Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Qué alentadora! —exclamó Rebecca Dew. Había traído un plato de pastelillos.

La prima Ernestina pasó por alto el comentario de Rebecca Dew, y se sirvió una segunda porción de peras.

—¿Pueden decirme si una calceolaria es una flor o una enfermedad? —preguntó.

—Una flor —dijo la tía Chatty.

La prima Ernestina pareció decepcionada.

—Bueno, sea lo que fuere, la viuda de Sandy Bugle la tiene. La oí contándole a su hermana, el domingo pasado en misa, que por fin tenía una calceolaria. Tus geranios están muy pelados, Charlotte. Temo que no los fertilizas lo suficiente. La señora de Sandy ha dejado el luto a sólo cuatro años de la muerte del pobre Sandy. Hoy en día se olvida enseguida a los muertos. Mi hermana llevó luto por su esposo durante veinticuatro años.

—¿Sabía que tiene abierta la parte superior de la falda? —preguntó Rebecca Dew, mientras dejaba una tarta de coco delante de la tía Kate.

—No tengo tiempo de estar mirándome en el espejo todo el tiempo —replicó la prima Ernestina en tono ácido—. ¿Y qué pasa si la tengo abierta? Llevo puestas tres enaguas, para que sepan. Me dicen que hoy en día las chicas usan solamente una. Me temo que el mundo se está poniendo terriblemente audaz y frívolo. Me pregunto si alguna vez piensan en el día del juicio.

—¿Cree que el día del juicio nos preguntarán cuántas enaguas tenemos puestas? —preguntó Rebecca Dew, y escapó a la cocina antes de que nadie pudiera adoptar una expresión de horror. Hasta la tía Chatty pensaba que Rebecca Dew se había sobrepasado.

—Supongo que habrán visto en el periódico que la semana pasada murió el viejo Alex Crowdy —suspiró la prima Ernestina—. Su esposa murió hace dos años, literalmente llevada a la tumba por sus amarguras, pobrecilla. Dicen que él se ha sentido muy solo desde la muerte de ella, pero me temo que eso es demasiado bello para ser cierto. Y temo que los problemas no han terminado para él, aun a pesar de que está muerto. Al parecer, no quiso redactar un testamento y temo que habrá terribles disputas por la herencia. Dicen que Annabel Crowdy se va a casar con un aprendiz de todo y oficial de nada. El primer marido de su madre también lo era, así que quizá sea hereditario. Annabel ha tenido una vida dura, pero me temo que pasará de Guatemala a Guatepeor, aun si no resulta que él ya tiene otra esposa.

—¿Qué es de la vida de Jane Goldwin? —quiso saber la tía Kate—. No ha venido al pueblo en muchísimo tiempo.

—Ah, pobre Jane. Se está consumiendo misteriosamente. No saben qué es. Temo que resulte algo espantoso. ¿De qué se está riendo Rebecca Dew en la cocina, como una hiena? Me temo que terminarán ocupándose de ella. En la familia Dew hay muchos problemas mentales.

—Me enteré de que Thyra Cooper tuvo un bebé —comentó la tía Chatty.

—Ah, sí, pobrecita. Uno solo, por fortuna. Temía que fueran mellizos. Los Cooper tienen tantos antecedentes de mellizos…

—Thyra y Ned son una pareja tan agradable —afirmó la tía Kate, decidida a rescatar algo del colapso del universo.

Pero la prima Ernestina no estaba dispuesta a admitir que había algo bueno en Gilead, mucho menos en Lowvale.

—Ah, pero tuvo suerte de atraparlo, finalmente. Hubo un tiempo en que temía que él no regresara del Oeste. Se lo advertí. «Puedes estar segura de que te decepcionará», le dije. «Siempre decepciona a todo el mundo. Todos esperaban que muriera antes de cumplir un año, pero como verás, sigue vivo». Cuando él compró la casa de los Holly, le volví a advertir: «Me temo que ese pozo está lleno de tifus», le dije. «El empleado de los Holly murió allí de tifus hace cinco años». No podrán culparme a mí si sucede algo. Joseph Holly tiene un problema en la espalda. Lo llama lumbago, pero me temo que es el comienzo de una meningitis espinal.

