Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

3





A las dos de la tarde, llegó el señor James Grand. El señor Grand era presidente de la junta de la Escuela Secundaria; tenía asuntos importantes de los cuales hablar, y deseaba hacerlo antes de irse el lunes a asistir a una conferencia educacional en Kingsport. Ana le preguntó si podría ir a Álamos Ventosos por la tarde. Lamentablemente, no le era posible.



El señor Grand era un buen hombre a su manera, pero Ana había descubierto hacía tiempo que había que tratarlo con guantes. Además, estaba ansiosa por ponérselo de su parte para la batalla por material nuevo, que se avecinaba. Salió en busca de los mellizos.



—Queridos, ¿podéis jugar tranquilos en el jardín mientras hablo unos minutos con el señor Grand? No tardaré mucho… y luego haremos un picnic a orillas del estanque… y os enseñaré a soplar burbujas de jabón teñidas de rojo… ¡una belleza!



—¿Nos dará veinticinco centavos a cada uno, si nos portamos bien? —quiso saber Gerald.



—No, querido Gerald —respondió Ana con firmeza—. No voy a sobornarte. Sé que vas a portarte bien solamente porque te lo pido, como haría un caballero.



—Nos portaremos bien, señorita Shirley —prometió Gerald en tono solemne.



—Como santos —acotó Geraldine, con igual solemnidad.



Es posible que hubieran mantenido su promesa, si no hubiese llegado Ivy Trent en cuanto Ana se encerró con el señor Grand en la sala. Pero Ivy Trent llegó, y los mellizos Raymond detestaban a Ivy Trent… la impecable Ivy Trent, que nunca hacía nada mal y siempre parecía recién salida de una caja de sombreros.



Esa tarde en particular, no había dudas de que Ivy Trent había venido para ostentar sus preciosas botas marrones nuevas, su cinturón y sus lazos rojos. La señora Raymond, a pesar de sus carencias en otros aspectos, tenía ideas bastante sensatas sobre la vestimenta infantil. Sus caritativos vecinos decían que gastaba tanta plata en ella misma que no le quedaba nada para los niños… y Geraldine nunca tenía oportunidad de desfilar por la calle en el estilo de Ivy Trent, que tenía un vestido para cada tarde de la semana. La señora Trent siempre la vestía de «blanco inmaculado». Al menos, Ivy estaba inmaculada cuando salía de casa. Si no volvía en el mismo estado, era culpa de los niños «envidiosos» que abundaban en el vecindario.



Geraldine sentía envidia, sí. Ansiaba poseer un cinturón rojo y lazos del mismo color y vestidos blancos bordados. ¿Qué no hubiera dado por botas abotonadas como ésas?



—¿Os gustan mi cinturón y mis lazos nuevos? —preguntó Ivy, muy orgullosa.



—¿Os gustan mi cinturón y mis lazos nuevos? —la imitó Geraldine, provocadora.



—Pero tú no tienes lazos —objetó Ivy.



—Pero tú no tienes lazos —repitió Geraldine.



Ivy la miró, perpleja.



—Sí que tengo. ¿No los ves?



—Sí que tengo. ¿No los ves? —se burló Geraldine, encantada con la brillante idea de repetir en tono sarcástico todo lo que decía Ivy.



—No están pagados —dijo Gerald.



Ivy Trent era irascible. Su rostro se puso rojo como los lazos.



—Sí que lo están. Mi mamá siempre paga las cuentas.



—Mi mamá siempre paga las cuentas —canturreó Geraldine.



Ivy estaba incómoda. No sabía cómo manejar la situación. De modo que se volvió hacia Gerald, que era, sin duda, el chico más apuesto de la calle. Ivy se había decidido por él.



—Vine a decirte que aceptaré que seas mi pretendiente —declaró, mirándolo elocuentemente con un par de ojos castaños que, aun a los siete años, había descubierto Ivy, tenían un efecto devastador sobre la mayoría de los muchachitos que conocía.



Gerald enrojeció intensamente.



—No quiero ser tu pretendiente —dijo.



—Pero tienes que serlo —dijo Ivy con serenidad.



