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100 Clásicos de la Literatura

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SainteBeuve: No tiene ni pizca de virilidad; rebosa un odio mezquino frente a todos los espíritus viriles. Vaga sutil, curioso, aburrido, fisgón; en el fondo, mujer, con un rencor y una sensualidad muy femenina. Como sicólogo, un genio de la maledicencia; pródigo, inagotable en medios para tal fin; nadie como él para emponzoñar elogiando. Plebeyo en sus instintos más soterrados y afín al resentimiento de Rousseau: por ende, romántico; pues bajo todo romantisme el instinto de Rousseau clama, rencoroso, venganza. Revolucionario, pero contenido ajustado por el miedo. Sin libertad ante todo lo que tiene fuerza (la opinión pública, la Academia, la Corte, hasta Port Royal). Furioso con todo lo grande en los hombres y las cosas, con todo lo que cree en sí. Lo suficientemente poeta y semimujer para sentir lo grande aun como poder; retorciéndose constantemente, como ese famoso gusano, porque constantemente se siente pisoteado. Como crítico, sin criterio ni sustancia, con el paladar del libertino cosmopolita para variadas cosas, pero sin tener valor ni siquiera para admitir el libertinaje. Como historiador, sin filosofía, sin el poder de la mirada filosófica; es, por consiguiente, por lo que en todos los asuntos principales repudia la tarea de juzgar bajo la máscara de la “objetividad”. Muy otra actitud observa ante todas las cosas donde un gusto refinado, gastado, es la más alta instancia; aquí si que tiene el valor de la autoafirmación, el deleite de la autoafirmación ; en esto es un maestro consumado. A juzgar por algunas páginas, una forma preliminar de Baudelaire.



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La Imitatio Christi es uno de esos libros que yo no puedo hojear sin experimentar una repulsión fisiológica; trasciende de ella un perfume femenino, para cuyo disfrute hay que ser francés o wagneriano... Su autor tiene una manera de hablar del amor que hasta las parisienses quedan intrigadas. Me dicen que ese jesuita más listo, A. Comte, que pretendió conducir a sus franceses a Roma por el rodeo de la ciencia, se inspiró en este libro. Lo creo: “la religión del corazón”...



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G. Eliot: Esa gente se ha librado del Dios cristiano y cree ahora que debe profesar más que nunca la moral cristiana; he aquí una consecuencia inglesa, que no vamos a reprochar a los mamarrachos morales a lo Eliot. En Inglaterra, por cualquier pequeña emancipación de la teología, hay que rehabilitarse de una manera aterradora como fanático de la moral. Tal es en ese país la multa que por esto se paga. Nosotros, en cambio, tenemos entendido que quien repudia el credo cristiano no tiene derecho a la moral cristiana. Ésta no es en absoluto una cosa sobrentendida; digan lo que digan los menos ingleses, hay que insistir en la verdad sobre este punto. El cristianismo es un sistema, una concepción global y total de las cosas. Desglosar de él un concepto capital, la creencia en Dios, significa romper el todo, quedarse sin nada necesario. Descansa el cristianismo en el supuesto de que el hombre no sepa, no pueda saber, qué es bueno y qué es malo para él; cree en Dios, el único que lo sabe. La moral cristiana es una orden; su origen es trascendente; se halla más allá de toda crítica, de todo derecho a la crítica; sólo expresa la verdad si Dios es la verdad; está inseparablemente ligada a la creencia en Dios. Si los ingleses creen efectivamente que saben por sí solos, por vía de la “intuición”, qué es bueno y qué es malo; si, en consecuencia, creen que ya no tienen necesidad del cristianismo como garantía de la moral, es por una mera consecuencia del imperio del juicio de valor cristiano y una expresión de lo sólido y profundo que es este imperio, así que se ha olvidado el origen de la moral inglesa y ya no se siente lo muy condicionado de su derecho a la existencia. Para el inglés, la moral aún no constituye un problema...



