.

CELESTINA.- Calla, Sempronio, que aunque haya aventurado mi vida, más merece Calisto, y su ruego y tuyo, y más mercedes espero yo de él.

ACTO VI

ARGUMENTO DEL SEXTO ACTO

Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno, oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa y con ella Pármeno.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO.

CALISTO.- ¿Qué dices, señora y madre mía?

CELESTINA.- ¡Oh mi señor Calisto! ¿Y aquí estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que en tornarlo a pensar se me menguan y vacían todas las venas de mi cuerpo de sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora daría este manto raído y viejo.

PÁRMENO.- Tú dirás lo tuyo. Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja. Tú me sacarás a mí verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible.

SEMPRONIO.- Calla, hombre desesperado, que te matará Calisto si te oye.

CALISTO.- ¡Madre mía, o abrevia tu razón o toma esta espada y mátame!

PÁRMENO.- Temblando está el diablo como azogado. No se puede tener en sus pies, su lengua le querría prestar para que hablase presto. No es mucha su vida, luto habremos de medrar de estos amores.

CELESTINA.- ¿Espada, señor, o qué? ¡Espada mala mate a tus enemigos y a quien mal te quiere!, que yo la vida te quiero dar con buena esperanza que traigo de aquella que tú amas.

CALISTO.- ¿Buena esperanza, señora?

CELESTINA.- Buena se puede decir, pues queda abierta puerta para mi tornada y antes me recibirá a mí con esta saya rota que a otra con seda y brocado.

PÁRMENO.- Sempronio, cóseme esta boca, que no lo puedo sufrir. ¡Encajado ha la saya!

SEMPRONIO.- ¿Callarás, por Dios, o te echaré de aquí con el diablo? Que si anda rodeando su vestido, hace bien, pues tiene de ello necesidad, que el abad, de do canta, de allí viste.

PÁRMENO.- Y aun viste como canta. Y esta puta vieja querría en un día, por tres pasos, desechar todo el pelo malo cuanto cincuenta años no ha podido medrar.

SEMPRONIO.- ¿Todo eso es lo que te castigó, y el conocimiento que os teníais y lo que te crió?

PÁRMENO.- Bien sufriré yo más que pida y pele, pero no todo para su provecho.

SEMPRONIO.- No tiene otra tacha sino ser codiciosa, pero dejarla barde sus paredes, que después bardará las nuestras o en mal punto nos conoció.

CALISTO.- Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Qué tenía vestido? ¿A qué parte de casa estaba? ¿Qué cara te mostró al principio?

CELESTINA.- Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas flechas en el coso, la que los monteses puercos contra los sabuesos que mucho los aquejan.

CALISTO.- ¿Y a ésas llamas señales de salud? Pues, ¿cuáles serían mortales? No por cierto la misma muerte, que aquélla alivio sería en tal caso de este mi tormento, que es mayor y duele más.

SEMPRONIO.- ¿Éstos son los fuegos pasados de mi amo? ¿Qué es esto? ¿No tendría este hombre sufrimiento para oír lo que siempre ha deseado?

PÁRMENO.- ¿Y que calle yo, Sempronio? Pues si nuestro amo te oye, tan bien te castigará a ti como a mí.

SEMPRONIO.- ¡Oh mal fuego te abrase! Que tú hablas en daño de todos y yo a ninguno ofendo. ¡Oh intolerable pestilencia y mortal te consuma, rijoso, envidioso, maldito! ¿Toda ésta es la amistad que con Celestina y conmigo habías concertado? ¡Vete de aquí a la mala ventura!

CALISTO.- Si no quieres, reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda gloriosa y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador, pues todo eso más es señal de odio que de amor.

CELESTINA.- La mayor gloria que al secreto oficio del abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues, ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú, demás de su merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios, desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su dádiva? Que, a quien más quieren, peor hablan. Y si así no fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas que aman a las escondidas doncellas. Si todas dijesen «sí» a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas, las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío exterior, un sosegado vulto, un aplacible desvío, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agras que la propia lengua se maravilla del gran sufrimiento suyo, que la hace forzosamente confesar el contrario de lo que siente. Así que para que tú descanses y tengas reposo mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que el fin de tu razón fue muy bueno.

CALISTO.- Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he sabido en suma.

CELESTINA.- Subamos, señor.

PÁRMENO.- ¡Oh Santa María, y qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti vamos.

CALISTO.- Mira, señora, qué hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue.

CELESTINA.- Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este mundo y algunas mayores.

CALISTO.- Eso será de cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.

PÁRMENO.- Ya escurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.

SEMPRONIO.- ¡Oh maldiciente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar con gana.

CELESTINA.- Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para…

CALISTO.- ¡Oh gozo sin par! ¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso!

CELESTINA.- ¿Debajo de mi manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le mejora.

PÁRMENO.- Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea y contemplase en su gesto y considerase cómo estaría aviniendo el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más saludables que estos engaños de Celestina.

CALISTO.- ¿Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola?

CELESTINA.- Recibí, señor, tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro.

CALISTO.- Ahora la recibo yo; cuánto más quien ante sí contemplaba tal imagen. Enmudecerías con la novedad incogitada.

CELESTINA.- Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo, para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien cosa de grande espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos, a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.

 

CALISTO.- Eso me di, señora madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella Tusca Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres días antes su fin prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenía. Ya creo lo que se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.

CELESTINA.- ¿Qué, señor? Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para ellas.

CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no hubiere efecto, cual querría, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud. ¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el mundo?

CELESTINA.- Señor, no atajes mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro.

