Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Pero, tontita…

—¡No quiero hablarle! Terry y yo éramos tan felices antes de que usted arruinara todo. Yo era tan feliz… la primera del grupo en comprometerme. Hasta tenía la boda planeada en detalle… cuatro damas de honor vestidas de seda celeste con cintas de terciopelo negro en los volantes. ¡Tan elegante! ¡Ay, no sé si lo que más siento por usted es odio o compasión! ¡Cómo pudo tratarme de este modo… yo la quería tanto… confiaba tanto en usted… creía en usted!

A Hazel se le quebró la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. La muchacha se dejó caer sobre una mecedora.

«No deben de quedarte muchos signos de exclamación», pensó Ana, «pero no hay duda de que tu provisión de énfasis es inagotable».

—Mamá morirá de disgusto —sollozó Hazel—. Estaba tan contenta… todos estaban tan contentos… para todos era el matrimonio ideal. Ay, ¿alguna vez volverá todo a ser como antes?

—Espera hasta la próxima noche de luna y prueba —dijo Ana con suavidad.

—Ah, sí, ríase, señorita Shirley. Ríase de mi sufrimiento. Estoy segura de que todo le resulta muy divertido… ¡muy divertido! No sabe lo que significa sufrir. Es terrible… ¡terrible!

Ana echó una mirada al reloj y estornudó.

—Entonces no sufras —le aconsejó despiadadamente.

—Sí que sufriré. Mis sentimientos son muy profundos. Desde luego, una persona insensible no sufriría. Pero doy gracias porque puedo ser muchas cosas, pero no insensible. ¿Tiene alguna idea de lo que significa estar enamorada, señorita Shirley? ¿Verdadera, terrible, profunda y maravillosamente enamorada? ¿Y luego confiar en alguien y ser engañada? Me fui a Kingsport tan feliz… ¡enamorada de la vida y del mundo! Le pedí a Terry que fuera bueno con usted mientras yo no estaba, que no permitiera que se sintiera sola. Y anoche volví tan contenta. Entonces él me dijo que ya no me amaba… que era todo un error… ¡un error! ¡Y que usted le había dicho que yo ya no lo quería y que deseaba verme libre!

—Mis intenciones fueron honorables —objetó Ana, riendo. Su pícaro sentido del humor había acudido a su rescate y reía de sí misma tanto como de Hazel.

—¡No sé cómo hice para pasar la noche! —exclamó Hazel, desesperada—. La pasé caminando. Y no sabe… ni siquiera imagina lo que he tenido que pasar hoy. Tuve que quedarme sentada escuchando… escuchando… a la gente hablar de cómo Terry se enamoró de usted. ¡Sí, la gente los ha estado observando! Saben lo que yo no puedo comprender. Usted tenía su novio… ¿por qué no pudo dejarme a mí el mío? ¿Qué tenía en contra de mí? ¿Por qué? ¿Por qué? No lo puedo entender. ¿Qué le hice yo a usted?

—Pienso —dijo Ana, perdiendo la paciencia— que tanto Terry como tú necesitan una buena paliza. Si no estuvieras demasiado ofuscada para escuchar las razones…

—¡No estoy enfadada, señorita Shirley! Sólo herida… terriblemente herida —dijo Hazel en voz nublada de lágrimas—. Siento que he sido traicionada en todo… tanto en la amistad como en el amor. Bien, dicen que una vez que se nos ha roto el corazón, no sufrimos más. Espero que sea cierto, pero me temo que no será mi caso.

—¿Y qué pasó con tu ambición, Hazel? ¿Y con el paciente millonario y la luna de miel en una mansión sobre el Mediterráneo?

—No sé de qué está hablando, señorita Shirley. No soy en absoluto ambiciosa como esas espantosas mujeres modernas. Mi ambición principal era ser una esposa feliz y formar un hogar feliz con mi marido. ¡Era… era! ¡Pensar que debo usar el pasado! Bien, no se puede confiar en nadie. Al menos, aprendí eso. ¡Qué lección tan amarga!

Hazel se secó los ojos y Ana la nariz. Dusty Miller fulminó a la estrella vespertina con una mirada de misántropo.

