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100 Clásicos de la Literatura

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Me alegra haber vuelto a la escuela, también. Katherine Brooke no está ni más amistosa ni más amable, pero mis alumnos se alegraron de verme, y Jen Pringle me pidió que la ayude a hacer las aureolas de latón para las cabezas de los ángeles de un concierto de la escuela dominical.



Creo que los estudios de este año serán mucho más interesantes que los del año pasado. La Historia de Canadá ha sido incluida en el programa. Mañana tengo que dar una pequeña charla sobre la Guerra de 1812. Parece tan extraño releer las historias de esas viejas guerras… cosas que no pueden volver a suceder nunca. Creo que ninguno de nosotros tendrá algo más que un interés académico por las «batallas de tiempos lejanos». Es imposible pensar en Canadá involucrado nuevamente en una guerra. Me alegro de que esa etapa de la historia haya pasado.



Vamos a reorganizar el Club de Arte Dramático y pedir una suscripción a todas las familias relacionadas con la escuela. Lewis Allen y yo vamos a recorrer el camino a Dawlish el sábado que viene por la tarde. Lewis tratará de matar dos pájaros de un tiro, puesto que compite por un premio ofrecido por Country Homes a la mejor fotografía de una granja. El premio son veinticinco dólares, con los que Lewis se comprará un traje y un abrigo nuevos, cosa que necesita mucho. Trabajó en una granja todo el verano y este año hace las tareas de la casa y sirve la mesa en la pensión donde se aloja. Debe de odiar ese trabajo, pero nunca se le escucha una queja. Me gusta mucho Lewis, es tan valiente y ambicioso, y en lugar de sonrisa, tiene una mueca traviesa y encantadora. No es un muchacho muy robusto; el año pasado temí que se viniera abajo. Pero el verano en el campo parece haberlo fortalecido. Éste es su último año en la escuela y luego espera poder asistir un año a Queen's. Las viudas van a invitarlo a cenar los domingos por la noche este invierno, siempre que puedan. La tía Kate y yo tuvimos una conversación sobre temas económicos y logré convencerla de que me dejara colaborar con los gastos adicionales. Por supuesto, no tratamos de convencer a Rebecca Dew. Sencillamente le pregunté a la tía Kate, delante de Rebecca, si me permitía invitar a Lewis Allen los domingos por la noche, al menos dos veces al mes. La tía Kate respondió con frialdad que temía que no podrían permitírselo, además de la muchacha solitaria que venía habitualmente.



Rebecca Dew emitió una exclamación angustiada.



«Esto sí que es la gota que colma el vaso. ¡Pobres como para no poder darle un poco de comida a un muchacho humilde y trabajador que está tratando de educarse! Más caro sale el hígado de "ese gato", que encima está rechoncho hasta casi estallar. Bien, quítenme un dólar de mi salario e invítenlo».



El Evangelio según Rebecca Dew fue aceptado. Lewis Allen vendrá y ni el hígado de Dusty Miller ni el salario de Rebecca Dew sufrirán modificaciones. ¡La querida Rebecca Dew!



La tía Chatty vino sigilosamente a mi habitación anoche y me contó que quería comprarse una capa con aplicaciones de cuentas, pero que la tía Kate pensaba que era demasiado anciana para eso; se sentía muy herida.



«¿Lo cree así, señorita Shirley? No quiero perder la dignidad, pero siempre deseé tanto tener una capa con cuentas. Siempre me parecieron elegantes… y ahora están de moda otra vez».



«¡Demasiado anciana! Claro que no, querida», le aseguré. «Nadie es demasiado anciano para usar lo que desea. Si fuera demasiado anciana, no tendría deseos de usarla».



«Me la compraré y desafiaré a Kate», declaró la tía Chatty, en un tono que era cualquier cosa menos desafiante.



Pero creo que lo hará y yo sé cómo reconciliar a la tía Kate con la idea. Estoy sola en la torre. Afuera la noche está silenciosa y aterciopelada. Ni siquiera los álamos se mueven. Acabo de asomarme por la ventana y arrojar un beso en dirección a alguien que está a menos de ciento cincuenta kilómetros de Kingsport.





