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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Señorita Shirley! —gritó excitado—, ¿sabe qué ha ocurrido? Algo maravilloso. ¡Papá está aquí… qué le parece! ¡Papá aquí! Pase. Papá, ésta es mi maestra.

Stephen Irving se adelantó con una sonrisa a recibir a Ana. Era un cincuentón alto y guapo, con cabellos grises, ojos azules y profundos y una cara fuerte y triste. «Justo la cara de un héroe de novela», pensó Ana, mientras se estremecía de satisfacción. Hubiera sido desilusionante conocer a alguien que debiera ser héroe y encontrarle calvo o encorvado o carente de belleza masculina. Ana hubiera considerado terrible que el objeto del romance de la señorita Lavendar no hubiese estado a la altura de sus antecedentes.

—De modo que ésta es la «linda maestra» de mi hijo, de quien tanto he oído hablar —dijo el señor Irving con un sincero apretón de manos—. Las cartas de Paul hablaban tanto sobre usted, que casi me siento como si la conociese desde hace tiempo. Quiero agradecerle lo que ha hecho por mi hijo. Creo que su influencia ha sido exactamente lo que necesitaba. Mamá es una mujer muy buena y cariñosa, pero su sentido común escocés no podía comprender un temperamento como el de mi pequeño. Usted le ha dado lo que le faltaba. Me parece que gracias a ambas, la educación de Paul durante estos dos años ha sido casi la ideal para un niño sin madre.

A todo el mundo le gusta ser apreciado. Ante las alabanzas del señor Irving, la cara de Ana «se sonrojó como un capullo de rosa» y el ocupado y triste hombre de mundo que la miraba pensó que nunca había visto un ejemplo más dulce y hermoso de adolescencia que esta pequeña maestra, con su roja cabellera y sus hermosos ojos.

Paul se sentó entre ambos terriblemente feliz.

—Nunca soñé que papá viniera —dijo radiante—. Ni abuelita lo sabía. Fue una gran sorpresa. Por lo general —Paul sacudió su rizada cabellera con gravedad— no me gusta que me sorprendan. Cuando a uno lo sorprenden, se pierde toda la diversión de esperar las cosas. Pero en un caso como éste, está bien. Papá llegó anoche cuando ya me había acostado. Y tras la sorpresa de la abuelita y de Mary Joe, él y abuelita subieron a verme. No pensaban despertarme hasta por la mañana. Pero me desperté y vi a papá. Le aseguro que salté hacia él.

—Con un abrazo de oso —dijo el señor Irving sonriendo mientras ponía su brazo sobre el hombro de Paul—. Apenas pude reconocerlo, tan crecido, fuerte y tostado por el sol está.

—No sé quién estaba más contento de ver a papá, si la abuelita o yo —continuó Paul—. Ella ha estado todo el día en la cocina, haciendo las comidas que le gustan a papá. Dice que no se fía de Mary Joe. Ésa es su manera de demostrar la alegría. A mí me gusta más sentarme a conversar con papá. Pero ahora les voy a dejar por un momento, si me lo permiten. Debo reunir las vacas. Es uno de mis deberes diarios.

Cuando Paul hubo salido a cumplir con su «deber diario», el señor Irving habló con Ana de varios temas. Pero la muchacha tuvo la sensación de que él pensaba en otra cosa durante todo ese tiempo. Y de pronto, salió a la superficie.

—En la última carta, Paul me habló de una visita que usted hiciera a una vieja… amiga mía… la señorita Lewis, en la casa de piedra de Grafton. ¿La conoce usted bien?

—Sí, es una amiga muy querida —fue la seria respuesta de Ana, que no dio muestras del repentino estremecimiento que la recorrió de pies a cabeza ante la pregunta del señor Irving. Ana «sintió instintivamente» que el romance asomaba ante ella.

El señor Irving se levantó, fue junto a la ventana y se puso a contemplar el mar, inmenso y dorado, donde jugueteaba el viento. Durante unos momentos, el silencio reinó en la oscura habitación. Entonces se volvió y miró a la cara comprensiva de Ana con una sonrisa, mitad caprichosa, mitad tierna.

