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100 Clásicos de la Literatura

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Davy hizo suficiente ruido como para despertar a los Siete Durmientes, la mañana de Navidad, haciendo sonar un viejo cencerro por las escaleras. Marilla se horrorizó de que hubiera hecho una cosa así cuando había un huésped en la casa, pero Katherine bajó riendo. Una curiosa camaradería había nacido entre ella y Davy. Como le dijo a Ana con franqueza, no simpatizaba demasiado con la impecable Dora, pero Davy era más afín con ella.



Abrieron la sala y distribuyeron los regalos antes del desayuno, puesto que de otro modo, los mellizos no hubieran podido probar bocado. Katherine, que no había esperado recibir nada, salvo, quizá, un regalo de compromiso de parte de Ana, se encontró recibiendo presentes de todos. Una bufanda tejida, de la señora Lynde; una bolsita de raíz de lirio perfumada, de parte de Dora; un abrecartas, de Davy; una cesta llena de frascos de dulce y jalea, de Marilla… y hasta un pisapapeles de bronce, en forma de gato, de parte de Gilbert.



Y, atado debajo del árbol, acurrucado sobre una mantita de lana, un precioso cachorrito de ojos castaños, con orejas sedosas y alertas y cola simpática. En una tarjetita que le colgaba del collar, leyó: «Para Katherine, de Ana, que, después de todo, se atreve a desearle feliz Navidad».



Katherine cogió el cuerpecito movedizo en brazos y habló con voz temblorosa.



—Ana… ¡es hermoso! Pero la señora Dennis no me permitirá tenerlo. Le pregunté si podía tener un perro, y me dijo que no.



—Ya arreglé todo con la señora Dennis. Ya verás como no pondrá objeciones. Y en cualquier caso, Katherine, no estarás allí mucho tiempo. Tienes que buscarte un sitio decente donde vivir, ahora que has terminado de pagar lo que considerabas tus obligaciones. Mira la preciosa caja de papel para escribir cartas que me envió Diana. ¿No es fascinante mirar las hojas en blanco y preguntarse qué se escribirá sobre ellas?



La señora Lynde se sentía agradecida de que fuera una Navidad blanca, pero para Katherine la Navidad fue violeta, roja y dorada. Y la semana que le siguió fue igualmente hermosa. Con frecuencia, Katherine se había preguntado amargamente lo que significaría ser feliz, y ahora lo había descubierto. Floreció de un modo asombroso. Ana se encontró disfrutando de su compañía. «¡Y pensar que temía que me arruinara las vacaciones!», pensó, maravillada.



«Y pensar», se dijo Katherine, «que estuve a punto de no venir cuando Ana me invitó».



Dieron largos paseos… por el sendero de los Enamorados y por el Bosque Embrujado, donde hasta el mismo silencio resultaba amistoso… por las colinas, donde la nieve ligera revoloteaba en mágicos bailes invernales… por los viejos huertos bañados en sombras violáceas… por la gloria de los bosques al atardecer. No había trinos de aves ni susurro de arroyos ni chismes de ardillas. Pero el viento tocaba una música ocasional que suplía en calidad lo que le faltaba en cantidad.



—Siempre se encuentra algo bonito para mirar o escuchar —dijo Ana.



Hablaban de todo, se contaban sueños e ilusiones y volvían a casa con un apetito que ponían a prueba incluso la despensa de Tejas Verdes. Hubo un día de tormenta en el que no pudieron salir. El viento del este golpeaba alrededor de las vigas y el golfo gris rugía. Pero hasta una tormenta tenía encanto especial en Tejas Verdes. Resultaba acogedor sentarse junto a la estufa y contemplar con ensueño la luz del fuego bailar en el techo, disfrutando de deliciosas manzanas y dulces. ¡Qué alegre era la cena con la tormenta aullando afuera!



Una noche, Gilbert las llevó a visitar a Diana y a su bebé.



