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100 Clásicos de la Literatura

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He dado a entender por qué fascinaba Sócrates: parecía un médico, un salvador. ¿Es necesario señalar el error de su fe en la “racionalidad a toda costa”? Los filósofos y moralistas se engañaban a sí mismos al creer que así se emancipan de la décadence y la combaten. No está en su poder emanciparse de ella; lo que eligen como recurso, como medida salvadora, sólo es, a su vez, una expresión de la décadence; modifican la expresión de la misma, pero no la eliminan. Sócrates fue un malentendido; toda la moral correctiva, la cristiana inclusive, ha sido un malentendido. La claridad más extrema, la racionalidad a ultranza, la vida clara, fría, cautelosa, consciente, carente de instinto, en oposición a los instintos, era a su vez una enfermedad, una diferente, en modo alguno un retorno a la “virtud”, a la “salud”, a la felicidad... Estar en la necesidad de combatir los instintos: he aquí la fórmula de la décadence; mientras ascienda la vida, la felicidad se identifica con el instinto.

¿Comprendería esto él mismo, el más listo de todos los que han practicado jamás el engaño de sí mismo? ¿Se lo confesaría, por último, en la sabiduría del valor con que enfrentó la muerte?... Sócrates quería morir: no fue Atenas, sino él mismo quien se condenó a beber la cicuta; obligó a Atenas a condenarlo a bebérsela... “Sócrates no es un médicomurmuró para sus adentros; únicamente la muerte es un médico... Sócrates mismo sólo ha estado enfermo durante largo tiempo...”

LA “RAZÓN” DE LA FILOSOMA

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¿Me preguntan ustedes cuáles son los distintos rasgos que caracterizan a los filósofos...? Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la misma noción del devenir, su mentalidad egipcíaca. Creen honrar una cosa si la desprenden de sus conexiones históricas, sub specie aeterni; si la dejan hecha una momia. Todo cuanto los filósofos han venido manipulando desde hace milenios eran momias conceptuales; ninguna realidad salía viva de sus manos. Matan y disecan esos idólatras de los conceptos cuanto adoran; constituyen un peligro mortal para todo lo adorado. La muerte, la mudanza y la vejez, no menos que la reproducción y el crecimiento, son para ellos objeciones y aun refutaciones. Lo que es, no deviene; lo que deviene, no es... Pues bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en el Ser. Mas como no lo aprehenden, buscan razones que expliquen por qué les es escamoteado. “El que no percibamos el Ser debe obedecer a una ficción, a un engaño; ¿dónde está el engañador?” “¡Ya hemos dado con él!', exclaman contentos. “¡Es la sensualidad! Los sentidos, que también, por lo demás, son tan inmorales, nos engañan sobre el mundo verdadero. Moraleja: hay que emanciparse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia, de la mentira; la historia no es más que fe en los sentidos, en la mentira. Moraleja: hay que decir no a todo cuanto da crédito a los sentidos, a toda la restante humanidad; todo esto es “vulgo”. ¡Hay que ser filósofo, momia; representar el monoteísmo con una mímica de sepulturero! ¡Y repudiar, sobre todo, el cuerpo, esa deplorable idea fija de los sentidos! ¡Plagado de todas las faltas de la lógica, refutado; más aún: imposible, aunque tenga la osadía de pretender ser una cosa real! ...”

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Exceptúo con profunda veneración el nombre de Heráclito. En tanto que los demás filósofos rechazaban el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban multiplicidad y mudanza, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas dotadas de los atributos de la duración y la unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Éstos no mienten, ni como creyeron los eleáticos ni como creyó él; no mienten, sencillamente. Lo que hacemos de su testimonio es obra de la mentira, por ejemplo la de la unidad, la de la objetividad, la de la sustancia, la de la duración... La “razón” es la causa de que falseemos el testimonio de los sentidos. Éstos, en tanto que muestran el nacer y perecer, la mudanza, no mienten... Mas Heráclito siempre tendrá razón con su aserto de que el Ser es una vana ficción. El mundo “aparencial” es el único que existe; el “mundo verdadero”, es pura invención...

