Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Lo único que me preocupa es que mañana no haga buen tiempo —dijo Diana—. El tío Abe predijo lluvia para mediados de semana y desde la gran tormenta no puedo evitar pensar que hay mucho de cierto en lo que dice.

Ana, que sabía mejor que Diana cuánto tenía que ver el tío Abe con la tormenta, no estaba muy preocupada por aquello. Durmió bien y fue despertada a hora intempestiva por Charlotta IV.

—Oh, señorita Shirley, señora, es terrible llamarla tan temprano —decía junto al ojo de la cerradura—, pero todavía queda tanto por hacer y, señorita Shirley, señora, tengo miedo de que llueva y quisiera que se levantase a decirme que no.

Ana voló a la ventana, ansiando de todo corazón que Charlotta IV hablara así para hacerla levantarse rápido. Pero ¡oh!, la mañana parecía poco propicia. Bajo la ventana, el jardín de la señorita Lavendar, que debiera ser una gloria iluminada por la naciente luz solar, estaba oscuro e inmóvil y el cielo se hallaba cubierto de amenazadoras nubes.

—¡Esto es terrible! —dijo Diana.

—Debemos esperar lo mejor —dijo Ana decidida—. Si no llueve, es preferible un día fresco como éste a uno caluroso y soleado.

—Pero lloverá —profetizó Charlotta, entrando en la habitación y componiendo una divertida figura con sus innumerables rizos atados con cintas, apuntando en todas direcciones—. Amenazará hasta el último momento y entonces comenzará a llover a cántaros. Y todos los invitados se empaparán, y se llenará la casa de lodo, y no se podrán casar bajo la madreselva, y es de muy mal augurio que no brille el sol en una boda, diga usted lo que quiera, señorita Shirley, señora. Yo sabía que las cosas iban demasiado bien para durar.

Charlotta IV parecía pertenecer al clan de Eliza Andrews.

No llovió, aunque todo el día amenazó con hacerlo. A mediodía las habitaciones estaban decoradas, la mesa magníficamente preparada, y arriba aguardaba una novia, «vestida para su esposo».

—Está muy hermosa —dijo Ana.

—Hermosa —confirmó Diana.

—Todo está preparado, señorita Shirley, señora, y todavía no ha ocurrido nada malo —fue el alegre comentario de Charlotta cuando se trasladó a su habitación para vestirse. Volaron los rizos y la maraña consiguiente fue reducida a dos trenzas y atada, no con dos lazos, sino con cuatro, de flamante cinta azul brillante. Los dos lazos superiores daban la impresión de ser dos alas que surgían del cuello de la muchacha, con un aire a los querubines de Rafael. Pero para Charlotta eran hermosas y después de deslizarse dentro de un vestido blanco, tan almidonado que se quedaba solo de pie, se contempló en el espejo con gran satisfacción, sentimiento que duró hasta que salió al vestíbulo y vio una alta muchacha con un vestido de suave caída, que estaba prendiendo blancas flores como estrellas en las suaves guedejas de su rojo cabello.

«Oh, nunca podré parecerme a la señorita Shirley», pensó tristemente la pobre Charlotta. «Hay que nacer así… no parece que la práctica puede dar ese aire».

A la una, los huéspedes habían llegado, incluyendo al señor Alian y a su esposa, pues el pastor debía llevar a cabo la ceremonia en ausencia del pastor de Grafton, que estaba de vacaciones. No hubo formulismos en la boda. La señorita Lavendar bajó las escaleras, al pie de las cuales la esperaba el novio y, al tomarle él la mano, le miró a los ojos en forma que hizo sentirse a Charlotta IV más rara que nunca. Fueron bajo la madreselva, donde los esperaba el señor Alian. Los huéspedes se agruparon a su capricho. Ana y Diana permanecieron junto al banco de piedra, con Charlotta IV entre ellas, tomando desesperada sus manos entre las suyas, frías y trémulas.