—Nunca había cogido a un bebé en mi vida —dijo Katherine cuando regresaban—. Por un lado, nunca tuve deseos de hacerlo, y además, temía que pudiera desintegrarse entre mis manos. No pueden imaginar cómo me sentí… tan grande y torpe con esa cosilla diminuta y deliciosa en los brazos. Sé que la señora Wright pensaba que se me caería en cualquier momento. Vi que se esforzaba heroicamente por ocultar su terror. Pero significó algo para mí… el bebé, digo. Todavía no he podido decidir qué.



—Los bebés son criaturas tan fascinantes —comentó Ana, soñadora—. Como oí decir a alguien en Redmond, son «magníficos manojos de posibilidades». Piénsalo, Katherine… Hornero debió de haber sido bebé en algún momento… un bebé con hoyuelos y grandes ojos luminosos. No sería ciego en aquel entonces, desde luego.



—Qué pena que su madre no hubiera sabido que él sería Homero —reflexionó Katherine.



—Pero creo que me alegra que la madre de Judas no haya sabido que él sería Judas —murmuró Ana—. Espero que nunca se haya enterado.



Hubo un concierto en el salón, una noche, con una fiesta en casa de Abner Sloane después, y Ana convenció a Katherine de que asistiera a ambos.



—Me gustaría que nos leyeras algo, Katherine. He oído decir que lees estupendamente.



—Solía recitar… me gustaba hacerlo. Pero hace dos veranos recité en un concierto organizado por un grupo de veraneantes… y luego los oí riéndose de mí.



—¿Cómo sabes que se reían de ti?



—¿De quién, si no? No había ninguna otra cosa que causara risa.



Ana disimuló una sonrisa y siguió insistiendo con la lectura.



—Podrías recitar Ginebra. Me han dicho que te sale de maravilla. La señora de Stephen Pringle me contó que no pegó un ojo la noche después de haberte escuchado.



—No. Ginebra nunca me gustó. Está en el programa de la escuela, así que en ocasiones trato de mostrarle a la clase cómo leerlo. Realmente no tengo paciencia con Ginebra. ¿Por qué no gritó cuando descubrió que estaba encerrada? Si estaban todos buscándola, alguien la hubiera oído, sin duda.



Katherine por fin accedió a la lectura, pero se mostró indecisa en cuanto a la fiesta.



—Iré, desde luego. Pero nadie me invitará a bailar y me sentiré sarcástica, malhumorada y avergonzada. Siempre me siento mal en las fiestas… en las pocas a las que he ido, quiero decir. Nadie parece pensar que podría gustarme bailar… y has visto que bailo bastante bien, Ana. Aprendí en casa del tío Henry, porque una pobre criada que tenían había querido aprender, también, y las dos bailábamos juntas en la cocina por las noches, al son de la música de la sala. Creo que me gustaría bailar… con un compañero adecuado, por supuesto.



—No lo pasarás mal en esta fiesta, Katherine. No estarás del lado de fuera, mirando hacia dentro. Ahí está toda la diferencia, sabes: entre estar dentro mirando hacia fuera, y estar fuera mirando hacia dentro… Tienes un pelo precioso, Katherine. ¿Te molestaría que intentara hacerte un peinado nuevo?



Katherine se encogió de hombros.



—No, hazlo. Sé que mi peinado es horroroso, pero no tengo tiempo de estar rizándome el pelo todo el tiempo. No tengo vestido de fiesta. ¿Podré ir con el verde de tafetán?



—Tendrá que ser ése, aunque el verde es justamente el color que no deberías usar, querida Katherine. Pero te pondrás un cuello rojo de gasa que te he hecho. Sí, lo harás. Tendrías que tener un vestido rojo, Katherine.



—Siempre detesté el rojo. Cuando fui a vivir con el tío Henry, la tía Gertrude me hacía usar delantales color rojo intenso. Los otros niños de la escuela gritaban «¡Fuego!», cuando yo entraba con uno de esos delantales. Además, no tengo paciencia para la ropa.