3

¡Y qué finos instrumentos de observación son nuestros sentidos! El olfato, por ejemplo, del que ningún filósofo ha hablado con veneración y gratitud, es hoy por hoy el instrumento más sensible de que disponemos, siendo capaz de captar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni aun el espectroscopio registra. Poseemos hoy ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos; en que hemos aprendido a aguzarlos aún más, armarlos, llevarlos a sus últimas consecuencias. Todo lo demás es chapucería y seudociencia, quiere decir, metafísica, teología, sicología, teoría del conocimiento, o bien ciencia formal, ciencia de los signos, como la lógica y las matemáticas, esa lógica aplicada. Ellas no tratan de la realidad, ni siquiera como problema; tampoco de la cuestión del valor, de tal convencionalismo de signos, como es la lógica.

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La otra condición de los filósofos no es menos peligrosa; consiste en confundir lo último con lo primero. Sitúan lo que se presenta al final, ¡desgraciadamente, pues no debiera presentarse!, los “conceptos más elevados”, esto es, los más generales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora, en el comienzo, como comienzo. Se expresa una vez más su manera de venerar: según ellos, lo elevado no debe desprenderse de lo bajo, no debe desarrollarse, en fin... Moraleja: todo cuanto es de primer orden ha de ser causa sui. El origen extrínseco se considera una objeción, algo que pone en tela de juicio el valor. Todos los más altos valores son de primer orden; todos los conceptos más elevados, el Ser, el absoluto, el bien, lo verdadero, lo perfecto; todo esto no puede ser algo posible y, por ende, debe ser causa sui. Mas todo esto tampoco puede ser desigual entre sí, estar en contradicción consigo mismo... Así llegan a su estupendo concepto “Dios”... Lo último, lo más abstracto y huero es establecido como lo primero, como causa en sí, como ens realissimum,... ¡Por qué la humanidad habrá tomado tan en serio las afecciones cerebrales de sutiles enfermos! ¡Bien caro lo pagó! ...

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Puntualicemos al fin la manera opuesta en que nosotros (digo “nosotros” por cortesía...) enfocamos el problema del error y de la apariencia. Antes se tenían la mudanza, el cambio, el devenir, en fin, por una prueba de la apariencia, por un indicio de que existe algo que nos engaña. Hoy día, a la inversa, exactamente en la medida en que el prejuicio de la razón nos obliga a suponer unidad, identidad, duración, sustancia, causa, objetividad y Ser, nos vemos enredados, en cierto modo, en el error, condenados a incurrir en error; por más que en virtud de una recapacitación profunda estemos seguros de que aquí reside, en efecto, el error. Ocurre con esto lo que con los movimientos del gran astro: respecto a éstos el error está respaldado continuamente por nuestra vista; en el caso que nos ocupa, por nuestro lenguaje. La génesis del lenguaje cae en los tiempos de la forma más rudimentaria de la sicología; la dilucidación de las premisas básicas de la metafísica del lenguaje, esto es, de la razón, nos revela un tosco fetichismo. Se reduce todo el acaecer a agentes y actos; se cree en la voluntad como causa, en el “yo”, en el yo como Ser, en el yo como sustancia, y se proyecta la creencia en el yosustancia sobre todas las cosas, creando en virtud de esta proyección el concepto “cosa”... El Ser es pensado, inventado, introducido siempre como causa; del concepto “yo” se sigue como concepto derivado el del “Ser”... En el principio es la grande fatalidad de error según el cual la voluntad es una instancia eficiente, una facultad... Hoy sabemos que es una mera palabra... Mucho más tarde, en un mundo mil veces más esclarecido, los filósofos tuvieron con sorpresa conciencia de la seguridad, la certeza subjetiva en el manejo de las categorías de la razón y dedujeron que éstas no podían derivar de la empiria, puesto que la empiria las desmentía. ¿Dónde ha de buscarse, pues, su origen? Y tanto en la India como en Grecia se llegó a la misma conclusión errónea: “Debemos haber vivido alguna vez en otro mundo superior (¡en vez de en otro muy inferior, como hubiera sido más justo!); ¡debemos haber sido divinos, puesto que tenemos la razón!...” En efecto, nada ha tenido un poder de convicción tan ingenuo como la noción errónea del Ser, tal como la han formulado los eleáticos; ¡como que parece corroborarla cada palabra, cada frase que pronunciamos! Incluso los adversarios de los eleáticos sucumbían a la seducción de su concepto del Ser. Ése fue el caso de Demócrito al inventar su átomo... La “razón” en el lenguaje: ¡oh, qué mujer tan vieja y engañosa! Temo que no nos libremos de Dios, por creer todavía en la gramática...