—El anciano tío Joseph Holly es uno de los mejores hombres del mundo —dijo Rebecca Dew, trayendo la tetera llena, por segunda vez.

—Sí, es bueno —declaró la prima Ernestina en tono lúgubre—. ¡Demasiado bueno! Me temo que sus hijos se echarán a perder. Sucede así con mucha frecuencia. Parecería como que hay que establecer un promedio. No, gracias, Kate, no beberé más té… Bueno, un pastelillo, quizá. No son pesados para el estómago, pero temo que he comido demasiado.

»Debo ir partiendo, porque me temo que oscurecerá antes de que llegue a casa. No quiero mojarme los pies; le tengo mucho miedo a la neumonía. He tenido algo que me baja desde el brazo hasta las piernas todo el invierno. Noche tras noche me he quedado despierta a causa de eso. Ah, nadie sabe por lo que he pasado, pero no soy una de esas personas que se queja. Estaba decidida a venir a verlas, pues puede que la próxima primavera ya no me encuentre aquí. Pero ustedes dos están muy avejentadas, de modo que es posible que se vayan antes que yo. Bueno, es mejor irse cuando todavía queda alguien de la familia para sepultarnos.

»¡Cielos, qué viento se ha levantado! Temo que si se convierte en temporal, se nos volará el techo del granero. Hemos tenido mucho viento esta primavera; me temo que el tiempo está cambiando. Gracias, señorita Shirley… —dijo a Ana, que la ayudaba a ponerse el abrigo—. Cuídese. Tiene aspecto muy descolorido. Me temo que los pelirrojos nunca tienen buena salud.

—Mi salud está muy bien —sonrió Ana, y le entregó a la prima Ernestina un indescriptible sombrero con una deshilachada pluma de avestruz colgando de la parte de atrás—. Me duele un poco la garganta, esta noche, nada más, señorita Bugle.

—¡Ah! —La prima Ernestina tuvo otro de sus oscuros presentimientos—. Tenga cuidado con el dolor de garganta. Los síntomas de difteria y amigdalitis son iguales hasta el tercer día. Pero hay un consuelo… si muere joven, se ahorrará un montón de sufrimientos.

9

Habitación de la Torre,

Álamos Ventosos.

20 de abril

Mi pobre querido Gilbert:

He dicho de la risa, es locura, y de la alegría, ¿qué logra? Temo que tendré canas de muy joven… temo que terminaré en el asilo para pobres… temo que ninguno de mis alumnos pasará los exámenes finales. El perro del señor Hamilton me ladró el sábado por la noche, y temo que enfermaré de hidrofobia… temo que mi paraguas se doblará cuando vaya a ver a Katherine esta noche… Me llevo tan bien con Katherine ahora, que temo que en el futuro nos pelearemos… me temo que después de todo, mi pelo no es castaño… temo que tendré un lunar en la punta de la nariz cuanto tenga cincuenta años. Temo que la escuela se incendie… temo encontrar un ratón en la cama esta noche… mucho me temo que te comprometiste conmigo nada más que porque me veías todo el tiempo…

No, amor mío, no estoy loca… todavía no. Es que la prima Ernestina Bugle contagia.

Ahora sé por qué Rebecca Dew siempre la llamó «la señorita Mucho-me-temo». La pobre ha tomado prestados tantos problemas, que debe de estar terriblemente endeudada con el destino.

Hay tantos Bugle en el mundo, no todos tan sumidos en su «buglismo» como la prima Ernestina, quizá, pero hay tantos aguafiestas que temen disfrutar del hoy por lo que pueda traer el mañana.

Gilbert, mi vida, no tengamos nunca miedo de las cosas. Es una esclavitud tan terrible. Seamos osados, aventureros y expectantes. Salgamos bailando al encuentro de la vida y de lo que nos pueda traer, aunque nos traiga montañas de problemas, tifus ¡y mellizos!