El señor Alian abrió su libro azul y la ceremonia comenzó. En el mismo momento en que la señorita Lavendar y Stephen eran consagrados marido y mujer, ocurrió algo muy hermoso y simbólico. El sol brilló de pronto y alumbró a la feliz novia. El jardín revivió inmediatamente con sus luces danzarinas y sus sombras cambiantes.

«¡Qué presagio más hermoso», pensó Ana mientras corría a besar a la novia. Luego, las tres chicas dejaron a la pareja rodeada de los invitados, para correr dentro de la casa a cuidar que todo estuviera dispuesto para la fiesta.

—Gracias al cielo, todo ha terminado, señorita Shirley, señora —suspiró Charlotta IV—, y ya están casados; no importa qué pueda pasar ahora. Las bolsitas con arroz están en la despensa, señora, y los zapatos viejos detrás de la puerta.

El señor Irving y su esposa se fueron a las dos y media, y todos fueron a Bright River para verles tomar el tren de la tarde. Cuando la señorita Lavendar, quiero decir la señora Irving, salió a la puerta de su antiguo hogar, Gilbert y las chicas tiraron arroz y Charlotta IV lanzó un zapato viejo con tan buena puntería, que dio al señor Alian en la cabeza. Pero estaba reservado a Paul el dar el más hermoso adiós. Salió a la galería agitando furiosamente una gran campanilla de bronce que adornaba la repisa de la chimenea del comedor. La única intención de Paul era hacer ruido, pero cuando cesó, llegó el tañido de «Hermosas campanas de bodas», que sonaban clara y dulcemente, cada vez más débiles, como si los amados ecos de la señorita Lavendar la estuviesen despidiendo. Y así, en medio de esta bendición de dulces sonidos, la señorita Lavendar partió de la vieja vida de sueños y fantasías hacia una vida nueva de realidades.

Dos horas más tarde, Ana y Charlotta IV volvían por el sendero; Gilbert había ido a West Grafton con un recado y Diana tenía un compromiso en casa. Las dos muchachas regresaban para poner las cosas en orden y cerrar la casita de piedra. El jardín era un charco de tardía luz solar, con mariposas que volaban y abejas zumbantes; pero la casita tenía ya ese aire indefinido de desolación que siempre sigue a una fiesta.

—¿No parece solitaria? —dijo Charlotta IV, que había estado llorando todo el camino—. Después de todo, una boda no es más alegre que un funeral, una vez que todo ha terminado, señorita Shirley, señora.

Siguió una tarde ocupada. Debían quitar la decoración, lavar los platos y guardar las golosinas sobrantes en una cesta, para deleite de los hermanos menores de Charlotta IV. Ana no descansó hasta que todo estuvo en perfecto orden. Después de la partida de Charlotta IV, Ana recorrió las quietas estancias, sintiéndose como alguien que recorre solo el desierto salón de un banquete, y cerró los postigos. Entonces echó llave a la puerta y se sentó bajo el álamo plateado a esperar a Gilbert, sintiéndose muy cansada, pero sin dejar por eso de pensar.

—¿En qué piensas, Ana? —preguntó Gilbert al llegar. Había dejado su coche en el camino.

—En la señorita Lavendar y en el señor Irving —respondió soñadoramente—. ¿No es hermoso cómo ha sucedido todo, cómo se han reunido después de todos estos años de separación e incomprensión?

—Sí, es hermoso —dijo Gilbert, mirando a Ana a la cara—, pero ¿no hubiese sido aún más hermoso si no hubiera habido separación e incomprensión, si hubieran recorrido de la mano todo el camino de la vida, sin otros recuerdos que los mutuos?

Por un instante, el corazón de Ana aceleró su ritmo y por vez primera no pudo sostener la mirada de Gilbert, mientras se teñían de rojo sus pálidas mejillas. Era como si se hubiera alzado un velo en su conciencia, revelándole sentimientos y realidades insospechados. Quizá, después de todo, el romance no llegaba con pompa y esplendor, como un caballero andante; quizá se deslizaba a nuestro lado calladamente como un viejo amigo; quizá se revelaba en prosa, hasta que una repentina iluminación que recorría sus páginas traicionaba el ritmo y la música; quizá el amor se desprendía naturalmente de una hermosa amistad, cual una rosa de corazón dorado de su tallo.

