Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Puede decirse que un poco, sí. —Lo dijo con sarcasmo.

—Ay, Ana, me asusté. Anoche no pegué ojo. No podía hacerlo… no podía… Hay algo realmente feo en casarse clandestinamente, Ana. Y nadie me hará regalos… bueno, ningún regalo bueno. Siempre quise casarme… en… en… la iglesia… adornada con flores… y velo blanco y vestido… y zapatitos plateados…

—Dovie Westcott, levántate de esa cama… ¡ahora mismo! Vístete y ven conmigo.

Ana… ya es demasiado tarde.

—No es demasiado tarde. Y es ahora o nunca… tienes que darte cuenta de eso, Dovie, si tienes una pizca de sentido común. Tienes que darte cuenta de que Jarvis jamás volverá a dirigirte la palabra, si lo haces quedar como un tonto de esta manera.

—Ay, Ana, me perdonará cuando se entere…

—No. Conozco a Jarvis Morrow. No va a dejar que juegues con su vida indefinidamente. Dovie, ¿quieres que te saque a empujones de la cama?

Dovie se estremeció y suspiró.

—No tengo ningún vestido adecuado…

—Tienes media docena de vestidos bonitos. Ponte el de tafetán.

—Y no tengo ajuar. Los Morrow siempre me lo echarán en cara…

—Te comprarás uno después. Dovie, ¿no pusiste todo esto en la balanza antes?

—No… no… Ése es el problema. Sólo empecé a pensar en esas cosas anoche. Y papá… no conoces a papá, Ana…

—¡Dovie… te doy diez minutos para que te vistas!

Dovie estuvo lista antes de que expirara el tiempo.

—Este vestido… es muy ajustado —sollozó mientras Ana se lo abrochaba—. Si engordo, Jarvis no me querrá más. ¡Ojalá fuera delgada, alta y pálida como tú, Ana! Ay, Ana, ¿y si la tía Maggie nos oye?

—No nos oirá. Está encerrada en la cocina, y sabes muy bien que es un poco sorda. Aquí tienes el sombrero y el abrigo. Puse unas cuantas cosas dentro de esta maleta.

—Ay, el corazón me late a todo galope. ¿Cómo estoy, Ana? ¿Espantosa?

—Estás preciosa —respondió Ana con sinceridad.

La piel satinada de Dovie estaba rosada y cremosa, y el llanto no le había estropeado los ojos. Pero Jarvis no podía verle los ojos en la oscuridad, y se mostró algo fastidiado con su amada durante el trayecto hasta el pueblo.

—Por Dios, Dovie, no pongas esa cara de espanto por tener que casarte conmigo —dijo con impaciencia cuando ella bajó las escaleras de la casa de los Stevens—. Y no llores. Se te hinchará la nariz. Ya son casi las diez y tenemos que tomar el tren de las once.

Dovie recobró la compostura en cuanto se descubrió unida irrevocablemente a Jarvis. Ya tenía aspecto de luna de miel, como le contó Ana a Gilbert en una carta, con un dejo de malicia.

Ana, querida, te lo debemos todo a ti. Jamás lo olvidaremos, ¿verdad, Jarvis? Y ay, Ana, querida, ¿podrías hacerme un último favor? Por favor, dale la noticia a papá. Llegará a casa mañana por la tarde… y alguien tiene que decírselo. Si alguien puede aplacarlo, eres tú. Por favor, trata de lograr que me perdone.

Ana sintió que necesitaba que la aplacaran a ella, pero como también se consideraba responsable por la boda, prometió que lo haría.

—Desde luego… se pondrá muy mal… se volverá loco, Ana… pero no puede matarte —le decía Dovie para consolarla—. Ay, Ana, no sabes… no imaginas lo segura que me siento con Jarvis.

Cuando Ana volvió a casa, Rebecca Dew había llegado al punto en que o satisfacía su curiosidad o perdía la razón. Siguió a Ana hasta la torre, en camisón y con un pañuelo de franela alrededor de la cabeza y escuchó toda la historia.

