Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—«La misericordia no se fuerza» —rio Sally, mientras se ponía el vestido para la cena.

—No cites la Biblia con tanta frivolidad —replicó la tía Sabueso—. Debe disculparla, señorita Shirley. Sencillamente no está acostumbrada a casarse. Bueno, espero que el novio no tenga una expresión espantada, como suele suceder. Supongo que se sienten aterrados, pero no tienen por qué mostrarlo tan claramente. Y espero que no se olvide los anillos, como Upton Hardy. Flora y él tuvieron que casarse con una argolla de las cortinas. Bueno, iré a echar otro vistazo a los regalos. Tienes muchas cosas bonitas, Sally. Espero que no te sea muy difícil mantener brillantes todas las cucharas.

Aquella noche, la cena en la amplia galería cerrada fue muy alegre. Había faroles chinos colgados por todas partes; la suave luz colorida que arrojaban se posaba sobre los bonitos vestidos, el pelo brillante y las frentes lisas de las muchachas. Barnabas y Saul, sentados sobre los anchos brazos del sillón del doctor, parecían estatuas de ébano; él los alimentaba con migajas.

—Casi peor que Parker Pringle —afirmó la tía Sabueso—. Él hace sentar al perro a la mesa, con silla y servilleta propias. Bueno, tarde o temprano, se hará justicia.

Había una nutrida concurrencia, pues estaban todas las chicas Nelson con sus maridos, además de los testigos y las damas de honor; hubo mucha algarabía, a pesar de las «delicias de la tía Sabueso» o quizás a causa de ellas. Nadie la tomaba demasiado en serio. Era evidente que la juventud la consideraba una broma. Cuando al presentarle Gordon Hill dijo: «Vaya, vaya, no eres lo que imaginaba. Creí que Sally elegiría a un hombre alto y apuesto», se oyeron risas ahogadas por todo el porche. Gordon Hill, que era más bien bajo y solamente «de aspecto agradable», según sus mejores amigos, supo que harían bromas al respecto hasta el final de sus días. Después, la tía Sabueso dijo a Dot Fraser: «Cielos, cada vez que te veo tienes un vestido nuevo. Espero que el presupuesto de tu padre resista todavía algunos años». Dot pudo haber hervido de furia, pero algunas de las otras chicas encontraron graciosas las palabras de la anciana. Y cuando la tía Sabueso murmuró en tono sombrío: «Sólo espero que todos reciban las cucharitas de recuerdo. En el casamiento de Gertie Paul faltaron cinco. Nunca aparecieron», la señora Nelson, que había pedido prestadas tres docenas, adoptó una expresión angustiada, igual que sus cuñadas, a las que se las había pedido. Pero el doctor Nelson lanzó una carcajada.

—Haremos que todos den vuelta sus bolsillos antes de irse, tía Grace.

—Sí, ríe si quieres, Samuel, pero no es ninguna broma que pase una cosa así en la familia. Alguien debe de tener esas cucharitas. Siempre que voy a algún lado me fijo a ver si están. Las reconocería en cualquier parte, a pesar de que han pasado veintiocho años. La pobre Nora era un bebé en aquel entonces. ¿Recuerdas, Jane, que la tenías con un vestidito blanco? ¡Veintiocho años! Ah, Nora, cómo pasa el tiempo. Aunque con esta luz, no demuestras tu edad.

Nora no participó de la risotada general. Parecía a punto de echar rayos por los ojos. A pesar del vestido amarillo y las perlas en el pelo oscuro, a Ana la hacía pensar en una mariposa nocturna. En contraste directo con Sally, que era rubia y pálida, Nora Nelson tenía un precioso pelo negro, ojos oscuros, cejas negras y aterciopeladas mejillas rosadas; la nariz era un poco aguileña. Nora nunca había sido considerada guapa, pero Ana sentía una curiosa atracción hacia ella, a pesar de su expresión torva y furibunda. Intuía que, como amiga, preferiría a Nora antes que a la risueña Sally.

