Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿Y qué sucedió?

—Tuvimos una estúpida disputa, tonta y vulgar. Tan vulgar que ni siquiera recuerdo cómo empezó; apenas si recuerdo quién tuvo más culpa. Stephen empezó, pero supongo que yo debí haberlo provocado con alguna de mis tonterías. Él tenía uno o dos rivales. Yo era vanidosa y coqueta y me gustaba atormentarlo un poquito. Stephen era un hombre muy sensible. Bueno, nos separamos enfadados. Pero yo pensaba que todo iba a terminar bien y hubiera resultado de no regresar tan pronto Stephen. Ana, querida, lamento confesar… —la señorita Lavendar se detuvo como si fuera a declarar su predilección por asesinar gente— que soy una persona terriblemente malhumorada. ¡Oh!, no, no sonría…, es la verdad. Soy malhumorada, y Stephen volvió antes de que yo terminara de calmarme. No quise escucharle ni perdonarle; y él se fue para siempre. Era demasiado orgulloso para insistir. Y entonces me enfurecí porque no regresaba. Quizá pude haberlo mandado buscar, pero no pude humillarme hasta ese extremo. Era tan orgullosa como él. Orgullo y mal genio combinan mal, Ana. Pero nunca pude querer a otro, ni quise intentarlo. Prefería ser solterona durante mil años que casarme con alguien que no fuera Stephen Irving. Bueno, todo esto parece un sueño. Con cuánta simpatía me mira, Ana… con toda la benevolencia que puede despertar en sus diecisiete años. Pero no se exceda. Realmente soy muy feliz a pesar de tener destrozado el corazón. Mi corazón se rompió, si un corazón puede romperse, cuando comprendí que Stephen Irving no volvería. Pero Ana, un corazón destrozado en la vida real, no es la mitad de terrible de lo que resulta en los libros. Se parece mucho a tener un diente cariado, aunque no le parezca una comparación muy romántica. Tiene períodos de dolor y no deja dormir de vez en cuando, pero permite disfrutar de la vida, de los sueños, de los ecos y del guirlache de cacahuetes como si no ocurriera nada. Y ahora me mira desilusionada. Ya no me encuentra ni la mitad de interesante que hace cinco minutos, cuando creía que vivía presa de un trágico recuerdo que ocultaba valientemente con sonrisas. Esto es lo peor, o lo mejor, de la vida real, Ana. No te deja ser desgraciada. Sigue tratando de conformarla, y lo consigue, aun cuando se esté decidida a ser infeliz y romántica. ¿No es magnífico este dulce? Ya he comido más de lo que conviene a mi salud, pero no importa; seguiré comiendo.

Después de un breve silencio la señorita Lavendar dijo repentinamente:

—Me sorprendió oír hablar del hijo de Stephen el primer día que estuvo aquí, Ana. Desde entonces, no me había atrevido a nombrárselo, pero deseaba saberlo todo sobre él. ¿Qué clase de niño es?

—Es la criatura más dulce y encantadora que he conocido, señorita Lavendar. Y también imagina cosas como usted y yo.

—Me gustaría conocerlo —dijo la señorita Lavendar suavemente, como hablando consigo misma—. Me pregunto si se parecerá algo al pequeño niño de mis sueños. Mi pequeño niño.

—Si quiere conocer a Paul, puedo traerlo conmigo alguna vez —dijo Ana.

—Me gustaría, pero no demasiado pronto. Quiero acostumbrarme a la idea. Habrá en ello más dolor que alegría, si se parece demasiado a Stephen o si no se le parece lo suficiente. Dentro de un mes, puede traérmelo.

De acuerdo con esto, un mes más tarde, Ana y Paul atravesaron los bosques rumbo a la casita de piedra y hallaron a la señorita Lavendar en el sendero. Ella no les esperaba y palideció al verles.

—Así que éste es el hijo de Stephen —dijo en voz muy baja, tomando la mano de Paul y observándolo en toda su hermosura y su niñez, con su elegante abrigo y la gorra de piel—. Es… es muy parecido a su padre.

—Todos dicen que soy una astilla del viejo tronco —dijo Paul con su desenvoltura de costumbre.

Ana, que había estado observando la escena, respiró aliviada. Vio que la señorita Lavendar y Paul se habían «aceptado» mutuamente y que no se trataban con modales afectados. La señorita Lavendar era una persona muy sensata a pesar de su romance y de sus sueños, y después de esa pequeña traición, escondió sus sentimientos y entretuvo a Paul como si éste fuera el hijo de cualquier persona que hubiera ido a visitarla. Pasaron una tarde muy divertida y comieron manjares que habrían hecho que la anciana señora Irving levantara las manos horrorizada, por creer arruinada para siempre la digestión de Paul.

—Vuelve a visitarme, querido —dijo la señorita Lavendar estrechándole la mano al despedirse.

—Puede besarme, si lo desea —dijo Paul seriamente.