2





El camino Dawlish era un camino sinuoso y la tarde estaba hecha para caminantes… o al menos eso pensaban Ana y Lewis mientras lo recorrían, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de un repentino atisbo azul del estrecho entre los árboles, o tomar una fotografía de un panorama particularmente bonito o una casita pintoresca en una hondonada. Tal vez no fuera tan agradable visitar las casas y pedir suscripciones a beneficio del Club de Arte Dramático, pero Ana y Lewis se turnaban para hablar… él se encargaba de las mujeres y Ana convencía a los hombres.



—Encárguese de los hombres si va a ir con ese vestido y ese sombrero —le había aconsejado Rebecca Dew—. He tenido mucha experiencia en pedir dinero en mis tiempos, y siempre quedó demostrado que cuanto mejor vestida se está y mejor aspecto se tiene, más dinero, o promesas de dinero, se consiguen, si se ataca a los hombres. Pero si se trata de mujeres, hay que ponerse lo más viejo y feo que se tiene.



—¿No es interesante un sendero, Lewis? —preguntó Ana en tono soñador—. No un camino recto, sino uno con curvas y desvíos que pueden ocultar toda clase de sorpresas y cosas bellas. Siempre me encantaron las curvas en los caminos.



—¿Adónde lleva este camino Dawlish? —preguntó Lewis con sentido práctico, aunque en ese mismo momento pensaba que la voz de la señorita Shirley siempre le hacía pensar en la primavera.



—Podría ser una horrible maestra ciruela, Lewis, y decirte que no lleva a ningún lado… que se queda aquí mismo. Pero no lo haré. ¿A quién le importa adónde lleva o hacia dónde va? Al fin del mundo y vuelta, tal vez. Recuerda lo que dice Emerson: «Ay, qué debo hacer con el tiempo». Ese será nuestro lema de hoy. Supongo que el universo seguirá su curso, si lo dejamos en paz por un rato. Mira esas sombras de nubes… y esa tranquilidad de valles verdes… y esa casa con un manzano en cada una de las esquinas. Imagínala en primavera. Éste es uno de los días en que las personas se sienten vivas y cada viento del mundo es un hermano. Me alegra que haya tantos helechos aromáticos a lo largo del camino, con brillantes telarañas encima. Me recuerda los días cuando fingía… o creía… realmente pienso que lo creía… que las telarañas relucientes eran los manteles de las hadas.



Encontraron un manantial a la vera del camino, en una hondonada dorada, y se sentaron sobre un musgo que parecía hecho de diminutos helechos, a beber de un tazón que Lewis hizo con corteza de abedul.



—No se conoce la verdadera emoción de beber hasta que se está muerto de sed y se encuentra agua. Aquel verano que trabajé en el Oeste, en las vías de ferrocarril que estaban construyendo, me perdí en el campo un día de mucho calor y vagué durante horas. Creí que moriría de sed y de pronto llegué a la choza de un colono y encontré un manantial como éste entre unos sauces. ¡Cómo bebí! Desde entonces, me ha sido más fácil comprender la Biblia y su amor por las aguas buenas.



—Vamos a recibir agua de otro lado —dijo Ana, nerviosa—. Está por caer un chaparrón y… Lewis, me encantan los chaparrones, pero tengo puesto mi mejor sombrero y mi segundo mejor vestido. Y no hay una casa a menos de un kilómetro de distancia.



—Hay una vieja fragua de herrero abandonada, por allí —respondió Lewis—, pero tendremos que correr.



Corrieron y desde el refugio disfrutaron del chaparrón como habían disfrutado de todo lo demás en aquella tarde gitana y despreocupada. Un silencio velado había caído sobre el mundo. Las brisas que habían susurrado y revoloteado con tantos aires de importancia por el camino Dawlish, habían plegado sus alas y se habían quedado calladas e inmóviles. Ni una hoja se movía, ni una sombra se agitaba. Las hojas de los arces, en la curva del camino, mostraban el lado del revés, haciendo que los árboles parecieran pálidos de miedo. Una enorme sombra fresca parecía tragárselos como una ola verde… la nube los había alcanzado. Llegó la lluvia, con un remolino de viento. El chaparrón repiqueteó sobre las hojas, bailó por el humeante camino rojo y golpeó alegremente el techo de la vieja fragua.