—Bien, supongo que esto es lo que puede llamarse «vida» —comentó con sarcasmo—. Pero me alegra que Franklin Westcott haya recibido su merecido, por fin. La señora del capitán MacComber también se alegrará. Pero no le envidio la tarea de darle la noticia. Se enfurecerá y dirá cosas espantosas. Si estuviera en su lugar, señorita Shirley, no pegaría ojo esta noche.

—Sí, pienso que no va a ser una experiencia agradable —asintió Ana con pesar.

8

Ana fue a Elmcroft la tarde siguiente, caminando por el paisaje onírico de una bruma de noviembre, con pasos apesadumbrados. No era precisamente una tarea encantadora la que le esperaba. Como había dicho Dovie, Franklin Westcott no podía matarla, por cierto. Ana no temía la violencia física… aunque si todo lo que se contaba de él era cierto, quizá le arrojara algo. ¿Se enfurecería hasta el punto de decir cosas sin sentido? Ana nunca había visto a un hombre presa de una furia ciega, e imaginó que debía de ser un espectáculo nada agradable. Pero era probable que sacara a relucir su famoso sarcasmo feroz, y al sarcasmo sí que Ana le temía, ya fuera en un hombre o en una mujer. Era un arma que siempre la hería… le sacaba ampollas en el alma, que le dolían durante meses. «La tía Jamesina solía decir: "Nunca seas portadora de malas noticias"», reflexionó Ana. «Era sabia en eso, como en todo. Pues bien, aquí estoy».

Elmcroft era una casa antigua, con torres en cada esquina y una cúpula en forma de bulbo. En el escalón superior de la entrada, estaba el perro.

«Si muerden la presa, no la sueltan», recordó Ana. ¿Acaso debería tratar de entrar por la puerta lateral? Entonces, la idea de que Franklin Westcott pudiera estar observándola por la ventana le dio coraje. Jamás le otorgaría la satisfacción de ver que le tenía miedo a su perro. Con aire decidido y la cabeza erguida, subió los escalones, pasó junto al perro e hizo sonar la campanilla. El perro no se había movido. Ana le echó una mirada por encima del hombro, y vio que parecía dormido.

Franklin Westcott no había llegado, pero debía hacerlo en cualquier momento, pues el tren de Charlottetown estaba por arribar. La tía Maggie hizo pasar a Ana a la biblioteca, y la dejó allí. El perro se había despertado y las había seguido; entró y se echó a los pies de Ana.

A Ana le gustó la biblioteca. Era una habitación alegre, desordenada, con un agradable fuego en el hogar y alfombritas de piel de oso sobre la gastada alfombra roja que cubría el piso. Resultaba evidente que Franklin Westcott se trataba bien en lo que se refería a libros y pipas.

Minutos después, lo oyó entrar. Colgó el sombrero y el abrigo en el vestíbulo y apareció en la puerta de la biblioteca con expresión decididamente ceñuda. Ana recordó que la primera impresión que había tenido de él había sido la de un pirata algo caballeresco, y ahora le volvió la imagen a la mente.

—Ah, es usted, ¿eh? —dijo con aspereza—. Bien, ¿qué desea?

Ni siquiera había querido estrecharle la mano. «De los dos», pensó Ana, «el perro tiene mejores modales».

—Señor Westcott, por favor, escúcheme con paciencia antes…

—Soy paciente… muy paciente. ¡Proceda!

Ana consideró que no tenía sentido irse por las ramas con un hombre como Franklin Westcott.

—Vine a decirle que Dovie se ha casado con Jarvis Morrow —le informó con serenidad.

Y esperó el terremoto. No llegó. Ni un músculo se movió en el rostro enjuto y moreno de Franklin Westcott. Entró y se sentó en el sillón, frente a Ana.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Anoche… en la casa de la hermana de Jarvis —respondió Ana.

Él la miró largamente con los ojos de un marrón amarillento hundidos debajo de cejas hirsutas. Ana se preguntó cómo habría sido de bebé. Entonces, Franklin Westcott echó la cabeza hacia atrás y sucumbió a uno de sus espasmos de risa silenciosa.

—No debe culpar a Dovie, señor Westcott —dijo Ana con vehemencia, recuperando el habla, ahora que la terrible revelación había sido hecha—. No fue su culpa…

—Apuesto a que no —replicó Franklin Westcott.