Se me agradecerá el resumir tan esencial, tan nueva concepción, en cuatro tesis, que servirán para facilitar la comprensión y provocar la objeción.

Primera tesis. Los argumentos en base a los cuales se ha calificado “este” mundo de aparencial, fundamentan, por el contrario, la realidad del mismo; es de todo punto imposible demostrar otro tipo de realidad.

Segunda tesis. Las características que se han asignado al “verdadero Ser” de las cosas son las características del No Ser, de la nada; se ha construido el “mundo verdadero” en contraposición al mundo real, y es en realidad un mundo aparencial, en tanto que mera ilusión óptica moral.

Tercera tesis. Hablar de “otro” mundo distinto de éste no tiene sentido, a menos que opere en nosotros un instinto de detracción, rebajamiento y acusación de la vida; en este último caso, nos vengamos de la vida por la fantasmagoría de “otra”, “mejor” vida.

Cuarta tesis. Separa el mundo en uno “verdadero” y otro “aparencial”, ya al modo del cristianismo o al modo de Kant (quien fue, en definitiva, un cristiano pérfido), no es sino una sugestión de la décadence; un síntoma de vida descendente... El que el artista ponga la apariencia por encima de la realidad no es una objeción contra esta tesis. Pues en este caso “la apariencia” significa la realidad otra vez, sólo que a través de selección, exaltación y corrección... El artista trágico no es un pesimista; precisamente dice sí a todo lo problemático y pavoroso: es dionisiaco...

 

CÓMO EL “MUNDO VERDADERO” SE CONVIRTIÓ EN UNA FÁBULA

Historia de un error

1. El mundo verdadero está al alcance del sabio, del piadoso, del virtuoso, los cuales viven en él, se identifican con él.

(Forma más antigua de la idea, relativamente cuerda, simple, convincente. Paráfrasis de la proposición “yo, Platón, soy la verdad”.)

2. El mundo verdadero es por lo pronto inaccesible, pero está reservado al sabio, al piadoso, al virtuoso (“al pecador arrepentido”).

(Progreso de la idea; ésta se torna más sutil, más problemática e inasible, se convierte en mujer, se vuelve cristiana...)

3. El mundo verdadero no es accesible ni demostrable; no puede ser prometido; pero al ser concebido es un consuelo, una obligación, un imperativo.

(En el fondo, el antiguo sol, pero visto a través de niebla y escepticismo; la idea se ha vuelto sublime, pálida, nórdica, kantiana.)

4. El mundo verdadero, ¿es inaccesible? En todo caso no está logrado. Y, por ende, es desconocido. En consecuencia, tampoco conforta, redime ni obliga, pues ¿a qué podría obligarnos algo que nos es desconocido?...

(Alba. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)

5. El “mundo verdadero” es una idea que ya no sirve para nada, que ya no obliga siquiera; una idea inútil y superflua, luego refutada. ¡Suprimámosla!

(Mañana; desayuno; retorno del bons sens y de la alegría; bochorno de Platón; batahola de todos los espíritus libres.)

6. Hemos suprimido el mundo verdadero; ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparencial? ... ¡En absoluto! ¡Al suprimir el mundo verdadero, hemos suprimido también el aparencial!

(Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del error más largo; momento culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATUSTRA.)

LA MORAL COMO ANTINATURALIDAD

1

Todas las pasiones atraviesan una etapa en que son pura fatalidad, abismando a su víctima por el peso de la insensatez, y por otra, muy posterior, en que se desposan con el espíritu, se “espiritualizan”. En tiempos pasados, a causa de la insensatez inherente a la pasión, se hizo la guerra a la misma trabajando por su destrucción; todos los antiguos monstruos de la moral coincidían en exigir: “hay que acabar con, las pasiones”. La fórmula más célebre al respecto está en el Nuevo Testamento, en ese Sermón de la Montaña, donde, dicho sea de paso, nada se contempla desde lo alto. Allí se dice, por ejemplo, con respecto a la sexualidad: “Si te fastidia tu ojo, sácalo.” Por fortuna, ningún cristiano cumple tal precepto. Destruir las pasiones y los apetitos nada más que para prevenir su insensatez y las consecuencias desagradables de su insensatez se nos antoja hoy, a su vez, una mera forma aguda de la insensatez. Ya no admiramos a los dentistas, que extraen los dientes para que no duelan más... Ahora bien, admitamos en honor a la verdad que en el clima en que nació el cristianismo ni podía concebirse el concepto “espiritualización de la pasión”. Sabido es que la Iglesia primitiva luchó contra los “inteligentes” en favor de los pobres de espíritu; ¿cómo iba a librar a la pasión una guerra inteligente? Combate la Iglesia la pasión apelando a la extirpación de todo sentido; su práctica, su “cura”, es la castración. Jamás pregunta: “¿Cómo se hace para espiritualizar, embellecer, divinizar un apetito?” En todos los tiempos ha hecho recaer el acento de la disciplina recomendando la exterminación de la sensualidad, el orgullo, el afán de dominar, la codicia y la sed de venganza. Mas atacar por la base las pasiones significa atacar por la base la vida misma; la práctica de la Iglesia es antivital...