—Creo que será mejor que te vayas, Hazel. Estoy realmente muy ocupada y no veo que se vaya a ganar nada prolongando esta conversación.

Hazel fue hasta la puerta con aires de María, Reina de Escocia, avanzando hacia el cadalso, y allí se volvió con movimientos teatrales.

—Adiós, señorita Shirley. La dejo con su conciencia.

Ana, a solas con su conciencia, dejó la pluma, estornudó tres veces y se dedicó a elaborar un discurso.

—Puedes ser Licenciada en Filosofía y Letras, Ana Shirley, pero todavía te quedan varias cosas por aprender… cosas que hasta Rebecca Dew podría haberte dicho… es más, te las dijo. Sé sincera contigo misma, querida, y trágate la medicina como una dama valerosa. Admite que te dejaste llevar por las ponderaciones. Admite que te gustaba la adoración que te profesaba Hazel. Admite que te resultaba agradable ser idolatrada. Admite que te gustaba la idea de ser una especie de deus ex machina… y salvar de su propia tontería a personas que no deseaban ser salvadas en absoluto. Y habiendo admitido todo esto y sintiéndote más sabia, más triste y unos pocos miles de años más vieja, toma la pluma y procede a corregir los exámenes, dejando sentado, al pasar, que Myra Pringle piensa que un serafín es «un animal que abunda en África».

12

Una semana más tarde, Ana recibió una carta, escrita en papel celeste con borde plateado.

Estimada señorita Shirley:

Le escribo para decirle que todos los malentendidos entre Terry y yo se han aclarado y que somos tan profunda, intensa y maravillosamente felices, que hemos decidido que podemos perdonarla. Terry dice que la luna lo hizo ponerse romántico con usted, pero que su corazón nunca dejó realmente de serme fiel. Me asegura que le gustan las chicas dulces, sencillas (como a todos los hombres) y que no quiere saber nada con mujeres intrigantes y astutas. No podemos entender por qué se comportó con nosotros de la manera en que lo hizo… jamás lo entenderemos. Tal vez buscaba material para una historia y creyó que podría encontrarlo entrometiéndose con el primer amor dulce y trémulo de una jovencita. Pero le damos las gracias por haber logrado que nos reveláramos ante nosotros mismos. Terry dice que antes nunca había comprendido el sentido más profundo de la vida. De manera que todo ha terminado bien. Somos tan afines que podemos sentir los pensamientos del otro. Nadie comprende a Terry, salvo yo, y quiero ser una fuente de inspiración eterna para él. No soy inteligente como usted, pero siento que puedo ser la inspiración, puesto que somos almas gemelas y nos hemos jurado verdad y constancia eternas, a pesar de toda la gente celosa y todas las amistades falsas que quieran causar problemas entre nosotros.

Nos casaremos en cuanto tenga listo mi ajuar. Viajaré a Boston a comprarlo. En Summerside no hay nada. Mi vestido será de moaré blanco y el traje de viaje, gris, con sombrero, guantes y blusa celestes. Sé que soy muy joven, por supuesto, pero quiero casarme joven, antes de que mi vida se marchite.

Terry es todo lo que pude imaginar en mis sueños más fantasiosos y cada latido de mi corazón es para él. Sé que vamos a ser felicísimos. En un tiempo creí que todos mis amigos se alegrarían conmigo por mi felicidad, pero desde entonces he aprendido una amarga lección y ya no soy tan ingenua. Atentamente,

HAZEL MARK

Posdata 1: Usted me dijo que Terry tenía muy mal carácter. Pero su hermana me ha asegurado que es un cordero.

Posdata 2: Dicen que el jugo de limón blanquea las pecas. Podría aplicárselo sobre la nariz.

H.M.

—Citando a Rebecca Dew —comentó Ana a Dusty Miller—, la segunda posdata es realmente la gota que colma el vaso.