—Pero tienes que serlo —la imitó Geraldine, sacudiendo la cabeza en dirección a su hermano.



—¡Ni pensarlo! —chilló Gerald, furioso—. Y deja de decir tonterías, Ivy Trent.



—Tienes que serlo —insistió Ivy, obstinada.



—Tienes que serlo —acotó Geraldine.



Ivy le dirigió una mirada fulminante.



—¡Cállate de una vez, Geraldine Raymond!



—Es mi jardín y puedo hablar todo lo que quiera —afirmó Geraldine.



—Claro que sí —la apoyó Gerald—. Y si no te callas, Ivy Trent, iré a tu casa y le arrancaré los ojos a tu muñeca.



—Mi mamá te dará una paliza, si lo haces —exclamó Ivy.



—¿Ah, sí? ¿Y sabes lo que le hará mi mamá a la tuya? Le dará un puñetazo en la nariz.



—Bueno, de todos modos, tienes que ser mi pretendiente —dijo Ivy, volviendo al tema fundamental.



—Te… te… hundiré la cabeza en el barril de agua de lluvia —gritó Gerald, perdiendo los estribos—. Te apretaré la cara contra un hormiguero… ¡Te arrancaré los lazos y el cinturón!



Esto último fue dicho en tono triunfante, pues al menos era factible.



—Hagámoslo —propuso Geraldine.



Se abalanzaron sobre la desafortunada Ivy, que pateó y gritó y trató de morder, pero nada pudo hacer contra ellos dos. Juntos la arrastraron por el jardín hasta el cobertizo donde guardaban la leña y desde donde no se oirían sus gritos.



—Rápido —jadeó Geraldine—, antes de que salga la señorita Shirley.



No había tiempo que perder. Gerald sujetó las piernas de Ivy mientras con una mano, Geraldine le aferraba las muñecas y con la otra le arrancaba los lazos del pelo y del vestido y el cinturón.



—Pintémosle las piernas —gritó Gerald. Su mirada se topó con un par de latas de pintura dejadas allí por obreros la semana anterior—. Yo la sujeto; tú, píntala.



Ivy chillaba, desesperada. Le bajaron las medias y unos instantes después, sus piernas lucían anchas rayas de pintura roja y verde. El vestido se manchó con pintura, al igual que las botas. Como toque final, le llenaron los rizos de serrín. Ivy daba lástima cuando por fin la soltaron. Los mellizos aullaron de risa al contemplarla. Largas semanas de aires y condescendencias por parte de Ivy habían sido vengadas.



—Ahora vete a tu casa —le ordenó Gerald—. Así aprenderás a no ir por ahí diciéndoles a los hombres que tienen que ser tus pretendientes.



—¡Se lo contaré a mi mamá! —lloró Ivy—. ¡Iré directamente a contárselo! ¡Eres odioso, malo y feo!



—No le digas feo a mi hermano, niñita vanidosa —le espetó Geraldine—. ¡Tú y tus lazos! Toma, llévatelos. No los queremos en nuestra leñera.



Ivy, perseguida por los lazos que Geraldine le arrojaba, corrió sollozando por el jardín y huyó calle abajo.



—¡Rápido! ¡Subamos por la escalera de atrás a limpiarnos antes de que la señorita Shirley nos vea! —exclamó Geraldine.





4





El señor Grand había dicho todo lo que tenía que decir y se había despedido con una inclinación. Ana se quedó un instante en la puerta, preguntándose dónde estarían los mellizos. Subiendo la calle en dirección al portón, venía una dama furibunda, trayendo a rastras a un desdichado y sollozante átomo de humanidad.



—Señorita Shirley, ¿dónde está la señora Raymond? —quiso saber la señora Trent.



—Se fue a…



—Insisto en ver a la señora Raymond. Verá con sus propios ojos lo que sus hijos le han hecho a la pobre Ivy, inocente e indefensa. ¡Mírela, señorita Shirley, mírela!