—Me gustaría saber cuánto sabe usted.

—Lo sé todo —respondió Ana prestamente—. Verá usted, la señorita Lavendar y yo somos amigas íntimas. Ella no diría cosas tan sagradas a cualquiera. Somos almas gemelas.

—Sí, creo que lo son. Bueno, le voy a pedir un favor. Me gustaría ver a la señorita Lavendar, si ella lo consiente. ¿Le preguntaría usted si puedo ir?

¡Claro que sí! ¡Desde luego que lo haría! Sí, éste era un romance real, con todo el encanto de la poesía, el cuento y el sueño. Era un poco tardío, quizá, cual una rosa que florece en octubre, cuando debiera haberlo hecho en junio, pero sin embargo era una rosa, toda dulzura y fragancia, con el brillo del oro en su corazón. Nunca la llevaron sus pies con más voluntad que aquella mañana a Grafton, a través de los bosques. Encontró a la señorita Lavendar en el jardín. Sus manos se helaron y la voz le tembló.

—Señorita Lavendar, tengo algo que decirle, algo muy importante. ¿Adivina qué es?

Ana nunca supuso que su interlocutora podría adivinarlo, pero la cara de la señorita Lavendar palideció y lo dijo en voz muy queda, de la cual se habían desvanecido todo el color y la chispa habituales.

—¿Stephen Irving ha regresado?

—¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo? —gritó Ana desilusionada, dolida de que alguien se hubiera anticipado a su revelación.

—Nadie. Supe que era así por la forma en que me habló.

—Quiere venir a verla —dijo Ana—. ¿Puedo decirle que sí?

—Sí, desde luego. No hay razón para lo contrario. Sólo viene como viejo amigo.

Ana tenía una opinión particular sobre el asunto cuando entró apresuradamente en la casa para escribir una carta sobre el escritorio de la señorita Lavendar.

«¡Oh!, es delicioso estar viviendo una novela», pensó alegre. «Desde luego que todo saldrá bien, debe salir. Y Paul tendrá una madre como necesita y todos serán felices. Pero el señor Irving se llevará lejos a la señorita Lavendar, y Dios sabe qué le ocurrirá a la casita de piedra. De manera que esto tiene dos caras, como todo en el mundo».

La carta importante fue escrita y la propia Ana la llevó al correo de Grafton, donde pidió al cartero que la dejara en la oficina de Avonlea.

—Es muy importante —le aseguró Ana ansiosamente.

El cartero era un viejo personaje algo rezongón, que no tenía en absoluto el aspecto de un mensajero de Cupido y Ana no estaba demasiado segura de poder confiar en su memoria. Pero él dijo que haría todo lo posible por acordarse y la muchacha tuvo que conformarse con eso.

Charlotta IV tuvo la sensación de que existía algún misterio en la casa de piedra esa tarde, misterio del cual estaba excluida. La señorita Lavendar vagaba distraída por el jardín. Ana parecía poseída por el demonio de la inquietud y caminaba sin cesar. Charlotta IV resistió hasta que se le acabó la paciencia. Entonces preguntó a Ana, aprovechando su tercera peregrinación inútil a la cocina.

—Por favor, señorita Shirley, señora —dijo Charlotta IV con un indignado movimiento de sus azules lazos—. Se ve bien claro que usted y la señorita Lavendar tienen un secreto y creo, con perdón si me adelanto demasiado, señorita Shirley, señora, que está muy mal que no me lo digan cuando hemos sido tan amigas.

—Querida Charlotta, se lo hubiera contado todo si fuera cosa mía, pero se refiere a la señorita Lavendar. Se lo explicaré pero, si nada ocurre, nunca deberá decir palabra a nadie. Verá: el Príncipe Encantado viene esta noche. Vino hace mucho, pero huyó en un momento de locura y vagó a lo lejos, olvidando el secreto del mágico sendero al castillo encantado, donde la princesa lloraba por él hasta quebrársele su fiel corazón. Pero al fin lo recordó y la princesa aún espera, porque nadie, excepto su príncipe encantado, puede sacarla del castillo.