Hoy fue un día salido de junio y caído en abril. La nieve ha desaparecido y los prados y las colinas doradas cantan la primavera. El Rey de las Tormentas estaba embanderado con una ligerísima bruma violeta. Hemos tenido mucha lluvia últimamente y disfruté mucho sentada en la torre durante las silenciosas horas mojadas de los atardeceres. Pero esta noche es una noche apresurada… hasta las nubes que corren por el cielo tienen prisa, y la luz de la luna que asoma entre ellas está apurada por inundar al mundo.

Supongamos, Gilbert, que esta noche estuviéramos caminando, tomados de la mano, por uno de los largos caminos de Avonlea…

Gilbert, me temo que estoy escandalosamente enamorada cíe ti. ¿No te parece irreverente, verdad? Pero, bueno, no eres un ministro de la Iglesia.

10

—Soy tan distinta —suspiró Hazel.

Era realmente terrible ser tan distinta de los demás… y sin embargo, maravilloso a la vez, como si uno fuera un ser de otro planeta. Hazel por nada del mundo hubiera preferido ser una del montón… a pesar de cómo sufría por ser diferente.

—Todos somos distintos —dijo Ana, divertida.

—Está sonriendo. —Hazel entrelazó un par de manos muy blancas y con hoyuelos, y miró a Ana con adoración. Remarcaba por lo menos una palabra de cada frase que pronunciaba—. Tiene una sonrisa tan fascinante… tan mágica. En cuanto la vi, me di cuenta de que comprendería todo. Estamos en el mismo plano. A veces creo que debo de ser adivina, señorita Shirley. Siempre sé en forma tan instintiva, cuando conozco a alguien, si me caerá bien o no. Sentí de inmediato que usted comprendería. Es tan dulce sentirse comprendida. Nadie me comprende, señorita Shirley… nadie. Pero cuando la vi, una voz interna me susurró: «Ella entenderá… con ella puedes ser tú misma». Ay, señorita Shirley, seamos verdaderamente como somos. Señorita Shirley, ¿me quiere un poquito, una pizca, aunque más no sea?

—Creo que eres un encanto —respondió Ana, riendo y despeinando los rizos dorados de Hazel con sus dedos delgados. Era muy fácil sentir cariño por Hazel.

Hazel había estado desnudando su alma ante Ana en la habitación de la torre, desde donde podían ver una luna joven colgando sobre el puerto, y el crepúsculo de mayo llenando las copas rojas de los tulipanes bajo las ventanas.

 

—No encendamos las luces todavía —había suplicado Hazel, y Ana había estado de acuerdo.

—Es hermoso cuando la oscuridad es tu amiga, ¿no crees? Cuando enciendes la luz, la oscuridad se vuelve tu enemiga… y te mira con resentimiento.

—Puedo pensar cosas como ésas, pero nunca puedo expresarlas de manera tan bella —se quejó Hazel, extasiada—. Habla el idioma de las violetas, señorita Shirley.

Hazel no podría haber explicado a qué se refería con eso, pero no tenía importancia. Sonaba tan poético.

La habitación de la torre era el único lugar tranquilo en la casa. Rebecca Dew había dicho esa mañana, con expresión agobiada:

—Hay que empapelar la sala y el dormitorio libre antes de la reunión de la Sociedad de Damas. —Y había procedido a sacar todos los muebles de ambas habitaciones para dejar lugar al empapelador, que luego se negó a venir hasta el día siguiente. Álamos Ventosos era una selva de confusión, con un solo claro de quietud en la torre.

Hazel Marr tenía un notorio enamoramiento juvenil hacia Ana. Los Marr eran nuevos en Summerside; se habían mudado allí desde Charlottetown durante el invierno. Hazel era una «rubia de octubre», como le gustaba describirse, con pelo color bronce y ojos castaños. Según Rebecca Dew, ya no había servido para nada desde que había descubierto que era guapa. Pero Hazel gozaba de mucha popularidad, sobre todo entre los muchachos, que encontraban irresistible la combinación de su pelo y sus ojos. A Ana le resultaba simpática. Más temprano esa tarde, se había sentido cansada y algo pesimista, vencida por las actividades de la escuela, pero ahora se sentía descansada, aunque no podría haber dicho si se debía a la brisa de mayo, cargada de perfume de flores de manzano y que entraba por la ventana, o a la charla de Hazel. Tal vez a ambas cosas. De algún modo, Hazel le recordaba su propia juventud temprana, con todos sus éxtasis, ideales y visiones románticas.