¿Estaba tratando de ser sarcástico?

—No, fue todo culpa mía —confesó Ana con sencillez y valentía—. Le aconsejé que se fug… que se casara… la obligué a hacerlo. Así que, por favor, señor Westcott, perdónela.

Franklin Westcott tomó una pipa y comenzó a llenarla, sin inmutarse.

—Si logró que Sibyl se fugue con Jarvis Morrow, señorita Shirley, ha logrado más de lo que creí posible. Comenzaba a temer que ella nunca tuviera el coraje suficiente de hacerlo. Y entonces hubiera tenido que retractarme… ¡y nosotros, los Westcott, detestamos retractarnos! Me ha salvado el honor, señorita Shirley, y le estoy profundamente agradecido.

Se hizo un largo silencio, mientras Franklin Westcott aplastaba el tabaco y miraba a Ana con aire divertido. Ana estaba tan anonadada, que no sabía qué decir.

—Supongo —observó él— que vino aquí temiendo darme la terrible noticia.

—Sí —asintió Ana.

Franklin Westcott rio en silencio.

—No era necesario asustarse. No podría haberme dado una noticia mejor. Pero si yo mismo elegí a Jarvis Morrow para Sibyl, cuando eran niños. En cuanto los otros muchachos comenzaron a fijarse en ella, los espanté. Eso hizo morder el anzuelo a Jarvis. ¡Él iba a darle una lección al viejo! Pero era tan popular con las chicas, que no pude creer la suerte que tuve cuando realmente se enamoró de ella. Entonces tracé mi plan de campaña. Conozco a los Morrow como a la palma de mi mano. Son buenos, pero los hombres no quieren las cosas que consiguen con facilidad. Y se obstinan en conseguir algo cuando se les dice que no podrán. Son muy tercos. El padre de Jarvis le destrozó el corazón a tres chicas porque las familias de ellas lo querían atrapar. Yo sabía lo que sucedería con Jarvis. Sibyl se enamoraría perdidamente de él… y él se cansaría enseguida. Estaba seguro de que no la seguiría queriendo, si ella le resultaba demasiado fácil de conseguir. Así que le prohibí acercarse a la casa y le prohibí a Sibyl dirigirle la palabra y representé el papel de ogro a la perfección. Todo salió a pedir de boca, pero encontré un obstáculo en la falta de coraje de Sibyl. Es una criatura encantadora, pero carece de agallas. Creí que nunca se atrevería a contrariarme y casarse con él. Ahora, querida, si ha recuperado el aliento, cuénteme toda la historia.

 

El sentido del humor de Ana había acudido otra vez al rescate. Nunca dejaba pasar la oportunidad de una buena carcajada, aunque riera de ella misma. Y de pronto sintió que conocía a Franklin Westcott desde hacía mucho tiempo.

El escuchó el relato, disfrutando del humo de la pipa. Una vez que Ana hubo terminado, asintió con la cabeza.

—Veo que estoy más en deuda con usted de lo que creía. Ella nunca hubiera tenido el coraje de hacerlo, si no hubiera sido por usted. Y Jarvis Morrow no se hubiera dejado tomar por tonto dos veces… conozco muy bien a los de su raza. ¡Cielos, cómo me salvé! Seré su esclavo para siempre. Ha sido usted muy buena al venir aquí, a pesar de todos los chismes que le han contado. Y le han contado bastantes, ¿no es así?

Ana asintió. El perro había apoyado la cabeza sobre su regazo y roncaba, feliz.

—Todos estaban de acuerdo en que usted tenía muy malhumor —respondió con candidez.

—Y supongo que le contaron que era un tirano y que le arruiné la vida a mi esposa y que manejaba a mi familia con el látigo.

—Sí, pero en realidad eso lo tomé con pinzas, señor Westcott. Sentía que Dovie no podía quererlo tanto como lo quiere, si usted fuera tan terrible como le pintaban los chismes.