—Oh, señorita Shirley, señora, ¿qué es eso en prosa? —dijo la sorprendida Charlotta.

Ana rio.

—En prosa, es que esta noche vendrá de visita un viejo amigo de la señorita Lavendar.

—¿Quiere decir un antiguo pretendiente?

—Probablemente eso sea lo que quiero decir en prosa —contestó Ana con seriedad—. Es el padre de Paul, Stephen Irving. Y Dios sabe qué pasará, aunque debemos desear lo mejor, Charlotta.

—Espero que se case con la señorita Lavendar —fue la inequívoca respuesta de Charlotta—. Algunas mujeres están destinadas a ser solteronas y temo que yo soy una de ellas, señorita Shirley, señora, porque tengo muy poca paciencia con los hombres. Pero la señorita Lavendar, no. Y he sufrido mucho pensando qué haría ella cuando yo creciera y tuviera que irme a Boston. No hay más mujeres en nuestra familia y Dios sabe qué sería de ella si diera con alguna extranjera que se riera de sus fantasías y dejara las cosas fuera de su lugar y no le gustara que la llamasen Charlotta IV. Puede que consiga alguna que no le rompa los platos, pero es seguro que no tendrá otra que la quiera más.

Y la fiel doncella abrió la puerta del horno con un bufido.

Aquella tarde cumplieron con la costumbre de tomar el té en «La Morada del Eco», pero en realidad nadie comió nada. Después del té, la señorita Lavendar fue a su habitación a ponerse su nuevo vestido de organdí; Ana le arreglaba el cabello. Ambas estaban muy nerviosas, pero la señorita Lavendar fingía estar tranquila e indiferente.

—Mañana debo coser el roto de la cortina —dijo ansiosamente, inspeccionándola como si fuese la cosa más importante en esos momentos—. Esa cortina no ha dado el resultado que esperaba, considerando lo que pagué por ella. Charlotta ha olvidado sacar el polvo al pasamanos de la escalera otra vez. Tengo que hablarle sobre eso.

Ana se hallaba sentada en la escalera de la galena cuando llegó Stephen Irving por el sendero y cruzó el jardín.

—Este es el lugar donde el tiempo no corre —dijo mirando en derredor—. Nada ha cambiado en la casa ni en el jardín desde que estuve aquí hace veinticinco años. Me hace sentir joven otra vez.

 

—Ya sabe usted que el tiempo no pasa en un lugar encantado —dijo Ana seriamente—. Las cosas comienzan a ocurrir sólo cuando llega el príncipe.

El señor Irving sonrió un poco tristemente a aquella cara llena de juventud y promesa.

—Algunas veces el príncipe llega demasiado tarde —dijo. Pero no le pidió a Ana que pusiera en prosa ese comentario. Como todas las almas gemelas, «comprendía».

—Oh, no, no si se trata del verdadero príncipe que llega para la verdadera princesa —dijo Ana, mientras abría la puerta. Cuando él hubo entrado, cerró y se volvió y vio a Charlotta IV, que era «toda sonrisas» en el salón.

—Oh, señorita Shirley, señora —suspiró—. Espié por la ventana de la cocina, y es muy guapo y justo de la edad ideal para la señorita Lavendar, y, ¡oh, señorita Shirley, señora! ¿Le parece que estará muy mal oír tras la puerta?

—Sería horroroso, Charlotta —dijo Ana con firmeza—, de manera que venga conmigo, lejos de la tentación.

—No puedo hacer nada y es horrible estar esperando —suspiró Charlotta—. ¿Y qué ocurre si no se le declara? Uno nunca puede estar segura de los hombres. Mi hermana mayor, Charlotta I, creyó una vez estar comprometida con uno. Pero resultó que él tenía una opinión diferente y ella dice que no volverá a confiar otra vez en ellos. Y sé de otro caso en que un hombre pensó que quería mucho a una mujer, cuando en realidad a quien quería todo el tiempo era a la hermana. Si un hombre no sabe lo que quiere, ¿cómo va a estar segura una pobre mujer?