—Si dura mucho… —dijo Lewis.



Pero no duró. Así como llegó, pasó, y el sol brilló otra vez sobre los árboles mojados, relucientes. Aparecieron resplandecientes trozos de cielo azul entre las desgarradas nubes blancas. En la lontananza podían ver una colina todavía borrosa de lluvia, pero debajo de ellos, la hondonada del valle parecía rebosar de niebla color melocotón. Los bosques de los alrededores tenían un brillo primaveral; un pájaro comenzó a cantar sobre el gran arce cercano a la fragua, como si realmente creyera que era primavera, tan fresco y dulce parecía el mundo de pronto.



—Exploremos esto —dijo Ana, cuando reanudaron la caminata.



Se detuvieron ante una senda secundaria que corría entre dos antiguas cercas tapadas por arbustos.



—No creo que viva nadie por allí —vaciló Lewis—. Debe de ser solamente una senda que lleva al puerto.



—No importa. Recorrámosla. Siempre tuve debilidad por los caminos secundarios… algo que se desvía del recorrido habitual, perdido, verde y solitario. Huele la hierba mojada, Lewis. Además, mis huesos me dicen que hay una casa por allí, una casa especial… y muy «fotogénica».



Los huesos de Ana no la engañaban. Pronto llegaron a una casa… digna de ser fotografiada, además. Era una casa pintoresca, antigua, de aleros bajos, con ventanas cuadradas de vidrios pequeños. Grandes sauces extendían brazos patriarcales sobre ella, y una aparente selva de arbustos y plantas perennes se apretujaba a su alrededor. Estaba oscurecida por el tiempo y destartalada, pero los grandes graneros que había detrás estaban arreglados y tenían aspecto próspero, modernos en todos los aspectos.



—He oído decir, señorita Shirley, que cuando los establos de un hombre son mejores que su casa, es signo de que las entradas superan los gastos —comentó Lewis, mientras avanzaban por el sendero lleno de raíces y cubierto de hierba.

 



—Diría que es señal de que piensa más en sus caballos que en su familia —rio Ana—. No creo que consigamos una suscripción aquí, pero es la casa que más puede acercarse al premio. El tono grisáceo no quedará mal en una fotografía.



—Este camino no parece ser recorrido por mucha gente —comentó Lewis—. Es evidente que la gente que vive aquí no es muy sociable. Temo que ni siquiera sabrán lo que es un Club de Arte Dramático. En fin, me aseguraré la fotografía antes de que despertemos a estas personas de su madriguera.



La casa parecía desierta, pero una vez que hubieron tomado la fotografía, abrieron un portón blanco, cruzaron el jardín y golpearon a una descolorida puerta posterior azul; era evidente que la principal era como la de Álamos Ventosos, más para adorno que para otra cosa, si podía decirse que una puerta oculta por la hiedra pudiera ser de adorno. Esperaban al menos la cortesía con la que se habían encontrado hasta ahora, estuviera o no respaldada por la generosidad. En consecuencia, quedaron muy sorprendidos cuando se abrió la puerta y en el umbral apareció, no la sonriente esposa del granjero o la hija a las que habían esperado ver, sino un hombre alto, fornido, de unos cincuenta años, con pelo rizado y cejas hirsutas, que les preguntó sin rodeos:



—¿Qué quieren?



—Vinimos a ver si podíamos interesarlo en nuestro Club de Arte Dramático de la Escuela Secundaria… —comenzó a decir Ana en tono vacilante.



Pero el hombre le ahorró posteriores esfuerzos.



—Nunca lo he oído nombrar. Ni quiero tener nada que ver con él —fue la interrupción lisa y llana, y la puerta se les cerró en las narices.



