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100 Clásicos de la Literatura

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Explicación sicológica de lo antedicho. Reducir algo desconocido a algo conocido alivia, reconforta, satisface y proporciona una sensación de poder. Lo desconocido involucra peligro, inquietud y zozobra; aplícase el instinto primordialmente a eliminar estos estados penosos. Primer principio: cualquier explicación es preferible a ninguna explicación. Como en definitiva se trata tan sólo de un afán de librarse de representaciones penosas, se echa mano de cualquier medio que se ofrece con tal de quitárselas de encima, sin discriminar mayormente; cualquier representación mental en virtud de la cual lo desconocido se dé por conocido resulta tan reconfortante que se la “cree cierta”. Es la prueba del placer (“de la fuerza”) como criterio de la verdad. El impulso causal está, pues, determinado y excitado por el temor. El “¿por qué?” debe dar en lo posible no la causa por la causa misma, sino determinado tipo de causa: una causa que tranquilice, redima, alivie. El que algo ya conocido, experimentado, grabado en la memoria, sea establecido como causa es la primera consecuencia de esta necesidad íntimamente sentida. Lo nuevo, no experimentado, extraño, queda excluido como causa. De modo que se busca como causa no un tipo de explicaciones, sino un tipo escogido y preferido de explicaciones, aquel que con más rapidez y frecuencia haya eliminado la sensación de lo extraño, nuevo, jamás experimentado las explicaciones más corrientes. Como consecuencia de esto, un determinado tipo de motivación causal prevalece cada vez más, se reduce a sistema y llega al fin a dominar, con exclusión de otras causas y explicaciones. El banquero piensa en seguida en el “negocio”, el cristiano en el “pecado” y la muchacha en su amor.

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Todo el dominio de la moral y la religión cae bajo este concepto de las causas imaginarias. “Explicación” de las sensaciones generales desagradables: Éstas están determinadas por seres hostiles a los hombres (espíritus malignos; el caso más célebre es la definición errónea de las histéricas como brujas). Están determinadas por actos censurables (el sentimiento del “pecado”, de la “propensión al pecado”, como explicación de un, malestar_ fisiológico, puesto que siempre se encuentran motivos para estar descontento consigo mismo). Están determinadas como castigo, como expiación de algo que no se debió hacer, de algo que no debió ser (lo cual ha sido generalizado en forma terminante por Schopenhauer, en una proposición donde la moral aparece como lo que es, o sea como emponzoñadora y detractora propiamente dicha de la vida: “todo dolor intenso, físico o mental, expresa lo que tenemos merecido: pues no nos podría sobrevenir si no lo tuviésemos merecido”. El mundo como voluntad y representación). Están determinadas como consecuencias de actos irreflexivos, fatales (los afectos, los sentidos, concebidos como causa, como “culpa”; apremios diferentes como “merecidos”).

“Explicación” de las sensaciones generales agradables: Éstas están determinadas por la fe en Dios. Están determinadas por la conciencia de buenas acciones (la llamada “conciencia tranquila”, un estado fisiológico que a veces se parece mucho a la buena digestión). Están determinadas por el resultado feliz de empresas (conclusión errónea candorosa; el resultado feliz de una empresa no proporciona en absoluto sensaciones generales agradables a un hipocondríaco o a un Pascal). Están determinadas por la fe, el amor y la esperanza: las virtudes cristianas. En realidad, todas estas presuntas explicaciones son estados derivados y, por así decirlo, traducciones de sensaciones de placer o desplacer a un dialecto falso. Se está en condiciones de esperar porque la sensación de fuerza y plenitud infunde tranquilidad serena. La moral y la religión pertenecen en un todo a la sicología del error: en cada caso particular se confunde la causa con el efecto, la verdad con el efecto de lo creído cierto o un estado de la conciencia con la causalidad de este estado.

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Error del libre albedrío. Hoy día ya no tenemos contemplaciones con el concepto “libre albedrío”; sabemos demasiado bien lo que es: el más cuestionable truco de los teólogos con miras a hacer a la humanidad “responsable” en su criterio, o lo que es lo mismo, con el propósito de dominarla...

