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100 Clásicos de la Literatura

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—Ésos eran mis tíos Ronald y Reuben —explicó la señorita Minerva, señalando a dos caballeros que parecían fulminarse mutuamente con la mirada desde los lados opuestos de un hogar—. Eran mellizos y se detestaron desde la cuna. La casa retumbaba con sus peleas. Arruinaron la vida de su madre. Y durante su última pelea, en esta misma habitación, durante una tormenta, a Reuben lo mató un rayo. Ronald nunca se repuso. Desde ese día, fue un hombre acosado. Su esposa —añadió la señorita Minerva en tono reminiscente— se tragó el anillo de bodas.

—Qué cosa más…

—A Ronald le pareció un gran descuido y no quiso que se hiciera nada. Un rápido emético hubiera podido… pero no se volvió a saber de él. Le arruinó la vida. Siempre se sintió tan descasada sin el anillo.

—Qué hermosa…

—Ah, sí, ésa era mi tía Emilia… bueno, no mi tía, en realidad, sino solamente la mujer de mi tío Alexander. Era famosa por su aspecto etéreo y espiritual, pero envenenó a su marido con un guiso de hongos… venenosos, claro está. Siempre fingimos que fue un accidente, puesto que un asesinato es algo tan engorroso para una familia, pero todos sabíamos cuál era la verdad. Por cierto, ella se casó contra su voluntad. Era una jovencita alegre y él era demasiado viejo para ella. Diciembre y mayo, querida. No obstante, eso no justificaba los hongos venenosos. Poco después, ella desmejoró mucho. Están sepultados juntos en Charlottetown… todos los Tomgallon tienen sepultura en Charlottetown. Ésta era mi tía Louise. Bebió láudano. El médico se lo extrajo con un lavaje y la salvó, pero desde entonces, todos sentimos que no podíamos confiar en ella. Realmente fue un alivio cuando murió de una respetable neumonía. Desde luego, algunos de nosotros no la culpábamos. Verás, querida, el marido le había pegado una paliza.

—Pegado…

—Exacto. Realmente hay cosas que ningún caballero debería hacer, querida, y una de ellas es darle una paliza a la esposa. Derribarla, quizá… pero darle una paliza, ¡nunca! Me gustaría —dijo la señorita Minerva, en tono majestuoso— ver al hombre que se atreviese a darme una paliza a mí.

Ana sentía que también le gustaría verlo. Comprendía que había límites para la imaginación, después de todo. Ni aun estirando la suya al máximo, podía imaginar a un marido propinándole una paliza a la señorita Minerva Tomgallon.

—Éste es el salón de baile. Por supuesto, ya nunca se usa. Pero ha habido un sinnúmero de bailes aquí. Los bailes de los Tomgallon eran famosos. Los invitados venían desde toda la Isla. Esa araña le costó quinientos dólares a mi padre. Mi tía abuela Patience cayó muerta mientras bailaba aquí una noche… justo allí en ese rincón. Se afligía mucho por un hombre que la había defraudado. No puedo imaginar a una chica permitiendo que su corazón se rompa por un hombre. Los hombres (declaró la señorita Minerva, contemplando una fotografía de su padre, un caballero con hirsutas patillas y nariz aguileña) siempre me han parecido tan triviales.

11

El comedor concordaba con el resto de la casa. Había otra gigantesca y elaborada araña, un elegante espejo trabajado sobre la repisa del hogar y una mesa muy bien puesta con plata, cristalería y vajilla de porcelana. La cena, servida por una sombría y anciana criada, era abundante y deliciosa, y el joven y saludable apetito de Ana le hizo justicia. La señorita Minerva guardó silencio por un rato y Ana no se atrevió a decir nada por temor a dar comienzo a una nueva avalancha de tragedias. En un determinado momento, un elegante gato negro entró en la habitación y se sentó junto a la señorita Minerva con un fuerte maullido. Ella llenó un platito con crema y lo puso en el suelo delante de él. Después de eso, a Ana le pareció mucho más humana y perdió gran parte de su temor ante la última de los Tomgallon.