13

Ana regresó a su casa para pasar sus segundas vacaciones con sentimientos encontrados. Gilbert no estaría en Avonlea ese verano. Se había ido al Oeste, a trabajar en un ferrocarril que se estaba construyendo. Pero Tejas Verdes seguía siendo Tejas Verdes, y Avonlea seguía siendo Avonlea. El Lago de las Aguas Refulgentes resplandecía como en los viejos tiempos. Los helechos crecían espesos como siempre, y el puente de troncos, aunque cada año estaba un poco más endeble y cubierto de musgo, seguía llevando a las sombras, los silencios y las canciones del viento del Bosque Encantado.

Ana había logrado que la señora Campbell permitiera a la pequeña Elizabeth ir con ella a pasar dos semanas, nada más. Pero Elizabeth, ante la idea de pasar dos semanas enteras con la señorita Shirley, no pedía nada más a la vida.

—Hoy me siento como la «señorita Elizabeth» —informó a Ana con un suspiro de deliciosa emoción mientras se alejaban de Álamos Ventosos—. ¿Quiere, por favor, presentarme como la señorita Elizabeth a sus amigos de Tejas Verdes? Me haría sentir tan adulta…

—Lo haré —respondió Ana, muy seria, recordando a una damisela pelirroja que una vez había pedido que la llamaran Cordelia.

El viaje desde Blight River hasta Tejas Verdes, por un camino como solamente la isla Príncipe Eduardo en verano puede mostrar, fue para Elizabeth algo casi tan fabuloso como había sido para Ana aquella memorable tarde de primavera tantos años atrás. El mundo era hermoso, con praderas ondeadas por el viento a cada lado, y sorpresas a la vuelta de cada curva. Estaba con su querida señorita Shirley; se vería libre de la «mujer» por dos semanas enteras; tenía un vestido nuevo rosado a cuadritos, y un par de preciosas botitas marrones. Era casi como si el Mañana hubiera llegado… con catorce Mañanas siguiéndolo. Los ojos de Elizabeth brillaban de sueños cuando tomaron por el sendero de entrada de Tejas Verdes, donde crecían las rosas silvestres.

Para Elizabeth, las cosas parecieron cambiar mágicamente en cuanto llegó a Tejas Verdes. Durante dos semanas, vivió en un mundo de romance. No se podía salir de la puerta sin meterse dentro de algo romántico. En Avonlea, las cosas sucedían… si no era hoy, entonces mañana. Elizabeth sabía que todavía no había entrado del todo en el Mañana, pero era consciente de que estaba a unos pasos de él.

 

Todo en Tejas Verdes parecía conocerla. Hasta el juego de té con florecitas rosadas de Marilla le parecía un viejo amigo. Las habitaciones la miraban como si ella siempre las hubiera conocido y querido; hasta la hierba era más verde que en cualquier otra parte, y las personas que vivían en Tejas Verdes eran la clase de gente que había en el Mañana. Ella les brindaba su cariño y se lo devolvían con creces. Davy y Dora la adoraban y la mimaban; Marilla y la señora Lynde la miraban con aprobación. Elizabeth era ordenada, femenina, cortés con los mayores. Ellos estaban al tanto de que Ana no aprobaba los métodos de la señora Campbell, pero era evidente que la anciana había educado correctamente a su nieta.

—Ay, señorita Shirley, no quiero dormir —susurró Elizabeth cuando estaban acostadas en la buhardilla, después de haber pasado una bonita velada—. No quiero dormir ni un minuto de estas maravillosas dos semanas. Ojalá pudiera arreglármelas sin dormir mientras estoy aquí.

Se quedó despierta largo rato. Era un placer estar allí tendida, escuchando el magnífico y bajo ruido de trueno, que la señorita Shirley le había explicado era el mar. A Elizabeth le encantaba, al igual que el suspiro del viento entre las vigas. Elizabeth siempre había tenido «miedo a la noche». ¿Quién sabía qué cosas extrañas podían abalanzarse sobre nosotros desde las sombras? Pero ahora ya no la temía. Por primera vez en la vida, la noche le resultaba una amiga.