Después de la cena hubo baile; de las ventanas bajas de la antigua casa de piedra brotaron risas y música. A las diez, Nora había desaparecido. Ana estaba algo cansada del ruido y la algarabía. Salió por el vestíbulo a una puerta posterior que daba a la bahía y bajó por una escalera de peldaños rocosos hasta la costa, atravesando un bosquecillo de pinos. ¡Qué hermoso era el fresco aire salado después del calor de la tarde! ¡Cuán exquisitos los dibujos trazados por la luna sobre la bahía! ¡Qué magia tenía la embarcación que había zarpado al anochecer y ahora se acercaba al puerto! Era una noche en la que resultaba posible toparse con un baile de sirenas.

Nora estaba sentada a la sombra de una roca, junto al agua, con expresión más tormentosa que nunca.

—¿Puedo sentarme contigo unos minutos? —preguntó Ana—. Estoy un poco cansada de bailar y no quiero perderme esta noche maravillosa. Cómo envidio esta bahía que tenéis como jardín.

—¿Cómo te sentirías en un momento así, si no tuvieras novio? —preguntó Nora de pronto, con aspereza—. ¿Ni posibilidades de tenerlo?

—Creo que es culpa tuya, si no lo tienes —respondió Ana, y se sentó a su lado.

Nora se descubrió contándole sus problemas a Ana. Había algo en ella que hacía que la gente le confiará sus problemas.

—Lo dices por cortesía, desde luego. No es necesario. Sabes tan bien como yo que no soy una chica de la que se enamoran los hombres… soy «la feúcha de las Nelson». La verdad es que no es mi culpa que no tenga a nadie. No soportaba estar más tiempo allí dentro. Sentí necesidad de venir aquí y permitirme sentirme desdichada. Estoy cansada de sonreír y mostrarme agradable con todos y fingir que no me importa cuando me hacen bromas por ser soltera. Ya no voy a fingir más. Me importa, y mucho… muchísimo. Soy la única que queda. Cinco de mis hermanas están casadas, o lo estarán para mañana. Has oído a la tía Sabueso echarme en cara mi edad cuando cenábamos. Y la oí decirle a mamá antes de la cena que yo «había envejecido» bastante desde el verano pasado. Claro que he envejecido. Tengo veintiocho años. Dentro de doce años, tendré cuarenta. ¿Cómo soportaré la vida a los cuarenta, Ana, si no tengo raíces propias a esa altura?

—Yo no me preocuparía por las tonterías de una anciana.

—Ah, ¿no? Pues no tienes una nariz como la mía, dentro de diez años, parecerá un pico de ave, como la de papá. Y supongo que tampoco te importaría haber esperado años a que un hombre se te declarara… y no lo hiciera nunca.

—Ay, sí, eso sí me importaría.

—Bueno, ésa es precisamente mi situación. Sí, sé que has oído hablar de Jim Wilcox. Es una historia muy antigua. Ha estado detrás de mí durante años, pero nunca dijo nada de casarnos.

—¿Le quieres?

—Claro que lo quiero. Siempre fingí que no lo amaba, pero como te dije, estoy harta de fingir. Y no se me acerca desde enero. Nos peleamos… bueno, hemos tenido cientos de peleas. Antes siempre volvía… pero esta vez no. Ya no quiere volver. Mira, aquélla es su casa, al otro lado de la bahía, brillando bajo la luna. Debe de estar allí… y yo aquí… con todo el puerto entre nosotros. Así será, siempre. Es… ¡es terrible! Y no hay nada que pueda hacer.

—Si lo llamaras, ¿no vendría?

—¡Llamarlo! ¿Crees que haría eso? Antes preferiría morir. Si quiere venir, no hay nada que se lo impida. Si no quiere, yo no quiero que venga. Sí… ¡sí, quiero! Lo amo… y quiero casarme con él. Quiero tener un hogar propio y ser la «señora» de alguien y cerrarle la boca a la tía Sabueso. ¡Ojalá pudiera ser Barnabas o Saul por unos momentos nada más que para dedicarle unos cuantos insultos! Si me vuelve a llamar «la pobre Nora», le arrojaré una olla. Pero bueno, al fin y al cabo, dice solamente lo que todos piensan. Mamá ya ha perdido las esperanzas de que me case, así que me deja tranquila, pero el resto me tortura. Odio a Sally… sé que soy una arpía… pero la odio. Tendrá un buen marido y una casa preciosa. No es justo que ella tenga todo y yo nada. No es mejor ni más inteligente ni mucho más guapa que yo… sólo tiene más suerte. Supongo que me crees horrorosa… aunque en realidad no me importa lo que pienses.