—Iremos a la cocina y sacaremos brillo a las cucharas de plata —dijo Ana—. Ésa es una tarea que afortunadamente no requiere mucha concentración, pues esta noche no podría pensar. Y nos ayudará a pasar el tiempo.

Pasó una hora. Entonces, en el momento en que Ana sacaba brillo a la última cuchara, oyeron cerrarse la puerta principal. Ambas buscaron apoyo en los ojos de la otra.

—Oh, señorita Shirley, señora —tartamudeó Charlotta—: si se va tan temprano, es que no hay nada, si lo había.

Volaron a la ventana. El señor Irving no tenía intención de partir. Él y la señorita Lavendar estaban recorriendo lentamente el sendero central, en dirección al banco de piedra.

—Oh, señorita Shirley, señora, le ha pasado el brazo por la cintura —murmuró contenta Charlotta IV—; él debe haberse declarado, de lo contrario, ella no se lo permitiría.

Ana cogió a Charlotta por la cintura y se pusieron a bailar hasta quedar sin resuello.

—¡Oh, Charlotta! —gritó la muchacha alegremente—. No soy una profetisa, pero voy a hacer una profecía. Habrá boda en esta vieja casa de piedra antes de que enrojezcan las hojas del arce. ¿Quiere que le ponga eso en prosa, Charlotta?

—No, eso puedo entenderlo —dijo ésta—. Una boda no es poesía. ¡Señorita Shirley, señora, está llorando! ¿Por qué?

—Oh, porque es todo tan hermoso… y tan novelesco… y romántico… y triste… —dijo Ana, secándose las lágrimas—. Es todo muy hermoso… pero también triste.

—Desde luego que es un riesgo casarse con alguien —concedió Charlotta IV—; pero una vez que está hecho, hay muchas cosas peores que el marido.

CAPÍTULO VEINTINUEVE

Poesía y prosa

Durante el mes siguiente, Ana vivió en medio de lo que para Avonlea significaba un remolino de excitación. Los preparativos de su modesta partida a Redmond pasaron a un segundo plano. La señorita Lavendar se estaba preparando para su boda y la casa de piedra era el escenario de infinitas consultas, planes y discusiones, con Charlotta IV que revoloteaba por todos lados presa de delicia y expectativa. Luego vino la modista y entonces comenzó la tarea de elegir modelo y tomar medidas. Ana y Diana pasaban la mitad de su tiempo en «La Morada del Eco» y hubo noches en las que Ana no pudo dormir pensando si había hecho bien en aconsejarle a la señorita Lavendar el color marrón en vez del azul marino para su vestido de viaje.

Todos los que participaban de la aventura de la señorita Lavendar estaban muy contentos. Paul Irving corrió a «Tejas Verdes» a comentar las nuevas con Ana, no bien su padre se las hubo notificado.

—Sabía que podía confiar en que papá elegiría bien a mi segunda madre —dijo orgullosamente—. Es grande tener un padre en quien uno pueda confiar, señorita. Adoro a la señorita Lavendar. La abuela también está contenta. Dice que le alegra mucho que papá no haya elegido una americana para segunda esposa, porque aunque todo resultó bien la primera vez, hay pocas probabilidades de que algo así se repita. La señora Lynde dice que aprueba la unión de todo corazón. Y cree que quizá la señorita Lavendar olvide sus ideas raras y sea como los demás ahora que se casa. Pero espero que no sea así, pues a mí me gusta como es ahora. Y no quiero que sea como los demás. Hay demasiada gente alrededor que es así.

Charlotta IV también estaba radiante.