Irían a la playa al día siguiente, había prometido la señorita Shirley, y se darían un remojón en esas olas de borde plateado que habían visto romper más allá de las dunas verdes de Avonlea, cuando subían la última colina. Elizabeth las miraba llegar, una detrás de la otra. Una era una gran ola oscura de sueño… rompía sobre ella… Elizabeth se ahogó en la ola con un delicioso suspiro de entrega.

«Aquí… es… tan… fácil… amar… a… Dios…», fue su último pensamiento consciente.

Pero permanecía despierta un rato, pensando, todas las noches, en Tejas Verdes, después de que la señorita Shirley se dormía. ¿Por qué la vida en Siempreverde no podía ser como en Tejas Verdes?

Elizabeth nunca había vivido en un sitio donde se podía hacer ruido, si lo deseaba. En Siempreverde, todos tenían que moverse despacio, hablar en voz baja, hasta pensar en voz baja, sentía Elizabeth. Había ocasiones en las que Elizabeth deseaba, perversamente, gritar con todas sus fuerzas.

—Puedes hacer todo el ruido que quieras, aquí —le había dicho Ana.

Pero lo curioso era que ya no deseaba gritar, ahora que nada se lo impedía. Le gustaba moverse en silencio, andar con cuidado entre todas las cosas bonitas que la rodeaban. Pero Elizabeth aprendió a reír durante su estada en Tejas Verdes. Y cuando volvió a Summerside, llevó consigo hermosos recuerdos, y dejó, también, recuerdos muy gratos de ella. Para los habitantes de Tejas Verdes, durante meses, la casa y los alrededores siguieron llenos de recuerdos de la pequeña Elizabeth. Porque para ellos, era «la pequeña Elizabeth», a pesar de que Ana la había presentado solemnemente como «la señorita Elizabeth». Era tan menuda, tan dorada, tan parecida a un duende, que sólo podían pensar en ella como en «la pequeña Elizabeth» … La pequeña Elizabeth, bailando al anochecer en el jardín entre los lirios de junio… enroscada sobre una rama del gran manzano, leyendo cuentos de hadas… La pequeña Elizabeth, hundida en una pradera llena de flores, donde su cabecita era solamente una flor más… persiguiendo mariposas por el Sendero de los Enamorados… escuchando zumbar a los abejorros entre las flores… comiendo fresas con crema con Dora, en la despensa, o grosellas, en el jardín.

—Las grosellas son hermosas, ¿no te parece, Dora? Es como comer joyas, ¿no?

La pequeña Elizabeth, cantando por lo bajo en el mágico atardecer entre los pinos… con dedos perfumados luego de juntar rosas… contemplando la luna sobre el valle del arroyo…

—La luna tiene ojos preocupados, ¿no cree, señora Lynde?

La pequeña Elizabeth, llorando amargamente porque un capítulo de la historia por entregas de la revista de Davy dejaba al héroe en un triste trance…

—¡Ay, señorita Shirley, creo que no saldrá de ésta!

La pequeña Elizabeth, acurrucada, rosada y dulce como una rosa silvestre, durmiendo la siesta en el sofá de la cocina, con los gatitos de Dora a su alrededor… chillando de alegría al ver al viento despeinar las colas de las gallinas, de aspecto tan digno… (¿era posible que la pequeña Elizabeth riera de ese modo?) … ayudando a Ana a adornar una tarta, a la señora Lynde a cortar los trozos de tela para un nuevo cobertor de «cadena irlandesa doble», a Dora a frotar los candelabros de bronce hasta que se reflejaban sus rostros en ellos… cortando diminutas galletas con un dedal, bajo la tutela de Marilla. Los habitantes de Tejas Verdes casi no podían mirar hacia ningún lado sin recordar a la pequeña Elizabeth.

«Me pregunto si alguna vez volveré a pasar quince días tan felices», pensó Elizabeth mientras se alejaba de Tejas Verdes. El camino a la estación seguía tan hermoso como dos semanas atrás, pero ella estaba cegada por las lágrimas.

—No hubiera creído que se pudiera extrañar tanto a una criatura —suspiró la señora Lynde.