Me limito aquí a exponer la sicología de todo hacer responsable. Dondequiera que se busquen responsabilidades suele ser el instinto del querer castigar y juzgar el que impera. Cuando se reduce el ser tal y como es, a voluntad, propósitos, actos de la responsabilidad, se despoja la posibilidad de su inocencia; la doctrina de la voluntad ha sido inventada esencialmente para los fines de castigo, esto es, para satisfacer el afán de declarar culpable. Toda la antigua sicología, la sicología volicional, reconoce como origen el hecho de que sus autores, los sacerdotes al frente de antiguas comunidades, querían procurarse a sí mismos o bien a Dios, el derecho de castigar. Se concebía a los hombres “libres”, para que se los pudiera juzgar y castigar, para que pudieran ser culpables; en consecuencia, había que concebir cada acto como acto volitivo, el origen de cada acto como situado en la conciencia (con lo cual la tergiversación más fundamental in psychologicis quedaba convertida en el principio de la sicología...). Hoy día, cuando hemos entrado en el movimiento opuesto; cuando en particular los inmoralistas nos aplicamos con todas las fuerzas a eliminar del mundo el concepto de la culpa y el del castigo, y depurar de ellos la sicología, la historia, la Naturaleza y las instituciones y sanciones sociales, consideramos como nuestros adversarios más radicales a los teólogos, los que por el concepto del “orden moral” siguen arruinando la inocencia de la posibilidad, contaminándola con el “castigo” y la “culpa”. El cristianismo es la metafísica del verdugo...

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Nuestra doctrina sólo puede ser ésta: que al hombre no le son dadas sus propiedades por nadie, ni por Dios ni por la sociedad, sus padres y antepasados, ni tampoco por él mismo (el disparate de la noción aquí repudiada en último término ha sido enseñado como “libertad inteligible” por Kant, y acaso ya por Platón). Nadie es responsable de su existencia, de su modo de ser, de las circunstancias y el ambiente en que se halla. La fatalidad de su ser no puede ser desglosada de la fatalidad de todo lo que fue y será. El hombre no es la consecuencia de un propósito expreso, de una voluntad ni de un fin; con él no se hace una tentativa de alcanzar un “tipo humano ideal” o una “felicidad ideal” o una “moralidad ideal”; siendo absurdo pretender descargar su modo de ser en algún “fin”. Nosotros hemos inventado el concepto “fin”; la realidad nada sabe de fines... Se es, necesariamente, un trozo de fatalidad; se forma parte del todo, se está integrado en el todo; no hay nada susceptible de juzgar, valorar, comparar, condenar nuestro ser, pues significaría juzgar, valorar, comparar, condenar el todo... ¡Mas no existe nada fuera del todo!

Dejar de hacer responsable a alguien y comprender que la esencia del Ser no debe ser reducida a una causa prima; que el mundo no es ni como sensorio ni como “espíritu” una unidad, significa la gran liberación; sólo así queda restaurada la inocencia de la posibilidad... Hasta ahora, el concepto “Dios” ha sido la objeción más grave contra la existencia... Nosotros negamos a Dios, la responsabilidad en Dios, y sólo así redimimos el mundo.

LOS “MEJORADORES” DE LA HUMANIDAD

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Conocido es mi postulado según el cual el filósofo se sitúa más allá del bien y del mal, encontrándose por encima de la ilusión del juicio moral. Este postulado deriva de un descubrimiento que yo he sido el primero en formular: no hay hechos morales. El juicio moral, como el religioso, se funda en realidades ilusorias. La moral no es sino una interpretación de determinados fenómenos, y más propiamente: una mala interpretación. Semejante al juicio religioso, la moral caracteriza un nivel de la ignorancia en que falta aun la noción de lo real, la discriminación entre lo real y lo imaginario; de modo que en este nivel la “verdad” designa sin excepción cosas que hoy día llamamos “ficciones”. De lo cual se infiere que el juicio moral nunca debe ser tomado al pie de la letra, pues siempre consiste en un puro contrasentido. Como semiótica, por cierto, es inestimable; pues revela, al que sabe por lo menos, las realidades más valiosas de culturas e interioridades, que no sabían lo suficiente para “entenderse” a sí mismas. La moral en definitiva es mero lenguaje de signos, mera sintomatología ; para sacar provecho de ella es preciso saber de antemano de qué se trata.