—Ay, señora Trent… ¡cuánto lo siento! Es todo culpa mía. La señora Raymond no está… y le prometí que cuidaría a los mellizos. Pero vino el señor Grand…



—No, no es culpa suya, señorita Shirley. No la culpo a usted. Nadie puede con esos niños diabólicos. Todo el vecindario sabe cómo son. Si la señora Raymond no está, no tiene sentido que me quede. Llevaré a la pobre niña a casa. Pero la señora Raymond se enterará de esto… se lo aseguro. ¡Escuche eso, señorita Shirley! ¿Acaso se están descuartizando mutuamente?



Eso era un coro de gritos, aullidos y chillidos que resonaba desde la escalera. Ana corrió arriba. En el corredor, se encontró con una masa que se retorcía, se enroscaba, mordía y arrancaba. Separó a los enfurecidos mellizos con dificultad y sujetando a cada uno de un hombro, les preguntó qué significaba ese comportamiento.



—Ella dice que tengo que ser el pretendiente de Ivy Trent —rugió Gerald.



—Y tiene que serlo —chilló Geraldine.



—¡Ni pensarlo!



—¡Tienes que serlo!



—¡Niños!



Algo en el tono de Ana los hizo callar. La miraron y vieron a una señorita Shirley desconocida. Por primera vez en la vida, sintieron la fuerza de la autoridad.



—Tú, Geraldine —dijo Ana en voz baja—, irás a acostarte por dos horas. Y tú, Gerald, pasarás el mismo tiempo dentro del guardarropa del vestíbulo. No quiero oír una palabra. Os habéis comportado de forma abominable y debéis aceptar el castigo. Vuestra madre os ha dejado a mi cargo y me vais a obedecer.



—Entonces castíguenos juntos —dijo Geraldine, echándose a llorar.



—Sí… no tiene derecho de separarnos… nunca nos han separado —masculló Gerald.



—Pues ésta será la primera vez.



Ana seguía hablando en voz baja. Geraldine se desvistió sumisamente y se metió en la cama. Gerald, también sumisamente, se metió dentro del guardarropa. Era grande y aireado, con una ventana y una silla, y nadie podría haber dicho que el castigo era demasiado severo. Ana echó llave a la puerta y se sentó con un libro junto a la ventana del corredor. Por lo menos, tendría dos horas de paz.



Cuando fue a espiar a Geraldine, unos minutos más tarde, la encontró profundamente dormida, con aire tan angelical, que Ana casi se arrepintió de su severidad. Bien, una siesta no le haría mal. Cuando despertara, le permitiría salir, aunque no hubieran transcurrido las dos horas.



Una hora después, Geraldine seguía durmiendo. Gerard había estado tan callado, que Ana decidió que había aceptado el castigo como un hombre y podía ser perdonado. Después de todo, Ivy Trent era una vanidosa y sin duda lo habría hecho enfurecer.

 



Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.



Gerald no estaba adentro. La ventana estaba abierta. Justo debajo de ella, se veía el techo de la galería lateral. Ana apretó los labios. Bajó las escaleras y salió al jardín. Ni rastro de Gerald. Exploró la leñera y miró hacia la calle. Nada.



Atravesó corriendo el jardín y cruzó el portón que daba a un bosquecillo que llegaba hasta el estanque del campo del señor Robert Creedmore. Gerald se estaba empujando alegremente con un palo en el botecito del señor Creedmore. Justo cuando Ana salió de entre los árboles, el palo, que se había hundido bastante en el barro, salió con facilidad al tercer tirón y Gerald salió disparado al agua.



Ana dejó escapar un grito de horror, aunque no había motivos para alarmarse. El agua del estanque, en su parte más profunda, no llegaría a los hombros de Gerald, y allí donde había caído, apenas le llegaba a la cintura. El niño había logrado enderezarse y estaba allí de pie, con el pelo empapado y pegado a la cabeza. El grito de Ana hizo eco a sus espaldas y Geraldine, en camisón, apareció corriendo entre los árboles hasta el borde de la pequeña plataforma de madera donde estaba siempre amarrado el bote.



Al grito desesperado de «¡Gerald!», saltó y se arrojó al agua, yendo a caer junto a su hermano, que casi perdió el equilibrio nuevamente.