—¡Oh, señorita Shirley, señora!, todo ha resultado tan hermoso. Cuando el señor Irving y la señorita Lavendar vuelvan de su luna de miel iré a Boston a vivir con ellos. Y sólo tengo quince años, y las otras chicas no fueron hasta los dieciséis. ¿No es fantástico el señor Irving? Besa el terreno que ella pisa y a veces me hace sentir algo rara cuando veo sus ojos al mirarla. No hay palabras para describirlo, señorita Shirley, señora. Estoy terriblemente agradecida de que se quieran tanto. Es lo mejor, cuando todo está dicho y hecho, aunque algunas personas pueden pasar sin ello. Yo tengo una tía que se casó tres veces y dice que la primera vez lo hizo por amor y las otras dos por puro negocio y que fue feliz las tres veces, excepto en el momento de los funerales. Pero creo que corrió un riesgo, señorita Shirley, señora.

—¡Es todo tan romántico! —suspiró Ana aquella noche hablando con Marilla—. Si aquel día no hubiera tomado el camino equivocado habríamos llegado a casa del señor Kimball sin conocer a la señorita Lavendar y de no haberla conocido no habría llevado allí a Paul, y él nunca hubiera escrito a su padre sobre sus visitas a la señorita Lavendar justo cuando el señor Irving partía para San Francisco. El señor Irving dice que cuando recibió esa carta, cambió de idea, mandó allí a su socio y él vino aquí. Hacía quince años que no sabía nada de la señorita Lavendar. Alguien le había dicho que estaba a punto de casarse, él lo creyó y nunca más le preguntó a nadie por ella. Y ahora todo termina bien. Y yo he contribuido a que así sea. Quizá, como dice la señora Lynde, todo está predestinado y acaba por pasar de cualquier modo. Pero así y todo es agradable pensar que he sido un instrumento del destino. Sí, sin ninguna duda, es muy romántico.

—No veo dónde está todo ese romanticismo —dijo Marilla algo bruscamente. Pensaba que Ana ya tenía bastante trabajo con preparar sus cosas para la universidad, sin «correr» a «La Morada del Eco» dos días de cada tres, a ayudar a la señorita Lavendar—. En primer lugar dos jóvenes disputan y se separan enfadados; entonces Stephen Irving se va a los Estados Unidos y después de un tiempo se casa y es feliz. Luego muere su esposa y, pasado un período decente, piensa en volver a su hogar a ver si su primera novia lo recibe. Mientras tanto ella continúa soltera, quizá porque no la pretendió nadie lo suficientemente agradable, y se encuentran y deciden casarse. Ahora dime, ¿dónde está el romanticismo?

—Oh, no hay ninguno si plantea las cosas de ese modo —murmuró Ana, como si alguien le hubiera tirado encima un cubo de agua fría—. Supongo que así es como suena en prosa. Pero es muy distinto si uno lo observa a través de la poesía; yo creo que es más bello —Ana se recobró, sus ojos brillaron y enrojecieron sus mejillas— mirarlo a través de la poesía.

Marilla miró el radiante rostro juvenil y refrenó sus impulsos sarcásticos. Quizá comprendió que, después de todo, era mejor tener «la visión y la facultad divinas»; ese regalo que el mundo no puede dar ni quitar, de mirar la vida a través de un cristal que hace que todo parezca rodeado de una luz celestial y de una gloria y frescura invisibles para quienes, como Charlotta IV y ella, veían la vida sólo en prosa.

—¿Cuándo será la boda? —preguntó después de una pausa.

—El último miércoles de agosto. Se casarán en el jardín debajo de la enredadera de madreselvas, que es donde el señor Irving se le declaró hace veinticinco años. Marilla, es tan romántico, aun en prosa. No estaremos más que la señora Irving, Paul, Gilbert, Diana y yo, y los primos de la señorita Lavendar. Y partirán en el tren de las seis hacia las costas del Pacífico. Cuando regresen en el otoño, Paul y Charlotta IV irán a Boston a vivir con ellos. Pero «La Morada del Eco» la conservarán tal como es. Por supuesto venderán las gallinas y la vaca y asegurarán las ventanas; pero volverán todos los veranos. Estoy tan contenta. Me sentiría tan herida en Redmond si pensara que la querida casa de piedra estaba desnuda y desierta, con las habitaciones vacías… o lo que es peor aún, que vivían en ella otras personas. Pero ahora puedo pensar, tal como ha sido siempre, en un verano feliz que traerá vida y alegrías.