—Creo que estás muy, muy cansada luego de tantas semanas de preparativos y tensión. Las cosas que siempre fueron difíciles, de pronto se han vuelto imposibles de tolerar.

—Me comprendes… sí, me comprendes. Siempre pensé que lo harías. Tenía ganas de ser amiga tuya, Ana Shirley. Me gusta tu risa. Siempre deseé poder reír así. No soy tan sombría como parezco… son las cejas. De veras pienso que son lo que ahuyenta a los hombres. Nunca tuve una verdadera amiga. Pero siempre tuve a Jim. Hemos sido… amigos… desde niños. Yo solía poner un farol en la ventanita del desván cuando quería que viniera por algún motivo, y él venía navegando de inmediato. Íbamos juntos a todas partes. Ningún otro chico tuvo posibilidades de acercarse a mí… aunque no creo que ninguno haya querido hacerlo, tampoco. Y ahora todo ha terminado. Se cansó de mí y se alegró de encontrar la excusa de la pelea para quedar libre. ¡Ay, cómo voy a odiarte mañana porque te he contado estas cosas!

—¿Por qué?

—Siempre se odia a las personas que nos arrancan los secretos, supongo —respondió Nora, tristemente—. Pero hay algo en las bodas que te remueve todo… y no me importa. Nada me importa. Ay, Ana Shirley, ¡me siento tan triste! Préstame tu hombro para llorar un buen rato. Mañana tendré que sonreír y mostrarme feliz todo el día. Sally cree que no quise ser su dama de honor por superstición: trae mala suerte ser dama de honor tres veces, ¿sabes?, pero no fue por eso. No hubiera soportado estar a su lado y escucharla decir: «Sí, quiero», sabiendo que yo nunca podría decírselo a Jim. Me hubiera puesto a aullar como un lobo. Quiero vestirme de novia y tener un ajuar, ropa blanca con monogramas y hermosos regalos. Hasta el platito de manteca de plata de la tía Sabueso. Siempre regala lo mismo a todas las novias… una mantequera espantosa con tapa parecida a la cúpula de San Pedro. Podríamos haberla puesto sobre la mesa del desayuno nada más para que Jim se riera. Ay, Ana, creo que me estoy volviendo loca.

 

El baile había terminado cuando las chicas volvieron a la casa, cogidas de la mano. Los invitados se repartían en las diferentes habitaciones. Tommy Nelson se estaba llevando a los gatos al granero. La tía Sabueso seguía sentada en el sofá, pensando en todas las cosas horrorosas que esperaba no sucedieran al día siguiente.

—Espero que nadie se levante y dé un motivo por el cual no deberían casarse. Eso sucedió en el casamiento de Tillie Hatfield.

—Gordon no va a tener tan buena suerte —dijo el testigo del novio.

La tía Sabueso le dirigió una mirada pétrea.

—Jovencito, el matrimonio no es una broma.

—Claro que no —replicó él, sin amilanarse—. Hola, Nora, ¿cuándo vamos a tener la oportunidad de bailar en tu boda?

Nora no respondió con palabras. Se acercó al muchacho y lo abofeteó, primero en una mejilla y luego en la otra. Después, subió sin mirar atrás.

—Esa chica —declaró la tía Sabueso— está al borde de una crisis nerviosa.

16

La mañana del sábado transcurrió en un torbellino de preparativos de último momento. Ana, envuelta en uno de los delantales de la señora Nelson, la pasó en la cocina, ayudando a Nora con las ensaladas. Nora estaba irritable; era evidente que se arrepentía, como había dicho, de sus confidencias de la noche anterior.

—Quedaremos agotados para un mes —se quejó—. Además, papá no puede permitirse realmente todo este despilfarro. Pero Sally estaba decidida a tener lo que llama «una linda boda» y papá cedió. Siempre la ha malcriado.