Entonces volvió a caer el velo; pero la Ana que recorriera el oscuro sendero no era la misma que llegara alegre la noche antes. Un dedo invisible había dado la vuelta a la hoja de la niñez, y ante ella estaba la página de la adolescencia, con todo su encanto y misterio; su dolor y alegría.

Gilbert, sabiamente, no dijo nada más; pero en su silencio leyó la historia de los cuatro años siguientes. Cuatro años de trabajo feliz… y luego el galardón del útil conocimiento y de una novia ganada.

Tras ellos, la casita de piedra quedaba en las sombras. Estaba sola, mas no abandonada. Todavía no había terminado con los sueños, la risa y la alegría de vivir; había futuros veranos para la casita de piedra. Mientras tanto, podía esperar. Y sobre el río, en púrpuras prisiones, el eco esperaba su hora.

Ana la de Álamos Ventosos

Serie Ana de las Tejas Verdes, 4

Por

Lucy Maud Montgomery

EL PRIMER AÑO

1

(Carta de Ana Shirley, bachiller en Artes, directora de la Escuela Secundaria de Summerside, a Gilbert Blythe, estudiante de medicina de Redmond College, en Kingsport).

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma,

Summerside

Lunes 12 de septiembre

Querido mío:

¿Qué te parece mi dirección? ¿Alguna vez oíste algo más delicioso? Álamos Ventosos es el nombre de mi nuevo hogar, y me encanta. También me gusta la Calle del Fantasma, que no existe legalmente. En realidad, se llama Calle Trent, pero nadie usa ese nombre, excepto el periódico Weekly Courier, las pocas veces que la menciona; cuando sucede las personas se miran entre sí y dicen: «¿Dónde está?». Es la Calle del Fantasma… aunque no podría decirte por qué motivo. Ya se lo he preguntado a Rebecca Dew, pero lo único que sabe decirme es que siempre se ha llamado Calle del Fantasma y que se contaba una historia, hace años, acerca de que estaba embrujada. Pero ella nunca ha visto nada raro allí, salvo a sí misma.

 

Pero no debo adelantarme con la historia. Todavía no conoces a Rebecca Dew. Pero la conocerás, claro que sí. Intuyo que Rebecca Dew figurará ampliamente en mi correspondencia futura.

Es la hora del crepúsculo, querido mío. (A propósito, ¿no es preciosa la palabra «crepúsculo»? Me gusta más que atardecer. Suena tan aterciopelada, llena de sombras y… y… crepuscular). De día pertenezco al mundo… por la noche, al sueño y a la eternidad. Pero a la hora del crepúsculo, estoy libre de ambos y me pertenezco sólo a mí misma… y a ti. De modo que reservaré esta hora sagrada para escribirte. Aunque ésta no va a ser una carta de amor. Tengo una pluma cuya punta salpica y no puedo escribir cartas de amor con una pluma así… ni con una pluma de punta afilada… ni de punta roma. Así que sólo recibirás esa clase de cartas cuando tenga la pluma adecuada. Mientras tanto, te hablaré acerca de mi nuevo domicilio y sus habitantes. Gilbert, son tan encantadores…

Vine ayer en busca de un lugar donde hospedarme. La señora Rachel Lynde me acompañó, en teoría para hacer compras, pero en realidad, lo sé, para elegirme un sitio donde vivir. A pesar de mi título de licenciada, la señora Lynde sigue pensando que soy una cosilla inexperta que necesita ser guiada, dirigida y supervisada.

Vinimos en tren y, oh, Gilbert, tuve una aventura de lo más graciosa. Has visto que las aventuras siempre vienen a mí, sin que las busque. Parecería que las atraigo.

