Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Gracias, tío. Lo intentaré —dijo Lewis, estrechándole la mano.

—Y trae a esa maestra tuya de tanto en tanto. Me gusta esa chica. Al Muchachito le agradaba. «Papi», me dijo, «siempre creí que no me gustaría que nadie me bese, salvo tú, pero me gustó que ella lo hiciera. Había algo en sus ojos, papi».

4

—El viejo termómetro del porche marca cero, y el nuevo que está junto a la puerta lateral marca diez sobre cero —comentó Ana, una fría noche de diciembre—. Así que no sé si llevar o no el manguito.

—Mejor guíese por el termómetro viejo —sugirió Rebecca Dew con cautela—. Debe de estar más acostumbrado a nuestro clima. ¿Adónde piensa ir con este frío, de todos modos?

—A Temple Street, a invitar a Katherine Brooke a pasar las vacaciones de Navidad conmigo, en Tejas Verdes.

—Se arruinará las vacaciones, entonces —declaró Rebecca Dew en tono solemne—. Ésa sí que trataría mal hasta a los ángeles… es decir, si se dignara a entrar en el cielo. Y lo peor es que está orgullosa de sus malos modales… ¡cree que demuestran su fortaleza de mente, sin duda!

—Mi cerebro está totalmente de acuerdo con usted, pero mi corazón, no —dijo Ana—. Siento que, a pesar de todo, Katherine Brooke no es más que una muchacha tímida y triste debajo de ese caparazón desagradable. No llego a nada con ella en Summerside, pero si puedo hacerla ir a Tejas Verdes, creo que el hielo se derretirá.

—No lo logrará. Ella no irá —predijo Rebecca Dew—. Es probable que considere ofensiva la invitación… creerá que le ofrece caridad. Nosotras la invitamos aquí una vez a la cena de Navidad… el año antes de que usted llegara… ¿recuerda, señora MacComber? Fue el año que nos regalaron dos pavos y no sabíamos cómo hacer para comerlos…, y lo único que dijo fue: «No, gracias. Si hay algo que detesto, es la palabra Navidad».

—¡Pero eso es terrible! ¡Odiar la Navidad! ¡Hay que hacer algo, Rebecca Dew! Voy a invitarla, y algo me dice que aceptará.

—No sé por qué —declaró Rebecca Dew de mala gana—, cuando usted dice que algo sucederá, una cree que así será. ¿No es vidente, verdad? La madre del capitán MacComber tenía el don de la videncia. Me daba escalofríos.

—No creo que tenga nada que pueda darle escalofríos. Es sólo que… hace tiempo que tengo la sensación de que Katherine Brooke está casi enloquecida de soledad bajo esa capa externa de amargura, y mi invitación llegará en el momento psicológico justo, Rebecca Dew.

—No soy Licenciada en Filosofía y Letras —dijo Rebecca con impresionante humildad— y no le niego el derecho de utilizar palabras que no siempre entiendo. Tampoco niego que hace lo que quiere con la gente. Mire cómo conquistó a los Pringle. Pero sí digo que la compadezco, si se lleva a esa mezcla de témpano y rallador a su casa para Navidad.

Mientras caminaba hacia Temple Street, Ana no sentía tanta confianza como fingía. Katherine Brooke realmente había estado insoportable últimamente. Una y otra vez, Ana, desairada, había dicho con furia, como el cuervo de Poe: «Nunca más». El día anterior, Katherine, en una reunión de maestros, había estado decididamente ofensiva. Pero en un momento en que bajó la guardia, Ana había visto algo en los ojos de la muchacha… algo intenso, desesperado, algo de criatura enjaulada enloquecida de disconformidad. Ana pasó la primera mitad de la noche tratando de decidir si debía o no invitar a Katherine Brooke a Tejas Verdes. Terminó por dormirse con la decisión tomada de modo irrevocable.

La casera de Katherine hizo pasar a Ana a la salita y encogió los hombros carnosos cuando ella preguntó por la señorita Brooke.