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Al mismo recurso, el de la castración, exterminación, apelan instintivamente, en la lucha contra tal apetito, aquellos que son demasiado débiles de voluntad, demasiado degenerados para refrenarlo; aquellos que alegóricamente (y no alegóricamente) necesitan hablar de la Trappe, alguna categórica declaración de guerra, un divorcio establecido entre ellos y tal pasión. Sólo los degenerados tienen necesidad de remedios radicales: la debilidad de la voluntad, más exactamente, la incapacidad para no responder a un estímulo, no es sino una forma distinta de la degeneración. La enemistad radical, mortal hacia la sensualidad, es un síntoma que da mucho que pensar; permite sacar conclusiones respecto al estado total de la persona que llega a tal extremo. Por lo demás, esa enemistad, ese odio, sólo se exacerba a tal punto si tales personas ni siquiera., tienen ya energías suficientes para efectuar la cura radical, expulsar su “demonio”. Pasando revista a toda la historia de los sacerdotes y filósofos, aparte la de los artistas, se comprueba que las diatribas más violentas contra los sentidos parten no de los impotentes, ni tampoco de los ascetas, sino de los ascetas fallidos, de aquellos que debieron ser ascetas...

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La espiritualización de la sensualidad se llama amor; éste es un gran triunfo sobre el cristianismo. Otro triunfo es nuestra espiritualización de la enemistad, la cual consiste en que se comprende el valor de tener enemigos; en una palabra, en que se procede y concluye al revés de como se procedió y concluyó antes. La Iglesia se ha propuesto en todos los tiempos la aniquilación de sus enemigos; nosotros, los inmoralistas y anticristianos, consideramos ventajoso que subsista la Iglesia... También en el orden político se ha espiritualizado la enemistad; es ella ahora mucho más cuerda, reflexiva, considerada. Casi todas las facciones suponen que el debilitamiento del respectivo bando adversario sería contrario a sus propios intereses. Ocurre lo mismo con la gran política. Sobre todo, una nueva creación, por ejemplo, el nuevo Reich, tiene más necesidad de enemigos que de amigos; sólo en el contraste se siente necesaria, llega a ser necesaria... Adoptamos idéntica actitud ante el “enemigo interno”; también en este terreno hemos espiritualizado la enemistad, comprendido su valor. Sólo se es fecundo si se logra ser pródigo en contrastes; sólo se conserva la juventud si el alma no se relaja y pide la paz... Nada nos resulta tan distante como esa aspiración de antaño, la “paz del alma”, la aspiración cristiana. Nada nos es tan indiferente como la moral apacible y rumiante y la felicidad vacuna de la conciencia tranquila. Renunciando a la guerra, se renuncia a la vida grande... En muchos casos, por cierto, la “paz del alma” es simplemente un malentendido; otra cosa que no sabe designarse con un nombre más sincero. Veamos sin ambajes ni prejuicios algunos casos. La “paz del alma” puede ser, por ejemplo, la suave irradiación de una animalidad prodigiosa en la esfera moral (o religiosa). O el comienzo del cansancio, la primera sombra que proyecta el atardecer, de cualquier índole que sea. O un indicio de que el aire está saturado de humedad y vienen vientos del Sur. O la gratitud inconsciente por una digestión feliz (llamada a veces “amor a los hombres”). O el aquietamiento del convaleciente para el cual todas las cosas tienen un sabor nuevo y que espera... O el estado consecutivo a una satisfacción intensa de la pasión dominante, el bienestar que fluye de una saciedad extraña. O la decrepitud de nuestra voluntad, de nuestras apetencias, de nuestros vicios. O la pereza, persuadida por la vanidad a vestirse con las galas morales. O el advenimiento de una certidumbre, aun de una pavorosa, tras larga tensión y tortura provocadas por la incertidumbre. O la expresión de madurez y maestría en plena actividad, obra, creación, volición; la respiración serena; el “libre albedrío” alcanzado... ¿Sería también el ocaso de los ídolos una modalidad tan sólo de la “paz del alma”?...