—¡Que Dios me dé paciencia a mí! La ropa es muy importante —dijo Ana en tono severo, mientras trenzaba y recogía el cabello de Katherine. Observó su trabajo y vio que era bueno. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Katherine y la hizo volverse hacia el espejo—. ¿No te parece que somos un par de muchachas bonitas? —rio—. ¿No es lindo pensar que la gente encontrará algo de placer al mirarnos? Hay tanta gente desabrida que realmente cambiaría muchísimo si hiciera un esfuerzo…



»Hace tres domingos, en la iglesia… ¿Recuerdas el día en que el pobre señor Milvain dio el sermón y estaba tan resfriado, que no se le entendió nada? Bien, pasé el tiempo embelleciendo a las personas que me rodeaban. Le puse a la señora Brent una nariz nueva, ricé el pelo de Mary Addison, y al de Jane Marsden le di un enjuague con limón. Vestí a Emma Dill de azul en lugar de marrón, a Charlotte Blair la vestí con rayas en lugar de cuadros, quité unos cuantos lunares y afeité los bigotes caídos de Thomas Anderson. No los hubieras reconocido cuando terminé con ellos. Y salvo lo referente a la nariz de la señora Brent, ellos mismos podrían haber hecho lo que hice yo. Katherine, tus ojos son color té… té ambarino. Bien, esta noche tienes que estar tan resplandeciente, clara y alegre como un arroyo.



—Todo lo que yo no soy.



—Todo lo que has sido esta última semana. Así que puedes ser de ese modo.



—Eso es solamente la magia de Tejas Verdes. Cuando vuelva a Summerside, habrán tocado las doce para Cenicienta.



—Te llevarás la magia contigo. Mírate. Así tendrías que estar todo el tiempo.



Katherine contempló su imagen en el espejo, como si dudara de su identidad.



—Es verdad que parezco mucho más joven —admitió—. Tenías razón… la ropa ayuda mucho. Sé que parecía mayor de lo que era y no me importaba. ¿Por qué iba a importarme? A nadie le importaba. Y no soy como tú, Ana. Aparentemente naciste sabiendo cómo vivir. Yo de eso no sé nada… ni siquiera el abecedario. Me pregunto si será demasiado tarde para aprender. He sido sarcástica tanto tiempo que no sé si puedo dejar de serlo. El sarcasmo me parecía la única forma de impresionar a la gente. Y me parece, también, que siempre tuve miedo, cuando estaba en compañía de otras personas, de decir alguna tontería o de que se burlaran de mí.



—Katherine Brooke, mírate en ese espejo y llévate contigo esa imagen… una magnífica cabellera enmarcando tu cara, en lugar de estar peinada hacia atrás, ojos brillantes como estrellas oscuras, mejillas levemente sonrosadas de entusiasmo. No sentirás miedo. Vamos, llegaremos tarde, pero por suerte todos los que actúan tienen asientos «preservados», como oí decir a Dora.

 



Gilbert las llevó al salón. Cuán similar a los viejos tiempos… sólo que ahora Katherine estaba con ella, en lugar de Diana. Ana suspiró. Diana tenía tantos otros intereses, ahora. Las fiestas y conciertos habían terminado para ella.



¡Qué velada! ¡Cuán plateados y sedosos parecían los caminos con un cielo verde pálido en el oeste después de una ligera nevada! Orión se abría paso majestuoso por los cielos, y las colinas, los campos y los bosques yacían en perlado silencio.



La lectura de Katherine capturó al público desde el primer renglón, y en la fiesta no le alcanzaron las piezas para todos los que querían bailar con ella. De pronto se encontró riendo sin amargura ni sarcasmo. Luego, otra vez a Tejas Verdes, a calentarse los pies junto al fuego de la sala, a la luz de dos velas amistosas sobre la repisa. La señora Lynde entró en el dormitorio, a pesar de la hora tardía, para preguntarles si querían otra frazada y asegurar a Katherine que su perrito estaba abrigado dentro de una cesta, en la cocina.



«Miro la vida con nuevos ojos», pensó Katherine, soñolienta. «No sabía que había personas como éstas».



—Ven a visitarnos de nuevo —dijo Marilla cuando llegó el momento de partir.