—Sírvete un poco más de melocotón, querida. No has comido nada… absolutamente nada.

—Ay, señorita Tomgallon, he disfrutado…

—Los Tomgallon siempre sirvieron una buena mesa —le aseguró la señorita Minerva, complacida—. Mi tía Sophia hacía la mejor torta esponjosa que he probado en mi vida. Creo que la única persona a la que mi padre odiaba ver entrar en nuestra casa era su hermana Mary, porque tenía poco apetito. Apenas probaba bocado. Él lo tomaba como una ofensa personal. Mi padre era un hombre inflexible. Nunca perdonó a mi hermano Richard por casarse en contra de su voluntad. Lo echó de la casa y nunca le permitió volver a pisarla. Papá siempre rezaba el padrenuestro durante las plegarias familiares por la mañana, pero después de que Richard lo desafió, siempre omitía la parte: «y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Puedo verlo —prosiguió la señorita Minerva con aire soñador—, arrodillado allí, omitiendo esa frase.

Después de cenar, fueron al más pequeño de los tres saloncitos, que, de todos modos, era grande y sombrío, y pasaron la velada delante de un enorme fuego, agradable y amistoso. Ana tejía y la señorita Minerva hacía punto con dos agujas, manteniendo lo que era prácticamente un monólogo, compuesto en gran parte por coloridas y macabras anécdotas sobre los Tomgallon.

—Ésta es una casa de recuerdos trágicos, querida.

—Señorita Tomgallon, ¿nada agradable sucedió en esta casa? —preguntó Ana. Logró terminar la frase por un pelo, pues la señorita Minerva había tenido que dejar de hablar el tiempo suficiente para sonarse la nariz.

—Sí, supongo que sí —respondió la anciana, como si detestara tener que admitirlo—. Sí, desde luego, lo pasábamos de maravillas cuando yo era pequeña. Tengo entendido que estás escribiendo un libro sobre todos los de Summerside, querida.

—En absoluto… no hay una palabra de verdad…

—Ah, bueno. —La señorita Minerva parecía decepcionada—. Bien, si alguna vez lo haces, puedes usar cualquiera de nuestras anécdotas, quizá con los nombres cambiados. ¿Y qué te parece ahora una partida de parchís?

—Creo que ya es hora de irme…

—Ay, querida, no puedes volverte a tu casa esta noche. Está lloviendo a cántaros… y escucha el aullido del viento. Ya no tengo carruaje… no tengo oportunidad de usarlo… y no puedes caminar medio kilómetro bajo ese diluvio. Debes hospedarte aquí hasta mañana.

Ana no estaba segura de querer pasar la noche en la casa Tomgallon. Pero tampoco quería caminar hasta Álamos Ventosos bajo una tempestad primaveral. De modo que jugaron al parchís; la señorita Minerva se concentró tanto en el juego, que olvidó narrar más horrores. Luego comieron un tentempié: tostadas con canela, acompañadas por chocolate servido en hermosas tazas de porcelana.

Por fin, la señorita Minerva llevó a Ana a una habitación de huéspedes. Ana notó con alivio que no era el dormitorio donde había muerto la hermana de la señorita Minerva de un ataque cardíaco.

—Éste es el cuarto de mi tía Anabella —explicó la señorita Minerva. Encendió las velas en los candelabros de plata, sobre una bonita cómoda verde, y apagó luego el gas. Matthew Tomgallon había soplado el gas una noche… la última de Matthew Tomgallon.

—Era la más guapa de las Tomgallon. Allí está su retrato, encima del espejo. ¿Has visto qué boca orgullosa tiene? Fue ella la que hizo ese edredón tan extraño que está sobre la cama. Espero que estés cómoda, querida. Mary ha aireado la cama y ha puesto dos ladrillos calientes, y ha aireado este camisón para ti. —Señaló una amplia prenda de franela que colgaba sobre una silla y olía a naftalina—. Espero que te quede bien. La última persona que lo usó fue mi madre, el día de su muerte. Ah, casi olvido decirte… —La señorita Minerva se volvió al llegar a la puerta—. Ésta es la habitación donde Oscar Tomgallon volvió a la vida después de haber sido considerado muerto por dos días. Pero nadie quería que viviese, sabes, ésa fue la tragedia. Espero que duermas bien, querida.