Sucedió justo cuando el tren entraba en la estación. Me levanté y, al inclinarme para recoger la maleta de la señora Lynde (planeaba pasar el domingo con una amiga en Summerside), apoyé los nudillos pesadamente sobre lo que me pareció el brillante brazo de un asiento. Un segundo después, recibí un violento golpe que casi me hizo chillar. Gilbert, lo que creí que era el brazo del asiento era la cabeza calva de un hombre. Me estaba mirando con furia y era evidente que acababa de despertarse. Me disculpé sumisamente y bajé del tren lo más pronto que pude. Lo último que vi fue su mirada furibunda. ¡La señora Lynde estaba horrorizada y a mí todavía me duelen los nudillos!

No esperaba tener dificultades para encontrar alojamiento, pues la esposa de un tal Tom Pringle ha estado alojando a las distintas directoras de la Escuela Secundaria durante los últimos quince años. Pero por alguna razón desconocida, se había cansado de «las molestias» y no quiso admitirme. Varios lugares adecuados dieron excusas amables. Otros no eran adecuados. Vagamos por el pueblo toda la tarde, hasta quedar acaloradas, cansadas, desalentadas y con dolor de cabeza… al menos, yo quedé así. Ya estaba por darme por vencida… ¡y entonces, apareció la Calle del Fantasma!

Habíamos ido a ver a la señora Braddock (una vieja amiga de la señora Lynde), y ella dijo que creía que «las viudas» podrían alojarme.

«He oído que buscan una pensionista para poder pagar el sueldo de Rebecca Dew. Ya no pueden darse el lujo de tenerla, si no entra un poco de dinero extra. Y si se va Rebecca, ¿quién va a ordeñar esa vieja vaca rojiza?», la señora Braddock me dirigió una mirada fulminante, como si pensara que yo debía ordeñar la vaca rojiza, pero no me hubiese creído ni bajo juramento si yo hubiera dicho que sabía hacerlo.

«¿De qué viudas estás hablando?», quiso saber la señora Lynde.

«De la tía Kate y la tía Chatty, por supuesto», respondió la señora Braddock, como si todo el mundo, incluso una ignorante licenciada en Filosofía y Letras, tuviera que saberlo. «La tía Kate es la señora de Amasa MacComber, bueno, es la viuda del capitán, y la tía Chatty es la viuda de Lincoln MacLean. Pero todo el mundo les dice "tías". Viven al fondo de la Calle del Fantasma».

¡Calle del Fantasma! Eso lo decidió. Comprendí que sencillamente tenía que alojarme con las viudas.

«Vayamos a verlas de inmediato», supliqué a la señora Lynde. Me parecía que si perdíamos un minuto, la Calle del Fantasma se esfumaría en el mundo de las hadas.

«Puedes verlas, pero será Rebecca Dew la que realmente decidirá si te quedas o no. Es Rebecca Dew la que tiene la sartén por el mango en Álamos Ventosos, te lo aseguro».

Álamos Ventosos. No podía ser cierto… no, no podía ser cierto. Tenía que estar soñando. Y en aquel momento, la señora Lynde estaba diciendo que era un nombre muy raro para una finca.

«Oh, se lo puso el capitán MacComber. Era su casa, ¿sabes? Plantó todos los álamos que la rodean y estaba muy orgulloso, aunque venía muy poco y nunca se quedaba mucho tiempo. La tía Kate solía decir que eso era poco conveniente, pero nunca pudimos saber si se refería a que estaba poco tiempo o a que volvía. Bien, señorita Shirley, espero que te alojen. Rebecca Dew es buena cocinera y un genio con las patatas. Si le caes en gracia, tendrás la vida solucionada. Si no… bueno, no. Tengo entendido que en el pueblo hay un banquero nuevo que está buscando alojamiento y quizás lo prefiera a él. Es curioso que la señora de Tom Pringle no te haya alojado. Summerside está lleno de Pringle y medio Pringle. Les dicen "la Familia Real" y tendrás que llevarte bien con ellos, señorita Shirley, o no durarás mucho en la escuela secundaria. Siempre han sido los mandamases por estos lares… Hay una calle que lleva el nombre del viejo capitán Abraham Pringle. Son toda una tribu, pero las dos ancianas de Maplehurst comandan el clan. Oí decir que te tienen rabia».