Marilla jamás se lo decía a nadie, a menos que realmente lo deseara.



—Claro que volverá —dijo Ana—. Los fines de semana… y varias semanas durante el verano. Encenderemos fogatas y trabajaremos en el jardín… recogeremos manzanas e iremos a buscar las vacas. Remaremos en el estanque y nos perderemos en el bosque. Quiero enseñarte el jardín de Hester Gray, Katherine, y la Cabaña del Eco y el Prado de Violetas cuando esté lleno de violetas.





7





Álamos Ventosos,



5 de enero.



La calle donde caminan (o deberían caminar) los fantasmas



Mi estimado amigo:



Eso no es nada que haya escrito la abuela de la tía Chatty. Es algo que hubiera escrito, si se le hubiese ocurrido.



Mi propósito del Año Nuevo ha sido escribir cartas de amor sensatas. ¿Crees que algo así sea posible?



He dejado la querida Tejas Verdes, pero he vuelto a la querida Álamos Ventosos. Rebecca Dew había encendido la estufa de la torre y me había calentado la cama con una bolsa de agua caliente.



Me alegra tanto que me guste Álamos Ventosos. Sería espantoso vivir en un sitio que no me gustara, que no me resultara amistoso, que no me dijera: «Me alegro de que hayas vuelto». Álamos ventosos me lo dice. Es un poco anticuada y mojigata, pero me quiere.



Y me alegré de ver a las tías Kate y Chatty y a Rebecca Dew. No puedo dejar de ver sus aspectos graciosos, pero con todo, las quiero mucho. Ayer, Rebecca Dew me dijo algo muy lindo.



«La Calle del Fantasma ha sido un lugar diferente desde que usted llegó, señorita Shirley».



Me alegra que te haya caído bien Katherine, Gilbert. Estuvo sorprendentemente amable contigo. Es asombroso lo agradable que puede ser cuando se esfuerza. Y creo que ella está tan sorprendida como cualquiera. No tenía idea de que pudiese ser tan fácil.



Va a ser tan diferente en la escuela tener una vicedirectora con la que realmente se puede trabajar. Se mudará de pensión y ya la he convencido de que se compre ese sombrero de terciopelo; no he perdido las esperanzas de convencerla de que cante en el coro. Ayer vino el perro del señor Hamilton y persiguió a Dusty Miller.



«Esto sí que es el colmo», declaró Rebecca Dew.



Y con las mejillas más rojas que nunca y la espalda regordeta sacudiéndose de furia, tan apurada que se puso el sombrero al revés, avanzó calle arriba y le cantó cuatro frescas al señor Hamilton. Puedo imaginar perfectamente bien su cara bonachona, tonta, mientras escuchaba a Rebecca.



«No aprecio a "ese gato"», me dijo ella, «pero es nuestro y ningún perro Hamilton va a venir aquí a faltarle el respeto en su propio jardín».



«Pero sólo lo corrió para divertirse», explicó Jabez Hamilton.



«Pues la forma de divertirse de los Hamilton es distinta de la de los MacComber, de la de los MacLean o, si es por eso, de la de los Dew», rebatió ella.



«Vamos, vamos, debe de haber comido coles para el almuerzo, señorita Dew», dijo él.



«No», replicó Rebecca, «pero podría haberlo hecho. La señora del capitán MacComber no vendió todas sus coles el otoño pasado y no dejó sin ninguna a su familia porque el precio está alto. Aunque hay algunas personas que no pueden oír nada a causa del tintineo en sus bolsillos».



Y lo dejó masticando eso.



«Pero ¿qué se puede esperar de un Hamilton?», me preguntó. «¡Gentuza de la peor calaña!».



Hay una estrella roja colgando sobre el Rey de las Tormentas. Ojalá estuvieras aquí para contemplarla conmigo. Si estuvieras, creo que sería más que un momento de estima y amistad.