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George Sand: He leído las primeras Lettres d’un voyageur: como todo lo que deriva de Rousseau, falsas, artificiosas, blandas, exageradas. Yo no soporto este abigarrado estilo de papel pintado, como tampoco la ambición plebeya de sentimientos generosos. Lo peor, por cierto, es y sigue siendo la coquetería femenina con virilidades, con modales de mozalbete petulante. ¡Qué fría sería, con todo, esa artista insoportable! Se daba ella cuerda como si fuese un reloj y a escribir... ¡Fría, como Hugo, como Balzac, como todos los románticos, en cuanto empuñaban la pluma! Y con qué aire de suficiencia se tumbaría esa fecunda vaca plumífera, que tuvo algo de alemán en sentido fatal, igual que el propio Rousseau, su maestro, y aunque sólo haya podido darse en tiempos en que declinaba el gusto francés! Sin embargo, Renan la venera...



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Moral para sicólogos. ¡No practicar una sicología reporteril! ¡No observar nunca por el hecho de observar! Conduce esto a una óptica falsa, a una perspectiva torcida, a una cosa forzada y exagerada. El experimentar como prurito de experimentar no sale bien. Quien experimenta no debe estar con los ojos fijos en sí, o si no, toda ojeada se convierte en “aojadura”. El sicólogo nato se cuida por instinto de ver para ver; lo mismo se aplica al pintor nato, quien no trabaja nunca “del natural”, sino que encomienda a su instinto, su cámara oscura, la tarea de cribar y exprimir el “caso”, la “Naturaleza”, la “experiencia”... Sólo lo general, la conclusión, el resultado, entra en su conciencia; no sabe de esa arbitraria deducción de caso particular.



¿Cuál es el resultado si se procede de un modo diferente? ¿Si, por ejemplo, se practica sicología reporteril sobre el modelo de los romanciers parisienses, grandes y pequeños? Esa gente dijérase que acecha la realidad y todas las noches vuelve a casa con un puñado de curiosidades... Pero el resultado está a la vista: un montón de páginas pintarrajeadas, un mosaico en el mejor de los casos; de todos modos, una cosa compuesta, inquieta, estridente. En este aspecto, lo peor corresponde a los Goncourt, los cuales no juntan tres frases que no hieran la vista, la vista del sicólogo.



La Naturaleza, artísticamente apreciada, no es un modelo. Exagera, deforma y crea lagunas. La Naturaleza es el azar. El estudio “del natural” se me antoja un mal síntoma; denota sumisión, debilidad y fatalismo. Esta postración ante los petits faits no es digna del artista cabal. Ver lo que es he aquí algo que corresponde a un tipo diferente de espíritus, a los espíritus antiartísticos, fácticos. Hay que saber quién se es...



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A propósito de la sicología del artista. Para que haya arte, cualquier hacer y mirar estético, es imprescindible un requisito fisiológico: la embriaguez. Hasta que la embriaguez no haya acrecentado la excitabilidad de todo el mecanismo no aparece el arte. Todas las clases de embriaguez, por diferentemente determinadas que estén, tienen este poder; lo tiene, sobre todo, la embriaguez de la excitación sexual, forma antigua y primaria de la embriaguez. Como también la embriaguez que deriva de todos los grandes apetitos, de todos los fuertes afectos; la embriaguez de la fiesta, de la rivalidad, de la hazaña, del triunfo, de todo movimiento extremo; la embriaguez de la crueldad; la embriaguez de la destrucción; la embriaguez derivada de determinados factores meteorológicos, por ejemplo, la embriaguez de la primavera o de la acción de los narcóticos. Por último, la embriaguez de la voluntad, de una voluntad cargada y henchida. Lo esencial de la embriaguez es la sensación de fuerza acrecentada y plena. Esta sensación impulsa al individuo a obsequiar a las cosas, a participar en ellas, a violentarlas; a esto es a lo que se le llama idealizar. Emancipémonos en este punto de un prejuicio: el idealizar no consiste, como se cree comúnmente, en una deducción o abstracción de lo pequeño y secundario, lo decisivo es una tremenda acentuación de los rasgos principales, al punto que desaparecen los demás.