«¿Pero por qué?», exclamé. «Si ni siquiera me conocen».

«Bueno, una prima tercera suya había solicitado el cargo de directora, y todos ellos opinan que tendría que haberlo obtenido. Cuando te nombraron a ti, toda la jauría echó la cabeza hacia atrás y aulló de lo lindo. Bueno, la gente es así. Hay que tomarla como viene, lo sabes. Serán suaves como la seda contigo, pero te harán la vida imposible. No quiero desalentarte, pero mujer precavida vale por dos. Espero que te vaya bien aunque sólo sea para taparles la boca. Si las viudas te aceptan, tendrás que comer con Rebecca Dew; no te importará ¿verdad? No es sólo una criada. Es una prima lejana del capitán. No come en la mesa cuando hay invitados… entonces se pone en su sitio… pero si te alojaras allí, no te consideraría una invitada, por supuesto».

Le aseguré a la ansiosa señora Braddock que me encantaría comer con Rebecca Dew, y arrastré a la señora Lynde hacia la puerta. Tenía que adelantarme al banquero.

La señora Braddock nos siguió hasta la puerta.

«Y no hieras los sentimientos de la tía Chatty, ¿quieres? Es tan sensible, pobrecilla. Se ofende por nada. Verás, no tiene tanto dinero como la tía Kate… aunque ésta tampoco tiene demasiado. Y la tía Kate quería a su marido de verdad… a su propio marido, quiero decir… pero la tía Chatty no… no lo quería, al suyo, se entiende. Y no es de extrañarse. Lincoln MacLean era un viejo malhumorado… pero ella piensa que la gente se lo echa en cara. Tienes suerte de que sea sábado. Si hubiera sido viernes, la tía Chatty ni siquiera consideraría la posibilidad de alojarte. Se diría que la supersticiosa sería la tía Kate, ¿no? Los marinos son así. Pero es la tía Chatty… aunque su marido era carpintero. Era muy bonita en su juventud, pobrecilla».

Le aseguré a la señora Braddock que los sentimientos de la tía Chatty serían sagrados para mí; nos siguió por el sendero.

«Kate y Chatty no hurgarán tus pertenencias cuando salgas. Son muy escrupulosas. Puede que Rebecca Dew lo haga, pero no irá con cuentos sobre ti. Y si estuviera en tu lugar, no iría por la puerta principal. Solamente la usan para acontecimientos realmente importantes. No creo que haya sido abierta desde el funeral de Amasa. Prueba por la lateral. Guardan la llave debajo del macetero de la ventana, de modo que si no hay nadie, abre y pasa a esperar. Y por lo que más quieras, no se te ocurra alabar al gato; Rebecca Dew lo odia».

Prometí que no alabaría al gato y logramos escapar. Pronto nos encontramos en la Calle del Fantasma. Es una calle lateral muy corta que da a campo abierto, en lontananza, una colina azul le proporciona un hermoso telón de fondo. A un lado, no hay casas y la tierra cae suavemente hacia el puerto. Al otro hay solamente tres. La primera es una casa, nada más. La segunda es una mansión imponente, sombría, de ladrillos rojos, con una buhardilla plagada de ventanitas, una baranda de hierro alrededor de la parte plana de arriba y tantos pinos y abedules alrededor, que apenas se puede ver la casa. Debe de ser terriblemente oscura. Y la tercera y última es Álamos Ventosos, justo en la esquina, con la calle delante y un verdadero sendero campestre, sombreado de árboles, al otro lado.

Me enamoré de ella de inmediato. Has visto que hay casas que te impresionan desde un primer momento, por alguna razón que no puedes definir. Álamos Ventosos es justamente así. Podría describírtela como una casa de madera blanca… muy blanca… con persianas verdes… muy verdes… una «torre» en una esquina y una buhardilla a cada lado, un muro bajo de piedra que la separa de la calle, con álamos plantados a intervalos a lo largo, y un gran jardín en la parte posterior, donde crecen flores y verduras en un desorden encantador… pero todo esto no te transmitiría su encanto. En resumen, es una casa con una personalidad deliciosa y con un dejo del sabor de Tejas Verdes.