Hazel tomó la mano de Ana y presionó los labios sobre ella, con gesto reverente.

—Odio a las personas a quienes quiso antes que a mí, señorita Shirley. Odio a las personas a quienes quiere ahora. Quiero que sea exclusivamente mía.

—¿No te parece poco razonable, tesoro? Tú quieres a otros, además de quererme a mí. ¿Qué hay de Terry, por ejemplo?

—¡Ay, señorita Shirley! De eso quiero hablarle. Ya no puedo seguir soportándolo en silencio… no puedo. Tengo que hablar con alguien, con alguien que comprenda. Antenoche salí y di vueltas y vueltas al estanque toda la noche… bueno, casi… hasta las doce, de todos modos. He sufrido lo indecible.

Hazel adoptó todo el aspecto trágico que le permitían una carita redonda, rosada, ojos de largas pestañas y una aureola de rizos.

—Pero Hazel, querida, creí que Terry y tú erais muy felices… que todo estaba arreglado.

No se podía culpar a Ana por pensar de ese modo. Durante las tres semanas anteriores, Hazel había derramado en sus oídos palabras extasiadas sobre Terry Garland, pues para Hazel, ¿qué sentido tenía tener un pretendiente, si no se podía hablar con alguien de él?

—Todos piensan eso —replicó Hazel en tono cargado de amargura—. Ay, señorita Shirley, la vida está tan llena de problemas desconcertantes. A veces siento deseos de acostarme en alguna parte… en cualquier parte… cruzar las manos y nunca volver a pensar.

—¿Pero qué ha sucedido, querida?

—Nada… y todo. Ay, señorita Shirley, ¿puedo hablarle de ello? ¿Puedo contarle todo?

—Claro que sí, chiquilla.

—No tengo ante quién desnudar mi alma —declaró Hazel con aire patético—. Salvo en mi diario, por supuesto. ¿Me permitirá mostrarle mi diario algún día, señorita Shirley? Es una autorrevelación. Y sin embargo, no puedo escribir lo que me quema el alma. Me… ¡me ahoga!

Hazel se aferró el cuello teatralmente.

—Claro que me gustaría verlo, si es lo que quieres. Pero ¿qué ha pasado entre Terry y tú?

—¡Terry! Ay, señorita Shirley, ¿me creerá si le digo que Terry es como un desconocido para mí? ¿Alguien a quien nunca vi antes? —agregó, como para que no quedaran dudas.

—Pero, Hazel… creí que lo amabas… dijiste…

—Sí, lo sé. Yo también creía amarlo. Pero ahora sé que fue todo un terrible error. Ay, señorita Shirley, no puede imaginar lo difícil que es mi vida… lo imposible…

—Sí, te entiendo —dijo Ana, compasivamente, recordando a Roy Gardiner.

—Ay, señorita Shirley, estoy segura de que no lo amo lo suficiente como para casarme con él. Ahora lo comprendo… ahora que es demasiado tarde. Me dejé encandilar hasta creer que lo amaba. De no haber sido por la luna, estoy segura de que le hubiera pedido tiempo para pensarlo. Pero me dejé llevar… ahora lo veo muy bien. ¡Ay, tendré que escapar… tendré que hacer algo desesperado!

—Pero Hazel, querida, si sientes que te has equivocado, por qué no decírselo…

—¡Ay, señorita Shirley, no podría! Lo mataría. Me adora, sencillamente. No hay escapatoria. Y Terry está comenzando a hablar de casamiento. Piénselo… una chiquilla como yo… apenas tengo diecisiete años. Todas mis amigas a las que les he contado el secreto de mi compromiso me felicitaron… y es todo una farsa. Creen que Terry es un gran partido porque heredará diez mil dólares cuando cumpla veinticinco años. Se los dejó su abuela. ¡Como si me importara algo tan sórdido como el dinero! Ay, señorita Shirley, ¿por qué es éste un mundo tan mercenario? ¿Por qué?