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Me valdré, por lo pronto, de un primer ejemplo. En todos los tiempos se ha querido volver “mejor” al hombre; este propósito era lo que primordialmente se entendía por moral. Mas he aquí que este término implica tendencias diametralmente opuestas. Tanto domesticar la bestia humana como “criar” un determinado tipo humano ha sido considerado como “mejoramiento” del hombre; sólo estos dos términos zoológicos expresan realidades; realidades, es verdad, de las que el “mejorador” típico, el sacerdote, no sabe nada, no quiere saber nada... Llamar a la domesticación de un animal su “mejoramiento” suena casi a burla sangrienta. Quien sabe lo que ocurre en los circos de animales, desconfía que en ellos sean “mejoradas” las bestias. Se las debilita, se reduce su peligrosidad, se las convierte por el efecto depresivo del miedo, por dolor, herida y hambre, en bestias morbosas. Pues dicen: lo mismo ocurre con el hombre domesticado, que el sacerdote ha “mejorado”. En la temprana Edad Media, en tiempos en que la Iglesia era en efecto primordialmente una especie de zoológico amaestrado, se cazaban los ejemplares más hermosos de la “bestia rubia”; se “mejoraba”, por ejemplo, a los germanos de noble linaje. Pero tal germano “mejorado”, atraído al convento, quedaba reducido a una caricatura de hombre, un ser trunco; convertido en un “pecador”, estaba metido en una jaula, recluido entre conceptos terribles... Helo aquí postrado, enfermo, enclenque, fastidiado consigo mismo, lleno de odio a todo lo que seduce de la vida y de recelo hacia todo lo que era todavía fuerte y feliz. En una palabra, un “cristiano”... Fisiológicamente hablando, en la lucha con la bestia, enfermarla puede ser el único medio de debilitarla. Bien entendía el problema la Iglesia; echando a perder al hombre, lo debilitaba, pretendiendo “mejorarlo”...

 

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Consideremos el otro caso de la llamada moral, el de la “cría”; formación de una determinada raza y tipo. El ejemplo más grandioso al respecto es la moral india, sancionada como religión por la “Ley de Manú”. Aquí se propone' la tarea de formar simultáneamente nada menos que cuatro razas: una sacerdotal, otra guerrera, otra mercantil y campesina y, por último, una raza destinada a servir, los sudras. En este caso nos encontramos definitivamente entre domadores de fieras; un tipo humano cien veces más suave y cuerdo, se necesita para concebir siquiera el plan de tal formación. Respira uno con alivio al pasar de la atmósfera cristiana de hospital y cárcel a este mundo más sano, más elevado y amplio. ¡Cuán pobre y maloliente aparece el “Nuevo Testamento” al lado de Manú!

Mas también esta organización tenía que ser terrible; esta vez no en lucha con la bestia, sino con el concepto antitético, el hombre no “criado” y formado, el hombre mezcolanza, el tshandala. Y a su vez, no disponía de otro medio de quitarle su peligrosidad, de debilitarlo, que el de enfermarla; tal era la lucha con el “gran número”. Sin embargo, es posible que no haya nada tan contrario a nuestro sentir como las medidas preventivas de la moral india. El tercer edicto, por ejemplo (AvadanaSastra I), el “de las legumbres impuras”, ordena que el único alimento permitido a los tshandalas es el ajo y la cebolla, toda vez que la Sagrada Escritura prohíbe darles granos ni frutos que contengan granos, ni tampoco agua y fuego. El mismo edicto estipula que el agua que necesitan no debe ser extraída de los ríos, fuentes ni lagos, sino únicamente de los accesos a los pantanos y de los hoyos originados por las pisadas de los animales. Se les prohíbe, asimismo, lavar su ropa, y aun lavarse a sí mismos, toda vez que el agua que se les concede como un favor sólo debe servir para apagar la sed. Prohíbese, por último, a las mujeres sudras asistir a las mujeres tshandalas que dan a luz, así como a éstas asistirse entre sí... No se hizo esperar el resultado de tal reglamentación sanitaria epidemias mortíferas, asquerosas enfermedades venéreas, y luego, como reacción, la “ley del cuchillo”, ordenando la circuncisión de los varones y la extirpación de los labios pequeños de la vulva en las niñas. El propio Manú dice: “los tshandalas son el fruto del adulterio, incesto y crimen” (tal es la consecuencia necesaria del concepto “cría”). Toda su indumentaria debe reducirse a andrajos tomados de los cadáveres, su vajilla, a ollas rotas, su adorno, a hierro viejo, y su culto, al de los espíritus del mal; deben vagar sin hallar paz en ninguna parte. Se les prohíbe escribir de izquierda a derecha y servirse para escribir de la diestra, lo cual está reservado a los virtuosos, a las “personas de raza”.