Había en el mundo más romances que el que vivían los maduros amantes de la casa de piedra. Ana lo comprendió repentinamente una tarde que iba a «La Cuesta del Huerto» por el atajo y llegó al jardín de los Barry. Diana Barry y Fred Wright estaban sentados bajo el gran sauce. Diana se hallaba recostada contra el tronco gris, con las pestañas bajas y las mejillas ruborosas; Fred le sostenía una mano e inclinaba su rostro hacia ella, murmurándole algo en el tono más bajo y formal. En aquel mágico instante sólo existían ellos sobre el mundo; de manera que no vieron a Ana, quien con una rápida y comprensiva mirada, se volvió silenciosamente y emprendió el regreso a través del bosque de abetos; no se detuvo hasta que llegó a su buhardilla donde tomó asiento sin aliento junto a la ventana y trató de reunir sus dispersos pensamientos.

—Diana y Fred están enamorados —murmuró—. ¡Oh!, eso nos hace parecer tan… tan… tan desesperanzadamente crecidos.

Ana sospechaba que Diana estaba dejando de ser fiel al melancólico héroe byroniano de sus más tempranos sueños. Pero como «las cosas que se ven son más potentes que las que se oyen», la constatación de que era realidad la alcanzó casi con la fuerza de una perfecta sorpresa. A ésta siguió una extraña y algo triste sensación, como si Diana hubiera entrado a un nuevo mundo y cerrado la puerta tras ella, dejando a Ana fuera.

«Las cosas cambian tan rápidamente que a veces me asusta», pensó Ana algo triste, «y me temo que traerá algún cambio entre Diana y yo. Estoy segura de que después de esto no podré contarle todos mis secretos. Podría repetírselos a Fred. ¿Qué verá en él? Es muy buen mozo y alegre… pero simplemente Frederic Wright».

Esta es siempre una pregunta confusa: ¿qué puede ver esa persona en la otra? Pero cuan afortunado es que sea así, pues si todos vieran igual, como dijo el viejo indio: «Todos querrían mi squaw». Era claro que Diana veía algo en Frederic Wright, que estaba oculto a los ojos de Ana. La tarde siguiente, Diana fue a «Tejas Verdes» convertida en una dama pensativa y tímida y le contó a Ana toda la historia en el oscuro retiro de la buhardilla. Las jóvenes lloraron, se besaron y rieron.

—Soy tan feliz —dijo Diana—, pero ¿no suena ridículo pensar que estoy comprometida?

—¿Cómo es estar comprometida? —quiso saber Ana con curiosidad.

—Bueno, todo depende de con quién lo estés —respondió Diana, con ese hiriente aire de superioridad que adoptan los que están comprometidos para con quienes no lo están—. Es maravilloso estarlo con Fred, pero pienso que sería horrible estarlo con cualquier otro chico.

—No hay mucho consuelo para el resto de las mujeres, desde el momento en que existe un solo Fred —rio Ana.

—Oh, Ana, no lo entiendes —dijo Diana ofendida—. No quise decir eso. Es tan difícil de explicar. No importa, ya lo entenderás cuando te llegue el turno.

—Dios te bendiga, mi querida Diana, ahora lo entiendo: ¿para qué sirve la imaginación si no es capaz de ayudarte a mirar la vida a través de los ojos de los demás?

—Tú debes ser mi dama de honor, ya sabes, Ana. Promételo. No importa dónde estés cuando yo me case.

—Si es necesario, vendré desde el confín de la tierra —prometió Ana solemnemente.

—Claro que no será muy pronto —dijo Diana ruborizándose—. Tres años por lo menos, porque yo tengo dieciocho y mamá dice que una hija suya no se casará antes de los veintiuno. Además, el padre de Frederic va a comprar la granja de Abraham Fletcher y dice que quiere tener pagadas unas dos terceras partes antes de ponerla a nombre de su hijo. Pero de cualquier modo, tres años no es demasiado tiempo para prepararse para ser ama de casa. No tengo hecha ninguna labor. Pero mañana empezaré a hacer tapetes de ganchillo; Myra Gillis tenía treinta y siete tapetes cuando se casó, y estoy decidida a tener tantos como ella.