—Gerald, ¿te has ahogado? —chilló Geraldine—. ¿Te has ahogado, Gerald, querido?



—No… no… hermanita —le aseguró Gerald, castañeteando los dientes.



Se abrazaron con fuerza.



—Niños, venid aquí de inmediato —dijo Ana.



Caminaron hasta la orilla. La tarde de septiembre se había puesto fría y ventosa. Temblaban horriblemente… tenían las caras azules. Ana, sin una palabra de censura, los llevó a toda prisa a la casa, los desvistió y los metió en la cama de la señora Raymond, con bolsas de agua caliente en los pies. Seguían tiritando. ¿Se habrían resfriado? ¿Y si enfermaban de neumonía?



—Debió cuidarnos mejor, señorita Shirley —dijo Gerald, que seguía castañeteando los dientes.



—Claro que sí —acotó Geraldine.



Ana, desesperada, fue abajo y llamó al médico. Para cuando llegó, los mellizos habían entrado en calor, y el médico aseguró a Ana que no corrían peligro. Si se quedaban en la cama hasta el día siguiente, estarían muy bien.



El médico se encontró con la señora Raymond, que venía desde la estación, y fue una dama pálida y al borde de la histeria la que entró al cabo de unos minutos.



—Ay, señorita Shirley, ¿cómo pudo dejar que mis ángeles corrieran semejante peligro?



—Es lo que le dijimos, mamá —acotaron los mellizos.



—Confié en usted… le dije que…



—No veo que haya sido culpa mía, señora Raymond —dijo Ana, con ojos fríos como una niebla gris—. Se dará cuenta de esto, creo, cuando recupere la calma. Los niños están muy bien. Llamé al médico nada más que como medida de precaución. Si Gerald y Geraldine me hubieran obedecido, esto no habría sucedido.



—Pensé que una maestra tendría un poco de autoridad sobre los niños —dijo la señora Raymond con amargura.



«Sobre los niños quizá, pero no sobre los demonios», pensó Ana. Pero dijo solamente:



—Puesto que está aquí, señora Raymond, creo que me iré a casa. No creo que pueda ayudarla y tengo trabajos pendientes de la escuela.



Con un solo movimiento, los mellizos se arrojaron de la cama y le echaron los brazos al cuello.



—Espero que haya un funeral todas las semanas —exclamó Gerald—. Porque usted me gusta, señorita Shirley, y espero que venga a cuidarnos cada vez que mamá salga.



—Yo también —acotó Geraldine.



—Me gusta mucho más que la señorita Prouty.



—Sí, muchísimo más —asintió Geraldine.



—¿Nos pondrá en uno de sus cuentos? —quiso saber Gerald.



—Sí, hágalo —suplicó Geraldine.



—No dudo de que tuvo buenas intenciones —dijo la señora Raymond en voz trémula.



—Gracias —dijo Ana con voz gélida, tratando de liberarse de los brazos de los mellizos.



—Ay, no nos peleemos —suplicó la señora Raymond con ojos llenos de lágrimas—. No soporto pelearme con nadie.



—Claro que no. —Ana había adoptado un aire de altanera dignidad—. No creo que haya necesidad alguna de pelear. Pienso que Gerald y Geraldine se divirtieron mucho, aunque no creo que ése haya sido el caso de la pequeña Ivy Trent.



Ana regresó a su casa sintiéndose años más vieja.



«Pensar que Davy me parecía travieso», reflexionó.



Encontró a Rebecca Dew en el jardín, recogiendo flores tardías.



—Rebecca Dew, solía pensar que el dicho «A los niños hay que verlos y no oírlos» era demasiado severo. Pero ahora comprendo su lógica.



—Mi pobre criatura… Le prepararé una buena cena —dijo Rebecca Dew.



Y no añadió: «Se lo advertí».





5





(Extracto de una carta a Gilbert).



La señora Raymond vino hasta aquí anoche y, con lágrimas en los ojos, me suplicó que la perdonara por su «conducta apresurada». «Si conociera el corazón de una madre, señorita Shirley, no le resultaría difícil perdonar».