Después de haberse ido Elizabeth, Katherine Brooke y su perro vinieron a pasar el resto del verano. Katherine había renunciado a su puesto en la escuela al finalizar el año, y tenía pensado ir a Redmond en el otoño para seguir un curso de secretariado en la Universidad de Redmond. Ana se lo había aconsejado.

—Sé que te gustará… El trabajo de maestra nunca te ha gustado —dijo Ana una tarde, cuando sentadas entre unos helechos en un rincón de la pradera, contemplaban las glorias del crepúsculo.

—La vida me debe algo más que lo que me ha pagado, y me lo voy a cobrar —aseguró Katherine en tono decidido—. Me siento mucho más joven que a estas alturas del año pasado… —añadió, riendo.

—Estoy segura de que es lo mejor para ti, pero no me gusta pensar en Summerside y en la escuela sin ti. ¿Cómo será la habitación de la torre el año que viene, sin nuestras conversaciones nocturnas, nuestras discusiones y nuestras horas de tonterías, cuando convertíamos todo y a todos en una broma?

****

EL TERCER AÑO

1

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma

8 de septiembre

Queridísimo:

Ha terminado el verano… el verano en que te vi solamente ese fin de semana de mayo. Y estoy de vuelta aquí en Álamos Ventosos, para mi tercer y último año en la Escuela Secundaria de Summerside. Katherine y yo pasamos días deliciosos en Tejas Verdes, y la extrañaré muchísimo este año. La maestra nueva es una mujer alegre y pequeña, regordeta, rosada, y amistosa como un cachorro… pero de algún modo, no hay nada más en ella. Tiene brillantes y vacíos ojos celestes sin ningún pensamiento detrás. Me agrada… siempre me agradará, ni más ni menos, pero no hay nada para descubrir en ella. Había tanto para descubrir en Katherine, una vez que lograbas hacerle bajar la guardia.

No hay cambios en Álamos Ventosos… sí, los hay. La vieja vaca rojiza ha pasado a mejor vida, me informó Rebecca Dew con tristeza cuando bajé a cenar la noche del lunes. Las viudas han decidido ahorrarse las molestias de tener otra, y comprarle leche y crema al señor Cherry. Esto significa que la pequeña Elizabeth ya no vendrá hasta el portón a buscar la leche fresca. Pero la señora Campbell parece haberse reconciliado con la idea de dejarla venir aquí cuando lo desea, así que la leche no será un problema.

Y hay otro cambio en puerta. La tía Kate me contó, muy a mi pesar, que han decidido regalar a Dusty Miller en cuanto encuentren un hogar adecuado para él. Ante mis protestas, dijo que querían paz, y que Rebecca Dew se había estado quejando de él todo el verano. No parece haber otra forma de satisfacerla. Pobre Dusty Miller… ¡y es un gato tan ronroneante!

Mañana, sábado, iré a cuidar a los mellizos de la señora Raymond mientras ella va a Charlottetown al funeral de un pariente. La señora Raymond es una viuda que vino al pueblo el invierno pasado. Rebecca Dew y las viudas de Álamos Ventosos… la verdad es que Summerside es un sitio estupendo para viudas… A la señora Raymond la consideran «un poco demasiado estirada» para Summerside, pero fue una enorme ayuda para Katherine y para mí con nuestras actividades del Club de Arte Dramático. Un favor merece otro.

Gerald y Geraldine tienen ocho años y son un par de criaturas de aspecto angelical, pero Rebecca Dew «puso trompa», para usar una de sus propias expresiones, cuando le conté lo que iba a hacer.

«Pero me encantan los niños, Rebecca».

«Los niños sí, pero ésos son la peste, señorita Shirley. La señora Raymond no es partidaria de castigar a los niños, hagan lo que hagan. Dice que está decidida a que lleven una vida "natural". Engañan a la gente con ese aspecto angelical, pero he oído los cuentos de los vecinos. La esposa del ministro fue de visita una tarde… bien, la señora Raymond fue un almíbar con ella, pero cuando se iba, cayó una lluvia de cebollas por la escalera y una le derribó el sombrero. "Los niños siempre se portan mal cuando una quiere que sean buenos", fue lo único que dijo la señora Raymond… como si se sintiera orgullosa de ellos por ser tan indomables. Son norteamericanos, ¿comprende?».