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He aquí un principio reducido a una fórmula. Todo naturalismo en la moral, esto es, toda moral sana, se rige por un instinto vital; algún requisito de la vida es cumplido mediante un determinado canon de “debes” y “no debes”, removiéndose así algunos obstáculos del camino de la vida. A la inversa, la moral antinatural, esto es, poco menos que toda moral enseñada, exaltada y predicada hasta ahora, se vuelve precisamente contra los instintos de la vida, implica un repudio, ya solapado o abierto e insolente, de estos instintos. Diciendo “Dios mira el corazón”, dice no a las apetencias más bajas y más elevadas de la vida y concibe a Dios como enemigo de la vida... El santo grato a Dios es el castrado ideal... Termina la vida donde empieza el “reino de Dios” ...

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Quien comprende el ultraje que supone esta sublevación contra la vida, tal como ha llegado a ser casi sacrosanta en la moral cristiana, comprende por fortuna también lo inútil, ficticio, absurdo y falaz de tal sublevación. Todo repudio de la vida de parte de los vivos se reduce, en definitiva, a síntomas de una determinada clase de vida, independientemente que este repudio esté o no justificado. Habría que estar situado fuera de la vida y, por otra parte, conocerla tan bien como cualquiera, como muchos, como todos los que la han vivido, para tener derecho a abordar siquiera el problema del valor de la vida: razones de sobra para comprender que este problema no nos es accesible. Cuando hablamos de valores hablamos bajo la inspiración, la óptica, de la vida; la vida misma nos obliga a fijar valores, valora a través de nosotros, cuando los fijamos... De lo cual se infiere que también esa moral antinatural que concibe a Dios como antítesis y repudio de la vida no es sino un juicio de valor de la vida; ¿de qué vida?, ¿de qué clase de vida? Ya he dado la respuesta: de la vida decadente, debilitada, cansada, condenada. La moral, tal como hasta ahora se la ha entendido, tal como la ha formulado por último también Schopenhauer, como “negación de la voluntad de vida”, es el instinto de la décadence que se presenta como imperativo. Dice ella: “¡Sucumbe!”; es el juicio de condenados...

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Consideramos, por último, la ingenuidad que supone decir: “¡así debiera ser el hombre!' La realidad nos muestra una encantadora riqueza de tipos, la exuberancia de un derrochador juego y cambio de formas; y he aquí que tal pobre moralista metido en su rincón dice: “¡no!, ¡el hombre debiera ser diferente!”... Y este pedante hasta pretende saber cómo debiera ser el hombre; pinta en la pared su propia imagen y dice “¡ecce homo!”... Aunque el moralista sólo se dirija al individuo y le diga: “¡tú debieras ser así!”, hace también el ridículo. El individuo es en un todo un trozo de fatum, una ley más, una necesidad más para todo lo por venir, todo lo que será. Decirle “¡sé diferente!” significa pedir que todo sea diferente y cambie, incluso retroactivamente... Y en efecto, no han faltado los moralistas consecuentes que pedían que el hombre fuese diferente, esto es, virtuoso, trasunto fiel de ellos, vale decir, estrecho y mezquino; ¡para tal fin negaban el mundo! ¡Una máxima locura, por cierto! ¡Una inmodestia nada modesta, por cierto! ... La moral, en tanto que condena por principio y supone un no con referencia a cosas, factores o propósito de la vida, es un error específico con el cual no hay que tener contemplaciones, una idiosincrasia de degenerados qué ha hecho un daño inmenso... Los otros, los inmoralistas, por el contrario, hemos abierto nuestro corazón a toda clase de comprensión, compenetración y aprobación. Nos cuesta negar; anhelamos decir sí. Se nos han abierto cada vez más los ojos para esa economía que necesita y sabe aprovechar aun todo lo que repudia la santa locura del sacerdote, de la razón enferma operante en el sacerdote; para esa economía en la ley de la vida que saca provecho incluso de la repugnante especie de los mojigatos, los sacerdotes y los virtuosos. ¿Qué provecho? En este punto nosotros mismos, los inmoralistas, somos la respuesta...