—¡Qué chica sensata! Mi esposa era una mujer feliz, señorita Shirley. Y cuando la señora del capitán MacComber le diga que mis malos tratos le causaron la muerte, hágala callar de mi parte. Disculpe mis modales. Mollie era bonita… más bonita que Sibyl. Una piel tan rosada y blanca… el pelo castaño dorado… ¡los ojos azules y húmedos como rocío! Era la mujer más bonita de Summerside. Tenía que serlo. No hubiera soportado que un hombre hubiera entrado en la iglesia con una esposa más guapa que la mía. Manejaba a mi familia como un hombre, pero no era un tirano. Por cierto, tenía arrebatos de ira de tanto en tanto, pero a Mollie no le molestaban, una vez que se acostumbró a ellos. Un hombre tiene derecho a pelear un poco con su mujer de vez en cuando, ¿o no? Las mujeres se cansan de los maridos monótonos. Además, siempre le regalaba un anillo o un collar o algo así cuando me calmaba. ¡Ninguna mujer de Summerside tenía joyas tan bonitas! Debo buscarlas y dárselas a Sibyl.

Ana no pudo resistirse a un pícaro impulso.

—¿Y qué me dice de los poemas de Milton?

—¿Los poemas de Milton? ¡Ah, eso! No eran los poemas de Milton… eran los de Tennyson. Siento reverencia por Milton, pero no soporto a Alfred. Es demasiado empalagoso. Esos dos últimos versos de Enoch Arden me pusieron tan furioso una noche, que realmente arrojé el libro por la ventana. Pero al día siguiente lo recogí, por mérito de Bugle Song. Por un poema así, se puede perdonar cualquier cosa… No fue a parar al estanque de George Clarke; eso fue el bordado de la vieja Prouty. ¿Ya se va? Quédese a cenar con un anciano solitario que se ha quedado sin su cría.

—Realmente lo lamento, pero no puedo, señor Westcott. Tengo una reunión de maestros esta noche.

—Bien, la veré cuando regrese Sibyl. Tendré que dar una fiesta, sin duda. Caray, qué alivio ha sido esto para mí. No sabe cómo habría detestado tener que retractarme y decir: «Llévatela». Ahora lo único que tengo que hacer es fingir que estoy resignado y con el corazón destrozado y perdonarla tristemente por causa de su pobre madre. Lo haré a la perfección… Jarvis no debe sospechar nada. No vaya a delatarme.

—No lo haré —prometió Ana.

Franklin Westcott la acompañó hasta la puerta. El perro se sentó y aulló su pérdida.

Franklin Westcott se sacó la pipa de la boca cuando llegaron a la puerta, y le palmeó el hombro con ella.

—Recuerde siempre —le dijo con solemnidad— que hay más de una forma de pelar un gato. Se puede hacer de manera tal que el animal nunca sepa que ha perdido el cuero. Dele mis saludos a Rebecca Dew. Una gata muy buena, si no se la acaricia a contrapelo. Y Gracias… gracias.

Ana volvió a casa, disfrutando de la noche serena. La niebla se había levantado, el viento había cambiado y el cielo verde pálido presagiaba la escarcha.

«Todos decían que no conocía a Franklin Westcott», reflexionó Ana. «Y tenían razón. No lo conocía. Nadie lo conocía».

—¿Y cómo lo tomó? —quiso saber Rebecca Dew. Había estado nerviosa durante la ausencia de Ana.

—No tan mal, después de todo —respondió Ana en tono confidencial—. Creo que con el tiempo perdonará a Dovie.

—Nunca he visto a nadie como usted para convencer a la gente, señorita Shirley —afirmó Rebecca Dew, admirada—. Usted sí que sabe ser persuasiva.

—«Algo intentado, algo logrado, una noche de reposo se ha ganado» —recitó Ana, cansada, mientras trepaba los tres escalones hasta su cama—. ¡Pero ya verán cuando alguien vuelva a pedirme mi opinión sobre las fugas y los casamientos clandestinos!

9

(Extracto de una carta a Gilbert).

He sido invitada a cenar, mañana por la noche, con una dama de Summerside. Sé que no me creerás, Gilbert, cuando te cuente que su apellido es Tomgallon… la señorita Minerva Tomgallon. Dirás que he estado leyendo demasiado a Dickens.