CALISTO.- ¿Qué, qué? Sí, que hachas y pajes hay que te acompañen.

PÁRMENO.- ¡Sí, sí, por que no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos que cantan con lo escuro!

CALISTO.- ¿Dices algo, hijo Pármeno?

PÁRMENO.- Señor, que yo y Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro.

CALISTO.- Bien dicho es. Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la demanda de la oración.

CELESTINA.- Que la daría de su grado.

CALISTO.- ¿De su grado? ¡Dios mío, qué alto don!

CELESTINA.- Pues más le pedí.

CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada?

CELESTINA.- ¡Un cordón que ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias!

CALISTO.- Pues, ¿qué dijo?

CELESTINA.- ¡Dame albricias! Decírtelo he.

CALISTO.- ¡Oh!, por Dios, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo; o pide lo que quieras.

CELESTINA.- Por un manto que des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traía.

CALISTO.- ¿Qué dices de manto? Manto y saya y cuanto yo tengo.

CELESTINA.- Manto he menester y éste tendré yo en harto. No te alargues más, no pongas sospechosa duda en mi pedir, que dicen que ofrecer mucho al que poco pide es especie de negar.

CALISTO.- ¡Corre, Pármeno!, llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray que se sacó para frisado.

PÁRMENO.- ¡Así, así, a la vieja todo por que venga cargada de mentiras como abeja, y a mí que me arrastren! Tras esto anda ella hoy todo el día con sus rodeos.

CALISTO.- ¡De qué gana va el diablo! No hay cierto tan mal servido hombre como yo, manteniendo mozos adivinos, rezongadores, enemigos de mi bien. ¿Qué vas, bellaco, rezando? Envidioso, ¿qué dices, que no te entiendo? Ve donde te mando presto y no me enojes, que harto basta mi pena para me acabar, que también habrá para ti sayo en aquella pieza.

PÁRMENO.- No digo, señor, otra cosa, sino que es tarde para que venga el sastre.

CALISTO.- ¿No digo yo que adivinas? Pues quédese para mañana. Y tú, señora, por amor mío te sufras, que no se pierde lo que se dilata. Y mándame mostrar aquel santo cordón que tales miembros fue digno de ceñir. ¡Gozarán mis ojos con todos los otros sentidos, pues juntos han sido apasionados! ¡Gozará mi lastimado corazón, aquel que nunca recibió momento de placer después que aquella señora conoció! Todos los sentidos le llagaron, todos acorrieron a él con sus esportillas de trabajo. Cada uno le lastimó cuanto más pudo: los ojos en verla, los oídos en oírla, las manos en tocarla.

CELESTINA.- ¿Que la has tocado dices? Mucho me espantas.

CALISTO.- Entre sueños, digo.

CELESTINA.- ¿Entre sueños?

CALISTO.- En sueños la veo tantas noches que temo me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veía envuelto en el manto de su amiga y otro día matáronle, y no hubo quien le alzase de la calle ni cubriese, sino ella con su manto. Pero en vida o en muerte, alegre me sería vestir su vestidura.

CELESTINA.- Asaz tienes pena, pues cuando los otros reposan en sus camas, preparas tú el trabajo para sufrir otro día. Esfuérzate, señor, que no hizo Dios a quien desamparase. Da espacio a tu deseo, toma este cordón, que si yo no me muero, yo te daré a su ama.

CALISTO.- ¡Oh nuevo huésped! ¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento tuviste de ceñir aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros enlazasteis mis deseos! ¡Decidme si os hallasteis presentes en la desconsolada respuesta de aquella a quien vosotros servís y yo adoro y, por más que trabajo noches y días, no me vale ni aprovecha!

CELESTINA.- Refrán viejo es, «quien menos procura, alcanza más bien». Pero yo te haré procurando conseguir lo que siendo negligente no habrías. Consuélate, señor, que en una hora no se ganó Zamora, pero no por eso desconfiaron los combatientes.

CALISTO.- ¡Oh desdichado!, que las ciudades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen; pero esta mi señora tiene el corazón de acero. No hay metal que con él pueda, no hay tiro que lo melle. Pues poned escalas en su muro, unos ojos tiene con que echa saetas, una lengua de reproches y desvíos, el asiento tiene en parte que a media legua no le pueden poner cerco.

CELESTINA.- ¡Calla, señor, que el buen atrevimiento de un solo hombre ganó a Troya! No desconfíes, que una mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa; no sabes bien lo que yo puedo.

CALISTO.- Cuanto dijeres, señora, te quiero creer, pues tal joya como ésta me trajiste. ¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura! Yo te veo y no lo creo. ¡Oh cordón, cordón! ¿Fuísteme tú enemigo? Di lo cierto. Si lo fuiste, yo te perdono, que de los buenos es propio las culpas perdonar. No lo creo, que, si fueras contrario, no vinieras tan presto a mi poder, salvo si vienes a disculparte. Conjúrote me respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene.

CELESTINA.- Cesa ya, señor, ese devanear, que me tienes cansada de escucharte y al cordón roto de tratarlo.

CALISTO.- ¡Oh mezquino de mí!, que asaz bien me fuera del cielo otorgado que de mis brazos fueras hecho y tejido, y no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear y ceñir con debida reverencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abrazados. ¡Oh qué secretos habrás visto de aquella excelente imagen!

CELESTINA.- ¡Más verás tú y con más sentido, si no lo pierdes hablando lo que hablas!

CALISTO.- Calla, señora, que él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos!, acordaos cómo fuisteis causa y puerta por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la causa. Acordaos que sois deudores de la salud. Remirad la melecina que os viene hasta casa.