Como si eso explicara todo. Rebecca Dew tiene tanto aprecio por los «yanquis» como la señora Lynde.

2

A media mañana del sábado, Ana se dirigió a la bonita casa antigua sobre una calle que terminaba en el campo, donde vivían la señora Raymond y sus famosos mellizos. La señora Raymond estaba lista para partir… vestida algo alegremente, quizá, para un funeral, con un sombrero lleno de flores sobre el ondeado cabello castaño, pero muy hermosa. Los mellizos de ocho años, que habían heredado su belleza, estaban sentados en la escalera, con aspecto de querubines. Tenían piel rosada, grandes ojos celestes y esponjoso cabello rubio pálido.

Sonrieron con encantadora dulzura cuando su madre les presentó a Ana y les dijo que la querida señorita Shirley había sido tan buena al venir a cuidarlos mientras mamá iba al funeral de la querida tía Ella, y que por supuesto se iban a portar bien y no le iban a dar nada de trabajo, ¿no era así, tesoros? Los tesoros asintieron solemnemente y lograron parecer más angelicales que nunca.

La señora Raymond hizo que Ana la acompañara hasta el portón.

—Son lo único que tengo, ahora —declaró en tono patético—. Es posible que los haya malcriado un poco… sé que la gente lo piensa… la gente siempre parece saber mejor que una cómo criar a los hijos, ¿lo ha notado, señorita Shirley? Pero yo opino que es mejor quererlos que castigarlos, ¿sabe, señorita Shirley? Estoy segura de que usted no tendrá problemas con ellos. Los niños siempre se dan cuenta con quién pueden hacer travesuras y con quién no. La pobre señora Prouty, que vive aquí cerca, vino a quedarse con ellos un día, pero los pobrecitos no la pudieron soportar. De modo que le hicieron bastantes bromas, por supuesto… ya sabe cómo son los chicos. Se ha vengado contando las historias más absurdas por todo el pueblo. Pero usted les encantará y sé que se portarán como unos ángeles. Tienen mucha vivacidad, por supuesto… pero los niños tienen que ser así, ¿no cree? Es tan penoso ver niños con aspecto asustado, ¿no? Me gusta que sean naturales, ¿y a usted? Los niños demasiado buenos no parecen naturales, ¿no es cierto? No les permita hacer navegar sus barcos en la bañera ni meterse en el estanque, por favor. Tengo terror de que se resfríen… su padre murió de neumonía.

Los ojos de la señora Raymond parecían a punto de desbordar, pero ella parpadeó valientemente y contuvo las lágrimas.

—No se preocupe si se pelean un poco… los niños siempre lo hacen, ¿no es cierto? Pero si alguno de fuera los ataca… ¡cielos! Se adoran, sabe. Podría haber llevado a uno al funeral, pero sencillamente no quisieron saber nada. Nunca han estado separados un solo día. Y no iba a poder cuidar a mis mellizos en un funeral, ¿no le parece?

—No se preocupe, señora Raymond —dijo Ana con gentileza—. Estoy segura de que Gerald, Geraldine y yo pasaremos un buen día. Los niños me encantan.

—Lo sé. En cuanto la vi, me di cuenta de que le gustaban los niños. Una siempre se da cuenta, ¿no es cierto? Las personas que quieren a los chicos tienen algo. La pobre anciana señora Prouty los detesta. Busca lo peor en los niños, y por supuesto, lo encuentra. No imagina el consuelo que es para mí pensar que mis tesoros están bajo el cuidado de alguien que ama a los niños y los comprende. Estoy segura de que disfrutaré el día.

 

—Podrías llevarnos al funeral —chilló Gerald, asomando repentinamente la cabeza por una de las ventanas del primer piso—. Nunca vamos a lugares divertidos como ése.

—¡Ay, están en el baño! —exclamó la señora Raymond con aire trágico—. Querida señorita Shirley, por favor, vaya a sacarlos. Gerald, tesoro, sabes que mamá no puede llevaros al funeral. Ay, señorita Shirley, tiene esa alfombra de piel de coyote del saloncito atada alrededor del cuello por las patas. La arruinará. Por favor, haga que se la quite de inmediato. Debo apresurarme o perderé el tren.