Mi amor, ¿no te alegras de llamarte Blythe? Estoy segura de que no podría casarme contigo, si tu apellido fuera Tomgallon. Imagina… ¡Ana Tomgallon! No, es imposible de imaginar.

Es el máximo honor que Summerside tiene para ofrecer… una invitación a la Casa Tomgallon. No tiene otro nombre. Nada de Robles ni Arces ni Castaños para los Tomgallon.

Tengo entendido que eran la «Familia Real» en los viejos tiempos. Los Pringle son hongos comparados con ellos. Y ahora sólo queda la señorita Minerva, única sobreviviente de seis generaciones de Tomgallon. Vive sola en una enorme casa sobre la calle Queen… una casa con grandes chimeneas, persianas verdes y la única ventana con vitrales que hay en una casa particular en Summerside. En ella podrían vivir cuatro familias, y la ocupan solamente la señorita Minerva, una cocinera y una criada. Está muy bien mantenida, pero no sé por qué, cada vez que paso por allí tengo la sensación de que es un sitio que la vida ha olvidado.

La señorita Minerva sale muy poco, solamente va a la iglesia anglicana; la conocí la semana pasada, cuando vino a una reunión de maestros y tutores para donar la valiosa biblioteca de su padre a la escuela. Tiene el aspecto exacto que se esperaría de una Minerva Tomgallon: alta y delgada, con cara larga, angosta y pálida, nariz larga y delgada y boca larga y delgada. Esto no suena muy atractivo; sin embargo, la señorita Minerva es muy agradable en un estilo digno y aristocrático, y siempre está vestida con ropa sumamente elegante, aunque algo anticuada. Era una belleza cuando era joven, me cuenta Rebecca Dew, y sus grandes ojos negros todavía tienen fuego y brillo. No sufre de timidez para hablar y creo que nunca he visto a nadie disfrutar tanto al hacer un discurso de presentación. La señorita Minerva se mostró muy amable conmigo, y ayer recibí una nota formal en la que me invitaba a cenar con ella. Cuando se lo conté a Rebecca Dew, abrió los ojos como si hubiera sido invitada al Palacio de Buckingham.

«Es un gran honor ser invitado a la Casa Tomgallon», observó, impresionada. «Nunca oí que la señorita Minerva invitara a ninguno de los directores anteriores. Desde luego, eran todos hombres, así que no hubiera sido adecuado. Bien, espero que no le hable hasta cansarla, señorita Shirley. Los Tomgallon siempre fueron de lengua ágil. Y les gustaba estar en todo. Algunos piensan que el motivo por el que la señorita Minerva vive tan aislada es que como ahora ya no puede liderar todo como solía hacer, no quiere ser segundona de nadie. ¿Qué se va a poner, señorita Shirley? Me gustaría verla con el vestido de seda color crema, con los lazos de terciopelo negros. Es tan elegante».

«Me temo que sería demasiado formal para una cena tranquila», le contesté.

«A la señorita Minerva le agradaría, creo. A los Tomgallon siempre les gustó que los invitados estuvieran bien vestidos. Dicen que el abuelo de la señorita Minerva una vez cerró la puerta en la cara de una mujer que había sido invitada a un baile, porque vino con su segundo mejor vestido. Le dijo que su mejor vestido era poco para los Tomgallon».

«No obstante, creo que me pondré el vestido de gasa verde, y los fantasmas de los Tomgallon tendrán que arreglárselas».

Tengo que confesarte algo que hice la semana pasada, Gilbert. Supongo que pensarás que otra vez me estoy metiendo en los asuntos ajenos. Pero tenía que hacer algo. No estaré en Summerside el año que viene y no soporto la idea de dejar a la pequeña Elizabeth a merced de esas dos mujeres que no le brindan cariño y que se están volviendo cada vez más amargadas y llenas de prejuicios. ¿Qué clase de adolescencia tendrá en esa casona deprimente?

«Me pregunto», me dijo con aire melancólico no hace mucho tiempo, «cómo sería tener una abuela a la que no se tiene miedo».