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Embargado por este estado, uno enriquece todo con su propia plenitud; todo lo que ve y apetece lo ve henchido, pletórico, vigoroso, cargado de fuerza. El hombre ebrio transmuta las cosas, hasta que reflejan su propio poder, hasta que son reflejos de su propia perfección. Este no poder por menos de transmutar las cosas en algo perfecto es a lo que llamamos arte. Incluso todo lo que él no es, se convierte en goce propio; en el arte, el hombre goza de sí mismo como de algo perfecto. Es dable concebir un estado contrario, una específica esencia antiartística del instinto, un modo de ser que empobrece, diluye y atrofia todas las cosas. Y, en efecto, abundan en la historia tales antiartistas, tales famélicos de la vida que por fuerza toman las cosas, las agotan y desnutren. Tal es, verbigracia, el caso del cristianismo genuino de Pascal. No se da un cristiano que al mismo tiempo sea artista..., y no se incurra en la puerilidad de alegar el caso de Rafael o de cualquier cristiano homeopático del siglo XIX; Rafael dijo sí e hizo sí, luego no fue un cristiano...



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¿Qué significa la oposición: apolíneodionisíaco, introducida por mí en la estética, valores entendidos como tipos de la embriaguez? La embriaguez apolínea determina ante todo la excitación de la vista, así que ésta adquiere el poder de la visión. El pintor, el plástico y el épico son visionarios por excelencia. En el estado dionisíaco, en cambio, se halla excitado y exaltado todo el sistema afectivo, que descarga de una vez todos sus medios de expresión y manifiesta a un tiempo el poder de representación, reproducción, transfiguración y transmutación, toda clase de mímica e histrionismo. Lo esencial es aquí la facilidad de la metamorfosis, la incapacidad para no reaccionar (en forma parecida al caso, de ciertos histéricos que también representan cualquier papel que se les indique). Al hombre dionisíaco le es imposible no entender sugestión alguna; no pasa por alto ninguna señal del afecto; posee en máximo grado el instinto de comprensión y adivinación, del mismo modo que posee en máximo grado el arte de la comunicación. Se mete en cualquier piel, en cualquier afecto; se transforma sin cesar. La música, tal como hoy la entendemos, también es una excitación y descarga total de los afectos, no obstante ser el residuo de un mundo de expresión mucho más pleno del afecto, un mero residuum del histrionismo dionisíaco. Con objeto de hacer posible la música como arte particular, se han paralizado un número de sentidos, en particular el sentido de los músculos (por lo menos, relativamente, pues hasta cierto punto todo ritmo habla todavía a nuestros músculos), de suerte que el hombre ya no imita y representa directamente todo lo que siente. Sin embargo, tal es el estado dionisíaco normal, en todo caso el estado primario, la música es la especificación poco a poco alcanzada del mismo a expensas de las facultades inmediatamente afines.

 



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El actor, el mimo, el danzarín, el músico y el lírico son íntimamente afines en sus instintos y esencialmente idénticos, aunque poco a poco se hayan especializado y diferenciado entre sí, llegando incluso al extremo de la contradicción. El lírico con quien durante más tiempo estuvo identificado fue con el músico, el actor, con el danzarín. El arquitecto no representa ni un estado dionisíaco ni uno apolíneo; en él lo que tiende al arte es el gran acto volitivo, la voluntad que mueve montañas, la embriaguez de la voluntad portentosa. Siempre los hombres más poderosos han inspirado a los arquitectos; en todos los tiempos el arquitecto ha experimentado la sugestión del poder. La obra de arquitectura, la construcción, debe documentar el orgullo, el triunfo sobre la pesantez, la voluntad de poder; es la arquitectura una especie de elocuencia del poder a través de las formas, ora persuasiva, y aun insinuante, ora simplemente autoritaria. El máximo sentimiento de poder y seguridad se expresa en aquello que tiene gran estilo. El poder que ya no necesita de pruebas; que desdeña agradar; que es tardo en responder; que no sabe de testigos; que vive ajeno al hecho de posibles objeciones; que reposa en sí mismo, fatalista, ley entre leyes, habla de sí como gran estilo.