«Este es el lugar para mí… estaba predestinado», suspiré, extasiada.

La señora Lynde parecía no creer mucho en la predestinación.

«Será una caminata muy larga hasta la escuela», comentó, vacilante.

«No me importa. Será un buen ejercicio. Oh, mire ese hermoso bosquecillo de abedules y arces del otro lado del camino».

La señora Lynde lo miró, pero solamente dijo:

«Espero que no te coman los mosquitos».

Yo también lo esperaba. Detesto los mosquitos. Un mosquito puede mantenerme despierta más que los remordimientos de conciencia.

Me alegré de no tener que usar la puerta principal. Se la veía tan solemne… una gran puerta de madera, de dos hojas, flanqueada por paneles de vidrio rojo con dibujos de flores. No parecía pertenecer en absoluto a la casa. La pequeña puerta verde lateral (a la que llegamos por un precioso sendero de baldosas enterradas parcialmente en la hierba) era mucho más amistosa y atrayente. El sendero estaba bordeado por tiras de hierba y bancales de lirios, azucenas, margaritas y buganvillas. Por supuesto, las plantas no estaban en flor en esta época, pero se veía que habían florecido, y bien. Había un cantero de rosales en un rincón, entre Álamos Ventosos y la casa sombría, cerca de una pared de ladrillos cubierta por enredaderas; por encima de una despintada puerta verde, había un enrejado arqueado. Ramas de hiedra cruzaban la puerta, así que era evidente que no había sido abierta en mucho tiempo. En realidad, era una media puerta, porque la mitad superior era solamente un óvalo abierto, a través del cual pudimos atisbar el tupido jardín del otro lado.

Justo cuando entrábamos por el portón del jardín de Álamos Ventosos, divisé una mata de trébol al lado del sendero. Un impulso me llevó a inclinarme y observarla. ¿Puedes creerlo, Gilbert? ¡Había tres tréboles de cuatro hojas! ¡Hablando de supersticiones! Ni siquiera los Pringle prevalecerán contra eso. Sentí que el banquero no tenía la más remota posibilidad.

La puerta lateral estaba abierta; era evidente que había alguien en la casa, así que no fue necesario buscar debajo de la maceta. Llamamos y Rebecca Dew se acercó a la puerta. Supimos que era Rebecca Dew porque no podía haber sido ninguna otra persona en el mundo y no podía haberse llamado de otra forma. Rebecca Dew tiene unos cuarenta años, y si a un tomate le creciera el pelo negro hacia atrás desde la frente, tuviera chispeantes ojillos negros, una nariz diminuta con punta redondeada, y una boca en forma de ranura, tendría el mismo aspecto que ella. Todo en Rebecca es un poquitín corto: brazos, piernas, cuello y nariz; todo, menos la sonrisa. Es larga como para llegarle de oreja a oreja. Pero no le vimos la sonrisa en aquel momento. Su expresión era torva cuando pregunté si podía ver a la señora MacComber.

«¿Se refiere a la señora del capitán MacComber?», replicó seria, como si hubiera por lo menos una docena de señoras MacComber en la casa.

«Sí», asentí, sumisa.

Y de inmediato nos hizo pasar a la salita y nos dejó allí. Era una bonita habitación, un poco abarrotada de cubiertas tejidas en sofás y sillones, pero con una atmósfera serena, amistosa, que me gustó. Cada mueble tenía su sitio particular, que había ocupado durante años. ¡Cómo relucían aquellos muebles! No hay abrillantador que produzca ese brillo de espejo. Supuse que se debería a los brazos vigorosos de Rebecca Dew. Sobre la repisa del hogar, había una botella con un navío con velamen completo dentro que despertó el interés de la señora Lynde. No podía imaginar cómo habría ido a parar allí, pero opinó que le daba a la habitación «un aire náutico».