Lo que hice fue esto: le escribí a su padre. Vive en París y yo no sabía la dirección, pero Rebecca Dew había oído el nombre de la firma cuya sucursal maneja, y pudo recordarlo, de modo que me arriesgué y le envié la carta a la empresa. Escribí en la forma más diplomática que pude, pero le dije claramente que debería llevarse a Elizabeth. Le conté cómo sueña ella con él y que la señora Campbell era realmente demasiado severa y estricta con ella. Tal vez no salga nada de esto, pero si no le hubiera escrito, me hubiera quedado siempre con la convicción de que debería haberlo hecho.

Lo que me hizo pensar en escribirle fue que Elizabeth me dijo, muy seria, un día, que le había «escrito una carta a Dios» para pedirle que le enviara a su padre y que hiciera que él la quisiera. Me contó que se detuvo a la vuelta de la escuela en medio de un terreno vacío y la leyó, mirando hacia el cielo. Yo sabía que había hecho algo raro, porque la señorita Prouty la vio y me lo contó al día siguiente, cuando vino a coser para las viudas. Le parecía que Elizabeth «se estaba volviendo rara… hablando con el cielo de esa forma».

Le pregunté a Elizabeth qué había sucedido y me lo contó.

Antes de terminar, debo contarte acerca de Dusty Miller. Hace un tiempo, la tía Kate me dijo que creía que debía buscarle otro hogar porque Rebecca Dew se quejaba todo el tiempo de él, y al parecer, ya no podía soportarlo. Una tarde de la semana pasada, cuando volví a casa desde la escuela, Dusty Miller no estaba. La tía Chatty dijo que se lo habían dado a la señora Edmonds, que vive del otro lado de Summerside. Sentí pena, pues Dusty Miller y yo nos habíamos hecho muy buenos amigos. «Pero al menos», pensé, «Rebecca Dew se sentirá feliz».

Rebecca se había ido por el día a ayudar a una parienta a hacer alfombras. Al anochecer, cuando volvió, nadie tocó el tema; antes de ir a acostarse, Rebecca se puso a llamar a Dusty Miller desde la galería trasera. La tía Kate aprovechó para decirle en voz baja:

«No necesitas llamar a Dusty Miller, Rebecca. Ya no está. Le encontramos otro hogar. Ya no te ocasionará más molestias».

Si Rebecca Dew hubiera podido ponerse pálida, lo habría hecho.

«¿No está aquí? ¿Le encontraron otro hogar? ¡Santo cielo! ¿No es éste su hogar?».

«Se lo regalamos a la señora Edmonds. Ha estado muy sola desde que se casó la hija, y pensó que un lindo gato le haría buena compañía».

Rebecca Dew entró y cerró la puerta. Se la veía muy alterada.

«Esto es la gota que desborda el vaso», afirmó.

Y parecía que realmente lo fuese. Nunca he visto a Rebecca Dew echar chispas por los ojos de ese modo.

«Me iré a fin de mes, señora MacComber, y antes también, si usted puede arreglárselas».

«Pero Rebecca», exclamó la tía Kate, desconcertada. «No comprendo. Siempre le tuviste antipatía a Dusty Miller. La semana pasada dijiste…».

«Eso es», replicó Rebecca con amargura. «¡Écheme las cosas en cara! ¡No tenga consideración alguna por mis sentimientos! ¡Ese pobre gato querido! Lo he atendido y mimado y me he levantado de noche para dejarlo entrar. Y ahora lo hacen desaparecer detrás de mi espalda sin siquiera decir agua va. ¡Y se lo dan a Sarah Edmonds, que no le compraría un trozo de hígado ni si el pobre animal se estuviera muriendo! ¡La única compañía que yo tenía en la cocina!».

«Pero Rebecca, siempre te…».

«Sí, siga, siga. No me deje intercalar una palabra, señora MacComber. Crie a ese gato desde que era gatito… cuidé su salud y su educación… ¿y para qué? Para que Jane Edmonds tuviera un gato bien entrenado como compañía. Bien, espero que se quede fuera en la escarcha por las noches, como he hecho yo, llamando al pobre gato durante horas antes que dejarlo fuera para que se congele, pero dudo de que lo haga. Lo dudo mucho. Muy bien, señora MacComber, sólo espero que su conciencia no le remuerda la próxima vez que haya diez grados bajo cero. Yo no pegaré un ojo cuando eso suceda, pero claro, eso ya no es importante para nadie».