—Le diré que está aquí, pero no sé si bajará. Está de mal humor. Le dije durante la cena que la señora Rawlins dice que es un escándalo la forma en que se viste, como maestra de la escuela secundaria. Lo tomó muy mal, como de costumbre.

—Pienso que no debería haberle dicho eso a la señorita Brooke —la reprochó Ana.

—Pues me pareció que debería saberlo —replicó la señora Dennis con un dejo de malicia.

—¿También le pareció que debería saber que el inspector dijo que era una de las mejores maestras del distrito? —preguntó Ana—. ¿O acaso no lo sabía?

—Sí, lo oí. Pero ya es lo bastante orgullosa como para empeorarla. Con la palabra «orgullosa» no alcanza, aunque de qué está orgullosa, no sé. Además, ya se había enfadado cuando le dije que no podía tener un perro. Se le metió la idea en la cabeza de que quería un perro. Dijo que le pagaría la comida y se encargaría de que no molestara. ¿Pero qué haría yo con el perro, mientras ella está en la escuela? Me puse firme. «No acepto perros en la pensión», dije.

—Ay, señora Dennis, ¿por qué no le permite tenerlo? No sería tanta molestia para usted. Podría ponerlo en el sótano mientras ella no está. Y un perro le serviría de protección para la noche. Dígale que sí, señora Dennis, por favor.

Siempre había algo en los ojos de Ana Shirley, cuando decía «por favor», que a la gente le resultaba difícil de resistir. La señora Dennis, a pesar de los hombros regordetes y la lengua maliciosa, no era mala, en el fondo. Katherine Brooke la sacaba de quicio, a veces, con sus modales altaneros.

—No sé por qué tendría que preocuparle tanto a usted que tenga o no un perro. No sabía que fuesen tan amigas. Ella no tiene amigos. Nunca tuve una pensionista tan poco sociable.

—Creo que por eso quiere un perro, señora Dennis. Ninguno de nosotros puede vivir sin compañía.

—Pues es el primer rasgo humano que le he notado —afirmó la señora Dennis—. No sé si tengo objeciones terribles en cuanto a un perro, pero me fastidió la forma en que me lo preguntó: «Supongo que diría que no, si le pidiera permiso para tener un perro, señora Dennis», me dijo, muy altiva. ¡Ajá! «Pues supone muy bien», le respondí, tan altiva como ella. No me gusta echarme atrás, como a nadie, pero si quiere, dígale que puede tener un perro, si me garantiza que no hará sus necesidades en la sala.

Ana pensó que la sala no desmejoraría demasiado si el perro ensuciaba allí. Echó una mirada a las sucias cortinas de encaje y a las horribles rosas violetas de la alfombra, y se estremeció.

«Compadezco a cualquiera que tenga que pasar Navidad en una pensión como ésta», pensó. «No me extraña que Katherine deteste la palabra Navidad. Me gustaría ventilar bien este lugar… huele a cientos de cenas. ¿Por qué Katherine sigue hospedándose aquí, si tiene un buen sueldo?».

—Dice que puede subir —fue el mensaje que trajo de vuelta la señora Dennis, pues la señorita Brooke había sido fiel a sí misma.

La escalera empinada y estrecha era repelente. Rechazaba a las personas. Nadie la subiría, si no fuese absolutamente necesario. El linóleo del corredor estaba gastado y roto. El diminuto dormitorio de atrás, donde Ana se encontró al cabo de unos minutos, era aún más lúgubre que la sala. Estaba iluminado por una única lámpara de gas, sin pantalla. Había una cama de hierro hundida en el medio y una ventanita estrecha, con cortinas mezquinas que daba a un jardín trasero sembrado de latas. Pero más allá, se veía un cielo maravilloso y una hilera de álamos delineados contra las colinas distantes, violetas.

—Ay, señorita Brooke, mire esa puesta de sol —exclamó Ana, extasiada, desde la desvencijada mecedora sin almohadón donde Katherine le había dicho que se sentara.

—He visto muchas puestas de sol —dijo esta última con frialdad, sin moverse de su lugar.

«Haciéndose la condescendiente conmigo», pensó amargamente.