Ana no sabía si podría dormir o no. De pronto, le parecía que había algo extraño en la habitación… algo hostil. Pero ¿acaso no hay algo extraño en cualquier habitación que ha sido ocupada durante generaciones? La muerte ha merodeado por ella… el amor ha florecido en ella… se han producido nacimientos… han arreciado las pasiones, ha cobijado la esperanza. Y está llena de rencores.

Pero ésta era realmente una casa terrible, llena de fantasmas de odios muertos y corazones rotos, atestada de hechos oscuros que jamás habían conocido la luz y seguían fermentando en sus rincones y escondrijos. Demasiadas mujeres debían de haber llorado allí. El viento gemía entre los abetos junto a la ventana. Durante unos instantes, Ana sintió deseos de echar a correr, a pesar de la tormenta.

Enseguida se controló y sacó a relucir su sentido común. Si habían sucedido cosas terribles y trágicas allí, hacía muchísimos años oscuros, sin duda también debían de haber sucedido cosas divertidas y alegres. Muchachas vivaces y traviesas habían bailado allí y habían intercambiado secretos encantadores; bebés rosados habían nacido allí; había habido bailes, bodas, música y risas. La dama de la tarta esponjosa debió de haber sido una señora hogareña, y el imperdonable Richard, un amante gallardo.

«Pensaré en estas cosas y me iré a dormir. ¡Qué edredón más extraño! Me pregunto si estaré loca como él por la mañana. ¡Y éste es un cuarto de huéspedes! Nunca he olvidado lo emocionante que me parecía dormir en la habitación de huéspedes de cualquier casa».

Ana se soltó el pelo y se lo cepilló bajo las narices de Anabella Tomgallon, cuyos ojos la contemplaban desde una cara en la que había orgullo y vanidad y algo de la insolencia de la gran belleza. Ana sintió algo extraño al mirarse en el espejo. ¿Quién podía saber qué rostros podían estar observándola desde el otro lado? Todas las damas trágicas y perseguidas que se habían contemplado en él, quizás. Abrió con valentía la puerta del guardarropa, esperando a medias que cayeran varios esqueletos, y colgó el vestido. Se sentó con serenidad sobre una silla rígida (que parecía considerar una ofensa que se sentaran sobre ella) y se quitó los zapatos. Luego se puso el camisón de franela, apagó las velas y se acostó en la cama que, gracias a los ladrillos de Mary, estaba agradablemente tibia. Durante unos minutos, el ruido de la lluvia contra la ventana y el aullido del viento entre las vigas le impidieron conciliar el sueño. Luego olvidó todas las tragedias de los Tomgallon en un pesado sueño que duró hasta que se descubrió contemplando las oscuras ramas de los pinos contra un amanecer rojo.

 

—Ha sido un gran placer tenerte aquí, querida —dijo la señorita Tomgallon cuando Ana se disponía a marcharse, después del desayuno—. Ha sido una visita realmente alegre, ¿no te parece? Aunque he vivido sola tanto tiempo que casi he olvidado cómo se habla. Y no es necesario que te diga lo encantador que me resulta conocer a una muchacha encantadora y refinada en esta era tan frívola. Ayer no te lo dije, pero era mi cumpleaños y fue muy agradable tener un poco de juventud en la casa. Ya no queda nadie para recordar mi cumpleaños… —La señorita Minerva dejó escapar un suspiro—. Y en un tiempo eran tantos…

—Bien, supongo que habrá escuchado una crónica horrorosa —comentó la tía Chatty esa noche.

—Todas esas cosas que me contó la señorita Minerva, ¿realmente sucedieron, tía Chatty?

—Lo curioso es que sí —respondió la tía Chatty—. Es extraño, señorita Shirley, pero a los Tomgallon les han sucedido muchas cosas terribles.

—No creo que hayan sido más que las que le suceden a cualquier familia grande en el transcurso de seis generaciones —observó la tía Kate.