12 de enero



La pequeña Elizabeth vino dos noches atrás para ver si podía explicarle qué clase de cosa eran las bulas papales y para contarme, con lágrimas en los ojos, que su maestra le había pedido que cantara en un concierto organizado por la escuela, pero que la señora Campbell dijo que no y no quiso oír hablar más del asunto. Cuando Elizabeth intentó insistir, la señora Campbell dijo:



«Hazme el favor de no contestarme, Elizabeth».



La pequeña Elizabeth lloró lágrimas amargas en la torre esa noche y aseguró que quedaría convertida en Lizzie para siempre. Ya nunca podría ser ningún otro de sus nombres.



«La semana pasada amaba a Dios, esta semana, no», dijo, desafiante.



Toda su clase iba a participar en el programa y ella se sentía como un «leopardo». Creo que la pobrecilla quiso decir un «leproso», y eso es horrible. La preciosa Elizabeth no debe sentirse así. De manera que la tarde siguiente, me inventé algo que hacer en Siempreverde. La «mujer», que realmente parece antediluviana, me miró con frialdad y me hizo pasar a la salita, mientras iba en busca de la señora Campbell para informarle que yo había preguntado por ella.



Creo que ni ha entrado sol en esa sala desde que construyeron la casa. Había un piano, pero estoy segura de que nunca ha sido tocado. Contra la pared había sillas duras, tapizadas en brocado de seda… todos los muebles estaban contra la pared, salvo una mesa de mármol que ocupaba el centro; ninguna de las piezas parecía conocer a las demás.



Entró la señora Campbell. Nunca la había visto antes. Tiene una cara refinada, como esculpida, que podría haber sido de hombre, con ojos negros y cejas hirsutas bajo un pelo muy blanco. No ha renunciado a todos los adornos corporales, puesto que llevaba grandes aros de ónix que le llegaban hasta los hombros. Se mostró penosamente cortés conmigo y yo implacablemente cortés con ella. Intercambiamos trivialidades acerca del tiempo por unos minutos, ambas, como dijo Tácito hace unos miles de años, «con expresiones ajustadas a la ocasión». Le dije que había ido a ver si me prestaba las Memorias del reverendo James Wallace Campbell por un tiempo, puesto que tenía entendido que había bastante información sobre la historia de la isla, que yo quería utilizar en la escuela.



La señora Campbell se ablandó notablemente y llamó a Elizabeth para que subiera a su cuarto y trajera las Memorias. Pude ver que Elizabeth había estado llorando y la señora Campbell me explicó que se debía a que la maestra de la niña había enviado otra nota en la que le suplicaba que le permitieran cantar en el concierto, y que ella, la señora Campbell, había escrito una respuesta tajante que la pequeña Elizabeth tendría que llevar a la maestra a la mañana siguiente.



«No estoy de acuerdo con que niñas de la edad de Elizabeth canten en público», dijo la anciana. «Se vuelven descaradas y atrevidas».



¡Como si hubiera algo que pudiese volver descarada y atrevida a la pequeña Elizabeth!



«Pienso que quizá tenga razón, señora Campbell», dije en mi tono más condescendiente. «En cualquier caso, cantará Mabel Phillips, y me han dicho que tiene una voz tan maravillosa, que opacará a todos los demás. Sin duda, es mucho mejor que Elizabeth no compita con ella».



La expresión de la señora Campbell era un cuadro. Puede ser Campbell por afuera, pero por dentro es Pringle hasta la médula. No dijo nada, sin embargo, y yo reconocí el momento psicológico y callé. Le di las gracias por las Memorias y me fui.



La tarde siguiente, cuando la pequeña Elizabeth vino hasta el portón a buscar la leche, su carita pálida resplandecía. Me contó que la señora Campbell le había dicho que podría cantar, después de todo, si se cuidaba bien de no volverse vanidosa.



¡Sucede que Rebecca Dew me había contado que los clanes Phillips y Campbell siempre han rivalizado en cuanto a quienes tienen las mejores voces!