—Estás celosa —dijo la tía Sabueso, asomando la cabeza desde la despensa, donde estaba enloqueciendo a la señora Nelson con sus malos presagios.

—Tiene razón —confesó Nora a Ana, amargamente—. Es verdad. Estoy celosa y avinagrada… odio ver a la gente feliz. Pero no me arrepiento de haber abofeteado a Jud Taylor anoche. Lamento no haberle pellizcado la nariz, también. Bien, las ensaladas están terminadas. Han quedado muy bien. Me encanta arreglar las cosas cuando estoy bien. En realidad, espero que todo salga bien y que Sally sea feliz. En el fondo, la quiero mucho, aunque en este momento me parece que odio a todo el mundo y a Jim Wilcox más que a nadie.

—Espero que el novio no desaparezca justo antes de la ceremonia. —Las palabras llegaron flotando desde la despensa en el tono lúgubre de la tía Sabueso—. Austin Creed lo hizo. Se olvidó que se casaba ese día. Los Creed siempre fueron olvidadizos, pero eso ya es demasiado.

Las dos muchachas se miraron y lanzaron una carcajada. La cara de Nora se transformó por la risa: cobró luz, color y brillo. En ese momento, alguien entró para decirle que Barnabas había vomitado en la escalera… demasiados hígados de pollo, sin duda. Nora corrió a reparar los daños, y la tía Sabueso salió de la despensa diciendo que esperaba que no desapareciera la tarta de bodas, como había sucedido en la boda de Alma Clark, hacía diez años.

Al mediodía, todo estuvo inmaculadamente listo: la mesa puesta, las camas adornadas con primor, cestos con flores en todas partes y en la gran habitación que daba al norte, Sally y sus tres damas de honor, temblorosas y espléndidas. Ana, con su vestido verde Nilo y sombrero a juego, se miró en el espejo y deseó que Gilbert pudiera verla.

—Estás guapísima —dijo Nora, con un dejo de envidia.

—Tú también, Nora. Ese vestido azul y ese sombrero dan mucho brillo a tu cabello y hacen resaltar el color de tus ojos.

—A nadie le importa si estoy bien o no —se quejó Nora con amargura—. Bien, Ana, mira mi sonrisa. No voy a ser una aguafiestas. Tengo que tocar la marcha nupcial, después de todo. Vera tiene una jaqueca terrible. Casi preferiría tocar la marcha fúnebre, como dijo la tía Sabueso.

La anciana, que había merodeado por la casa toda la mañana, interfiriendo en todo, enfundada en un viejo quimono no demasiado limpio y un marchito sombrerito, apareció resplandeciente en un vestido oscuro e informó a Sally que una de las mangas no le quedaba bien y que esperaba que a nadie se le vieran las enaguas debajo del vestido, como había sucedido en la boda de Annie Crewson. La señora Nelson entró en la habitación y lloró al ver a Sally tan bonita con su vestido de novia.

—Vamos, vamos, no te pongas sentimental, Jane —la tranquilizó la tía Sabueso—. Todavía te queda una hija… y es probable que te acompañe hasta la vejez. Las lágrimas traen mala suerte en las bodas. Bueno, lo único que espero es que nadie caiga muerto de repente, como le pasó al viejo tío Cromwell en la boda de Roberta Pringle, en plena ceremonia. La novia pasó dos semanas en cama, por el susto.

Después de estas optimistas palabras, el grupo bajó la escalera al son de la marcha nupcial tocada por Nora, y Sally y Gordon se casaron sin que nadie cayera muerto ni olvidara los anillos. El grupo era realmente bonito y hasta la tía Sabueso dejó de preocuparse por el universo por unos instantes.

—Después de todo —le dijo a Sally más tarde— aunque no seas muy feliz en tu matrimonio, peor te sentirías soltera.

Nora tenía una mirada sombría desde su lugar frente al piano, pero se acercó a Sally y le dio un fuerte abrazo.