—Yo creo que sí. En verdad, parecían estar bajo una maldición. Hubo tantos que murieron de muerte repentina o violenta. Desde luego, hay una veta de locura en la familia… todos los saben. Eso ya era bastante maldición… pero he oído una vieja historia… no puedo recordar los detalles… algo acerca de que el carpintero que hizo la casa la maldijo. Fue a causa de algo del contrato… el viejo Paul Tomgallon lo hizo atenerse a él y lo arruinó, pues costó mucho más de lo que había calculado.

—La señorita Minerva parece casi orgullosa de la maldición —dijo Ana.

—Pobrecilla, es lo único que le queda —comentó Rebecca Dew.

Ana sonrió al pensar en la digna señorita Minerva considerada una «pobrecilla». Pero fue a la habitación de la torre y le escribió a Gilbert.

Creía que la Casa Tomgallon era una casona añeja y soñolienta donde nunca sucedía nada. Bueno, quizás ahora no sucedan cosas, pero es evidente que han sucedido. La pequeña Elizabeth está todo el tiempo hablando del Mañana, pero la Casa Tomgallon es el Ayer. Me alegro de no vivir en el Ayer… de que el Mañana siga siendo un amigo.

Desde luego, pienso que la señorita Minerva disfruta siendo el centro de atención, y obtiene mucha satisfacción de sus tragedias. Son para ella lo que un marido y niños son para otras mujeres. Pero, ay, Gilbert, aunque nos pongamos muy viejos con los años, nunca veamos la vida como una tragedia, y disfrutemos de ella. Creo que detestaría una casa de ciento veinte años. Espero que cuando consigamos nuestra casa de los sueños, sea nueva, sin fantasmas ni tradiciones, y si eso no es posible, que al menos haya sido ocupada por personas razonablemente felices. Jamás olvidaré mi noche en la Casa Tomgallon. Y por una vez en la vida, me topé con alguien que hablaba más que yo.

12

La pequeña Elizabeth Grayson había nacido esperando que sucedieran cosas. El hecho de que nunca sucedieran bajo la atenta vigilancia de su abuela y la «mujer» en absoluto truncó sus expectativas. En algún momento iban a suceder cosas… si no era hoy, sería mañana.

Cuando la señorita Shirley vino a vivir a Álamos Ventosos, Elizabeth sintió que Mañana debía de estar muy cerca, y su visita a Tejas Verdes fue como un anticipo. Pero ahora, en junio del tercer y último año de la señorita Shirley en Summerside, el corazón de la pequeña Elizabeth había descendido hasta las bonitas botas abotonadas que la abuela siempre le compraba. Muchos niños de la escuela a la que asistía Elizabeth le envidiaban esas preciosas botas de cuero. Pero a la pequeña Elizabeth no le importaban nada, pues con ellas no podía ir por la senda de la libertad. Y ahora su adorada señorita Shirley se iría para siempre. A fines de junio, se marcharía de Summerside y regresaría a la hermosa Tejas Verdes. La pequeña Elizabeth sencillamente no soportaba la idea. De nada servía que la señorita Shirley prometiera que la recibiría en Tejas Verdes el verano antes de casarse. La pequeña Elizabeth sabía que su abuela no le permitiría volver a ir. Su abuela nunca había aprobado del todo su estrecha amistad con la señorita Shirley.

—Será el final de todo, señorita Shirley —sollozó.

—Tesoro, esperemos que sea solamente un nuevo comienzo —dijo Ana alegremente.

Pero hasta ella se sentía oprimida. No había sabido nada del padre de Elizabeth. Su carta no le había llegado nunca, o a él no le importaba nada de la niña. Y si ése era el caso, ¿qué sería de Elizabeth? Bastante mala había sido su niñez pero ¿qué podía esperarse de los años venideros?

—Esas dos ancianas la tratarán siempre con mucho rigor —había dicho Rebecca Dew.

Ana sentía que había mucha verdad en el comentario.