Le regalé a Elizabeth un cuadrito para Navidad, para que lo colgara sobre su cama… un sendero en el bosque, moteado por el sol, que conduce colina arriba hacia una pintoresca casita entre unos árboles. La pequeña Elizabeth dice que ahora ya no tiene tanto miedo de irse a dormir a oscuras, porque en cuanto se acuesta, imagina que está caminando por el sendero hacia la casa, y que cuando entra, está toda iluminada y su padre la espera allí.



¡Pobre tesoro! ¡No puedo evitar detestar a ese padre suyo!



19 de enero



Anoche hubo un baile en casa de Carry Pringle. Katherine fue con un vestido de seda color rojo oscuro, con frunces a los costados y el pelo peinado por un peluquero. ¿Puedes creer que cuando entró, personas que la han conocido desde que vino a enseñar en Summeside se preguntaban mutuamente quién era? Pero en mi opinión, no era tanto el vestido ni el pelo lo que la volvía diferente, sino un cambio en ella misma.



Antes, cuando estaba con gente, su actitud parecía ser: «Estas personas me aburren. Yo debo de aburrirlos también. Mejor así». Pero anoche fue como si hubiera encendido velas en todas las ventanas de la casa de su vida.



Me ha costado mucho ganarme la amistad de Katherine. Pero nada que valga la pena se consigue con facilidad, y siempre pensé que ser amiga de ella valdría la pena.



La tía Chatty ha estado en cama por dos días, con catarro y fiebre, y piensa que lo mejor será que venga a verla el médico mañana, por si acaso se le convierte en una neumonía. De modo que Rebecca Dew, con la cabeza envuelta en una toalla, ha estado limpiando la casa frenéticamente todo el día, para tenerla en perfecto orden antes de la posible visita del doctor. Ahora está en la cocina, planchando el camisón blanco con canesú de croché de la tía Chatty, a fin de que esté listo para que se lo ponga por encima del de franela. Estaba inmaculadamente limpio antes, pero Rebecca Dew consideró que no tenía buen color por haber estado guardado en el cajón de la cómoda.



28 de enero



Hasta ahora, enero ha sido un mes de fríos días grises, con alguna que otra tormenta entrando desde el puerto y golpeando la Calle del Fantasma con viento y nieve. Pero anoche hubo un deshielo plateado y esta mañana salió el sol. Mi bosquecillo de arces era un sitio de esplendores inimaginables. Hasta los detalles más comunes se habían vuelto preciosos. Las cercas de alambre eran una maravilla de encaje cristalino. Esta tarde, Rebecca Dew estuvo hojeando una de mis revistas, en la que había un artículo sobre «Distintos tipos de mujeres bellas», ilustrado por fotografías.



«¿No sería maravilloso, señorita Shirley, si alguien pudiera agitar una varita mágica y volver hermoso a todo el mundo?», preguntó con melancolía. «¡Imagine mis sentimientos, señorita Shirley, si de pronto me descubriera hermosa! Pero, por otra parte…», dijo, con un suspiro, «si todas fuéramos bellas, ¿quién haría el trabajo?».





8





—Estoy tan cansada… —se quejó la prima Ernestina Bugle, dejándose caer en su silla, frente a la mesa de Álamos Ventosos, donde estaba servida la cena—. A veces no quiero sentarme por temor a no poder volver a levantarme nunca más.



La prima Ernestina, prima tercera del difunto capitán MacComber (pero, como decía la tía Kate, demasiado cercana), había venido de visita desde Lowvale esa tarde. No puede decirse que ninguna de las viudas le haya dado una calurosa bienvenida, a pesar de los sagrados lazos de sangre. La prima Ernestina no era una persona alegre; era uno de esos seres desafortunados que se preocupan constantemente no sólo por sus asuntos sino por los de los demás, y no se dan descanso ni se lo dan a los demás. Bastaba con verla, declaró Rebecca Dew, para sentir que la vida era un valle de lágrimas.

 



La prima Ernestina no era bella, por cierto, y resultaba dudoso que hubiera podido serlo en su juventud. Tenía una carita seca, fruncida, y descoloridos ojos celestes; varios lunares mal ubicados y una voz quejumbrosa. Llevaba un viejo vestido negro y un decrépito cuello estilo Hudson que no quería quitarse ni para cenar, por temor a las corrientes de aire.