No me resultó difícil perdonar, de todos modos. Hay algo en la señora Raymond que me gusta, a pesar de mí misma, y fue realmente buenísima con el Club de Arte Dramático. De todos modos, no le dije: «Cualquier sábado que quiera salir, le cuidaré los niños». Una aprende por experiencia… aun una persona incorregiblemente optimista y confiada como yo.



He descubierto que un determinado sector de la sociedad de Summerside está muy revolucionado por los amoríos de Jarvis Morrow y Dovie Westcott… que como dice Rebecca Dew, han estado comprometidos más de un año y «no llegan a nada». La tía Kate, que es tía lejana de Dovie (para ser exacta, creo que es tía de una prima segunda de Dovie, por parte de la madre), está muy interesada en el asunto porque piensa que Jarvis es un partido excelente para Dovie… y también, creo, porque odia a Franklin Westcott y le gustaría verlo vencido por todos los flancos. No es que la tía Kate vaya a admitir que «odia» a nadie, pero la señora de Franklin Westcott era una amiga muy querida y la tía Kate afirma solemnemente que él la asesinó.



Y yo estoy interesada en el asunto, en parte porque quiero mucho a Jarvis y moderadamente a Dovie, y también porque comienzo a sospechar que soy una incurable entrometida en los asuntos de los demás… siempre con excelentes intenciones, por supuesto.



La situación, en resumen, es ésta: Franklin Westcott es un comerciante alto, sombrío y duro, cerrado y poco sociable. Vive en una casona antigua llamada Elmcroft, justo en las afueras del pueblo, en el camino que va al puerto. Lo he visto una o dos veces, pero realmente sé muy poco sobre él, salvo que tiene la extraña costumbre de decir algo y luego sacudirse con risa silenciosa. No ha pisado la iglesia desde que se han comenzado a cantar himnos e insiste en tener las ventanas abiertas aun cuando hay tormenta en invierno. Confieso que en esto último estoy de su lado, aunque debo de ser la única persona en Summerside que piensa así. Se ha convertido en un ciudadano importante y el municipio no hace nada sin su aprobación.



Su esposa murió. Se dice que era una esclava, que no podía declararse dueña ni de su propia alma. Al parecer; Franklin le dijo, cuando la trajo a su casa, que él sería el amo.



Dovie, cuyo verdadero nombre es Sibyl, es su única hija: una chica bonita, regordeta y amable, de diecinueve años, con una boca roja que siempre deja entrever los pequeños dientes blancos, brillo castaño en el pelo, atractivos ojos azules y pestañas negras tan largas, que una se pregunta si serán reales. Jen Pringle dice que Jarvis está enamorado de sus ojos. Jen y yo hemos hablado del asunto. Jarvis es su primo preferido. (A propósito, no creerías cuánto nos apreciamos Jen y yo. Es realmente una chiquilla deliciosa).



Franklin Westcott nunca permitió a Dovie tener pretendientes y cuando Jarvis Morrow comenzó a «prestarle atención», le prohibió acercarse a su casa y ordenó a Dovie dejarse de «andar por ahí con ese individuo». Pero era tarde: Dovie y Jarvis ya estaban muy enamorados.



Todo el pueblo se compadece de los novios. Franklin Westcott es realmente terco. Jarvis es un abogado de éxito, de buena familia, con buenas perspectivas; es un muchacho muy bueno y sano.



«Nadie podría ser más adecuado», asegura Rebecca Dew. «Jarvis Morrow podría conseguir a cualquier chica de Summerside. Franklin Westcott está decidido a que Dovie se convierta en una solterona. Quiere asegurarse un ama de llaves para cuando muera la tía Maggie».



«¿No hay nadie que tenga influencia sobre él?», pregunté.