—Me da la impresión de que nos han rechazado —bromeó Ana mientras se alejaban.



—Un caballero agradable y amistoso, sin duda —sonrió Lewis—. Pobre esposa, si es que la tiene.



—No creo que la tenga, pues lo hubiera civilizado un poco —dijo Ana, tratando de recuperar la compostura—. Ojalá tuviera que lidiar con Rebecca Dew. Pero sacamos la fotografía y presiento que obtendrá el premio. ¡Diantre! Me entró una piedrecita en el zapato; voy a sentarme en el dique de piedra de nuestro caballero, con su permiso o sin él, para quitármela.



—Por suerte estamos fuera de vista de la casa —dijo Lewis.



Ana acababa de volverse a atar el cordón cuando oyeron un ruido en la jungla de arbustos a la derecha. Apareció un niñito de unos ocho años, que se quedó observándolos con timidez; entre sus manos regordetas, sostenía con fuerza un pastel de manzana. Era un niño muy guapo, con brillantes rizos oscuros, grandes y confiados ojos castaños y facciones delicadamente modeladas. Tenía un aire refinado, a pesar del hecho de que tenía la cabeza descubierta y vestía una gastada camisa de algodón azul y un par de deshilachados pantalones hasta las rodillas. Parecía un principito disfrazado.



Detrás de él, había un gran perro negro de Newfoundland, cuya cabeza llegaba casi al hombro del muchachito.



—Hola, hijito —lo saludó Lewis—. ¿De dónde has salido?



El niño se acercó, sonriendo, y extendió la mano con el pastel.



—Esto es para ustedes —dijo tímidamente—. Papá lo hizo para mí, pero prefiero dárselo a ustedes. Tengo alimentos de sobra.



Lewis, sin demasiado tino, se disponía a rechazar el pastel del niño, cuando recibió un codazo de Ana. Captando la insinuación, lo aceptó solemnemente y se lo entregó a Ana, que con la misma solemnidad, lo partió en dos y le dio la mitad. Sabían que debían comerlo y dudaban de las habilidades culinarias de «papá», pero el primer bocado los tranquilizó. Papá podía no ser muy amable, pero sabía hacer pasteles.



—Está delicioso —dijo Ana—. ¿Cómo te llamas, tesoro?



—Teddy Armstrong —respondió el pequeño benefactor—. Pero papá siempre me llama Muchachito. Soy lo único que tiene, saben. Papá me quiere mucho y yo le quiero mucho a él. Sé que piensan que mi papá es muy descortés porque les dio con la puerta en las narices, pero no fue su intención ofenderlos. Oí que pedían algo para comer.



«No, pero no importa», pensó Ana.



—Estaba en el jardín, detrás de las plantas, así que pensé en traerles mi pastel porque siempre siento mucha pena por los pobres que no tienen suficiente comida. Mi papá es un excelente cocinero. Tendrían que ver los budines de arroz que prepara.



—¿Con pasas de uva? —preguntó Lewis, con ojos chispeantes.



—Muchísimas. Mi papá no es malo.



—¿No tienes mamá, tesoro? —preguntó Ana.



—No. Mi mamá murió. La señora Merrill una vez me dijo que se había ido al cielo, pero mi papá dice que ese lugar no existe, y él entiende de esas cosas. Mi papá es muy sabio. Ha leído miles de libros. Cuando sea grande, seré exactamente igual a él… pero le daré comida a la gente cuando me pidan. A mi papá no le gusta demasiado la gente, saben, pero es muy bueno conmigo.



—¿Vas a la escuela? —quiso saber Lewis.



—No. Mi papá me da lecciones en casa. Pero los del Consejo Escolar le dijeron que el próximo año tendré que ir. Me gustaría ir a la escuela y jugar con otros niños. Claro, tengo a Carlo, y papá es estupendo para los juegos cuando tiene tiempo. Mi papá es un hombre muy ocupado, saben. Tiene que llevar la granja y mantener limpia la casa. Por eso no le gusta que venga gente… Cuando sea grande, podré ayudarlo mucho y entonces tendrá más tiempo para ser amable con las personas.