Rebecca Dew podría haberse sentado a la mesa con ellas de haberlo deseado, puesto que las viudas no consideraban a la prima Ernestina como «visita». Pero Rebecca siempre decía que no podía «saborear sus vituallas» en compañía de esa vieja amargada. Prefería comer en la cocina. Pero eso no le impedía meterse en la conversación mientras servía la mesa.



—Debe de ser la primavera que se le está metiendo en los huesos —comentó, sin compasión alguna.



—Ay, espero que no sea más que eso, señorita Dew. Pero temo ser como la pobre señora de Oliver Gage. Comió hongos el verano pasado, pero debe de haber habido algún ejemplar extraño entre ellos, pues nunca volvió a sentirse como antes.



—Pero no puedes haber estado comiendo hongos en época tan temprana —objetó la tía Chatty.



—No, pero por desgracia, he comido otra cosa. No trates de alegrarme, Charlotte. Tienes buenas intenciones, pero no sirve de nada. He pasado por demasiadas cosas. ¿Estás segura de que no hay una araña en esa jarra de crema, Kate? Creo haber visto una cuando me serviste.



—Jamás hay arañas en nuestras jarras —declaró Rebecca Dew en tono ominoso, y cerró con estrépito la puerta de la cocina.



—Tal vez haya sido sólo una sombra —se corrigió la prima Ernestina sumisamente—. Mis ojos no son lo que eran. Temo que pronto quedaré ciega. Eso me recuerda… pasé a ver a Martha MacKay esta tarde y se sentía mal y estaba cubierta de una especie de sarpullido. «Me parece que tienes sarampión», le dije. «Es probable que quedes prácticamente ciega. Toda tu familia tiene mala vista». Me pareció que debía estar preparada. Su madre tampoco está bien. El médico dice que es indigestión, pero yo temo que sea un bulto. «Y si vas a operarte con cloroformo, temo que no saldrás de la operación. Recuerda que eres una Hillis, y los Hillis siempre tuvieron corazones débiles. Tu padre murió de un ataque cardíaco, sabes».



—¡Sí, a los ochenta y siete años! —resopló Rebecca Dew, mientras se llevaba un plato.



—Y tres veintenas más diez es el límite que pone la Biblia —comentó la tía Chatty alegremente.



La prima Ernestina se sirvió una tercera cucharada de azúcar y revolvió el té sombríamente.



—Así dijo el rey David, Charlotte, pero me temo que no era un buen hombre en algunos aspectos.



Ana captó la mirada de la tía Chatty y rio antes de poder contenerse.



La prima Ernestina la miró con desaprobación.



—Había oído que usted era una chica de lo más risueña. Bien, espero que le dure, pero temo que no será así. Temo que descubrirá demasiado pronto que la vida es un asunto melancólico. Bueno, yo también fui joven una vez.



—¿De veras? —preguntó Rebecca Dew en tono sarcástico. Traía una fuente de bollos—. Me parece que siempre debe de haberle temido a la juventud. La juventud requiere valor, se lo aseguro, señorita Bugle.



—Rebecca Dew tiene una forma tan curiosa de decir las cosas —se quejó la prima Ernestina—. No es que me moleste, desde luego. Y está muy bien reír mientras se puede hacerlo, señorita Shirley, pero temo que está tentando a la providencia mostrándose tan alegre. Se parece mucho a la tía de la esposa de nuestro último presbítero… estaba siempre riendo y murió de un ataque paralítico. El tercero es fatal. Mucho me temo que nuestro nuevo presbítero en Lowvale tenga inclinaciones frívolas. En cuanto lo vi, le dije a Louisy: «Temo que un hombre con piernas como ésas sea adicto al baile». Supongo que habrá renunciado a hacerlo desde que se convirtió en ministro, pero lamentablemente, la tendencia volverá a aparecer en su familia. Su esposa es muy joven y dicen que está escandalosamente enamorada de él. No puedo reconciliarme con la idea de que alguien se case con un minis