LOS CUATRO GRANDES ERRORES

1

Error de la confusión de causa y efecto. No hay error más peligroso que confundir el efecto con la causa: para mí es la depravación propiamente dicha de la razón. Y sin embargo, forma parte de este error de los hábitos más antiguos y más actuales de la humanidad; hasta entre nosotros está santificado, llevando el nombre de “religión”, “moral”. Lo implica cada principio enunciado por la religión y la moral; los sacerdotes y los legisladores morales son los autores de esta depravación de la razón. Un ejemplo ilustrará lo antedicho. Todo el mundo conoce el libro en que el famoso Cornaro recomienda su dieta frugal como receta para una vida larga, feliz y también virtuosa.

 

Pocos libros han sido leídos con tanto afán; todavía ahora se imprimen en Inglaterra todos los años muchos miles de ejemplares. Dudo de que libro alguno (excepción hecha de la Biblia) haya causado tanto estrago, acortado tantas vidas como este curiosum bien intencionado. Todo por haber confundido su autor el efecto con la causa. Ese buen italiano consideraba su dieta como la causa de su longevidad; cuando lo que pasaba era que la lentitud extraordinaria del metabolismo, el desgaste reducido, resultaba la causa de su dieta frugal. No estaba en libertad de comer poco o mucho; su frugalidad no era un “libre albedrío”; el hombre enfermaba si comía más. Mas a todo el que no es un pez de sangre fría no sólo le conviene, sino que le hace falta comer bien. El erudito de nuestro tiempo, con su rápido desgaste de energía nerviosa, se arruinaría si adoptase el régimen de Cornaro. Crede experto.

2

La fórmula implícita en toda religión y moral reza “¡Haz esto y aquello, no hagas esto ni aquello; así alcanzarás la felicidad! De lo contrario...” Toda moral, toda religión, es este imperativo, al que yo llamo gran pecado original de la razón, inmortal sinrazón. En boca mía, esa fórmula se convierte en su inversión, primer ejemplo de mi “transmutación de todos los valores”: el hombre armonioso, el “afortunado”, no puede meteos que cometer determinados actos e instintivamente rehúye otros; introduce el orden que fisiológicamente encarna en sus relaciones con los hombres y las cosas. He aquí la fórmula correspondiente: su virtud es el efecto de su felicidad... La vida larga y la prole numerosa no son el premio de la virtud, sino que la virtud es ese retardo del metabolismo que, entre otras cosas, determina también una vida larga y una prole numerosa, en una palabra, el cornarismo. La Iglesia y la moral dicen: “el vicio y el lujo arruinan a los linajes y a los pueblos”. Mi razón restaurada dice: “cuando un pueblo se arruina, cae en la degeneración fisiológica y se originan el vicio y el lujo (esto es, la necesidad de estímulos cada vez más fuertes y más frecuentes, como la conoce todo ser agotado).

El joven se debilita prematuramente. Sus amigos afirman que la culpa la tiene tal enfermedad. Yo afirmo que el hecho de que ese joven haya enfermado, no haya resistido a la enfermedad, es la consecuencia de una vida empobrecida, de un agotamiento congénito. El lector de diarios dice que tal partido labra su propia ruina por tal error. Mi política superior, en cambio, dice que un partido que comete tal error está arruinado; que ha perdido la seguridad de sus instintos. Todo error, en todo sentido, es la consecuencia de degeneración de los instintos, de disgregación de la voluntad; lo malo queda así indefinido. Todo lo bueno es instinto y, por ende, fácil, necesario, libre. El esfuerzo es una objeción, el dios es típicamente distinto del héroe (dicho en mi propio lenguaje: los pies alados son el atributo primordial de la divinidad).