—Pero no ha visto ésta. No hay dos que sean iguales. Siéntese aquí y dejemos que nos penetre el alma —dijo Ana, mientras pensaba: «¿Alguna vez dirá algo agradable?».

—No sea ridícula, por favor.

¡Nada más ofensivo! Y dicho en tono de desdén, además. Ana dejó de contemplar la puesta de sol y miró a Katherine; sentía deseos de levantarse e irse. Pero había algo raro en los ojos de Katherine. ¿Habría estado llorando? Imposible. No se podía imaginar a Katherine Brooke llorando.

—No me hace sentir muy bienvenida —dijo Ana, despacio.

—No sé fingir… no tengo su notable don de hacerse la reina y decir a cada uno la palabra adecuada. No es bienvenida. ¿Cómo se puede dar la bienvenida a alguien en una habitación como ésta?

Katherine hizo un gesto de desprecio que abarcaba las despintadas paredes, las sillas viejas y la cómoda destartalada con la carpeta de muselina arrugada.

—No es una habitación bonita pero ¿por qué se queda aquí si no le gusta?

—¿Por qué? Usted no lo entendería. No tiene importancia. No me importa lo que pueda pensar. ¿Qué la trajo por aquí? Supongo que no habrá venido a contemplar el crepúsculo.

—Vine a invitarla a pasar las vacaciones de Navidad en Tejas Verdes, conmigo.

«Ahora», pensó Ana, «otra bocanada de sarcasmo. ¿Por qué no se sienta, al menos? Se queda de pie, como esperando a que me vaya».

Pero hubo silencio durante un momento. Luego, Katherine dijo lentamente:

—¿Por qué me invita? No es porque yo le agrade; ni siquiera usted podría fingir eso.

—Porque no puedo soportar la idea de que un ser humano pase la Navidad en un sitio como éste —respondió Ana con franqueza.

Entonces llegó el sarcasmo.

—Ah, comprendo. Un arrebato de caridad navideña. No soy candidata para eso todavía, señorita Shirley.

Ana se levantó. Había perdido la paciencia con esta criatura extraña y distante. Atravesó la habitación y miró a Katherine a los ojos.

—Katherine Brooke, no sé si lo sabe, pero lo que usted necesita es una buena paliza.

Se quedaron mirándose un instante.

—Debe de haber sido un alivio para usted decirme eso —dijo Katherine. Pero ya no había sarcasmo en su voz. Hasta un atisbo de sonrisa le curvaba la boca.

 

—Lo es —declaró Ana—. Hace tiempo que quería decírselo. No la invité a Tejas Verdes por caridad… lo sabe perfectamente bien. Le dije mi verdadero motivo. Nadie tendría que pasar la Navidad aquí… la sola idea resulta indecente.

—Me invita nada más que porque me tiene lástima.

—Sí, le tengo lástima. Porque ha dejado fuera la vida y ahora la vida la está dejando fuera a usted. Basta, Katherine. Abra sus puertas a la vida… y la vida entrará.

—La versión Ana Shirley del trillado dicho: «Si acercas una cara sonriente al espejo, encontrarás una sonrisa» —dijo Katherine, encogiéndose de hombros.

—Como todos los dichos trillados, es absolutamente cierto. Bien, ¿viene a Tejas Verdes o no?

—¿Qué diría si aceptase… para sus adentros, no en voz alta?

—Diría que muestra el primer atisbo de sentido común desde que la conozco —replicó Ana.

Ante la sorpresa de Ana, Katherine rio. Caminó hasta la ventana, dirigió una mirada torva al rayo carmesí que era lo único que quedaba de la desairada puesta de sol, y luego se volvió.

—Muy bien… iré. Ahora puede decirme que está encantada y que nos divertiremos mucho.

—Estoy encantada, sí. Pero no sé si usted se divertirá o no. Dependerá de usted, señorita Brooke.