—Ese pastel estaba delicioso, Muchachito —le dijo Lewis, tragando la última miga.



Los ojos del Muchachito brillaron.



—Me alegro tanto de que les haya gustado —dijo.



—¿Te gustaría que te tomásemos una fotografía? —preguntó Ana, sintiendo que no sería correcto ofrecer dinero a ese corazón generoso—. Si quieres, Lewis puede hacértela.



—¡Pues claro! —exclamó el niño, encantado—. ¿Con Carlo, también?



—Desde luego, con Carlo también.



Ana los hizo posar delante de unos arbustos; el niño tenía un brazo alrededor del cuello de su peludo compañero; ambos parecían muy contentos. Lewis tomó la fotografía con la última placa.



—Si sale bien, te la enviaré por correo —prometió—. ¿Qué dirección tendré que poner?



—Teddy Armstrong, a cuidado del señor James Armstrong, Glencove Road —dijo el Muchachito—. ¡Qué divertido será recibir algo por el correo! Me siento muy orgulloso. No le diré nada a papá y le daré una estupenda sorpresa.



—De acuerdo. Recibirás el paquete dentro de dos o tres semanas —dijo Lewis, mientras se despedían.



Ana se inclinó de pronto y besó la carita bronceada. Había algo en él que le tironeaba el corazón. Era tan dulce, tan valiente… ¡tan desamparado sin su madre!



Se volvieron para mirarlo antes de tomar una curva y lo vieron de pie sobre el dique, junto al perro, saludándolos con la mano. Como era de esperar, Rebecca Dew estaba enterada de todo lo referente a los Armstrong.



—James Armstrong nunca se recuperó de la muerte de su esposa, hace cinco años —le contó a Ana—. No era tan hosco antes de eso, aunque sí algo ermitaño. Es su naturaleza. Vivía dedicado a su esposa; ella era veinte años menor que él. Su muerte fue un golpe terrible, al parecer. Se convirtió en un hombre amargado y malhumorado. No quiso ni siquiera buscar un ama de llaves… cuidaba él solo de la casa y del niño. Vivió solo durante años antes de casarse, de manera que tenía experiencia.



—Pero no es vida para el niño —acotó la tía Chatty—. El padre nunca lo lleva a la iglesia ni a ninguna parte para que vea gente.



—Adora al chico, según dicen —dijo la tía Kate.



—«No antepondrás ningún otro dios a mí» —citó Rebecca Dew repentinamente.





3





Pasaron casi tres semanas antes que Lewis tuviera tiempo de revelar las fotografías. El primer domingo que fue a cenar a Álamos Ventosos, las llevó consigo. Tanto la casa como el Muchachito habían salido espléndidamente. El Muchachito sonreía desde la fotografía «tan real como la vida» según Rebecca Dew.



—¡Pero mira, se parece mucho a ti, Lewis! —exclamó Ana.



—Sí, es cierto —asintió Rebecca Dew, escudriñando la fotografía con aire juicioso—. En cuanto la vi, me hizo pensar en alguien, pero no podía decir quién.



—Los ojos… la frente… la expresión… son los tuyos, Lewis —declaró Ana.



—Cuesta creer que haya sido un niño tan bonito —dijo Lewis, encogiéndose de hombros—. Tengo una fotografía mía en alguna parte, tomada cuando tenía ocho años. La buscaré y las compararé. Le daría risa verla, señorita Shirley. Estoy muy serio, con rizos largos y cuello de encaje, tieso como una vara. Supongo que debo de tener la cabeza apretada dentro de uno de esos aparatos con tres garras que solían usar. Si el niño de esta fotografía se parece a mí, debe de ser solamente una coincidencia. El Muchachito no puede ser pariente mío. No tengo parientes en la Isla… ahora.



—¿Dónde naciste? —quiso saber la tía Kate.



—En New Brunswick. Mi padre y mi madre murieron cuando tenía diez años, y vine aquí a vivir con una prima de mi madre… yo la llamaba tía Ida. Murió, también, hace cosa de tres años.