—Bien, hemos terminado —dijo Nora, cansada, cuando el almuerzo concluyó y los novios y la mayoría de los invitados se fueron. Echó una mirada a la habitación, que tenía el aspecto triste y desordenado del final de una fiesta: un ramillete pisoteado yacía en el suelo, las sillas estaban por cualquier parte, un trocito de encaje roto, dos pañuelos, migas desparramadas por los niños, una mancha en el techo, donde se había filtrado el agua de una jarra volcada por la tía Sabueso en una de las habitaciones.

—Tengo que limpiar esto —añadió Nora con vehemencia—. Muchos de los jóvenes esperan el barco y otros se quedarán hasta el domingo. Terminarán con una fogata en la playa y un baile a la luz de la luna. Imaginas las ganas que tengo de bailar bajo la luna. Me iría a la cama a llorar.

—Después de una boda, la casa parece triste, es verdad —dijo Ana—. Pero te ayudaré a limpiar y luego tomaremos un té.

—Ana Shirley, ¿crees que el té es remedio para todo? Eres tú la que tendría que ser solterona, no yo. No importa. No quiero ser mala, pero supongo que es mi naturaleza. Detesto la idea del baile en la playa más que la boda. Jim siempre venía a nuestros bailes en la playa. Ana, he tomado la decisión de estudiar para enfermera. Sé que lo odiaré (y que el cielo ayude a mis futuros pacientes) pero no me quedaré en Summerside soportando las burlas de todos. Bien, ataquemos este montón de platos sucios e imaginemos que nos gusta lavarlos.

—A mí me gusta… siempre me gustó lavar platos. Es divertido ver cómo las cosas sucias vuelven a quedar resplandecientes.

—Ay, deberías estar en un museo —le espetó Nora.

Cuando salió la luna, todo estaba listo para el baile en la playa. Los muchachos habían encendido una gran fogata en la punta y las aguas del puerto relucían bajo la luna. Ana esperaba divertirse a lo grande, pero al ver la expresión de Nora, cuando la muchacha bajó con una cesta de bocadillos, se puso a pensar. «Qué infeliz se siente. Si pudiera hacer algo por ella…».

Una idea se formó en la mente de Ana. Siempre había sido una criatura de impulsos. Corrió como una flecha a la cocina, cogió un farol encendido que había sobre una mesa y subió a toda velocidad por la escalera posterior y luego otra vez hasta el desván. Puso el farol en la ventana que daba al puerto. Los árboles la ocultaban de los bailarines.

«Es posible que la vea y venga. Supongo que Nora se, pondrá furiosa conmigo, pero eso no tendrá importancia, si él viene. Y ahora, a envolver un poco de tarta de bodas para Rebecca Dew». Jim Wilcox no fue. Ana dejó de buscarlo después de un rato y lo olvidó en la algarabía de la velada. Nora había desaparecido y la tía Sabueso, por suerte, se había ido a dormir. Eran las once cuando terminó el jolgorio y los cansados bailarines subieron, bostezando. Ana estaba tan cansada, que olvidó por completo la luz en la ventana del desván. Pero a las dos de la mañana, la tía Sabueso entró en el dormitorio y acercó una vela a las caras de las muchachas.

—Por Dios, ¿qué pasa? —exclamó Dot Fraser, sentándose en la cama.

—Chsss… —advirtió la tía Sabueso, con ojos desorbitados—. Creo que hay alguien en la casa… estoy segura. ¿Qué es ese ruido?

—Parece el maullido de un gato o el ladrido de un perro —respondió Dot, presa de un ataque de risa.

—Nada de eso —replicó la tía Sabueso con severidad—. Sé que hay un perro ladrando en el granero, pero no fue eso lo que me despertó. Ha sido un golpe… un golpe fuerte, claro.

—Señor líbranos de fantasmas, monstruos, bestias de piernas largas y cosas que golpean en la noche —murmuró Ana.

—Señorita Shirley, no es una broma. Hay ladrones en la casa. Voy a despertar a Samuel.

La tía Sabueso desapareció y las chicas se miraron entre sí.

—¿Acaso creen…? Todos los regalos están abajo, en la biblioteca… —dijo Ana.

—Yo me levanto —dijo Mamie—. Ana, ¿has visto alguna vez algo parecido al rostro de la tía Sabueso cuando bajó la vela y quedó medio en sombras, con los mechones de pelo alrededor de la vela? ¡Estaba igual a la bruja de Endor!