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Estas disposiciones son harto instructivas; en ellas se da la humanidad aria en toda su pureza y originalidad; puede verse que el concepto “sangre pura” es todo lo contrario de un concepto inofensivo. Resulta claro, por otra parte, en qué pueblo se ha perpetuado el odio, el odio tshandala, a esta “humanidad”; dónde este odio se ha hecho religión, genio... Desde este punto de vista, los Evangelios, y, sobre todo, el Libro de Enoch, constituyen un documento de primer orden. El cristianismo, de raíz judía y sólo comprensible como planta crecida en este suelo, representa la reacción a toda moral de casta, raza y privilegio; es la religión antiaria por excelencia. Significa el cristianismo la transmutación de todos los valores arios, el triunfo de los valores tshandalas; el evangelio predicado a los pobres y humildes, la sublevación total de todos los oprimidos, miserables, malogrados y desheredados contra la “raza”; la inmortal venganza tshandala como religión del amor...

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La moral de selección y la moral de domesticación apelan, para imponerse, a idénticos medios; cabe enunciar como axioma capital que para establecer la moral hay que tener la voluntad incondicional de practicar lo contrario de la moral. Tal es ”el grande y desconcertante problema que he estudiado con más ahínco: la sicología de los “mejoradores” de la humanidad. Un hecho pequeño, y en definitiva, subalterno, el de la llamada pia fraus, me facilitó el primer acceso a este problema: la pia fraus, el patrimonio de todos los filósofos y sacerdotes que “mejoraron” a la humanidad. Ni Manú ni Platón, Confucio ni los predicadores judíos y cristianos han dudado jamás de su derecho de recurrir a la mentira. ¡No han dudado, en suma, de ningún derecho!... Resumiendo, cabe decir que todos los medios de que se ha hecho uso para moralizar a la humanidad han sido en el fondo medios inmorales.

LO QUE FALTA A LOS ALEMANES

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Entre alemanes no basta hoy con tener espíritu; hay que tomárselo, arrogárselo...

Quizá conozca yo a los alemanes; quizá hasta tenga derecho a decirles cuatro verdades. La nueva Alemania representa una gran cantidad de capacidad ingénita y desarrollada; así que por un tiempo le es dable gastar, y aun derrochar, el caudal acumulado de fuerza. No ha llegado a prevalecer, con ella, una cultura elevada, y menos un gusto exquisito, una “belleza” aristocrática de los instintos; sí, virtudes más viriles que en ningún otro país de Europa. Hay mucha gallardía y orgullo, mucho aplomo en el trato, en la reciprocidad de los deberes, mucha laboriosidad, mucha perseverancia; y una moderación ingénita que necesita, antes que del freno, del aguijón. Por lo demás, en Alemania se obedece todavía, sin que la obediencia implique una humillación... Y nadie desprecia a su adversario...

Como se ve, mi deseo es hacer justicia a los alemanes; no quiero apartarme en este punto de mi norma de siempre; pero he de plantearles mis objeciones. Llegar al poder es algo que se paga caro; el poder entontece... En un tiempo se llamaba a los alemanes el pueblo de los poetas y pensadores; ¿piensan todavía? Ahora, los alemanes se aburren con el espíritu y desconfían de él; la política mata todo interés serio por las verdaderas cosas del espíritu. Temo que “Deutschland, Deutschland über Alles” haya acabado con la filosofía alemana... “¿Hay filósofos alemanes?”, me preguntan en el exterior. “¿Hay poetas alemanes? ¿Hay buenos libros alemanes?” Y yo me ruborizo, pero con esa valentía que me caracteriza aun en los trances más difíciles, contesto: “¡Sí, Bismarck!” ¡Como para celebrar qué clase de libros se leen hoy en día! ... ¡Maldito instinto de la mediocridad!