—Jim Armstrong vino de New Brunswick —dijo Rebecca Dew—. No es un verdadero isleño… de serlo, no tendría ese carácter tan espantoso. Tenemos nuestras peculiaridades, pero somos civilizados.



—No sé si me gustaría descubrir un parentesco con el amable señor Armstrong —rio Lewis, mientras atacaba las tostadas con canela de la tía Chatty—. De todos modos, creo que cuando tenga la fotografía terminada y montada la llevaré yo mismo a Glencove Road e investigaré un poco. Tal vez sea un primo lejano, o algo así. En realidad, no sé nada de la familia de mi madre, si es que tiene parientes con vida. Siempre tuve la impresión de que no tenía. De mi padre, estoy seguro de que no quedan familiares.



—Si llevas la fotografía tú mismo, ¿no se desilusionará el Muchachito por no tener la emoción de recibirla por correo? —dijo Ana.



—Lo compensaré enviándole alguna otra cosa.



La tarde del sábado siguiente, Lewis apareció por la Calle del Fantasma conduciendo un carro anticuado, tirado por una yegua todavía más añeja.



—Voy a Glencove a llevarle la fotografía al pequeño Teddy Armstrong, señorita Shirley. Si mi elegante carruaje no le provoca un paro cardíaco, me gustaría que viniera, también. Creo que no perderemos ninguna rueda.



—¿De dónde sacaste esa reliquia, Lewis? —quiso saber Rebecca Dew.



—No se burle de mi gallardo corcel, señorita Dew. Tenga un poco de respeto por la edad. El señor Bender me prestó carro y caballo con la condición de que le hiciera una diligencia por el camino Dawlish. Hoy no tenía tiempo de caminar hasta Glencove y volver.



—¡Tiempo! —exclamó Rebecca Dew—. ¡Podrías llegar allí y volver más rápido que esa yegua!



—¿Y traerle una bolsa de patatas al señor Bender? ¡Qué maravilla de mujer!



Las mejillas rubicundas de Rebecca Dew se sonrojaron aún más.



—No está bien burlarse de los mayores —replicó, altanera. Luego, se ablandó—: ¿Te vendrían bien unas rosquillas, antes de salir?



La yegua tordilla, sin embargo, desarrolló sorprendentes poderes de locomoción cuando enfilaron el camino. Ana reía para sus adentros mientras trotaban hacia Glencove. ¿Qué dirían la señora Gardiner o la tía Jamesina si la vieran ahora? No le importaba. Era un magnífico día para un paseo por esa tierra que celebraba el ritual del otoño, y Lewis era un buen compañero. El muchacho alcanzaría sus objetivos. Ningún otro conocido suyo, pensó Ana, se atrevería a invitarla a pasear en el carro de Bender detrás de la yegua de Bender. Pero a Lewis en ningún momento se le ocurrió que podía tener algo de particular. ¿Qué diferencia había en el modo de viajar siempre y cuando se llegara a destino? Cualquiera fuera el vehículo utilizado, las colinas no dejaban de ser azules, los caminos, rojos, y los arces, bellísimos. Lewis era un filósofo y se preocupaba tan poco por lo que pudiera decir la gente, como cuando algunos de los alumnos de la secundaria le decían «mujercita» porque hacía las tareas domésticas de la pensión. Algún día, la risa estaría del otro lado. Sus bolsillos podían estar vacíos, pero su cabeza no, por cierto. Mientras tanto, la tarde era preciosa y verían otra vez al Muchachito. Le contaron al cuñado del señor Bender adónde se dirigían, cuando éste cargó la bolsa de patatas en la parte posterior del carro.



—¿Estás diciéndome que tienes una fotografía del pequeño Teddy Armstrong? —exclamó el señor Merrill.

 



—Sí, y muy buena, además. —Lewis la desenvolvió y se la mostró con orgullo—. Ni un fotógrafo profesional hubiera podido tomar una mejor.



El señor Merrill se palmeó una pierna con fuerza.