Cuatro muchachas en bata salieron al pasillo. La tía Sabueso se acercaba, seguida por el doctor Nelson, con bata y pantuflas. La señora Nelson, que no encontraba su bata, asomaba un rostro aterrado por la puerta.

—Ay, Samuel, no corras riesgos… Si son ladrones, podrían disparar.

—¡Tonterías! Estoy seguro de que no hay nada —replicó el doctor.

—Te estoy diciendo que oí un golpe —insistió la tía Sabueso.

Un par de muchachos se unió al grupo. Bajaron sigilosamente la escalera con el doctor delante y la tía Sabueso, vela en mano y atizador en la otra, cerrando la retaguardia.

Era indudable que de la biblioteca provenían ruidos. El doctor abrió la puerta y entró.

Barnabas, que se las había arreglado para esconderse en la biblioteca cuando se habían llevado a Saul al granero, estaba sentado en el respaldo del sofá Chesterfield, parpadeando, divertido. Nora y un joven estaban de pie en medio de la habitación, iluminada apenas por una vela parpadeante. El joven rodeaba el cuerpo de Nora con un brazo y le apoyaba un gran pañuelo blanco en la cara.

—¡Le está aplicando cloroformo! —chilló la tía Sabueso, y dejó caer el atizador con gran estruendo.

El joven se volvió y dejó caer el pañuelo, abochornado. Era un muchacho de aspecto agradable, con chispeantes ojos oscuros, pelo castaño rojizo, ondulado, y un mentón que anunciaba a los cuatro vientos que era un mentón.

Nora levantó el pañuelo y se lo llevó al rostro.

—Jim Wilcox, ¿qué significa esto? —preguntó el doctor, en tono excesivamente severo.

—Yo no lo sé, se lo aseguro —aseguró Jim, con tono sombrío—. Lo único que sé es que Nora me envió la señal. No vi la luz hasta que volví a casa, a la una. Había ido a un banquete masónico en Summerside. De inmediato me vine navegando.

—Yo no te envié la señal —replicó Nora, ofuscada—. Por Dios, papá, no pongas esa cara. No estaba durmiendo… Estaba sentada frente a mi ventana, todavía no me había desvestido… y vi a un hombre que subía desde la costa. Cuando se acercó a la casa, me di cuenta de que era Jim, así que bajé corriendo y… choqué contra la puerta de la biblioteca, lo que me hizo sangrar la nariz. Jim ha estado tratando de detener la sangre.

—Entré por la ventana y tiré ese banco…

—Les dije que había oído un golpe —dijo la tía Sabueso.

—Y ahora Nora dice que no me envió la señal, de manera que los libraré de mi molesta presencia, con disculpas hacia todos los involucrados.

—Es realmente una pena que te hayas molestado en cruzar la bahía por nada —dijo Nora en tono gélido, mientras trataba de encontrar un trozo limpio de pañuelo.

—Sí, es una lástima —dijo el doctor, mirando fijamente a su hija.

—Prueba pasándote una llave por la espalda —sugirió la tía Sabueso.

—Fui yo la que puso el farol en la ventana —confesó Ana, avergonzada—. Y después lo olvidé por completo.

—¡Tú! —exclamó Nora—. ¡No te lo perdonaré nunca!

—¿Se han vuelto todos locos? —quiso saber el doctor, fastidiado—. ¿Qué es todo este asunto, de todos modos? Por el amor de Dios, Jim, cierra esa ventana… Sopla un viento frío que cala hasta los huesos. Nora, echa la cabeza hacia atrás y la nariz dejará de sangrar.

Nora derramaba lágrimas de furia y vergüenza. Mezcladas con la sangre que le manchaba la cara, le conferían un aspecto aterrador. Jim Wilcox parecía estar deseando que se abriera el piso y lo dejara caer al sótano.

 

—Bien —declaró la tía Sabueso en tono beligerante—, lo único que puedes hacer ahora es casarte con ella, Jim Wilcox. Jamás conseguirá marido, si se corre el rumor de que fue hallada aquí contigo a las dos de la mañana.