—Supongo que es mercenario en algunos aspectos, pero no en todos, Hazel. Y si te sientes así respecto de Terry… bueno, todos nos equivocamos. A veces es muy difícil reconocer lo que queremos…

—Sí, ¿no es cierto? Sabía que me comprendería. Yo creía amarlo, señorita Shirley. La primera vez que lo vi, me quedé sentada contemplándolo toda la tarde. Cuando sus ojos se topaban con los míos, me golpeaban oleadas de sensaciones. Era tan apuesto… aunque aún entonces me pareció que tenía el pelo demasiado rizado y las pestañas demasiado rubias. Eso debería haberme servido de advertencia. Pero siempre pongo el alma en todo, sabe… soy tan intensa. Me estremecía de éxtasis cada vez que se me acercaba. Y ahora no siento nada… ¡nada! Ay, he envejecido en estas semanas, señorita Shirley… ¡he envejecido! No he comido casi nada desde que nos comprometimos. Mi madre podría contárselo. Estoy segura de que no lo amo lo suficiente como para casarme con él. Puedo tener dudas sobre muchas otras cosas, pero eso lo sé con absoluta certeza.

—Entonces no deberías…

—Aun en aquella noche de luna, cuando me propuso casamiento, yo estaba pensando en qué vestido usaría para la fiesta de disfraces de Joan Pringle. Pensaba que sería bonito ir como Reina de Mayo, en verde pálido, con una faja en verde más oscuro, y una corona de rosas color rosado pálido en el pelo. Y una caña decorada con rosas y cintas verdes y rosadas. ¿No hubiera sido encantador? Y después el tío de Joan tuvo que morirse y Joan no pudo dar la fiesta, después de todo, así que de nada sirvió. Pero lo importante es que… realmente no puedo haberlo amado, si mis pensamientos vagaban de esa forma, ¿no cree?

—No lo sé… a veces los pensamientos nos juegan malas pasadas.

—Realmente creo que no quiero casarme en absoluto, señorita Shirley. Por casualidad, ¿tiene un palillo de naranjo a mano? Gracias. Tengo las uñas desparejas. Bien puedo limármelas mientras hablo. ¿No es agradable estar intercambiando confidencias de este modo? Son tan pocas las oportunidades que tenemos… el mundo se entromete tanto… Bien, ¿en qué estaba? Ah, sí, Terry… ¿Qué voy a hacer, señorita Shirley? Quiero que me dé un consejo. ¡Ay, me siento como una criatura atrapada!

—Pero Hazel, es tan sencillo…

—No, no es nada sencillo, señorita Shirley. Es terriblemente complicado. Mamá está escandalosamente complacida, pero la tía Jean, no. Terry no le gusta y todos dicen que ella es una mujer de buen juicio. No quiero casarme con nadie. Soy ambiciosa… quiero una carrera. A veces pienso que me gustaría ser monja. ¿No sería maravilloso ser la novia del Cielo? La Iglesia Católica es tan pintoresca, ¿no cree? Pero claro, no soy católica… y de todos modos, no se podría llamarlo una carrera. Siempre pensé que me gustaría ser enfermera. Es una profesión tan romántica, ¿no le parece? Acariciar frentes afiebradas y todo eso… ¡y un paciente millonario que se enamora de mí y me lleva a pasar la luna de miel en una casa veraniega en la costa del Mediterráneo, bajo el sol de la mañana! Me he visto así. Sueños tontos, quizá, pero ay, tan dulces… No puedo renunciar a ellos por la prosaica realidad del matrimonio con Terry Garland y una vida en Summerside.

Hazel se estremeció ante la idea y se examinó una uña con ojos críticos.

—Supongo que… —comenzó a decir Ana.

—No tenemos nada en común, sabe, señorita Shirley. Él es indiferente a la poesía y el romance, y para mí son la vida. A veces pienso que debo de ser una reencarnación de Cleopatra… ¿o sería Helena de Troya…? En fin, una de esas mujeres lánguidas y seductoras. Tengo pensamientos y sensaciones tan maravillosos… No sé de dónde me vienen, si ésa no es la explicación. Y Terry es tan pragmático… no puede ser la reencarnación de nadie. Lo que dijo cuando le conté sobre la pluma de escribir de Vera Fry lo demuestra, ¿no cree?