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He leído la biografía de Thomas Carlyle, esta farsa inconsciente e involuntaria, esta interpretación heroicomoral de estados dispépsicos. Carlyle, un hombre de palabras y actitudes enfáticas, un reto forzoso acuciado en todo momento por el anhelo de una fe ardiente y el sentimiento de no estar capacitado para ella (¡en esto, un romántico típico!). El anhelo de una fe ardiente no es la prueba de una fe ardiente, sino todo lo contrario. Quien la tiene, puede permitirse el hermoso lujo del escepticismo; es lo suficientemente seguro, sólido y firme para ello. Carlyle aturde algo en sí por el fortissimo de su veneración por los hombres de la fe ardiente y por su rabia con los que no son tan ingenuos; precisa el barullo. Una constante y apasionada falta de probidad consigo mismo, he aquí su propium, aquello por lo cual es y seguirá siendo interesante. En Inglaterra, por cierto, lo admiran precisamente por su probidad... Y como esto es inglés y los ingleses son el pueblo del cant cien por cien, resulta no sólo natural, sino explicable. En el fondo, Carlyle es un ateo inglés que se precia de no serlo.



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Emerson: Mucho más esclarecido, inquieto, polifacético y refinado que Carlyle; sobre todo, más feliz... Se alimenta instintivamente con ambrosía dejando lo indigesto de las cosas. En comparación con Carlyle, un hombre de buen gusto. Carlyle, quien lo apreciaba mucho, decía de él: “A nosotros no nos da bastante de comer”, observación que acaso sea cierta, pero no en detrimento de Emerson. Tiene éste esa alegría serena, afable y espiritual que desmonta toda seriedad; ignora lo viejo que es y lo joven que será aún; podía haber dicho de sí, repitiendo palabras de Lope de Vega: “Yo me sucedo a mí mismo.” Su espíritu siempre encuentra razones para estar contento y aun agradecido, y a veces roza la alegre y serena trascendencia de ese buen hombre que volvió de una cita de amor tanquam re tiene gesta: “Ut desint viresdijo agradecido, tamen est laudanda voluptas.”



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AntiDarwin. Por lo que se refiere a la famosa “lucha por la existencia”, me parece, por lo pronto, más sostenida que demostrada. Se da, sí; pero como excepción. El aspecto total de la existencia no es el apremio, el hambre, sino, por el contrario, la riqueza, la abundancia y aun el derroche absurdo; donde se lucha, se lucha por poder... No se debe confundir a Malthus con la Naturaleza. Mas suponiendo que se dé esta lucha y se da, en efecto, su desenlace es, por desgracia, justamente el contrario del que desea la escuela darwinista, desfavorable a los fuertes, los privilegiados, los excepcionales. Las especies no progresan en el sentido del perfeccionamiento; una y otra vez los débiles dan cuenta de los fuertes, por ser la abrumadora mayoría y también por ser más inteligentes... Darwin se olvidó del espíritu (¡gesto típicamente inglés!). Los débiles tienen más espíritu... Hay que tener necesidad de espíritu para adquirir espíritu; se pierde si no se le necesita. Quien tiene la fuerza prescinde del espíritu (“¡déjalo! se piensa ahora en Alemania; el Reich ha de quedar” ... ). Como se ve, yo entiendo por espíritu la prudencia, la astucia, la paciencia, la simulación, el gran dominio de sí mismo y todo lo que es mimetismo (éste comprende gran parte de la llamada virtud).