—Me comportaré como es debido, no tema. Se sorprenderá. Podré no ser una invitada alegre, pero prometo no comer con el cuchillo ni ofender a la gente cuando me digan que es un día precioso. Seré franca con usted: el único motivo por el que voy es porque ni siquiera yo soporto la idea de pasar las fiestas aquí, sola. La señora Dennis se irá a Charlottetown a pasarlas con su hija. Me aburre pensar en prepararme la comida. Soy una pésima cocinera. Ahí tiene el triunfo de la materia sobre la mente. Pero ¿me dará su palabra de honor de que no me deseará una feliz Navidad? Sencillamente, no quiero sentirme feliz en Navidad.

—No lo haré. Pero no puedo ofrecer garantías por los mellizos.

—No voy a pedirle que se siente aquí… se congelaría, pero veo que hay una bonita luna en lugar de su puesta de sol. La acompañaré hasta su casa y la ayudaré a admirarla, si quiere.

—Sí, quiero —respondió Ana—, pero permítame dejar grabado en su mente que tenemos lunas mucho mejores en Avonlea.

—¿De modo que irá, eh? —dijo Rebecca Dew mientras llenaba la botella de agua caliente de Ana—. Bien, señorita Shirley, espero que nunca trate de convencerme de que me convierta en mahometana… porque temo que lo lograría. ¿Dónde está «ese gato»? De juerga por Summerside, con la temperatura a cero.

—No, si le creemos al termómetro nuevo. Y Dusty Miller está acurrucado sobre la mecedora junto a la estufa, en mi cuarto, roncando, feliz.

—Ah, bien, entonces —dijo Rebecca Dew. Se estremeció y cerró la puerta de la cocina.

—Ojalá todos en el mundo estuvieran tan abrigados y protegidos como nosotras, esta noche.

5

Ana no sabía que una melancólica Elizabeth observaba desde una de las buhardillas de Siempreverde mientras ella se alejaba de Álamos Ventosos… una Elizabeth con lágrimas en los ojos, que sentía que todo lo que hacía que la vida valiera la pena de ser vivida se alejaba de ella por un tiempo, convirtiéndola en la más Lizzie de las Lizzies. Pero cuando el trineo desapareció de su vista por la esquina de la Calle del Fantasma, Elizabeth fue a arrodillarse junto a su cama.

—Querido Dios —susurró—. Sé que no tiene sentido pedirte una feliz Navidad para mí, porque abuela y la «mujer» no parecen muy felices pero, por favor, haz que mi querida señorita Shirley tenga una muy, muy feliz Navidad, y tráemela de vuelta sana y salva cuando hayan terminado las vacaciones.

»Bien —dijo, al tiempo que se levantaba—. He hecho todo lo que estaba a mi alcance.

Ana ya estaba saboreando la alegría navideña. Resplandecía cuando el tren partió de la estación. Las feas calles iban quedando atrás… iba camino a casa… a Tejas Verdes. Fuera, en el campo, el mundo era blanco dorado y violeta claro, entretejido aquí y allá con la magia oscura de los abetos y la desnuda delicadeza de los abedules. El sol, bajo detrás de los bosques pelados, parecía correr entre los árboles como un dios espléndido, a medida que el tren avanzaba. Katherine estaba en silencio, pero no parecía ofuscada.

—No espere que me ponga a conversar —le había advertido secamente a Ana.

—No. Espero que no piense que soy una de esas horribles personas que le hacen sentir que hay que hablarles todo el tiempo. Hablaremos cuando tengamos ganas. Admito que es probable que tenga ganas de hablar gran parte del tiempo, pero no tiene obligación de prestarme atención alguna.

Davy las esperaba en Bright River con un gran trineo de dos asientos cargado de mantas de piel… y un fuerte abrazo para Ana. Las dos muchachas se apretujaron en el asiento trasero. El viaje desde la estación hasta Tejas Verdes siempre había sido una parte muy agradable de los fines de semana que Ana pasaba en casa. Siempre recordaba su primer viaje desde Bright River, con Matthew. Había sido en primavera, y ahora era diciembre, pero a lo largo del camino, todo parecía decirle: «¿Recuerdas? ¿Recuerdas?». La nieve crujía bajo el trineo; la música de las campanillas tintineaba por entre las hileras de pinos puntiagudos, cargados de nieve. La Vía Láctea de Alegría estaba festoneada de estrellas enredadas en los árboles. Y desde la penúltima colina, vieron el gran golfo, blanco y místico bajo la luna, pero todavía sin hielo.