Elizabeth sabía que la «mandaban». Y la fastidiaba mucho que la «mujer» la tratara en forma despótica. No le gustaba que lo hiciera la abuela, por cierto, pero se podía admitir que quizás una abuela tuviera algún derecho de mandarnos. ¿Pero qué derecho tenía la «mujer»? Elizabeth siempre había querido preguntárselo directamente. Algún día lo haría… cuando llegara Mañana. ¡Y cómo disfrutaría al ver la cara de la «mujer»! La abuela nunca permitía a Elizabeth salir a caminar sola… por temor, decía, a que la raptaran los gitanos. Hacía cuarenta años, eso le había sucedido a una niña. Ya casi nunca venían gitanos a la Isla, y a la pequeña Elizabeth le parecía que era solamente una excusa. ¿Por qué iba a importarle a la abuela que la raptaran? Elizabeth se daba cuenta de que ni su abuela ni «la mujer» la querían. Si casi nunca la llamaban por su nombre; siempre era «la niña». ¡Cómo detestaba Elizabeth que la llamaran «la niña», como podrían haberse referido al «perro» o al «gato», si hubieran tenido uno! Pero cuando Elizabeth se había atrevido a protestar, el rostro de la abuela se había ensombrecido de furia, y la pequeña Elizabeth había sido castigada por impertinente, bajo la satisfecha mirada de la «mujer». La pequeña Elizabeth con frecuencia se preguntaba por qué la odiaría la «mujer». ¿Por qué alguien tenía que odiarla, si era tan pequeña? ¿Acaso se hacía odiar? La pequeña Elizabeth no sabía que su madre (que había muerto al nacer ella) había sido la niña mimada de esa anciana amargada, y si lo hubiera sabido, no hubiera podido comprender qué formas perversas puede tomar el cariño contrariado.

La pequeña Elizabeth odiaba la sombría y magnífica casona, donde todo parecía resultarle desconocido, aunque había vivido allí toda la vida. Pero después de la llegada de la señorita Shirley a Álamos Ventosos, todo había cambiado en forma mágica. La pequeña Elizabeth vivía en un mundo de romance desde la llegada de la señorita Shirley. Había belleza por donde se mirara. Por fortuna, abuela y la «mujer» no podían impedirle mirar, aunque Elizabeth no dudaba de que lo harían, si pudiesen. Los breves paseos por la magia roja del camino al puerto, que tan pocas veces le permitían compartir con la señorita Shirley, eran el foco de luz en su vida opaca. Le encantaba todo lo que veía… el faro distante, pintado con extraños anillos rojos y blancos… las lejanas y borrosas costas… las olas plateadas… las luces que se veían en los atardeceres violáceos… todo le producía tanto placer, que le dolía. ¡Y el puerto, con sus islas brumosas y sus ocasos resplandecientes! Elizabeth siempre subía hasta una ventana del desván para contemplarlos por encima de los árboles… Y los navíos que zarpaban al salir la luna, naves que volvían… o que no volvían nunca. Elizabeth deseaba partir en una de ellas… en un viaje a la Isla de la Felicidad. Los navíos que nunca volvían se quedaban allí, donde era siempre Mañana.

Ese misterioso camino rojizo seguía y seguía y sus pies ardían por recorrerlo. ¿Adónde llevaba? A veces, Elizabeth pensaba que estallaría, si no lo averiguaba. Cuando llegara realmente Mañana, tomaría por ese camino y quizás encontraría una isla para ella sola, donde podría vivir con la señorita Shirley, lejos de abuela y la «mujer». Las dos odiaban el agua y por nada del mundo pisarían un barco. La pequeña Elizabeth disfrutaba imaginándose sobre su isla y burlándose de ellas, que permanecerían, furiosas, en tierra firme.

—Esto es Mañana —les diría, provocativa—. Ya no podéis atraparme. Os habéis quedado en Hoy.

¡Qué divertido sería! ¡Cómo disfrutaría al ver la expresión de la «mujer»!