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Casuística de sicólogo. He aquí un conocedor de los hombres; ¿para qué estudia a los hombres? Quiere asegurarse pequeñas o grandes ventajas sobre ellos; ¡es un político! ... Aquel otro también es un conocedor de los hombres y no con fines egoístas. ¡Miradlo más de cerca! ¡Tal vez busque incluso una ventaja más grave: la de sentirse superior a los hombres, tener derecho a mirarlos por encima del hombro, distanciarse de ellos. Este “impersonal” desprecia a los hombres; aquel otro es la más humana de las dos especies, aunque la evidencia parezca demostrar lo contrario, pues, al menos, trata a los hombres en un plano de igualdad, sintiéndose como uno de ellos...



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El tacto sicológico de los alemanes aparece puesto en tela de juicio por una serie de casos que mi modestia me impide enumerar. En un determinado caso no habrá de faltarme un magno motivo para fundamentar mi tesis: reprocho a los alemanes haberse equivocado con Kant y con la que yo llamo “filosofía de las traspuertas”; esto ciertamente no fue un dechado de probidad intelectual. Otra cosa que me saca de quicio es el fatal “y”: los alemanes dicen “Goethe y Schiller”; temo que hasta digan “Schiller y Goethe”... ¿Todavía no se sabe quién fue Schiller? No es éste, por cierto, el “y” más grave; yo mismo he oído, en verdad que sólo de labios de profesores de Universidad, “Schopenhauer y Hartmann”...



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Los hombres más espirituales, siempre que sean los más valientes, también viven, con mucho, las tragedias más dolorosas; mas por eso mismo exaltan la vida, oponiéndoles su más grave adversidad.



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A propósito de la “conciencia intelectual”. Nada me parece tan raro hoy día como la verdadera hipocresía. Sospecho decididamente que el aire suave de nuestra cultura no conviene a esta planta. La hipocresía es propia de las épocas de fe ardiente, en las que ni aun cuando se estaba forzado a exhibir una fe diferente se renunciaba a la que realmente se alentaba. Hoy día se renuncia a ella, o lo que es aún más corriente, se adopta una segunda fe; en uno y otro caso se es sincero. No cabe duda que en nuestros tiempos son posibles, quiere decir permitidas, quiere decir inofensivas, un número mucho más grande de convicciones que antes. Origínase así la tolerancia hacia sí mismo.



La tolerancia hacia sí mismo autoriza a tener varias convicciones; éstas conviven pacíficamente, cuidándose mucho, como hoy en día todo el mundo, de comprometerse. ¿Cómo se compromete uno hoy en día? Adoptando una actitud consecuente. Avanzando imperturbable. Siendo un hombre en el que no caben, por lo menos, cinco interpretaciones diferentes. Siendogenuino... Temo mucho que algunos vicios estén condenados a extinguirse simplemente porque el hombre moderno es demasiado cómodo e indolente para seguir con ellos. Todo lo malo determinado por una voluntad fuerte, y tal vez no haya nada malo sin fuerza de voluntad, degenera en virtud en nuestro tibio ambiente... Los pocos hipócritas que he conocido imitaban la hipocresía; eran, como hoy en día casi todo el mundo, comediantes.



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Bello y feo. Nada hay tan condicionado, digamos tan restringido, como nuestro sentimiento de lo bello. Quien pretende concebirlo desligado del goce que el hombre libra del hombre, deja al momento de pisar terreno firme. Lo “bello en sí” es un mero concepto; no es ni siquiera un concepto. En lo bello, el hombre se establece a sí mismo como criterio de perfección; en casos selectos, se adora a sí mismo en lo bello. Una especie no puede por menos de decir sí exclusivamente a sí misma de esta manera. Su instinto más soterrado, el de conservación y expansión del propio ser, irradia aun en tales sublimidades. El hombre cree el mundo mismo colmado de belleza; se olvida que él es la causa. Él lo ha obsequiado con belleza, ¡ay ¡ sólo con una belleza muy humana, demasiado humana.