 

—Supongo que sería imposible poner una casa con sólo treinta y seis tapetes —concedió Ana con rostro solemne pero bailarines ojos.

Diana se sintió herida.

—Nunca creí que te burlarías de mí, Ana —dijo en tono de reproche.

—No me burlaba —dijo Ana arrepentida—. Sólo te estaba molestando un poquito. Creo que serás el ama de casa más dulce del mundo. Y creo que es encantador que ya hagas planes para la casa de tus sueños.

Aún no había terminado de pronunciar «casa de tus sueños», que ya ésta había cautivado su fantasía e inmediatamente comenzó el montaje de una de su propiedad. Por supuesto, era de un dueño ideal, enigmático, arrogante y melancólico; pero Gilbert Blythe persistía en tomar parte en todo, ayudándola a disponer cuadros, a proyectar jardines y a llevar a cabo mil funciones que un héroe melancólico y orgulloso consideraría que rebajaban su dignidad. Ana trató de separar la imagen de Gilbert de su castillo en el aire, pero, como él continuaba allí, Ana, viéndose en un apuro, renunció a su intento y continuó su arquitectura aérea con tal éxito que su «casa de los sueños» estuvo construida y amueblada antes de que Diana volviera a hablar.

—Supongo que pensarás que es raro que me guste tanto Frederic, cuando es tan distinto al tipo de hombre con quien yo siempre dije que me casaría, un hombre alto y esbelto; pero mira, si fuera así, no sería Frederic. Por supuesto —agregó Diana algo penosamente—, haremos una pareja terriblemente gordinflona. Pero, después de todo, es preferible esto, a que uno de nosotros sea bajo y grueso y el otro alto y delgado, como Morgan Sloane y su esposa. La señora Lynde dice que no puede dejar de pensar en su diferencia cuando los ve juntos.

—Bueno —se dijo Ana aquella noche, mientras se cepillaba el cabello ante su espejo de marco dorado—. Estoy contenta de que Diana esté tan feliz y satisfecha. Pero cuando llegue mi turno, si es que llega, espero que sea más emocionante. Pero también Diana lo pensaba antes. La he oído decir una y otra vez que nunca se comprometería de un modo vulgar y… que él tendría que hacer algo extraordinario para ganar su corazón. Pero ha cambiado. Quizá yo también lo haga. Pero no, estoy decidida a no hacerlo. ¡Oh!, creo que estos compromisos son turbadores cuando le suceden a los amigos íntimos.

CAPÍTULO TREINTA

Boda en la casa de piedra

La semana en que la señorita Lavendar debía contraer matrimonio llegó. Quince días después, Ana y Gilbert partirían hacia el colegio de Redmond. En el término de una semana la señora Lynde se mudaría a «Tejas Verdes» y se instalaría en el hasta entonces vacío cuarto de huéspedes. Había vendido todas sus pertenencias superfluas en subasta y en aquellos momentos se distraía ayudando a los Alian a empacar. El señor Alian debía pronunciar su sermón de despedida el domingo siguiente. El viejo orden cambiaba rápidamente para dar lugar al nuevo, como pensaba Ana un poco triste, mientras enhebraba toda su excitación y felicidad.

—Los cambios no son totalmente placenteros, pero sí excelentes —dijo el señor Harrison filosóficamente—. Dos años es casi suficiente para que las cosas permanezcan exactamente iguales. Si se quedasen así mucho tiempo, enmohecerían.

El señor Harrison se hallaba fumando en la galería. Su mujer, en un rapto de autosacrificio, le había dicho que podía fumar dentro de la casa, si se sentaba junto a la ventana abierta. A esto respondió el esposo yendo a fumar al aire libre durante el buen tiempo, de manera que reinaba la paz.