Luego, una tarde de fines de junio, sucedió algo asombroso. La señorita Shirley le había dicho a la señora Campbell que debía hacer algo en la isla Nube Voladora (ir a ver a una tal señora Thompson, que estaba a cargo de la comitiva de refrigerios de las Damas de Caridad) y le pidió permiso para llevar a Elizabeth con ella. La abuela accedió con su habitual acidez… Elizabeth nunca entendía por qué decía que sí, ya que desconocía el horror que sentía cualquier Pringle ante cierta información que poseía la señorita Shirley… Pero le había dado permiso.

—Iremos directamente a la boca del puerto —susurró Ana, una vez que haya terminado mi diligencia en Nube Voladora.

La pequeña Elizabeth se fue a la cama presa de tanta emoción, que creyó que no pegaría ojo. Por fin iba a responder a la atracción del camino que la llamaba desde hacía tanto tiempo. A pesar de su entusiasmo, se esmeró en el rito cotidiano que precedía al acostarse. Dobló la ropa, se lavó los dientes y se cepilló el pelo dorado. Su pelo le parecía bastante bonito, aunque desde luego no era tan hermoso como el de la señorita Shirley, rojizo y ondulado, con esos rizos preciosos que se le formaban sobre las orejas. La pequeña Elizabeth hubiera dado cualquier cosa para tener pelo como el de la señorita Shirley.

Antes de acostarse, la pequeña Elizabeth abrió uno de los cajones de la alta y lustrosa cómoda y sacó una fotografía muy bien oculta debajo de una pila de pañuelos… una fotografía de la señorita Shirley, recortada de una edición especial del Weekly Courier, que había reproducido una fotografía del personal de la Escuela Secundaria.

—Buenas noches, mi queridísima señorita Shirley.

Besó la fotografía y volvió a guardarla en su escondite. Luego trepó a la cama y se acurrucó bajo las sábanas, pues la noche de junio estaba fresca y soplaba brisa del mar. De hecho, era más que una brisa. El viento soplaba, aullaba, sacudía y golpeaba, y Elizabeth sabía que el puerto sería una turbulenta extensión de olas bajo la luna. ¡Qué divertido sería verlo de noche! Pero esas cosas se hacían solamente en Mañana. ¿Dónde quedaba Nube Voladora? ¡Qué nombre! Sacado del Mañana. Era enloquecedor estar tan cerca de Mañana y no poder meterse en él. ¿Y si al día siguiente llovía? Elizabeth sabía que no le permitirían ir a ningún lado con lluvia.

Se incorporó en la cama y entrelazó las manos.

—Dios querido —dijo—, no me gusta meterme, pero ¿podrías encargarte de que mañana fuera un bonito día? Por favor, querido Dios.

La tarde siguiente fue una gloria. La pequeña Elizabeth sintió que se había librado de unas cadenas invisibles cuando ella y la señorita Shirley se alejaron de esa casa sombría. Tragó una gran bocanada de libertad, a pesar de que la «mujer» las miraba con furia por el vidrio rojo de la gran puerta principal. ¡Qué hermoso era caminar por el mundo con la señorita Shirley! Era siempre tan lindo estar sola con ella. ¿Qué haría cuando la señorita Shirley se fuera? Pero la pequeña Elizabeth alejó esa idea de su cabeza. No arruinaría la tarde pensando en eso. Tal vez… un gran tal vez… ella y la señorita Shirley pudieran entrar en Mañana esa misma tarde y no separarse nunca más. La pequeña Elizabeth deseaba solamente seguir caminando hacia esa extensión azul al final del mundo, absorbiendo la belleza que la rodeaba. Cada curva ocultaba una nueva hermosura… y el camino serpenteaba interminablemente, siguiendo el curso de un río diminuto que parecía haber aparecido de la nada.

A ambos lados había campos con flores silvestres sobre las que zumbaban las abejas. De tanto en tanto, cruzaban por una vía láctea de margaritas. En la lontananza, el estrecho reía con olas plateadas. El puerto parecía seda mojada. A Elizabeth le gustaba más así que cuando parecía raso celeste. Absorbieron el viento. Era una brisa suave. Ronroneaba alrededor de ellas y parecía impulsarlas hacia adelante.