 

«Rebecca, si solamente quisieras…».

«Señora MacComber, no soy una lombriz ni un felpudo. Bien, esto ha sido una lección para mí. ¡Nunca más permitiré que mis afectos se enreden con un animal de cualquier tipo o descripción! Y si lo hubieran hecho abiertamente… pero a mis espaldas… ¡aprovecharse de mí de ese modo! Jamás oí algo más malvado. ¡Pero quién soy yo, desde luego, para pretender que se consideren mis sentimientos!».

«Rebecca» suplicó la tía Kate, desesperada, «si quieres que Dusty Miller vuelva, podemos ir a buscarlo».

«¿Y por qué no me lo dijo antes, entonces?», quiso saber Rebecca Dew. «Además, lo dudo. Jane Edmonds ya le debe de haber clavado las garras. ¿Acaso es probable que nos lo devuelva?».

«Creo que lo hará», dijo la tía Kate, que al parecer, se había convertido en gelatina. «Y si vuelve, ¿no nos dejarás, verdad, Rebecca?».

«Tal vez lo reconsidere», replicó Rebecca con la expresión de quien hace una tremenda concesión.

Al día siguiente, la tía Chatty trajo a Dusty Miller a casa, dentro de una cesta cubierta. Capté la mirada que intercambió con la tía Kate después de que Rebecca se llevó al gato a la cocina y cerró la puerta. ¡Me siento muy intrigada! ¿Acaso todo habrá sido una trama urdida por las viudas, con la ayuda de Jane Edmonds?

Rebecca nunca más volvió a emitir una palabra de protesta contra Dusty Miller, y cuando lo llama, por las noches, hay en su voz un verdadero tañido de victoria. ¡Parece que quisiera que todo Summerside se enterara de que Dusty Miller está nuevamente donde le corresponde estar y que, una vez más, ella ha triunfado sobre las viudas!

10

En un anochecer oscuro y ventoso de marzo, cuando hasta las nubes que disparaban por el cielo parecían estar apresuradas, Ana subió ligeramente los escalones anchos y bajos, flanqueados por urnas de piedra y leones también de piedra, que llevaban a la imponente puerta principal de la Casa Tomgallon. Por lo general, cuando había pasado por allí después de la caída del sol, la casa estaba sombría y severa, con un tenue brillo de luz en una o dos ventanas. Pero ahora resplandecía en todo su esplendor; hasta las alas laterales estaban iluminadas, como si la señorita Minerva fuera a recibir a todo el pueblo. Tanta iluminación en su honor abrumó a Ana. Casi deseó haberse puesto el vestido de seda color crema.

No obstante, se la veía muy bonita con el vestido verde de gasa, y tal vez, la señorita Minerva, al recibirla en el vestíbulo, también lo pensó, pues su rostro y su voz irradiaban cordialidad. La anciana lucía majestuosa con su vestido de terciopelo negro, una peineta con diamantes en el pelo grisáceo, y un gran camafeo rodeado por una trenza de pelo de algún Tomgallon difunto. Toda su vestimenta era anticuada, pero la llevaba con tanta majestuosidad, que la hacía parecer eterna como la ropa de la realeza.

—Bienvenida a la Casa Tomgallon, querida —dijo, extendiendo hacia Ana una mano huesuda, salpicada también de brillantes—. Me alegro mucho de tenerte aquí como mi invitada.

—Y yo…

—La Casa Tomgallon siempre fue un reducto de belleza y juventud en los viejos tiempos. Solíamos dar muchas fiestas y agasajar a todas las celebridades que venían de visita —prosiguió la señorita Minerva, guiando a Ana por la gastada alfombra roja hacia la gran escalinata—. Pero ahora todo ha cambiado. Recibo muy poco. Soy la última de los Tomgallon. Quizá sea mejor así. Nuestra familia, querida, está bajo una maldición.

La señorita Minerva infundió una nota tan macabra de misterio y horror a su voz, que Ana contuvo un estremecimiento. ¡La Maldición de los Tomgallon! ¡Qué título para un cuento!