3

Error de una falsa causalidad.En todos los tiempos se ha creído saber qué cosa es una causa; pero ¿de dónde derivábamos nuestro saber, más exactamente, nuestra creencia de que sabíamos? Del reino de los famosos “hechos interiores”, ninguno de los cuales ha sido aún corroborado. Nos atribuíamos en el acto volitivo un carácter causal; creíamos sorprender por lo menos in flagranti la causalidad. Asimismo, no se dudaba de que todos los antecedentes de un acto, sus causas, habían de buscarse en la conciencia y que en ésta se lo encontraba si en ella se los buscaba, como “motivos”; o si no, se habría estado en libertad de cometerlo, no se habría sido responsable por él. Por último, ¿quién iba a negar que el pensamiento fuera el efecto de una causa? ¿Que el yo causara el pensamiento...? De estos tres “hechos interiores”, que parecían garantizar la causalidad, el primordial y más convincente es el de la voluntad como causa; la concepción de una conciencia (“espíritu' como causa v, más tarde, la del yo (“sujeto”) como causa son tan sólo concepciones derivadas, una vez que se consideraba dada, como empiria, la causalidad de la voluntad... Desde entonces hemos meditado en forma más honda y penetrante. Ya no creemos una palabra de todo esto. El “mundo interior” está plagado de espejismos y fuegos fatuos; uno de ellos es la voluntad. Ésta ya no acciona nada y, por ende, ya no explica nada; no es más que un fenómeno concomitante que puede faltar. Otro error es el llamado “motivo”, que es un mero fenómeno accidental de la conciencia, un corolario del acto que no tanto representa sus antecedentes como los oculta. iY no se diga el yo! Éste se ha convertido en fábula, ficción, juego de palabras; ¡ha cesado por completo de pensar, de sentir y de querer! ... ¿Qué se deduce 'de esto? ¡No hay causas mentales! ¡Toda la presunta empiria al respecto se ha reducido a la nada! ¡He aquí lo que se sigue de esto! Y, sin embargo, habíamos abusado a más no poder de esta “empiria”; en base a ella habíamos construido el mundo como un mundo de causas, de voliciones, de espíritus. Trabajaba en esto la más antigua y más larga sicología, que en definitiva no hacía otra cosa; para ella, todo acaecer era un hacer y todo hacer la consecuencia de una volición. El mundo se le aparecía como una multitud de agentes y todo acaecer como determinado por un agente (un “sujeto”). El hombre ha proyectado fuera de sí sus tres “hechos interiores”, aquello en que más firmemente creía: la voluntad, el espíritu y el yo; desarrolló del concepto “yo” el concepto “Ser” y concibió las “cosas” a su imagen como algo que “es”, de acuerdo con su concepto del yo como causa. No es de extrañar, así, que luego haya vuelto a encontrar en las cosas lo que en ellas había introducido. La cosa, el concepto “cosa”, lo repito, no es sino un reflejo de la creencia en el yo como causa... Y aun en su átomo, señores mecanicistas y físicos, i cuánto error, cuánta sicología rudimentaria subsiste aún en su átomo! ¡Y no se diga la “cosa en sí”, el horrendem pudendum de los metafísicos! ¡El error del espíritu como causa confundido con la realidad! ¡Y erigido en criterio de la realidad! ¡Y llamado Dios!

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Error de las causas imaginarias. Hay que partir del sueno: a una determinada sensación, por ejemplo a raíz de un cañonazo lejano, y ver que se le inventa a posteriori una causa (con frecuencia toda una pequeña novela donde el soñador es el protagonista). Entre tanto, la sensación subsiste, en una especie de resonancia, esperando en cierto modo a que el impulso causal le permita pasar a primer plano, más como fenómeno contingente que como “sentido”. El cañonazo aparece en forma causal, en una aparente inversión del tiempo. Lo posterior, la motivación, es experimentado primero, muchas veces con cien detalles que van desfilando de una manera fulminante; el cañonazo sigue... ¿Qué ha pasado? Las representaciones mentales originadas por una determinada sensación han sido entendidas equivocadamente como causa de la misma. Lo cierto es que en el estado de vigilia procedemos igual. La mayor parte de nuestras sensaciones generales toda clase de inhibición, presión, tensión y explosión en el juego y contrajuego de los órganos, en particular el estado del nervus sympathicus excitan nuestro impulso causal: buscamos un motivo para sentirnos tal como nos sentimos, para sentirnos mal o bien. Nunca nos contentamos con comprobar simplemente el hecho de que nos sentimos tal como nos sentimos; sólo admitimos este hecho, llegamos a tener conciencia de él, si le hemos dado una especie de motivación. El recuerdo, que en tal caso entra en actividad a pesar nuestro, evoca estados anteriores de la misma índole y las interpretaciones causales a ellos ligadas; no su causalidad. Por cierto que el recuerdo evoca también la creencia de que las representaciones mentales, los fenómenos concomitantes registrados en la esfera de la conciencia, han sido las causas. Tiene lugar así la habituación a una determinada interpretación causal, que en realidad dificulta, y aun impide, la indagación de la causa.