 

—¿No es fantástico caminar así con el viento? —preguntó la pequeña Elizabeth.

—Un viento amistoso y perfumado —dijo Ana, más para sí misma que para Elizabeth—. Así creía yo que era el mistral. Mistral suena así. ¡Qué desilusión cuando me enteré de que era un viento fuerte y desagradable!

Elizabeth no comprendía del todo (jamás había oído hablar del mistral) pero la música de la voz de su amada señorita Shirley le bastaba. Hasta el cielo estaba alegre. Un marinero con aretes de oro (el tipo de persona que una conocería en Mañana) sonrió al pasar junto a ellas. Elizabeth pensó en un verso de una poesía que había aprendido en la escuela dominical: «Las pequeñas colinas se alegran en cada ladera». ¿Acaso el hombre que había escrito eso había visto colinas como las que se elevaban, azules, encima del puerto?

—Creo que este camino lleva directamente a Dios —comentó con expresión soñadora.

—Tal vez —respondió Ana—. Tal vez todos los caminos lleven a Dios, pequeña Elizabeth. Aquí nos desviamos. Debemos cruzar a esa isla. Se llama Nube Voladora.

Nube Voladora era un islote largo y estrecho que estaba a unos cuatrocientos metros de la costa. Había árboles y una casa. La pequeña Elizabeth siempre había deseado tener una isla propia, con una bahía de arena plateada.

—¿Y cómo llegaremos hasta allí?

—Remando en este bote —respondió la señorita Shirley, y cogió los remos de un bote atado a un árbol.

La señorita Shirley sabía remar. (¿Existía algo que no supiera hacer?). Cuando llegaron a la isla, resultó ser un lugar fascinante donde podía suceder cualquier cosa. Por supuesto, quedaba en Mañana. Las islas como ésa no aparecían, salvo en Mañana. No tenían cabida en el monótono Hoy.

La criada que les abrió la puerta de la casa informó a Ana que encontraría a la señora Thompson en el extremo de la isla, recogiendo fresas silvestres. ¡Una isla donde crecían fresas silvestres!

Ana fue en busca de la señora Thompson, pero primero preguntó si la pequeña Elizabeth podía esperar en la sala. Le parecía que Elizabeth tenía aspecto de estar cansada luego de la larga caminata, y que necesitaba un descanso. Elizabeth no opinaba lo mismo, pero el menor deseo de la señorita Shirley era ley.

Era una preciosa habitación, con flores por todas partes y brisa del mar, que entraba por las ventanas. A Elizabeth le gustaron el espejo sobre la repisa de la chimenea, donde se reflejaba la sala, y la vista del puerto, las colinas y el estrecho.

Súbitamente, entró un hombre en la sala. Elizabeth sintió un instante de pánico y horror. ¿Sería un gitano? No se asemejaba a la idea que tenía ella de los gitanos, pero desde luego, nunca había visto uno. Podría serlo… Con repentina intuición, Elizabeth decidió que no le importaba si la raptaba. Le gustaban sus ojos castaños con arruguitas alrededor, el ondulado pelo oscuro, el mentón cuadrado y la sonrisa. Porque estaba sonriendo.

—Vaya… ¿quién eres? —preguntó.

—Soy… soy yo —respondió Elizabeth, algo agitada.

—Sí, desde luego… tú. Saliste del mar, supongo… o de las dunas… sin nombre conocido entre los mortales.

Elizabeth sintió que se estaba burlando un poquito de ella. Pero no le importaba. Es más, le gustaba. Respondió decorosamente:

—Me llamo Elizabeth Grayson.

Hubo un silencio… un silencio muy extraño. El hombre la miró durante un instante, sin decir nada. Luego la invitó amablemente a sentarse.

—Estoy esperando a la señorita Shirley —explicó Elizabeth—. Fue a ver a la señora Thompson por algo de la cena de las Damas de Caridad. Cuando regrese, iremos al fin del mundo.

«¡Toma, por si tienes intenciones de raptarme, señor Hombre!».