—Hay un punto del camino donde siempre siento que he llegado a casa —dijo Ana—. Es en la cima de la próxima colina, desde donde veremos las luces de Tejas Verdes. Estoy pensando en la cena que tendrá lista Marilla para nosotras. Ya me parece que puedo olerla. Ay, ¡qué bonito es estar en casa otra vez!

En Tejas Verdes, cada uno de los árboles del jardín parecía darle la bienvenida… todas las ventanas iluminadas la llamaban. ¡Y qué aroma delicioso había en la cocina de Marilla cuando abrieron la puerta! Hubo abrazos, exclamaciones y risas. Hasta Katherine parecía, no una desconocida, sino un miembro de la familia. La señora Rachel Lynde había colocado su preciada lámpara sobre la mesa y la había encendido. En realidad, era un artefacto horrendo, con un espantoso globo rojo, pero ¡qué agradable luz rosada arrojaba! ¡Cuán acogedoras y amistosas eran las sombras! ¡Qué bonita se estaba poniendo Dora! Y Davy parecía casi un hombre.

Había novedades que contar. Diana tenía una hijita… Josie Pye tenía novio… y Charlie Sloane, al parecer, estaba comprometido. Todo era tan emocionante como si fueran noticias del imperio. La nueva colcha de retazos de la señora Lynde, recién terminada, hecha con cinco mil pedazos, estaba en exhibición y recibió las debidas alabanzas.

—Cuando vuelves a casa, Ana —dijo Davy—, todo parece cobrar vida.

—Ah, así debería ser la vida —ronroneó el gatito de Dora.

—Nunca pude resistirme a la seducción de una noche de luna —dijo Ana después de la cena—. ¿Qué le parecería un paseo con zapatos para nieve, señorita Brooke? Creo haber oído que sabe usarlos.

—Sí… es lo único que sé hacer… pero hace seis años que no lo hago —dijo Katherine, encogiéndose de hombros.

Ana buscó sus zapatos en el desván y Davy corrió a Orchard Slope a pedir prestado un viejo par perteneciente a Diana, para Katherine. Tiraron por el sendero de los Enamorados, lleno de hermosas sombras de árboles y cruzaron praderas donde pequeños pinos bordeaban las cercas; luego se adentraron en bosques que parecían a punto de susurrar sus secretos, pero nunca lo hacían, y atravesaron claros como estanques de plata.

No hablaban ni sentían necesidad de hacerlo. Era como si temieran hablar por temor a arruinar algo hermoso. Pero Ana nunca se había sentido tan cerca de Katherine Brooke. Por alguna magia propia, la noche invernal las había unido… casi, no del todo.

Cuando salieron al camino principal y un trineo pasó como un rayo, haciendo sonar campanillas y risas, las dos muchachas dejaron escapar un suspiro involuntario. Ambas tenían la impresión de que dejaban atrás un mundo que no tenía nada en común con aquel al cual volvían… un mundo donde el tiempo no existía, un mundo con juventud eterna, donde las almas estaban en comunión mutua en un medio que no necesitaba palabras.

—Ha sido maravilloso —dijo Katherine, en voz tan baja, que Ana no se atrevió a responder.

Bajaron por el camino y subieron por el sendero de Tejas Verdes, pero justo antes de llegar al portón, se detuvieron, movidas por un mismo impulso, y se quedaron en silencio, apoyadas contra la cerca mohosa, contemplando la casona maternal que se veía a través del velo de árboles. ¡Qué hermosa era en una noche invernal!

Más abajo, el Lago de las Aguas Refulgentes estaba atrapado bajo el hielo, con sombras en las orillas. Por todos lados había silencio, quebrado por el ruido de un caballo sobre el puente. Ana sonrió al recordar con cuánta frecuencia había oído ese ruido, tendida en su cama del piso alto, imaginando que era el galope de caballos pertenecientes a hadas.