«Nadie puede discutir con Franklin Westcott. Es tan sarcástico. Y si alguien lo pone en desventaja, tiene unas rabietas terribles. Nunca lo he visto presa de una rabieta, pero he oído a la señora Prouty describir la forma en que se comportó una vez que ella estaba allí cosiendo. Se enfureció por algo… nadie sabe por qué. Sencillamente arrojó por la ventana todo lo que estaba a su alcance. Los poemas de Milton salieron volando por encima de la cerca y cayeron al estanque de George Clarke. Siempre ha sido un resentido con la vida. La señora Prouty dice que su madre le contó que cuando Franklin nació, su llanto era algo digno de oírse. Supongo que Dios tiene algún motivo para crear hombres así, pero una no los entiende. No, no veo que Dovie y Jarvis tengan posibilidades, a menos que se escapen. Es una bajeza hacerlo, aunque se han dicho muchas tonterías románticas acerca de los que huyen para casarse. Pero éste es un caso en que cualquiera lo disculparía».



No sé qué hacer, pero debo hacer algo. Sencillamente no puedo quedarme sentada mientras las personas se arruinan la vida delante de mis propias narices, por más rabietas que pueda tener Franklin Westcott. Jarvis Morrow no esperará para siempre… Corren rumores de que ya está perdiendo la paciencia y lo han visto tachando con violencia el nombre de Dovie de un árbol sobre el que lo había tallado. Hay una bonita chica Palmer que, al parecer, se le arroja a los pies, y su hermana ha dicho que su madre ha dicho que su hijo no tiene necesidad de perseguir durante años a una muchacha.



Realmente, Gilbert, este asunto me tiene a maltraer.



Hay luna esta noche, amor mío, luz de luna sobre los álamos del jardín, brillo de luna sobre el puerto, donde una nave fantasma se aleja… luz de luna sobre el viejo cementerio, sobre mi valle privado, sobre el Rey de las Tormentas. Y debe de haber luz de luna en el Sendero de los Enamorados y sobre el Lago de las Aguas Refulgentes y en el viejo Bosque Embrujado y en el Valle de las Violetas. Seguramente habrá baile de hadas en las colinas. Pero Gilbert querido, la luz de luna sin nadie con quien compartirla no es luz… es penumbra.



Ojalá pudiera llevar a la pequeña Elizabeth a dar un paseo. Le encanta pasear a la luz de la luna. Dimos unos paseos encantadores cuando estaba en Tejas Verdes. Pero aquí, Elizabeth sólo ve la luna desde la ventana.



Estoy comenzando a preocuparme por ella, también. Va a cumplir diez años y esas dos ancianas no tienen la menor idea de lo que necesita, espiritual y emocionalmente. Mientras tenga buena comida y buena ropa, no se les ocurre que pueda necesitar otra cosa. Y cada año será peor. ¿Qué clase de adolescencia tendrá la pobre niña?





6





Jarvis Morrow volvió caminando con Ana de una reunión en la escuela, y le contó sus problemas.



—Tendrás que escaparte con ella, Jarvis. Todo el mundo lo dice. En general, no apruebo los casamientos clandestinos, pero hay excepciones a todas las reglas.



«Lo dije como una maestra con cuarenta años de experiencia», pensó Ana, disimulando una sonrisa.



—Se necesitan dos para llegar a un acuerdo, Ana. No puedo escapar solo. Dovie le tiene tanto miedo a su padre, que no puedo lograr que me dé su consentimiento. Y no sería un casamiento clandestino. Tendría que venir hasta casa de mi hermana Julia, la señora Stevens, sabes, alguna noche. Yo ya tendría al ministro allí, y podríamos casarnos en forma respetable para que todos queden contentos, e irnos de luna de miel a casa de mi tía Bertha, en Kingsport. Es tan sencillo como eso. Pero no puedo hacer que Dovie se atreva. La pobrecilla ha sido víctima de los caprichos de su padre durante tanto tiempo, que ya no tiene fuerza de voluntad.

 



—Pues tendrás que obligarla a hacerlo, Jarvis.



—Santo Cielo, ¿crees que no lo he intentado, Ana? Se lo he suplicado hasta quedar ronco. Cuando está conmigo, casi llega a prometérmelo, pero en cuanto vuelve a su casa, me manda decir que no puede. Parece extraño, Ana, pero la pobrecilla quiere realmente al padre y no soporta la idea de que él no vaya a perdonarla.



—Debes decirle que tiene que elegir entre su padre y tú.



—¿Y si lo elige a él?