 

Entraron «las viudas». Me gustaron de inmediato. La tía Kate era alta, delgada y gris, un poco austera (del tipo exacto de Marilla), y la tía Chatty, en cambio, era baja, delgada y gris, un poco melancólica. Tal vez haya sido muy guapa alguna vez, pero no queda nada de su belleza salvo los ojos. Son preciosos: suaves, grandes y oscuros.

Expliqué mi situación y las viudas se miraron entre sí.

«Debemos consultar a Rebecca Dew», dijo la tía Chatty.

«Sin duda», acotó la tía Kate.

Llamaron a Rebecca Dew y vino desde la cocina. El gato entró con ella, un peludo gato maltés, con el pecho y el cuello blancos. Me hubiera gustado acariciarlo, pero recordé la advertencia de la señora Braddock y me abstuve.

Rebecca me miró sin un atisbo de sonrisa.

«Rebecca», dijo la tía Kate, que, según he descubierto, no malgasta palabras, «la señorita Shirley desea alojarse aquí. Creo que no podemos admitirla».

«¿Por qué?», preguntó Rebecca Dew.

«Sería demasiado trabajo para ti».

«Estoy acostumbrada al trabajo», respondió Rebeca Dew.

Gilbert, no se pueden separar esos nombres. Es imposible, aunque las viudas lo hacen. La llaman Rebecca cuando le hablan. No sé cómo lo logran.

«Estamos un poco viejas para el ajetreo de la juventud», insistió la tía Chatty.

«No generalice», replicó Rebecca Dew. «Sólo tengo cuarenta y cinco años y todavía estoy bien lúcida. Y mi opinión es que estaría bien tener a una persona joven durmiendo en la casa. Una chica sería mejor que un varón, sin duda. Un varón fumaría día y noche y nos pegaría fuego a la casa. Si van a coger un pensionista, mi consejo es que sea ella. Pero por supuesto, la casa es suya».

Habló y desapareció, como le gustaba decir a Homero. Comprendí que estaba todo resuelto, pero la tía Chatty dijo que debía subir y ver si encontraba adecuada la habitación.

«Le daremos el dormitorio de la torre, querida. No es tan grande como la habitación que está libre, pero tiene un hueco para el tubo de una estufa, para el invierno, y una vista mucho más bonita. Se puede ver el viejo cementerio desde allí».

Supe en ese momento que me encantaría la habitación. El nombre mismo, «dormitorio de la torre», me subyugaba. Me sentía como si viviera en esa vieja canción que solíamos cantar en la escuela de Avonlea, acerca de la doncella «que moraba en una alta torre junto al gris del mar». Resultó ser un sitio precioso. Subimos por una escalera curva que ascendía hacia allí desde el descansillo. Era algo pequeña, pero no tanto como el espantoso dormitorio que daba al pasillo, que me tocó en mi primer año de Redmond. Tenía dos ventanas tipo buhardilla: una que miraba al oeste, y una más grande que daba al norte; en la esquina formada por la torre había otra ventana de tres hojas que se abrían hacia afuera y estantes debajo, para mis libros. El piso estaba cubierto con alfombras redondas y la gran cama tenía dosel y un edredón. Se la veía tan lisa que me parecía una lástima tener que desordenarla durmiendo. Y, Gilbert, es tan alta, que para subirme a ella debo utilizar una escalerilla que durante el día se guarda debajo de la cama. Al parecer, el capitán MacComber compró el artefacto en algún lugar «extranjero» y lo trajo a casa.

En uno de los rincones había un bonito armario con estantes adornados con papel blanco festoneado y ramilletes de flores pintados en la puerta. Un almohadón azul redondo descansaba sobre el asiento bajo la ventana; un almohadón con un botón hundido en el centro, lo que le daba el aspecto de una gruesa rosquilla azul. Y había un lavabo con dos estantes; en el más alto cabían apenas una jarra y una jofaina azules y en el más bajo, una jabonera y una jarra para agua caliente. Tenía un cajoncito con tirador de bronce, lleno de toallas; encima del cajón descansaba una pequeña dama de porcelana blanca, con zapatitos rosados, moño dorado y una rosa de porcelana roja en su pelo rubio.