De pronto, otro ruido quebró el silencio.

—¡Katherine! No estarás… ¡no me digas que estás llorando!

Era imposible pensar en Katherine llorando. Pero lloraba. Y sus lágrimas la volvían humana. Ana ya no se sintió amedrentada.

—Katherine… Katherine, querida… ¿qué sucede? ¿Puedo ayudarte?

—Ay… ¡es que no puedes entender! —sollozó Katherine—. Las cosas siempre han sido fáciles para ti. Pareces vivir en un círculo mágico de belleza y romance. «Me pregunto qué encantador descubrimiento haré hoy». Ésa parece ser tu actitud hacia la vida, Ana. En cuanto a mí, he olvidado cómo vivir… no, nunca supe vivir. Soy… soy como una criatura atrapada. No puedo salir… y es como si alguien siempre estuviera atizándome con palos por entre las rejas. Y tú… tú tienes más felicidad de la que puedes necesitar… amigos por todas partes… ¡un novio! Yo odio a los hombres, pero si muriera esta noche, nadie me echaría de menos. ¿Cómo te sentirías sin ningún amigo en el mundo? —La voz de Katherine se quebró en otro sollozo.

—Katherine, dices que te gusta la franqueza, de manera que seré franca. Si careces de amigos, como dices, es por culpa tuya. He querido ser amiga tuya, pero eras como un erizo.

—Lo sé… lo sé. ¡Cómo te odié cuando llegaste! Presumiendo de tu anillo de perlas…

—¡Katherine! ¡Nunca presumí de mi anillo!

—No, creo que no. Es mi resentimiento. Bueno, pero parecía presumir el solo… aunque en realidad, no te envidiaba el novio; nunca he querido casarme. Ya tuve bastante con mis padres. Detestaba que estuvieras por encima de mí, siendo menor que yo. Me alegraba cuando los Pringle te causaban problemas. Parecías tener todo lo que yo no tenía… encanto, amistades, juventud. ¡Juventud! Yo tuve una juventud de necesidades… no puedes imaginarlo. No sabes lo que es no tener nadie en el mundo que te quiera. ¡Nadie!

—¡Cómo que no lo sé! —exclamó Ana.

En unas pocas frases punzantes, le describió su infancia antes de llegar a Tejas Verdes.

—Me hubiera gustado saberlo —dijo Katherine—. Hubiera significado mucho para mí. Me parecías una muchacha mimada por la suerte. La envidia me ha estado carcomiendo las entrañas. Tenías el puesto que yo quería… Sí, sé que tienes mejores aptitudes que yo, pero, bueno, ahí está. Eres guapa… al menos, haces que la gente crea que eres guapa. Mi primer recuerdo es de alguien que decía: «¡Qué niña más fea!». Entras en una habitación de modo encantador… Sí, recuerdo cómo entraste en la escuela aquella primera mañana. Pero creo que el verdadero motivo por el que te he odiado tanto es que siempre parecías tener una alegría secreta, como si cada día de la vida fuera una aventura. A pesar de mi odio, había veces en que tenía que admitir que parecías salida de otro planeta.

—Por favor, Katherine, me quitas el aliento con tantas alabanzas. Pero ya no me odias, ¿verdad? Ahora podemos ser amigas.

—No lo sé… Nunca tuve amigas, mucho menos de edad similar a la mía. No pertenezco a ningún sitio. Creo que no sé ser amiga de nadie. No, ya no te odio. No sé qué siento por ti… debe de ser tu famoso encanto, que comienza a ejercer efecto sobre mí. Sólo sé que siento que me gustaría contarte cómo ha sido mi vida. Nunca lo hubiera hecho si no me hubieras hablado de tu vida antes de llegar a Tejas Verdes. Quiero que comprendas lo que me ha hecho ser como soy. No sé por qué quiero que lo entiendas, pero me parece importante.

 

—Cuéntame, Katherine, querida. Realmente quiero comprenderte.