—¡Casarme con ella! —exclamó Jim con impaciencia—. ¡Pero si no he deseado otra cosa en mi vida que casarme con ella!

—¿Y por qué no lo has dicho antes? —preguntó Nora, volviéndose hacia él.

—¿Decírtelo? Me has tenido a distancia y te has burlado de mí durante años. Nunca dejabas de demostrarme cuánto me despreciabas. Me parecía que no tenía sentido que te lo pidiera. Y en enero pasado, dijiste…

—¡Me obligaste a decir…!

—¡Yo te obligué! ¡Ja! ¡Ésta si que es buena! Buscaste pelea nada más que para deshacerte de mí…

—No… Yo…

—Y no obstante, fui tan tonto como para venir navegando en medio de la noche porque pensé que habías puesto la vieja señal en la ventana, pues me necesitabas. ¡Pedirte que te cases conmigo! Bien, te lo pediré ahora y me quitaré el asunto de encima. Así podrás divertirte rechazándome delante de toda esta gente. Nora Edith Nelson, ¿quieres casarte conmigo?

—¡Claro! ¡Claro que sí! —exclamó Nora, tan desvergonzadamente, que hasta Barnabas se sonrojó por ella.

Jim le dirigió una mirada incrédula… y se abalanzó hacia ella. Tal vez la nariz hubiera dejado de sangrar, tal vez no. De todos modos, no importaba.

—Me parece que han olvidado que es la mañana del domingo —dijo la tía Sabueso, que acababa de recordarlo—. Me vendría bien una taza de té, si alguien quisiera prepararla. No estoy acostumbrada a demostraciones de esta naturaleza. Lo único que espero es que la pobre Nora lo haya atrapado, por fin. Por lo menos, tiene testigos.

Se dirigieron a la cocina, y la señora Nelson se dispuso a preparar té para todos… menos para Jim y Nora, que permanecieron encerrados en la biblioteca vigilados por Barnabas. Ana no volvió a ver a Nora hasta bien entrada la mañana… una Nora diferente, diez años más joven, sonrosada de felicidad.

—Todo te lo debo a ti, Ana. Si no hubieras puesto la luz… ¡aunque anoche, durante dos minutos y medio, te hubiera comido las orejas!

—Y pensar que no me desperté y me perdí todo —se lamentó Tommy Nelson, desconsolado.

Pero la última palabra la tuvo la tía Sabueso.

—Bien, espero que no sea un caso de boda apresurada y arrepentimiento lento.

17

(Extracto de una carta a Gilbert).

Hoy han terminado las clases. ¡Dos meses de Tejas Verdes, helechos húmedos y aromáticos junto al arroyo y perezosas sombras moteadas en la Senda de los Enamorados, fresas silvestres en la pastura del señor Bell y la hermosa penumbra de los pinos en el Bosque Encantado! mi alma tiene alas.

Jen Pringle me trajo un ramo de lirios del valle y me deseó felices vacaciones. Vendrá a pasar un fin de semana conmigo en algún momento. ¡Eso sí que es un milagro!

Pero la pequeña Elizabeth está desconsolada. Quise que viniera a visitarme, también, pero la señora Campbell «no lo consideró recomendable». Por suerte, yo todavía no le había dicho nada a Elizabeth, de modo que no sufrió la decepción.

«Creo que seré Lizzie durante todo el tiempo que usted no esté, señorita Shirley», me informó. «Me sentiré Lizzie, por lo menos».

«Pero piensa en cómo nos divertiremos cuando vuelva», le dije. «Claro que no serás Lizzie. No existe una Lizzie dentro de ti. Y te escribiré todas las semanas, pequeña Elizabeth».

«¡Ay, señorita Shirley! ¿De veras? Jamás recibí una carta en mi vida. ¡Qué divertido será! Y yo le escribiré, si me dan un sello. Si no es así, sabrá que estoy pensando en usted, de todos modos. He bautizado Shirley a la ardilla del jardín… en honor a usted. No le importa, ¿verdad? Al principio pensé llamarla Ana Shirley, pero me pareció que sonaba irrespetuoso y además Ana no es un buen nombre para una ardilla. Tal vez sea una ardilla masculina, en todo caso. Qué preciosas son las ardillas, ¿verdad? Pero la "mujer" dice que se comen las raíces de los rosales».