En el fondo, el hombre se refleja en las cosas; tiene por bello todo lo que le devuelve su propia imagen. El juicio “bello” es su vanidad genérica... Pues al escéptico bien puede un leve recelo susurrarle al oído: ¿de veras queda embellecido el mundo por el hecho de que el hombre lo tenga por bello? Lo ha humanizado; esto es todo. Mas nada, absolutamente nada, nos autoriza para creer que precisamente el hombre sea el modelo de lo bello. ¿Quién sabe cómo se presenta a los ojos de un juez superior del gusto? ¿Acaso atrevido? ¿Acaso divertido? ¿Acaso un tanto arbitrario?... “Oh Dionisos, divino, ¿por qué me tiras de las orejas?”, preguntó Ariadna a su amante filosófico en ocasión de uno de esos célebres diálogos en Naxos. “Es que tus orejas me causan gracia, Ariadna; ¿quizá por qué no son aún más largas?”



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Nada es bello, sólo el hombre es bello: en esta ingenuidad descansa toda estética; ella es la verdad primordial de la estética. Agreguemos a renglón seguido otra segunda: nada hay tan feo como el hombre degenerado; queda así delimitado el reino del juicio' estético. Desde el punto de vista fisiológico, todo lo feo debilita y apesadumbra al hombre. Le sugiere quebranto, peligro e impotencia; le ocasiona efectivamente una pérdida de fuerza. Cabe medir el efecto de lo feo con el dinamómetro. Cuando quiera que el hombre experimente un abatimiento, sospecha la proximidad de algo “feo”. Su sentimiento de poder, su voluntad de poder, su valentía, su orgullo, se merman por obra de lo feo y aumenta por obra de lo bello... En uno y otro caso sacamos una conclusión: las premisas correspondientes están acumuladas en inmensa cantidad en el instinto. Lo feo es entendido como señal y síntoma de la degeneración; todo lo que siquiera remotamente sugiere degeneración determina en nosotros el juicio “feo”. Todo indicio de agotamiento, de pesadez, de vejez y cansancio; toda clase de coerción, bajo forma de espasmo o paralización; en particular, olor, color y forma de la desintegración, de la podredumbre, aunque sea en su dilución última en símbolo; todo esto provoca idéntica reacción, el juicio de valor “feo”. Manifiéstase aquí un odio, ¿y qué es lo que odia el hombre? No cabe duda que la decadencia de su tipo. Odia en este caso llevado por el instinto más profundo de la especie. En este odio hay estremecimiento de horror, cautela, profundidad y visión; es el odio más profundo que puede darse. Por él es el arte profundo...



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Schopenhauer. Schopenhauer, el último alemán que cuenta (por ser un acontecimiento europeo, como Goethe, como Hegel, como Heinrich Heine, y no tan sólo un acontecimiento local, “nacional”), es para el sicólogo un caso de primer orden, en cuanto tentativa maligna, pero genial de movilizar, con miras a una desvalorización total nihilista de la vida, precisamente las contrainstancias, las grandes autoafirmaciones de la “voluntad de vida”, las formas exuberantes de ella. En efecto, interpretó, uno por uno, el arte, el heroísmo, el genio, la belleza, el gran sentimiento de simpatía, el conocimiento, la voluntad de verdad y la tragedia como consecuencias de la “negación” o la necesidad de negación, de la “voluntad”: la más grande sofisticación sicológica que conoce la historia, abstracción hecha del cristianismo. Bien mirado, con esto Schopenhauer no es sino el heredero de la interpretación cristiana; sólo que supo aprobar hasta lo que el cristianismo repudia, los grandes hechos culturales de la humanidad, en un sentido cristiano, esto es, nihilista (o sea, como caminos de “redención”, como formas preliminares de la “redención”, como estimulantes del anhelo de “redención”...).