—Tú sabes lo que es no ser querida, lo admito, pero no lo que es saber que tus padres no te quieren. Los míos me odiaron desde el momento en que nací o antes… y se odiaban entre ellos. Sí, es cierto. Peleaban sin cesar; peleas tontas, mezquinas, maliciosas. Mi infancia fue una pesadilla. Murieron cuando yo tenía siete años, y fui a vivir con la familia de mi tío Henry. Ellos tampoco me querían. Me despreciaban porque «vivía de su caridad». Recuerdo cada uno de sus desaires. No recuerdo ni una sola palabra amable. Tenía que usar la ropa que descartaban mis primas. Recuerdo un vestido en particular; me hacía parecer un hongo. Y ellas se burlaban cada vez que me lo ponía. Un día me lo arranqué de encima y lo arrojé al fuego. Tenía que usar una gorra horrible para ir a misa durante el invierno. Nunca tuve ni siquiera un perro… y lo deseaba tanto.

»Era estudiosa y deseaba el título de Licenciada, pero, claro, era como desear la luna. No obstante, el tío Henry accedió a permitirme estudiar en Queen's, si yo le devolvía el dinero en cuanto consiguiera un puesto en una escuela. Me pagó alojamiento en una miserable pensión de tercera categoría, donde me dieron un cuartucho sobre la cocina, que era helado en invierno y un horno en verano; siempre olía a comida. ¡Y la ropa que tenía que usar en Queen's! Pero conseguí la licenciatura de maestra y la segunda aula de la Secundaria de Summerside; fue la única vez que tuve suerte. Desde entonces, he estado juntando centavo sobre centavo para devolverle lo gastado al tío Henry… no sólo lo que le costaron mis estudios sino también mi alojamiento en su casa durante todos los años que viví con ellos. Estaba decidida a no deberle un centavo. Por eso me alojaba con la señora Dennis y me vestía con ropa tan fea. Y acabo de terminar de pagarle. Por primera vez en la vida, me siento libre.

»Pero mientras tanto, he desarrollado una personalidad desagradable. Sé que no soy sociable; nunca se me ocurre el comentario adecuado para una situación. Y tengo plena conciencia de que es mi culpa que siempre me pasen por alto en los acontecimientos sociales. He convertido en un arte el ser desagradable. Sé que soy sarcástica y que mis alumnos me consideran una tirana; me consta que me odian. ¿Crees que no me duele saberlo? Siempre me miran con miedo… odio a la gente que me mira como si me tuviera miedo. Ay, Ana… el odio me consume como una enfermedad. Quiero ser como las otras personas… y ahora nunca podré. Eso es lo que me vuelve tan amarga.

—¡Pero sí que puedes! —exclamó Ana, pasando un brazo por los hombros de Katherine—. Puedes desterrar el odio de tu mente… curarte de él. La vida está comenzando para ti, ahora, puesto que por fin eres libre e independiente. Y nunca se sabe lo que puede haber detrás de la próxima curva en el camino.

—Te he escuchado decirlo antes… y me he reído de tu «curva en el camino». Pero el problema es que no hay curvas en mi camino. Lo veo extenderse delante de mí hasta el horizonte, en interminable monotonía. ¿Te asusta la vida alguna vez, Ana, por su aburrimiento, su mar de gente fría y egoísta? No, claro que no. Tú no tienes que seguir enseñando el resto de tu vida. Y pareces encontrar interesantes a todos, hasta a ese ser redondo y rojizo al que llamas Rebecca Dew.

»La verdad es que odio enseñar… y es lo único que sé hacer. Una maestra es sencillamente esclava del tiempo. Sí, sé que a ti te encanta… no te entiendo. Ana, quiero viajar. Es lo único que he deseado hacer en la vida. Recuerdo el único cuadro que había en mi habitación, en el desván de la casa del tío Henry… un viejo grabado desteñido que habían sacado de alguna otra habitación con desdén. Mostraba unas palmeras alrededor dé un oasis, con una hilera de camellos en la distancia. Me resultaba absolutamente fascinante. Siempre quise viajar y encontrarlo… ver la Cruz del Sur, el Taj Mahal y las columnas de Karnak. Quiero saber, no solamente creer que el mundo es redondo. Y jamás podré hacerlo con un sueldo de maestra. Tendré que seguir hablando toda la vida de las esposas de Enrique VIII y de los recursos inagotables del Imperio.