—Es que nunca oí hablar de la pluma de escribir de Vera Fry —dijo Ana, con paciencia.

—¿De veras? Creí que se lo había contado. Le he contado tantas cosas… El novio de Vera le regaló una pluma de escribir que había hecho con una pluma caída de un ala de cuervo, que encontró en el suelo. Él le dijo: «Que tu espíritu se eleve al cielo con ella cada vez que la usas, como el pájaro que una vez la llevó». ¿No fue absolutamente maravilloso? Pero Terry dijo que la pluma se gastaría muy pronto, sobre todo si Vera escribía tanto como hablaba, y en cualquier caso, no le parecía que los cuervos se elevaran al cielo. Sencillamente, no captó el significado en absoluto… la esencia.

—¿Y cuál era el significado?

—Bueno… bueno… elevarse, entiende, alejarse de las bajezas de la Tierra. ¿Se fijó en el anillo de Vera? Un zafiro. Los zafiros me parecen demasiado oscuros para anillos de compromiso. Me gusta mucho más su romántico anillo de perlas. Terry quería darme el anillo de inmediato, pero le dije que todavía no… Iba a ser como un grillete… tan irrevocable, comprende. No hubiera sentido eso si lo amara, ¿no cree?

—No, creo que no…

—Ha sido tan maravilloso hablar con alguien de lo que realmente siento. Ay, señorita Shirley, si sólo pudiera encontrarme libre otra vez… libre para buscar el significado más profundo de la vida. Terry no sabría de qué estoy hablando, si le dijera eso. Y sé que tiene mal carácter, como todos los Garland. Ay, señorita Shirley, si usted pudiera hablarle… decirle lo que siento… Él tiene una opinión inmejorable de usted… se dejaría guiar por sus palabras.

—Hazel, mi querida niña, ¿cómo voy a hacer algo así?

—No veo por qué no. —Hazel terminó con la última uña y dejó el palillo con aire trágico—. Si usted no puede, no podré obtener ayuda de ningún lado. Pero nunca, nunca, nunca podré casarme con Terry Garland.

—Si no amas a Terry, tendrías que ir y decírselo, por más que él se sienta mal al principio. Algún día conocerás a alguien a quien amarás de verdad, Hazel, querida… entonces, ya no tendrás dudas… lo sabrás con absoluta certeza.

—Nunca más amaré a nadie —aseguró Hazel, con calma pétrea—. El amor no trae más que sufrimiento. A pesar de mi juventud, eso lo he aprendido bien. Ésta sería una magnífica trama para una de sus historias, ¿no cree, señorita Shirley? Tengo que irme. No tenía idea de que fuera tan tarde. Me siento mucho mejor después de haberle contado todo… «tocado tu alma en la tierra de las sombras», como dice Shakespeare.

—Creo que era Pauline Johnson —la corrigió Ana suavemente.

—Bueno, sabía que era alguien… alguien que había vivido. Creo que esta noche dormiré, señorita Shirley. Casi no he dormido desde que me encontré comprometida con Terry, sin saber cómo había sucedido.

Hazel se pasó la mano por el cabello, para inflarse el peinado, y se puso el sombrero con ala forrada en rosado y flores rosadas alrededor. Le quedaba tan bonito que Ana, siguiendo un impulso, le besó la mejilla.

—Eres preciosa, querida —dijo con admiración.

Hazel permaneció inmóvil.

Luego levantó la mirada y contempló el techo de la habitación, como si pudiera ver, más allá, las estrellas.

—Nunca, nunca olvidaré este momento maravilloso, señorita Shirley —murmuró, extasiada—. Siento que mi belleza… si es que la tengo… ha sido consagrada. Ay, señorita Shirley, no sabe lo terrible que es tener fama de ser hermosa y siempre temer que cuando la gente la conoce a una, piense que no era tan bonita como decían. Es una tortura. A veces me siento morir de mortificación porque me parece ver que se sienten defraudados. Quizá sólo sea mi imaginación… soy tan imaginativa, demasiado para mi propio bien, temo. Imaginé que estaba enamorada de Terry, ¿comprende? Ay, señorita Shirley, ¿puede oler el aroma de las flores de manzano?