La habitación entera estaba bañada por la luz dorada que entraba por entre las cortinas color maíz y las paredes encaladas lucían un tapiz extraordinario donde caían las sombras de los álamos de fuera: un tapiz viviente, trémulo y cambiante. Me pareció una habitación muy alegre. Me sentí la muchacha más rica del mundo.

«Estarás segura aquí, eso sí», afirmó la señora Lynde cuando nos íbamos.

«Supongo que algunas cosas me resultarán algo opresivas después de la libertad de Patty's Place», dije en broma.

«¡Libertad!», resopló la señora Lynde. «¡Libertad! No hables como una yanqui, Ana».

Me he mudado hoy, con mis bolsos y todo mi equipaje. Por supuesto que fue muy triste abandonar Tejas Verdes. Por más lejos que esté de allí, en cuanto llegan unas vacaciones, vuelvo a ser parte de ese lugar como si nunca me hubiera ido y mi corazón se desgarra cuando me voy. Pero sé que me gustará estar aquí. Y a la casa le caigo bien. Siempre he podido darme cuenta si le caigo bien a una casa, o no.

Las vistas desde mis ventanas son preciosas; hasta la del viejo cementerio, que está rodeado por una hilera de pinos oscuros y al que se llega por una calle sinuosa, bordeada por canales de desagüe. Desde la ventana que da al oeste, veo todo el puerto, y más allá, las costas lejanas y brumosas, con los bonitos veleros que tanto me gustan, y los buques que parten «hacia desconocidos puertos» … ¡qué frase! ¡Hay tanto lugar para la imaginación en ella! Desde la ventana del lado norte veo el bosquecillo de abedules y arces que está al otro lado de la calle. Sabes que siempre he sido devota de los árboles. Cuando estudiábamos a Tennyson en nuestro curso de inglés, en Redmond, siempre me identificaba con la pobre Enone, que penaba por sus pinos destrozados.

Más allá del bosque y el cementerio, hay un valle encantador con un camino que lo recorre como una cinta roja brillante y casitas blancas de tanto en tanto. Algunos valles son adorables… no podría decirte por qué. El solo hecho de mirarlos causa placer. Y al fondo de todo, está mi cerro azul. Lo llamaré Rey de las Tormentas… por eso de la pasión gobernante, etcétera. Puedo estar tan sola aquí, cuando quiero. Me gusta estar sola de cuando en cuando. El viento será mi amigo. Gemirá, suspirará y cantará alrededor de mi torre… los vientos blancos del invierno… los vientos verdes de primavera… los vientos azules del verano… los vientos carmesí del otoño… y los vientos salvajes de todas las estaciones; «viento de tormenta que cumple su promesa». Siempre me encantó esa frase bíblica, como si cada viento tuviera un mensaje para mí. Envidio al muchacho que voló con el viento norte en ese precioso cuento de George MacDonald. Alguna de estas noches, Gilbert, abriré la ventana de la torre y treparé a los brazos del viento… y Rebecca Dew nunca sabrá por qué mi cama quedó intacta esa noche.

Amor mío, espero que cuando encontremos nuestra «casa de los sueños», haya vientos alrededor de ella. Me pregunto dónde estará esa casa desconocida. ¿Me gustará más a la luz de la luna o a la madrugada? Ese hogar del futuro donde tendremos amor, amistad y trabajo… y algunas aventuras graciosas para hacernos reír en la vejez. ¡La vejez! ¿Seremos viejos alguna vez, Gilbert? Me parece imposible.

Desde la ventana izquierda de la torre veo los tejados de la ciudad… este lugar donde viviré por lo menos durante un año. En esas casas viven personas que serán mis amigas, aunque todavía no las conozco. Y quizá mis enemigas. Pues gente de mala voluntad hay en todas partes, con diferentes nombres, y por lo que tengo entendido, los Pringle son huesos duros de roer. Mañana comienzan las clases. ¡Tendré que enseñar geometría! Sin duda, no puede ser peor que aprenderla. Ruego al cielo que no haya genios matemáticos entre los Pringle.