La señora Raymond se alejó con andar elegante y Ana corrió arriba para encontrar que la angelical Geraldine había tomado a su hermano de las piernas y aparentemente trataba de arrojarlo por la ventana.

—Señorita Shirley, dígale a Gerald que deje de sacarme la lengua —exigió con ferocidad.

—¿Te duele? —quiso saber Ana, sonriendo.

—Muy bien, a mí no va a sacarme la lengua —declaró Geraldine, dirigiendo una fulminante mirada a su hermano, que se la devolvió, interesado.

—La lengua es mía y no puedes impedir que la saque cuando quiera, ¿no es cierto, señorita Shirley?

Ana pasó por alto la pregunta.

—Mis queridos mellizos, falta justo una hora para el almuerzo. ¿Qué os parece si vamos a sentarnos al jardín a jugar y contar cuentos? Y Gerald, ¿quieres por favor llevar esa alfombra de coyote otra vez a la sala?

—Pero es que quiero jugar al lobo —objetó Gerald.

—Quiere jugar al lobo —exclamó Geraldine, aliándose de pronto con su hermano.

—Queremos jugar al lobo —dijeron al unísono.

El timbre de la puerta cortó el nudo del dilema de Ana.

—Vamos a ver quién es —dijo Geraldine.

Volaron hasta la escalera y, deslizándose por la barandilla, llegaron a la puerta mucho más rápido que Ana. La piel de coyote se soltó y quedó olvidada por el camino.

—No compramos nada a ningún vendedor —informó Gerald a la dama que estaba en el umbral.

—¿Puedo ver a tu madre? —preguntó la mujer.

—No, no puede. Mamá se fue al funeral de la tía Ella. La señorita Shirley nos está cuidando. Aquí viene. Ahora sí que tendrá que esfumarse.

Ana realmente sintió deseos de que la mujer se esfumara cuando vio de quién se trataba. La señorita Pame la Drake no era una visita que gozara de popularidad en Summerside. Siempre estaba vendiendo alguna cosa y era casi imposible deshacerse de ella a menos que uno se la comprara, puesto que era totalmente impermeable a desaires e insinuaciones, y al parecer, disponía de todo el tiempo del mundo.

Esta vez estaba «vendía» una enciclopedia… algo de lo que ninguna maestra podía prescindir. En vano protestó Ana que no necesitaba una enciclopedia… la escuela ya tenía una muy completa.

—De diez años de antigüedad —decretó la señorita Pamela con firmeza—. Nos sentaremos aquí, sobre este banco rústico, señorita Shirley, y le enseñaré mi folleto.

—Lo lamento, pero no tengo tiempo, señorita Drake. Tengo que cuidar a los niños.

—Sólo me llevará unos minutos. Tenía pensado pasar a verla, señorita Shirley, y es una suerte para mí haberla encontrado aquí. Id a jugar, niños, mientras la señorita Shirley y yo miramos este hermoso folleto.

—Mamá contrató a la señorita Shirley para que nos cuide —objetó Geraldine, sacudiendo sus rizos rubios. Pero Gerald la tironeó hacia atrás y la puerta se cerró.

—Verá, señorita Shirley, lo que esta enciclopedia significa. Mire qué hermoso papel… tóquelo, vea qué maravillosos los grabados… Ninguna otra enciclopedia en el mercado tiene tantos grabados… Mire qué impresión… hasta un ciego podría leerla… y todo por ochenta dólares: ocho dólares de anticipo y ocho dólares por mes hasta que quede pagada. Nunca más tendrá una oportunidad así… Esta es la presentación, por eso damos tantas facilidades. El año que viene costará ciento veinte.

—Es que no quiero una enciclopedia, señorita Drake —dijo Ana, desesperada.