 

Como tenía nariz, Ana podía olerlo.

—¿No es absolutamente divino? Espero que el cielo sea todo flores. Una podría ser buena si viviera en un lirio, ¿no cree?

—Me temo que no habría demasiado lugar —respondió Ana con un dejo de malicia.

—Ay, señorita Shirley, no… no sea sarcástica con alguien que la idolatra. El sarcasmo me deja marchita como una hoja.

—Veo que no le habló hasta matarla —comentó Rebecca Dew cuando Ana volvió después de acompañar a Hazel hasta el final de la calle—. No entiendo cómo la soporta.

—Me resulta simpática, Rebecca, de veras. Yo era terriblemente charlatana cuando era niña. Me pregunto si a la gente que tenía que escucharme le parecería tan tonta como Hazel, a veces.

—No la conocí cuando era niña, pero estoy segura de que no era así —dijo Rebecca—. Porque lo dijera como lo dijera, hablaría con franqueza e intención, cosa que Hazel Marr no hace. No es más que leche gorda fingiendo ser crema.

—Sí, claro, a todo le da un aire dramático, como la mayoría de las chicas, pero creo que algunas cosas las dice en serio —replicó Ana.

Pensaba en Terry. Tal vez creía que Hazel hablaba con sinceridad respecto a él, porque ella no tenía la mejor de las opiniones sobre el mencionado Terry. Ana opinaba que Hazel «se desperdiciaría» con él, a pesar de los diez mil dólares que heredaría. Consideraba a Terry un muchacho apuesto, algo débil, que se enamoraría de la primera chica que le hiciera una caída de ojos, y con la misma facilidad, pasaría a enamorarse de la siguiente, si la primera lo rechazaba o lo dejaba solo demasiado tiempo.

Ana había visto bastante a Terry esa primavera, pues Hazel había insistido en que los acompañara en varias oportunidades, y estaba destinada a seguir viéndolo porque Hazel iba a visitar a unos amigos en Kingsport, y durante su ausencia, Terry se pegó a Ana; la llevaba a pasear y la acompañaba a su casa después de las fiestas o reuniones. Se llamaban «Ana» y «Terry», pues eran aproximadamente de la misma edad, aunque Ana se sentía bastante maternal respecto de él. Terry estaba encantado de que «la inteligente señorita Shirley» disfrutara de su compañía, y la noche de la fiesta de May Connelly, en un jardín iluminado por la luna, sobre el cual bailaban las sombras de las acacias, se puso tan sentimental, que Ana, divertida, le recordó a la ausente Hazel.

—Bah, Hazel… —dijo Terry—. Esa chiquilla…

—Estás comprometido con «esa chiquilla», ¿no es cierto? —replicó Ana con severidad.

—En realidad, no… fueron tonterías. Creo que me dejé llevar por la luna.

Ana pensó rápidamente. Si a Terry realmente le importaba tan poco Hazel, era mejor librar a la joven de él. Tal vez ésta fuera una oportunidad dorada para salvarlos a ambos del tonto enredo en el que se habían metido y del que ninguno de los dos parecía poder salir.

—Por supuesto —continuó Terry, que había malentendido su silencio—, estoy en un lío, lo admito. Creo que Hazel me ha tomado muy en serio y no sé cómo hacerle ver su error.

Ana, impulsiva como siempre, adoptó su aire más maternal.

—Terry, ambos son un par de niños jugando a los adultos. Hazel siente tan poco por ti como tú por ella. Aparentemente, la luna os afectó a ambos. Ella quiere quedar libre, pero teme decírtelo y herir tus sentimientos. Es sólo una chiquilla romántica y confundida, y tú eres un muchacho enamorado del amor. Algún día, ambos reiréis a carcajadas recordándolo.

«Creo que me salió muy bien», pensó Ana, complacida.

Terry dejó escapar un suspiro.