—Por supuesto. Pero mientras tanto, podrías ponerte cómoda. Y debo hacer los honores. ¿Qué te gustaría tomar o comer? Es probable que el gato de la señora Thompson haya traído algo.

Elizabeth se sentó. Se sentía extrañamente contenta y cómoda.

—¿Puedo pedir lo que quiera?

—Por supuesto.

—Entonces —dijo Elizabeth en tono triunfal—, me gustaría un poco de helado con dulce de fresas encima.

El hombre hizo sonar una campanilla y pidió el refrigerio. Sí, esto debía de ser Mañana… no había dudas. El helado con dulce de fresas no aparecía de este modo mágico en Hoy, con gatos o sin ellos.

—Dejaremos una porción para tu señorita Shirley —sugirió el hombre.

Se hicieron buenos amigos de inmediato. El hombre no hablaba mucho, pero miraba con atención a Elizabeth. Había ternura en su rostro… una ternura que ella nunca había visto antes… ni siquiera en la cara de la señorita Shirley. Sintió que el hombre la veía con agrado. Y a ella, él le gustaba mucho.

Por fin, él miró por la ventana y se puso de pie.

—Creo que debo irme —dijo—. Veo a tu señorita Shirley subiendo por el camino, así que ya no estarás sola.

—¿No quiere esperar y conocer a la señorita Shirley? —preguntó Elizabeth, lamiendo la cuchara para disfrutar de los últimos vestigios de dulce. La abuela y la «mujer» hubieran muerto de horror, si la hubieran visto.

—Ahora no —dijo el hombre.

Elizabeth comprendió que no tenía la menor intención de raptarla y sintió una inexplicable decepción.

—Adiós y gracias —dijo, cortésmente—. Es muy bonito estar aquí, en Mañana.

—¿Mañana?

—Esto es Mañana —explicó Elizabeth—. Siempre quise entrar en el Mañana y ahora ya estoy aquí.

—Ah, comprendo. Bueno, lamento decir que no me vuelve loco el Mañana. A mí me gustaría volver al Ayer.

La pequeña Elizabeth sintió pena por él. ¿Pero cómo era posible que no fuera feliz? ¿Cómo era posible que alguien que viviera en Mañana no fuera feliz? Elizabeth contempló con melancolía la isla Nube Voladora, mientras se alejaban remando. Después, justo cuando salían hacia el camino por entre los abetos que ocultaban la orilla, se volvió para echar una última mirada de despedida. Un carro tirado por caballos que galopaban a toda velocidad apareció por la curva, evidentementemente fuera de control.

Elizabeth oyó gritar a la señorita Shirley…

13

La habitación se movía en forma extraña. Los muebles se sacudían. La cama… ¿por qué estaba en la cama? Una persona con gorro blanco estaba saliendo por la puerta. ¿Qué puerta? ¡Qué extraña sentía la cabeza! Había voces en alguna parte… voces bajas. No podía ver quién hablaba, pero de algún modo adivinó que eran la señorita Shirley y el hombre.

¿Qué estaban diciendo? Elizabeth oía frases sueltas, que asomaban por entre una confusión de murmullos.

—¿De verdad es…? —La voz de la señorita Shirley sonaba tan emocionada.

—Sí… su carta… Quise venir a ver por mí mismo… antes de enfrentarme con la señora Campbell… Nube Voladora es la residencia veraniega de nuestro gerente general…

¡Si por lo menos la habitación se quedara quieta! Realmente, las cosas se comportaban de modo muy extraño en Mañana. Si al menos pudiera volver la cabeza y mirar a los que hablaban… Elizabeth dejó escapar un largo suspiro.

Entonces se acercaron a su cama… la señorita Shirley y el hombre. La señorita Shirley, alta y pálida, como un lirio, con expresión de haber pasado por una experiencia terrible, pero con una especie de brillo interior… un brillo que parecía parte de la luz dorada del atardecer que de pronto inundaba la habitación. El hombre le sonreía. Elizabeth sintió que la quería mucho y que había un secreto tierno y valioso, entre ambos, del que se enteraría en cuanto aprendiera a hablar el idioma de Mañana.