—Vaya, es increíble. El pequeño Teddy Armstrong ha muerto…



—¡Muerto! —exclamó Ana, horrorizada—. Ay, señor Merrill… no… no me diga eso… un niño tan adorable…



—Lo siento, señorita, pero es un hecho. Y su padre está enloquecido y se siente todavía peor porque no tiene ninguna fotografía ni retrato de él. ¡Y ahora aparecen ustedes con una! Vaya…



—Parece imposible… —dijo Ana, con los ojos llenos de lágrimas. Estaba viendo a la pequeña figura saludando desde el dique.



—Lamento decir que es verdad. Murió hace casi tres semanas. Neumonía. Sufrió mucho, pero dicen que se mostró paciente y valeroso como el que más. No sé qué será de Jim Armstrong, ahora. Tengo entendido que parece haber perdido la razón… anda de un lado a otro, murmurando para sí. «Si al menos tuviera una fotografía de mi Muchachito», no para de decir.



—Ese hombre me da pena —dijo la señora Merrill de pronto. No había hablado hasta el momento; estaba de pie junto a su marido, una mujer demacrada, fornida, con un delantal por encima del viejo vestido—. Está en buena situación económica y siempre me pareció que nos miraba con desdén porque éramos pobres. Pero tenemos a nuestro hijo… y no importa lo pobre que se es, siempre y cuando se tenga alguien a quien amar.



Ana la miró con nuevo respeto. La señora Merrill no era atractiva, pero cuando sus hundidos ojos grises se toparon con los de Ana, ambas reconocieron cierta afinidad entre ellas. Ana nunca la había visto antes, ni la volvería a ver, pero siempre la recordaría como una mujer que había descubierto el secreto último de la vida. Nunca se era pobre mientras se tuviera alguien a quien amar.



El día dorado quedó arruinado para Ana. De algún modo, el Muchachito le había conquistado el corazón en aquel breve encuentro. Lewis y ella se dirigieron en silencio a Glencove Road y luego recorrieron el sendero cubierto de hierba. Carlo estaba tendido sobre las piedras, delante de la puerta azul. Se levantó y se acercó a ellos mientras descendían del carro; lamió la mano de Ana y la miró con ojos tristes, como pidiéndole noticias de su compañerito de juegos. La puerta estaba abierta; en la habitación en penumbra, vieron a un hombre con la cabeza inclinada sobre la mesa.



Cuando Ana llamó, el hombre se levantó y fue hacia la puerta. Ella se horrorizó al ver lo cambiado que estaba. Tenía las mejillas hundidas, estaba macilento y sin afeitar; los ojos hundidos ardían con un fuego enfermizo.



Ana esperaba que los rechazara, pero él pareció reconocerla, pues dijo, en voz apagada:



—Ha vuelto, ¿eh? El Muchachito me contó que le habló y lo besó. Usted le cayó bien. Lamenté haberlos recibido tan mal aquel día. ¿Qué desean?



—Queremos enseñarle algo —dijo Ana con suavidad.



—¿Quieren pasar y sentarse? —preguntó, sombrío.



Sin decir una palabra, Lewis sacó la fotografía del Muchachito de su envoltorio y se la alcanzó. Él se la arrebató de la mano, la devoró con la mirada y luego se dejó caer en la silla y estalló en llanto y sollozos. Ana nunca había visto llorar así a un hombre. Lewis y ella permanecieron en piadoso silencio hasta que él recuperó la compostura.



—No saben lo que significa esto para mí —pudo decir por fin—. No tenía fotografías de él. Y no soy como otras personas… no recuerdo las caras… no puedo ver las caras en la mente, como otra gente. Ha sido terrible para mí no poder recordar el aspecto del Muchachito. Y ahora me han traído esto, después que fui tan grosero con ustedes. Siéntense… siéntense. Ojalá pudiera expresar mi gratitud de alguna forma. Creo que me han salvado la razón… y hasta la vida. Ay, señorita, ¿no está igual a como era? Si hasta parece que fuera a hablar. ¡Mi Muchachito querido! ¿Cómo podré vivir sin él? Ya no tengo motivos para vivir. Primero su