—Me has quitado un peso de encima, Ana. Hazel es una dulzura, por supuesto, y por nada del mundo quería herirla, pero hace varias semanas que he tomado conciencia de mí… de nuestro… error. Cuando uno conoce a una mujer… a la mujer… ¿No vas a irte todavía, verdad, Ana? ¿Acaso vamos a desperdiciar esta hermosa luna? Pareces una rosa blanca bajo la luna… Ana…

Pero Ana había huido.

11

Ana, que se encontraba corrigiendo exámenes en la habitación de la torre, una tardecita de mediados de junio, hizo una pausa para sonarse la nariz. Se la había sonado tantas veces esa tarde, que la tenía enrojecida y algo dolorida. A decir verdad, era víctima de un muy severo y poco romántico catarro. No le permitía disfrutar del suave cielo verdoso detrás de los árboles de Siempreverde, ni de la luna plateada que colgaba por encima del Rey de las Tormentas, ni del perfume de las lilas bajo su ventana ni del de los lirios en el florero de la mesa. Oscurecía su pasado y le ensombrecía el futuro.

—Un catarro en junio es algo inmoral —le informó a Dusty Miller, que meditaba sobre el alféizar de la ventana—. Pero dentro de dos semanas, estaré en mi querida Tejas Verdes, en lugar de estar cocinándome aquí con estos exámenes llenos de errores y sonándome la gastada nariz. Piensa en ello, Dusty Miller.

Al parecer, Dusty Miller lo pensó. Quizá también haya pensado que la damisela que avanzaba a pasos rápidos por la Calle del Fantasma y luego subía por el sendero tenía aspecto furioso, alterado y muy poco acorde con el mes de junio. Era Hazel Barr, que había vuelto el día anterior de Kingsport; resultaba evidente que estaba muy perturbada. Minutos después, entró como una tromba en el dormitorio de Ana, sin aguardar respuesta a su golpe a la puerta.

—Vaya, Hazel, querida… (¡Achís!). ¿Ya has vuelto de Kingsport? No te esperaba hasta la semana que viene.

—No, supongo que no —replicó Hazel con sarcasmo—. Sí, señorita Shirley, estoy de vuelta. ¿Y con qué me encuentro? Con que ha estado haciendo todo lo posible para quitarme a Terry… ¡y casi lo ha logrado!

—¡Hazel! (¡Aaachiiís).

—Sí, búrlese de mí… búrlese de todo. Pero no trate de negarlo. Lo hizo… y en forma deliberada.

—Claro que sí. Tú me lo pediste.

—¡Que yo se lo pedí!

—Aquí, en esta misma habitación. Me dijiste que no lo amabas y que nunca podrías casarte con él.

—Habré estado deprimida, supongo. Nunca soñé que me tomaría en serio. Pensé que usted comprendería el temperamento artístico. Es muchísimo mayor que yo, pero ni siquiera usted pudo haber olvidado la forma alocada en que hablan las muchachas jóvenes… la forma en que sienten. ¡Usted, que fingía ser mi amiga!

«Esto debe de ser una pesadilla», pensó la pobre Ana, secándose la nariz.

—Siéntate, Hazel… por favor.

—¡Sentarme! —Hazel iba de un lado a otro, alteradísima—. ¿Cómo puedo sentarme… cómo puede alguien sentarse cuando su vida está en ruinas? Si eso es lo que hace la vejez… volvernos celosos de la felicidad de los jóvenes y decididos a destruirla… rezaré para no envejecer nunca.

Ana tuvo un primitivo e intenso deseo de dar un buen tirón de orejas a Hazel. Lo reprimió tan pronto, que después nunca creyó haberlo tenido. Pero decidió que se imponía un castigo suave y gentil.

—Si no puedes sentarte y hablar con sensatez, Hazel, prefiero que te vayas. —Ana estornudó con violencia—. Tengo que trabajar.

—No me iré hasta decirle exactamente lo que pienso de usted. Sí, sé que la culpa es solamente mía, debí darme cuenta… de hecho, lo sabía. La primera vez que la vi, intuí que era peligrosa. ¡Ese cabello rojo y esos ojos verdes! Pero nunca soñé que llegaría al punto de crear problemas entre Terry y yo. Pensé que por lo menos, era cristiana. Nunca oí de nadie que hiciera una cosa así. Me ha roto el corazón, si eso le produce satisfacción.