—Creo que no hay peligro de que eso suceda.



—Nunca se sabe —se quejó Jarvis con aire sombrío—. Pero pronto tendremos que tomar una decisión. No puedo seguir así para siempre. Estoy loco por Dovie… todo Summerside lo sabe. Es como una rosa que está apenas fuera de mi alcance… Tengo que alcanzarla, Ana.



—La poesía es muy buena cosa, Jarvis, pero creo que de nada te servirá en esta instancia —dijo Ana con tranquilidad—. Parece un comentario de Rebecca Dew, pero es verdad. Lo que necesitas es sentido común. Dile a Dovie que estás cansado de dar vueltas y que tiene que tomarte o dejarte. Si no te quiere lo suficiente como para dejar a su padre por ti, es mejor que lo sepas de una vez.



Jarvis gimió.



—No has estado bajo la bota de Franklin Westcott toda tu vida, Ana. No sabes cómo es. Bien, haré un último intento. Como dices tú, si Dovie realmente me quiere, vendrá a mí… y si no me quiere, es mejor que me entere de lo peor. Comienzo a pensar que he hecho un papel ridículo.



«Si estás comenzando a pensar eso, será mejor que Dovie se cuide», pensó Ana.



La propia Dovie acudió a Álamos Ventosos unas noches después, para consultar con Ana.



—¿Qué voy a hacer, Ana? ¿Qué puedo hacer? Jarvis quiere que nos casemos clandestinamente. Papá se irá a Charlottetown una noche de la semana que viene, a un banquete masónico; ésa sería una buena oportunidad. La tía Maggie no sospecharía nada. Jarvis quiere que vaya a casa de la señora Stevens y que nos casemos allí.



—¿Y por qué no lo haces, Dovie?



—Ay, Ana, ¿realmente te parece que debería hacerlo? —Dovie levantó hacia ella un rostro dulce, persuasivo—. Por favor, por favor, ayúdame a tomar una decisión. Me estoy volviendo loca. —La voz de Dovie se quebró—. Ay, Ana, no sabes cómo es papá. Detesta a Jarvis… no puedo imaginar por qué… ¿y tú? ¿Cómo puede alguien odiar a Jarvis? Cuando vino a visitarme por primera vez, papá le prohibió la entrada en la casa y le dijo que le echaría el perro encima si volvía… nuestro bulldog. Has visto que una vez que muerden, no sueltan la presa. Y jamás me perdonará, si me fugo con Jarvis.



—Debes optar por uno de los dos, Dovie.



—Es justamente lo que dijo Jarvis —lloró Dovie—. Ay, estaba tan severo… nunca antes lo vi así. Y no puedo… no puedo vivir sin él, Ana.



—Entonces vive con él, mi querida muchacha. Y no lo llames una fuga. El venir a Summerside y casarte delante de todos sus amigos no es una fuga ni una boda clandestina.



—Papá dirá que sí —vaticinó Dovie, tragando un sollozo—. Pero seguiré tu consejo, Ana. Estoy segura de que tú no me recomendarías dar un paso equivocado. Le diré a Jarvis que consiga la licencia e iré a casa de su hermana la noche que papá esté en Charlottetown.



Jarvis, triunfante, contó a Ana que Dovie había accedido, por fin, a casarse con él.



—Tengo que encontrarme con ella al final de la calle el próximo martes por la noche… No quiere que vaya hasta la casa por temor a que la tía Maggie me vea… Iremos a casa de Julia y nos casaremos en un abrir y cerrar de ojos. Toda mi familia estará allí, de modo que la pobrecilla se sentirá cómoda. Franklin Westcott dijo que nunca conseguiría a su hija. Pues bien, le demostraré que estaba equivocado.





7





El martes fue un día sombrío de fines de noviembre. Chaparrones ocasionales llegaban desde las colinas. El mundo parecía un sitio gris y cansado, visto a través de la llovizna opaca.