Ana rio. Ahora podía reír, pues la voz de Katherine había perdido su amargura. Sonaba solamente melancólica e impaciente.

—De todos modos, seremos amigas… y pasaremos diez alegres días aquí para comenzar con nuestra amistad. ¡Siempre quise hacerme amiga tuya, Katherine con K! Desde el principio intuí que debajo de tantas espinas habría algo que haría que ser amiga tuya valiese la pena.

—¿Realmente pensabas eso de mí? Con frecuencia me lo he preguntado. Bien, el leopardo tendrá que intentar sacarse las manchas, si es posible. Quizá lo sea. En esta Tejas Verdes tuya, puedo creer casi cualquier cosa. Es el primer lugar que visito donde me siento como en casa. Me gustaría ser de otra forma… si es que todavía hay tiempo. Hasta ensayare una bonita sonrisa para ese Gilbert tuyo cuando llegue mañana por la noche. He olvidado cómo conversar con hombres, por supuesto, si es que alguna vez lo supe. Sin duda, me creerá una solterona tonta. Me pregunto si cuando me acueste esta noche, me sentiré furiosa conmigo misma por haberme quitado la máscara y haber dejado que atisbes dentro de mi alma marchita.

—No, nada de eso. Pensarás: «Me alegro de que haya descubierto que soy humana». Nos acurrucaremos bajo las frazadas suaves y calentitas, probablemente con dos bolsas de agua caliente, pues sin duda Marilla y la señora Lynde pondrán una cada una, por temor a que la otra lo olvide. Y te sentirás deliciosamente soñolienta después de esta caminata por la nieve bajo la luna, y cuando quieras darte cuenta, será la mañana y te sentirás como si fueras la primera persona que descubre que el cielo es azul. Y aprenderás a hacer tarta de ciruelas, porque me ayudarás a preparar una para el martes… una bien grande y esponjosa.

El aspecto de Katherine asombró a Ana cuando entraron. Tenía la piel radiante después del paseo por la nieve y el color en las mejillas la cambiaba por completo.

«Sería muy llamativa, si usara los sombreros y vestidos adecuados», reflexionó, tratando de imaginar a Katherine con un sombrero de terciopelo rojo oscuro sobre su pelo negro, recogido sobre los ojos color ámbar. Había visto un sombrero así en una tienda de Summerside. «Tengo que ver qué se puede hacer al respecto».

6

El sábado y el lunes fueron días de alegre actividad en Tejas Verdes. La tarta de ciruelas quedó lista y trajeron el árbol de Navidad. Katherine, Ana, Davy y Dora fueron a buscarlo al bosque… un pino precioso que Ana accedió a cortar nada más que porque estaba en un claro del señor Harrison, que iba a ser arado en la primavera.

Pasearon, recogieron ramas y hojas para coronas y hasta algunos helechos que se mantenían verdes durante todo el invierno, que crecían en una hondonada del bosque. El día se convirtió en la tarde sobre las colinas blancas, y volvieron triunfalmente a Tejas Verdes… para encontrarse con un joven alto, de ojos castaños y una sombra de bigotes que lo hacían parecer tan adulto, que por un momento Ana dudó de que fuera Gilbert.

Katherine, con una sonrisa que intentó ser sarcástica sin lograrlo, los dejó en la sala y jugó con los mellizos en la cocina. Asombrada, descubrió que se divertía. Y qué agradable fue bajar al sótano con Davy y descubrir que todavía quedaban en el mundo cosas como manzanas almibaradas. Katherine nunca había estado antes en un sótano de casa de campo y no sabía qué podía ser un lugar encantador y fantasmagórico. La vida ya le parecía más cálida. Por primera vez, tomó conciencia de que podía ser hermosa, aun para ella.