Ana había acudido a pedirle al señor Harrison algunas de sus dalias amarillas. Diana y ella irían esa tarde a «La Morada del Eco» a ayudar a la señorita Lavendar y a Charlotta IV en los preparativos finales para la boda del día siguiente. La señorita Lavendar nunca tuvo dalias; no le gustaban y no eran adecuadas para el hermoso retiro de su antiguo jardín. Pero las flores de cualquier tipo eran escasas aquel verano en Avonlea y los distritos vecinos, por culpa de la tormenta del tío Abe, y Ana y Diana creían que cierto cántaro de piedra, generalmente dedicado a guardar buñuelos, decorado con dalias amarillas, sería exactamente lo necesario para un sombrío ángulo de las escaleras de la casa de piedra, contra el oscuro fondo del rojo empapelado del vestíbulo.

—Supongo que dentro de quince días saldrá usted para la universidad —continuó el señor Harrison—. Bueno, Emily y yo vamos a echarla muchísimo de menos. Seguramente que la señora Lynde estará allí en lugar de usted. No podían haber encontrado mejor sustituto.

La ironía en la voz del señor Harrison no puede trasladarse al papel: a pesar de la intimidad entre su esposa y la señora Lynde, lo mejor que podía decirse de las relaciones entre esa señora y Harrison era que, bajo el nuevo régimen, mantenían una neutralidad armada.

—Sí, me voy —dijo Ana—. Estoy muy contenta con la cabeza… y muy triste con el corazón.

—Supongo que conseguirá todos los premios que anden sueltos por Redmond.

—Puede que trate de obtener uno o dos —confesó Ana—, pero ya no me importan tanto como hace dos años. Lo que quiero sacar del curso es algún conocimiento sobre la vieja forma de vivir la vida y sacarle el máximo provecho. Quiero aprender a ayudar a los demás y a mí misma.

El señor Harrison asintió.

—Ésa es la idea exacta. Ése es el fin que debería tener la universidad, en lugar de producir bachilleres tan llenos de enciclopedias y vanidad, que no les queda lugar para otra cosa. Tiene razón, la universidad no le podrá hacer mucho daño.

Diana y Ana fueron a «La Morada del Eco» después del té, llevando consigo todas las flores que obtuvieron de varias expediciones a los jardines propios y de la vecindad. La casa bullía de excitación. Charlotta IV iba de un lado a otro con tal energía que sus lazos azules parecían poseer el don de la ubicuidad. Como el estandarte de Navarra, los lazos azules de Charlotta siempre estaban en lo más reñido de la lucha.

—Gracias a Dios que han venido —dijo devotamente—, pues hay montones de cosas por hacer. Y el rebozado de esa torta que no se endurece. Y todavía queda toda la plata por pulir, y el baúl por cerrar, y los pollos para el salpicón andan corriendo por el gallinero, cacareando, señorita Shirley, señora. Y no se puede confiar en que la señorita Lavendar haga nada. Me alegré cuando el señor Irving vino y la llevó a pasear por los bosques. El noviazgo está muy bien, señorita Shirley, señora, pero si se mezcla con la cocina, todo se echa a perder. Ésa es mi opinión, señorita Shirley, señora.

Las dos muchachas trabajaron tanto, que para las diez hasta Charlotta IV estaba satisfecha. Se hizo innumerables rizos y dio con sus cansados huesos en la cama.

—Pero estoy segura de que no voy a pegar ojo, señorita Shirley, señora, por temor a que algo vaya mal en el último minuto, que la crema no se espese o que el señor Irving tenga un ataque y no pueda venir.

—¿No tendrá la costumbre de tener ataques? —preguntó Diana, con un fruncimiento en las comisuras de los labios. Para la muchacha, Charlotta IV era, si no una belleza, por lo menos un constante motivo de risa.

—Ésas no son cosas para acostumbrarse —contestó Charlotta IV con dignidad—. Ocurren, nada más. Cualquiera puede tener un ataque. No es necesario aprender cómo. El señor Irving se parece mucho a un tío mío que tuvo uno cuando se sentaba a almorzar. Pero quizá todo salga bien. En este mundo se debe esperar lo mejor, prepararse para lo peor y tomar lo que Dios envía.