 



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Consideraré un caso particular. Habla Schopenhauer de la belleza con un ardor melancólico. ¿Por qué, en definitiva? Porque la tiene por un puente sobre el cual se va más lejos o se experimenta el anhelo de ir más allá... Se le aparece como algo que por un momento redime de la “voluntad”; como algo que incita a redimirse de una vez por todas... La ensalza en particular como lo que redime del “foco de la voluntad”, de la sexualidad; considera que ella implica la negación del instinto sexual... ¡Qué santo más raro! Alguien le contradice; temo que sea la Naturaleza. ¿Por qué hay belleza en sonido, color, fragancia y movimiento rítmico en la Naturaleza? ¿Qué es lo que fuerza la manifestación de lo bello? Afortunadamente, le contradice también un filósofo. Nada menos que el divino Platón (y así le llama el propio Schopenhauer) sostiene una tesis diferente: que toda la belleza excita el instinto sexual; que en esto reside precisamente su efecto específico, desde la máxima sensualidad hasta la máxima espiritualidad...



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Platón va más allá. Con un candor muy heleno, incompatible con el “cristiano”, afirma que no habría ninguna filosofía platónica si no hubiese en Atenas tantos jóvenes hermosos; que sólo la vista de estos jóvenes sume el alma del filósofo en una embriaguez erótica y que no se libra hasta no haber plantado en tan hermoso suelo la semilla de todas las cosas elevadas. ¡ Otro santo muy raro! Uno se resiste a dar crédito a sus oídos, aun en el supuesto de que se diera crédito a Platón. Se adivina, en todo caso, que en Atenas se filosofaba de una manera diferente, sobre todo en público. Nada hay tan antiheleno como la sutilización conceptual de un solitario, amor intellectualis dei al modo de Spinoza. La filosofía al modo de Platón corresponde definirla más bien como rivalidad erótica, como evolución y profundización de la antigua gimnasia agonal y sus premisas... ¿Qué surgió, por último, de este erotismo filosófico de Platón? Una nueva modalidad artística del agon heleno, la dialéctica. Para terminar, recordaré, en oposición a Schopenhauer y en honor de Platón, que también toda la cultura y literatura superiores de la Francia clásica han nacido en el suelo del interés sexual. Cabe buscar en ellas por doquier la galantería, los sentidos, la rivalidad sexual, la “mujer”; no se buscará nunca en vano...



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L'art pour l'art. La lucha por el fin en el arte es siempre la lucha contra la tendencia a la moralización en el arte, contra su subordinación a la moral. L'art pour l'art quiere decir: “¡que se vaya al diablo la moral!” Mas aun esta hostilidad revela el imperio del prejuicio. Una vez excluido del arte el fin de la moralización y del perfeccionamiento de los hombres, no por eso el arte carece necesariamente de fin, meta y sentido y es necesariamente l'art pour l'artun gusano que se muerde la cola. “¡Ni fin moral, ni fin alguno!', así habla la pura pasión. El sicólogo, en cambio, pregunta: ¿qué hace todo arte?, ¿no elogia?, ¿no exalta?, ¿no escoge?, ¿no destaca? Con todo esto, robustece o debilita determinadas valoraciones... ¿Se trata tan sólo de una cosa accidental?, ¿de una casualidad?, ¿de algo en que el instinto del artista no interviene para nada? ¿O bien de la idea del poder del artista?... El instinto más profundo del artista, ¿tiende al arte?, ¿no tiende al sentido del arte, a la vida?, ¿a un ideal de vida? Si el arte es la gran incitación a la vida, ¿cómo considerarlo carente de fin y meta, de acuerdo con l'art pour l'art? Sigue entonces en pie este interrogante: el arte plasma también muchas cosas feas, duras y problemáticas de la vida. ¿Se aparta de ella? Y, en efecto, ha habido filósofos que le daban este sentido. Schopenhauer enseñaba como propósito total del arte: “liberarse de la voluntad”, y ensalzaba “inducir a la resignación” como la gran utilidad de la tragedia. Pero esto, según ya lo di a entender, es óptica de pesimista y “mal de ojo”; hay que apelar a los artistas mismos. ¿Qué comunica el artista trágico de su intimidad? ¿No exhibe él precisamente el estado exento de miedo ante lo pavoroso y problemático? En este estado es una aspiración elevada; quien lo conoce le rinde los máximos honores. Lo comunica, no pued