«A la pobre Dovie no le ha tocado un día muy bonito para la boda»", pensó Ana. «Y si… y si…». Se estremeció. «Y si las cosas no salieran bien, después de todo, será mi culpa. Dovie nunca hubiera accedido a hacerlo, si yo no se lo hubiera aconsejado. ¿Y si Franklin Westcott no la perdona nunca? Ana Shirley, déjate de tonterías. Tu problema es el tiempo».



Al caer la noche, la lluvia había cesado, pero el aire estaba frío y áspero, y el cielo, tormentoso. Ana estaba en la habitación de la torre, corrigiendo evaluaciones, con Dusty Miller acurrucado debajo de la estufa. Se oyó un atronador golpe en la puerta principal.



Ana bajó corriendo. Rebecca Dew asomó la cabeza por la puerta de su dormitorio. Ana le hizo señas para que no saliera.



—¡Hay alguien en la puerta principal! —exclamó Rebecca, alterada.



—No pasa nada, Rebecca, querida. Es decir, sí, pasa de todo, me temo, pero es solamente Jarvis Morrow. Lo vi desde la ventana y sé que quiere hablar conmigo.



—¡Jarvis Morrow! —Rebecca se metió en su cuarto y cerró la puerta—. ¡Esto sí que es el colmo!



—Jarvis, ¿qué sucede?



—Dovie no ha venido —dijo Jarvis, enloquecido—. Estuvimos esperando horas… el ministro está allí… mis amigos… Julia tiene lista la cena… y Dovie no ha venido. La esperé al final de la calle hasta perder la razón. No me atrevía a ir a la casa porque no sabía qué había sucedido. Quizás ese viejo malvado de Franklin Westcott ha vuelto. Quizá la tía Maggie la haya encerrado. Pero tengo que saber qué sucedió. Ana, debes ir a Elmcroft a averiguar por qué no vino.



—¿Yo? —exclamó Ana con incredulidad.



—Sí, tú. No confío en nadie más… en nadie más que esté enterado de todo. Oh, Ana, no me falles ahora. Nos apoyaste desde el principio. Dovie dice que eres la única amiga verdadera que tiene. No es tarde… son solamente las nueve. Ve, por favor.



—¿Para que me coma el bulldog? —preguntó Ana en tono sarcástico.



—¡Ese perro viejo! —se mofó Jarvis—. No asustaría ni a un pato. ¿No creerás que le tenía miedo al perro, verdad? Además, por las noches lo encierran. Sencillamente no quiero causarle problemas a Dovie, si nos han descubierto. ¡Por favor, Ana!



—Supongo que no hay salida —dijo Ana, encogiéndose de hombros.



Jarvis la condujo hasta la calle que llevaba a Elmcroft, pero ella no quiso que él pasara de allí.



—Como dices tú, si el padre de Dovie ha vuelto, podrías complicar las cosas.



Ana caminó rápidamente por la calle bordeada de árboles. De tanto en tanto, salía la luna por entre las nubes cargadas de viento, pero la mayor parte del tiempo la oscuridad era total, y pensar en el perro la inquietaba aún más.



Parecía haber solamente una luz encendida en Elmcroft… y brillaba desde la ventana de la cocina. La tía Maggie abrió la puerta cuando Ana golpeó. La tía Maggie era una anciana hermana de Franklin Westcott, una mujer encorvada y arrugada que nunca había tenido muchas luces, aunque era una excelente ama de casa.



—Tía Maggie, ¿está Dovie?



—Dovie está en la cama —respondió la tía Maggie con decisión.



—¿En la cama? ¿Está enferma?



—Que yo sepa, no. Estuvo nerviosa todo el día. Después de la cena, dijo que estaba cansada y se fue a la cama.



—Debo verla un instante, tía Maggie. Sólo… sólo quiero averiguar algo importante.



—Entonces sube a su cuarto. Es el de la derecha.



La tía Maggie hizo un gesto hacia la escalera y regresó a la cocina.



Dovie se incorporó en la cama cuando Ana entró, sin ceremonias, tras de llamar a la puerta. La luz de una pequeña vela reveló que Dovie estaba llorando, pero sus lágrimas hicieron perder la paciencia a Ana.



—¡Dovie Westcott, has olvidado que prometiste casarte con Jarvis Morrow