—Claro que quiere una enciclopedia. Todo el mundo quiere una enciclopedia… una enciclopedia Nacional. No sé cómo viví hasta que conocí la enciclopedia Nacional. ¡Vivir! No vivía, solamente existía. Observe el grabado del avestruz, señorita Shirley. ¿Alguna vez había visto un avestruz?

—Pero, señorita Drake, yo…

—Si los términos le parecen demasiado onerosos, estoy segura de que podremos llegar a un arreglo, puesto que es maestra… seis dólares por mes, en lugar de ocho. Francamente, no puede rechazar una oferta como ésta, señorita Shirley.

Ana ya sentía que no podía. ¿Acaso no valdría seis dólares por mes deshacerse de esta espantosa mujer que evidentemente ya había decidido no irse hasta conseguir un pedido? Además… ¿qué estarían haciendo los mellizos? El silencio era alarmante. ¿Y si estuvieran haciendo navegar sus barcos en la bañera? ¿Y si se estuvieran bañando en el estanque?

Hizo un último y penoso intento de escapar.

—Lo pensaré, señorita Drake, y le haré saber…

—No hay tiempo como el presente —dijo la señorita Drake, sacando la estilográfica con rapidez—. Sabe muy bien que va a llevarse la Nacional, de modo que le conviene firmar ahora y terminar con el asunto. No se gana nada postergando las cosas. En cualquier momento puede subir el precio y entonces tendría que pagar ciento veinte dólares. Firme aquí, señorita Shirley.

Ana sintió que le empujaban la pluma dentro de la mano… unos segundos más y… De pronto, la señorita Drake profirió un grito espeluznante; Ana dejó caer la pluma bajo las flores que rodeaban el banco, y contempló con asombro y horror a su compañera.

¿Ésa era la señorita Drake…? ¿Ese objeto indescriptible, sin sombrero, sin lentes, casi sin pelo? Sombrero, lentes y peluquín flotaban en el aire por encima de su cabeza, a mitad de camino hacia la ventana del baño, desde donde asomaban dos cabezas doradas. Gerald sostenía una caña de pescar de la que colgaban dos hilos con anzuelos. Gracias a qué magia había logrado un triple enganche, sólo él lo sabía. Sin duda, se debía a un golpe fabuloso de suerte.

Ana voló escaleras arriba. Para cuando llegó al baño, los mellizos habían huido. Gerald había abandonado la caña de pescar, y al espiar por la ventana, Ana vio a una furiosa señorita Drake recuperando sus pertenencias, pluma incluida, y dirigiéndose luego hacia el portón. Por una vez en su vida, la señorita Pamela Drake había tenido que irse sin el pedido.

Ana descubrió a los mellizos comiendo manzanas con aire angelical en la galería trasera. Era difícil saber qué hacer. No podía dejarse pasar travesura semejante sin un reproche… pero Gerald la había rescatado de una posición difícil, y la señorita Drake era un odioso ser que necesitaba una lección. No obstante…

—¡Te has comido un gusano enorme! —chilló Gerald—. ¡Lo vi desaparecer por tu garganta!

Geraldine dejó la manzana y de inmediato vomitó. Ana estuvo ocupada durante un buen rato. Y cuando Geraldine estuvo mejor, era la hora del almuerzo, y Ana decidió dejar pasar el asunto con una leve admonición. Después de todo, no habían causado daños permanentes a la señorita Drake, que probablemente mantendría la boca cerrada por su propio bien.

—¿Te parece, Gerald, que te comportaste como un caballero? —preguntó con suavidad.

—No —respondió Gerald—. Pero fue divertidísimo. ¡Ja! Soy un buen pescador, ¿no cree?

El almuerzo estuvo excelente. La señora Raymond lo había preparado antes de partir, y fueran cuales fueren sus carencias disciplinarias, era una excelente cocinera. Gerald y Geraldine, ocupados en masticar y tragar con voracidad, no pelearon ni mostraron modales peores que cualquier otro niño. Después del almuerzo, Ana lavó los platos y logró que Geraldine la ayudara a secarlos y que Gerald los guardara con cuidado en el armario. Lo hicieron con pericia, y Ana reflexionó, complacida, que lo único que los niños necesitaban era un poco de disciplina y firmeza.