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¿Quién no ha pensado con melancolía en lo que podría ser el espíritu alemán? Mas desde hace casi mil años este pueblo se ha venido entonteciendo paulatinamente; en parte alguna se ha hecho un uso más vicioso de los dos grandes narcóticos europeos: del alcohol y el cristianismo. En tiempos recientes hasta se ha agregado un tercero, que basta por sí solo para acabar con toda agilidad sutil y audacia mentales: la música, nuestra obstruida y obstruidora música alemana. ¡Cuánta tétrica pesadez, torpeza, humedad y modorra, cuánta cerveza hay en la inteligencia alemana! ¿Cómo es posible que jóvenes que consagran su vida a los fines más espirituales no sientan el instinto primordial de la espiritualidad, el instinto de conservación del espíritu y beban cerveza?... El alcoholismo de la juventud erudita tal vez no ponga en tela de juicio su erudición, que sin espíritu se puede hasta ser un gran erudito, pero en cualquier otro plano de cosas es un problema. ¡Dónde no se comprueba esa suave degeneración que la cerveza determina en el espíritu! En cierta ocasión, en un caso que casi adquirió celebridad, denuncié tal degeneración: la degeneración de nuestro librepensador alemán número uno, del listo David Strauss, autor de un evangelio de cervecería y “nuevo credo”... No en balde había rendido pleitesía en verso a la “encantadora morocha”, jurándole lealtad hasta la muerte...

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He hablado del espíritu alemán, señalando que se vulgariza y se vuelve superficial. ¿Es esto bastante? En el fondo, lo que me aterra es otra cosa: el hecho de que declina cada vez más la seriedad alemana, la profundidad alemana, la pasión alemana por las cosas del espíritu. No solamente la intelectualidad ha cambiado, sino también el pathos.

Tengo de tanto en tanto contacto con Universidades alemanas; ¡hay que ver la atmósfera, la espiritualidad pobre y sosa, tibia y contentadiza, en, que se desenvuelven allí los eruditos! Sería un grave malentendido alegar como argumento en contra la ciencia alemana, y también una prueba de que no se ha leído una sola palabra de mis escritos. Desde hace diecisiete años no me canso de denunciar la influencia desespiritualizadora de nuestro medio científico actual. La dura labor a que el volumen tremendo de las ciencias condena hoy a todos los individuos es una de las causas principales de que para los espíritus plenos, pletóricos y profundos ya no existan una educación y educadores que les sean adecuados. Nuestra cultura de nada se resiente tanto como del exceso de especialistas arrogantes y humanidades fragmentarias; nuestras Universidades son, sin proponérselo, los invernáculos propiamente dicho de esta especie de atrofia de los instintos del espíritu. Y Europa toda ya se va dando cuenta de ello; la gran política no engaña a nadie. Se generaliza cada vez más la noción de que Alemania es el llano de Europa. No he encontrado aún a un alemán con el que pueda ser serio a mi manera; ¡y menos, por supuesto, a uno con el que yo pueda ser alegre! Ocaso de los ídolos: ¡ah, quién sería capaz, hoy día, de comprender de qué seriedad se reviste aquí un filósofo! La alegría serena es lo que menos se comprende entre nosotros...

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Pensándolo bien, no sólo es evidente la decadencia de la cultura alemana, sino que no falta tampoco la causa que la explica de una manera convincente. En definitiva, uno no puede gastar más de lo que posee ocurre en esto con los pueblos lo mismo que con los individuos. Si se gasta todo para el poder, la gran política, la economía, el tráfico mundial, el parlamentarismo y los intereses militares; si se gasta en esta partida la cantidad de razón, seriedad, voluntad y dominio de sí mismo que existe, hay un déficit en la contrapartida. La cultura y el Estado de nada vale cerrar los ojos ante el hecho son antagonistas; el “Estado cultural” no es más que una idea moderna. La cultura vive del Estado, prospera a expensas del Estado, y viceversa. Todas las grandes épocas de la cultura son épocas de decadencia política; siempre lo que es grande en el sentido de la cultura ha sido apolítico, y aun antipolítico... El corazón de Goethe se abrió al fenómeno Napoleón, pero se cerró a las “guerras de liberación”... En el mismo instante en que Alemania llega a ser una potencia mundial, Francia cobra como potencia cultural renovada importancia. Ya mucha inteligencia, mucha pasión nueva del espíritu ha emigrado a París; la cuestión del pesimismo, por ejemplo, la cuestión wagneriana, casi todas las cuestiones sicológicas y artísticas, se consideran allí de una manera mucho más sutil y penetrante que en Alemania; los alemanes ni siquiera están capacitadas para esta clase de seriedad. En la historia de la cultura europea, el advenimiento del “Reich” significa más que nada un desplazamiento del centra de gravedad. En todas partes se sabe ya que en lo esencial y la cultura sigue siendo lo esencial ya no cuentan los alemanes. Se nos pregunta: ¿hay entre vosotros siquiera un solo espíritu que cuente en Europa, como contaron vuestro Goethe, vuestro Hegel, vuestro Heinrich Heine y vuestro Schopenhauer? El extranjero se queda estupefacto ante el hecho de que ya no hay un solo filósofo alemán.