«¡Muy característico de ella!», respondí.

Le pregunté a Katherine Brooke dónde pasaría el verano y me respondió secamente: «Aquí. ¿Adónde creía que iría?».

Sentí que tendría que haberla invitado a Tejas Verdes, pero no pude. De todos modos, no creo que hubiese venido. Y es tan aguafiestas. Arruinaría todo. Pero cuando pienso en ella, sola en esa pensión poco atractiva todo el verano, la conciencia me da desagradables tirones.

Dusty Miller trajo una víbora viva, el otro día, y la dejó caer en el suelo de la cocina. Si Rebecca Dew hubiera podido ponerse pálida, 1o hubiera hecho. «¡Esto sí que es la gota que colma el vaso!», exclamó. Es que Rebecca no está de muy buen humor estos días porque tiene que pasar todo el tiempo libre quitando los insectos de los rosales y arrojándolos dentro de una latita con queroseno. Opina que hay demasiados insectos en el mundo. «Sencillamente, un día de éstos se lo tragarán», predice en tono sombrío.

Nora Nelson se casará con Jim Wilcox en septiembre. Una boda muy íntima, sin alboroto ni invitados ni damas de honor. Nora me dijo que ésa era la única forma de salvarse de la tía Sabueso, y se niega a que la tía Sabueso esté presente en su boda. Estoy invitada, sin embargo, en forma no oficial. Nora dice que Jim no hubiera vuelto, si yo no hubiera puesto el farol en la ventana. Iba a vender la tienda y marcharse al Oeste. Bien, cuando pienso en todos los casamientos que me adjudican haber arreglado…

Sally asegura que se pelearán todo el tiempo, pero que serán más felices peleando entre ellos que mostrándose de acuerdo con cualquier otra persona. Pero no creo que peleen… tanto. Creo que la causa de la mayoría de los problemas del mundo son los malentendidos. Tú y yo, ahora, con tanto tiempo para nosotros…

Buenas noches, queridísimo. Tus sueños serán dulces, si ejercen alguna influencia los deseos de

«tu amada».

Posdata: La última frase es cita textual de una carta de la abuela de la tía Chatty.

****

EL SEGUNDO AÑO

1

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma

14 de septiembre

No puedo reconciliarme con la idea de que nuestros hermosos dos meses han pasado. Han sido hermosos, ¿verdad, mi amor? Y ahora faltan solamente dos años para…

(Se omiten varios párrafos).

Pero me ha dado un gran placer volver a Álamos Ventosos… a mi torre privada, a mi sillón, a mi cama alta… y a Dusty Miller, reposando sobre el alféizar de la ventana de la cocina. Las viudas se alegraron al verme y Rebecca Dew dijo con franqueza: «Es bueno tenerla de vuelta». La pequeña Elizabeth sintió lo mismo. Tuvimos un emocionante reencuentro en el portón verde.

«Temí que hubiese llegado al Mañana antes que yo», me dijo.

«¿No es una tarde preciosa?» comenté.

«Donde está usted siempre es una tarde preciosa, señorita Shirley», dijo la pequeña Elizabeth.

¡Vaya cumplido!

«¿Cómo pasaste el verano, tesoro?», le pregunté.

«Pensando en todas las cosas bonitas que sucederán en el Mañana», me respondió con voz suave.

Después subimos a la torre y leímos un cuento de elefantes. La pequeña Elizabeth está muy interesada en los elefantes últimamente.

«Hay algo mágico en la palabra elefante, ¿no cree?» preguntó, muy seria, sosteniéndose la barbilla con las manitas en un gesto característico suyo. «Sin duda, conoceré muchos elefantes en Mañana».

Pusimos un parque de elefantes en nuestro mapa del País de las Hadas. No pongas cara desdeñosa y superior, Gilbert, como sé que pondrás cuando leas esto. No sirve de nada. En el mundo siempre habrá hadas. No puede arreglárselas sin ellas. Y alguien tiene que proveerlas.