—Ésta es la escalera por la que cayó mi bisabuelo Tomgallon. Se rompió el cuello, la noche de la fiesta que daba para inaugurar su nueva casa. Esta casa fue consagrada por sangre humana. Cayó allí… —La señorita Minerva apuntó con un dedo largo y pálido hacia una alfombra de piel de tigre. Lo hizo con tanto dramatismo, que Ana casi pudo ver al difunto Tomgallon muriéndose sobre ella. No sabía qué decir, de manera que atinó a exclamar:

—¡Oh!

La señorita Minerva la llevó por un vestíbulo, lleno de retratos y fotografías de descolorida belleza, con la famosa ventana con vitrales al final. Entraron en un gran dormitorio de huéspedes, de altos techos y mucha dignidad. La alta cama de madera de nogal, con la enorme cabecera, estaba cubierta por un cobertor de seda tan fabuloso, que a Ana le pareció una profanación apoyar el abrigo y el sombrero sobre él.

—Tienes un cabello hermoso, querida —comentó la señorita Minerva—. Siempre me gustó el pelo rojizo.

Mi tía Lydia era pelirroja… la única pelirroja de los Tomgallon. Una noche, cuando se lo estaba cepillando en la habitación que da al norte, se le prendió fuego con la vela y ella corrió gritando por el corredor, envuelta en llamas. Todo parte de la maldición, querida… todo parte de la maldición.

—¿Y ella…?

—No, no murió quemada, pero perdió toda su belleza. Era muy guapa y vanidosa. Desde aquel día, nunca salió de la casa hasta que murió, y dejó indicaciones para que el ataúd estuviera cerrado, de manera que nadie pudiera ver su cara llena de cicatrices. ¿No quieres sentarte para quitarte las botas de goma, querida? Este sillón es muy cómodo. Mi hermana murió de un ataque cardíaco, sentada en él. Era viuda y volvió aquí a vivir después de la muerte de su marido. Su hijita se volcó encima una olla de agua hirviendo, en nuestra cocina. ¿No te parece una forma trágica de morir, para una criatura?

—¿Pero ¿cómo…?

—Pero al menos sabemos cómo murió. Mi medio tía Eliza… es decir, hubiera sido mi medio tía si hubiera vivido… sencillamente desapareció cuando tenía seis años. Nadie supo nunca qué fue de ella.

—Pero sin duda…

—La buscaron por todas partes, pero nunca se supo nada. Dicen que su madre… mi abuelastra… había sido muy cruel con una sobrina de mi abuelo, una huérfana que se criaba aquí. La encerró en el armario, en el rellano de la escalera, un día caluroso de verano, para castigarla, y cuando fue a sacarla, la encontró… muerta. Algunas personas dijeron que en castigo, su propia hija desapareció. Pero yo pienso que fue todo por nuestra maldición.

—¿Quién puso…?

—Qué empeine alto tienes, querida. El mío también provocaba admiración. Se decía que un chorro de agua podía correrle por debajo… la prueba de una aristócrata.

La señorita Minerva asomó con modestia un zapatito por debajo de la falda de terciopelo y reveló lo que, sin duda alguna, era un pie muy elegante.

—Por cierto…

—¿Te gustaría recorrer la casa, querida, antes de cenar? Solía ser el orgullo de Summerside. Supongo que todo debe de resultar terriblemente anticuado, ahora, pero tal vez haya algunas cosas de interés. Esa espada que cuelga en el rellano de la escalera perteneció a mi tatarabuelo, que fue oficial del Ejército Británico y recibió tierras en la isla Príncipe Eduardo por sus servicios. No llegó a vivir en esta casa, pero mi tatarabuela sí, durante algunas semanas. Murió muy poco después de la trágica muerte de su hijo.

La señorita Minerva guio implacablemente a Ana por toda la enorme casa, llena de gigantescas habitaciones cuadradas: salón de baile, sala de música, sala de billar, tres saloncitos, sala de desayuno, un sinnúmero de dormitorios y un amplísimo altillo. Todas eran magníficas y sombrías.