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Toda la educación superior en Alemania ha perdido lo principal: el fin y los medios conducentes al logro del mismo. Se ha olvidado que la educación misma, la ilustración, es el finy no “el Reich”; que para tal fin se requieren educadores, y no profesores de enseñanza secundaria y catedráticos de Universidad... Hacen falta educadores que ellos mismos estén educados; espíritus superiores, aristocráticos, probados a cada instante, probados tanto por lo que dicen como por lo que callan, cultivos maduros y sazonados, y no esos patanes eruditos que el colegio y la Universidad ofrecen hoy a la juventud como “ayas superiores”. Faltan los educadores, abstracción hecha de las excepciones; quiere decir, la premisa primordial de la educación; de ahí la decadencia de la cultura alemana. 'Una de esas rarísimas excepciones es mi venerable amigo lakob Burckhardt, de Basilea; a él, más que a nadie, debe Basilea su supremacía en humanidad. El resultado efectivo que logran los “establecimientos superiores de enseñanza” en Alemania es un adiestramiento brutal con miras a hacer con un mínimo de pérdida de tiempo a multitud de jóvenes aprovechables, exportables, para la administración pública. “Educación superior” y “multitud” son desde un principio términos inconciliables. Toda educación superior ha de estar reservada a la excepción; hay que ser un hombre privilegiado para tener derecho a tan alto privilegio. Todas las cosas grandes, todas las cosas hermosas, jamás pueden ser patrimonio de todos pulchrum est paucorum hominum.

 

¿Qué es lo que determina la decadencia de la cultura alemana? La circunstancia de que la' “educación superior” ha dejado de ser un privilegio; el democratismo de la “ilustración general”, vulgarizada... No ha de olvidarse que los privilegios militares efectivamente imponen la afluencia excesiva a los establecimientos superiores de enseñanza, quiere decir, su ruina. En la Alemania de hoy ya nadie puede procurar a sus hijos una educación refinada, si así lo desea; todos nuestros establecimientos superiores de enseñanza están orientados hacia la más equívoca mediocridad, con sus profesores, programas de enseñanza y fines didácticos. Y en todas partes prevalece una precipitación indecorosa, como si algo estuviese perdido, porque a los veintitrés años el joven no está “listo”, no sabe dar una respuesta a la “cuestión principal”, la de la orientación profesional.

El hombre superior, séame permitido consignarlo, no es amigo de la “profesión”, porque tiene conciencia de su vocación... Él tiene tiempo, se toma todo el tiempo; no le interesa estar “listo”; a los treinta años se es, en el sentido de elevada cultura, un principiante, un niño. Nuestros colegios colmados y nuestros profesores de enseñanza secundaria abrumados de trabajo y entontecidos son un escándalo; para defender tales estados de cosas, como lo hicieron el otro día los profesores de Heidelberg, existen tal vez causas, pero no ciertamente razones.

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Para no desmentir mi modo de ser, que es afirmativo y que sólo en forma mediata, involuntaria, tiene que ver con la objeción y la crítica, consigno a renglón seguido las tres tareas para las cuales son menester educadores. Hay que aprender a ver, hay que aprender a pensar y hay que aprender a hablar y a escribir; todo esto con miras a adquirir una cultura aristocrática. Aprender a ver, habituar la vista a la calma, la paciencia, la espera serena; demorar el juicio, aprender a enfocar desde todos lados y abarcar el caso particular. He aquí el adiestramiento preliminar primordial para la espiritualidad; no reaccionar instantáneamente a los estímulos, sino llegar a dominar los instintos inhibitorios, aisladores. Aprender a ver, como yo lo entiendo, es casi lo que el lenguaje no filosófico llama la voluntad fuerte; lo esencial de ésta es precisamente no “querer”, ser capaz de suspender la decisión. Toda falta de espiritualidad, toda vulgaridad obedece a la incapacidad para resistir a los estímulos, que fuerza al individuo a reaccionar y seguir cualquier impulso. En muchos casos, esta incapacidad supone morbosidad, decadencia, síntoma de agotamiento; casi todo lo que la grosería poco filosófica designa con el nombre de “vicio”, se reduce a esa incapacidad fisiológica para no reaccionar. Una aplicación práctica de este aprendizaje de la vista es la siguiente: en todo aprender el individuo se vuelve lento, receloso y recalcitrante. Lo extraño, lo nuevo, de cualquier índole que sea, lo deja por lo pronto acercarse a él con una calma hostil, retirando la mano. El estar con todas las puertas abiertas, la postración servil ante cualquier pequeño hecho, el sentirse dispuesto en todo momento a meterse, precipitarse sobre el prójimo y lo ajeno; en una palabra, la famosa “objetividad” moderna es mal gusto, lo antiaristocrático por excelencia.

7

Aprender a pensar: se ha perdido la noción de esto en nuestros establecimientos de enseñanza. Hasta en las Universidades, incluso entre los estudiosos propiamente dichos de la filosofía, la lógica empieza a extinguirse como teoría, como práctica, como oficio. Leyendo libros alemanes, ya no se descubre en ellos el más remoto recuerdo de que el pensamiento requiere una técnica, un plan didáctico, una voluntad de maestría; que hay que aprender a pensar como hay que aprender a bailar, concibiendo el pensamiento como danza... ¿Dónde está el alemán que conozca todavía por experiencia ese estremecimiento sutil que los pies ligeros en lo espiritual irradian a todos los músculos? La rígida torpeza del ademán espiritual, la manera desmañada de asir, son tan alemanas, que en el exterior suele considerárselas lo alemán. El alemán no tiene el sentido del matiz... El que los alemanes hayan siquiera aguantado a sus filósofos, sobre todo al eximio Kant, el lisiado más contrahecho que se ha dado jamás en el reino de los conceptos, dice demasiado de la gracia alemana. Sabido es que la danza, en todo sentido, está inseparablemente ligada a la educación aristocrática. Si hay que saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras: ¿es necesario agregar que hay que saber bailar también con la pluma, que hay que aprender a escribir? Mas llegado este punto es posible que yo me convierta en un completo enigma para los lectores alemanes...

CORRERÍAS DE UN HOMBRE INACTUAL

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Mis imposibles. Séneca: o el torero de la virtud. Rousseau: o el retorno a la Naturaleza in impuris naturalibus. Schiller: o el trompeta moral de Säckingen. Dante: o la hiena que compone sus versos en tumbas.Kant: o cant como carácter inteligible. Víctor Hugo: o el faro junto al mar del absurdo.George Sand: o lactea ubertas, o sea, la vaca lechera con “estilo hermoso”.Michelet: o el entusiasmo en mangas de camisa.Carlyle: o el pesimismo como almuerzo mal digerido. John Stuart Mill: o la claridad agraviante. Les frères de Goncourt: o los dos Ayax trabados en lucha con Homero. Música de Offenbach. Zola: o “el deleite de heder”.

2

Renan: Teología, o la corrupción de la razón por el “pecado original” (el cristianismo). Testimonio de ello es Renan, quien en cuanto arriesga un sí o no de carácter más bien general se equivoca con penosa regularidad. Quisiera, por ejemplo, aunar la science con la noblesse; pero es evidente que la science pertenece a la democracia. Desea, con no escasa ambición, representar un aristocratismo del espíritu; mas al mismo tiempo dobla la rodilla, y no solamente la rodilla ante la doctrina contraria, el évangile des humbles... ¡De nada sirven el librepensamiento, el modernismo, la ironía, etc., si íntimamente se sigue siendo cristiano, católico y aun sacerdote! Como un jesuita y confesor, Renan tiene la capacidad inventiva de la seducción; no le falta a su espiritualidad la amplia sonrisa de frailuco; como todos los sacerdotes, sólo se vuelve peligroso cuando ama. Nadie lo iguala en eso de adorar de una manera que entraña peligro mortal... Este espíritu de Renan, un espíritu que enerva, es una fatalidad más para la pobre Francia enferma, con la voluntad enferma.