La señorita Lavendar lo hizo.

—¿Cómo sabías que quería hacerlo? —murmuró.

—Porque usted me miraba igual que mamá cuando tenía ganas de besarme. En general no me gusta. A los muchachos no se les besa ¿sabe? Pero me gusta que usted me bese. Y por supuesto que vendré a verla otra vez. Me gustaría tenerla por amiga particular, si usted no se opone.

—No, no me opondré —dijo la señorita Lavendar. Se volvió y echó a andar rápidamente: pero al momento siguiente los despedía desde la ventana con una alegre sonrisa.

—Me gusta la señorita Lavendar —anunció Paul mientras cruzaban los bosques de hayas—. Me gusta el modo como me miraba y su casita de piedra y Charlotta IV. Desearía que abuelita tuviera una Charlotta IV en vez de a Mary Joe. Estoy seguro de que Charlotta IV no pensaría que estoy mal de la cabeza cuando le contara lo que pienso sobre las cosas. ¿No ha sido un espléndido té, señorita? Abuelita dice que un niño no debe estar pensando qué va a comer, pero no puedo evitarlo cuando tengo mucha hambre. Creo que la señorita Lavendar no le haría comer potaje a un niño por las mañanas si él no quisiera. Le dejaría hacer lo que deseara. Pero, por supuesto —Paul era un niño justo—, eso no podría ser muy bueno para él. Aunque está bien, para variar, señorita.

CAPÍTULO VEINTICUATRO

Un profeta en su tierra

Cierto día de mayo, los vecinos de Avonlea fueron alborotados por algunas «Notas de Avonlea», firmadas «Observador», que aparecieron en el Daily Enterprise de Charlottatown. Los rumores le adjudicaron la paternidad a Charlie Sloane, en parte porque el tal Charlie tuviera devaneos literarios en el pasado y en parte porque dichas notas parecían envolver una pulla a Gilbert Blythe. La juventud de Avonlea persistía en considerar rivales a Gilbert y a Charlie en el aprecio de cierta damisela de ojos grises y gran imaginación.

La maledicencia, como de costumbre, se equivocaba. Gilbert, ayudado e instigado por Ana, era el autor de aquellas notas y puso una sobre sí mismo para despistar. Sólo dos de esas notas tienen relación con esta historia.

Se rumorea que habrá boda en el pueblo para cuando florezcan las margaritas. Un nuevo y muy respetable ciudadano conducirá al altar del himeneo a una de nuestras más populares damas.

La otra decía:

El tío Abe, nuestro bien conocido profeta meteorológico, predice una violenta tormenta con truenos y relámpagos para la tarde del veintitrés de mayo, que comenzará a las siete en punto. El área de la tormenta cubrirá la mayor parte de la provincia Quienes tengan que viajar esa tarde, será mejor que lleven sus paraguas e impermeables.

—El tío Abe ha predicho realmente una tempestad para algún momento de esta primavera —dijo Gilbert—. Pero ¿supones que el señor Harrison va en realidad a ver a Isabella Andrews?

—No —respondió riendo Ana—. Estoy segura de que sólo va a jugar al ajedrez con su padre, pero la señora Lynde dice que sabe que Isabella Andrews debe estar por casarse, pues esta primavera está de muy buen talante.

El pobre tío Abe se sintió algo indignado por las notas. Sospechó que el «Observador» se estaba burlando de él. Negó airadamente haber asignado fecha particular a su tormenta, pero nadie le creyó.

La vida continuó en Avonlea con la suavidad de costumbre. Los «fomentadores» celebraron un Día del Árbol. Cada «fomentador» plantó, o hizo que plantaran, cinco árboles ornamentales. Como la sociedad contaba con cuarenta socios, esto significó un total de doscientos retoños. La avena temprana reverdecía sobre los rojos campos; los manzanos echaban sus grandes brazos cubiertos de capullos en las huertas y la Reina de las Nieves se adornó como una novia esperando a su amado. A Ana le gustaba dormir con las ventanas abiertas para gozar de la fragancia de los cerezos durante la noche. Lo creía muy poético. Marilla pensaba, en cambio, que arriesgaba su vida.

—El Día de Acción de Gracias debería celebrarse en primavera —le dijo Ana a Marilla una tarde, mientras escuchaban el croar de las ranas, sentadas en los escalones de la galería—. Creo que sería mejor que celebrarlo en noviembre, cuando todo está muerto o dormido. Entonces es necesario recordar, para estar agradecida, mientras que en mayo, el agradecimiento es inevitable, aunque sólo sea por la vida. Me siento exactamente como Eva en el Paraíso antes del pecado. La hierba de la hondonada, ¿es verde o dorada? Creo que en días como éste, cuando florecen los capullos y los vientos soplan con tan loca alegría, la tierra se parece al paraíso.

Marilla pareció escandalizada y echó una aprensiva mirada, no fuera que los mellizos estuvieran cerca. En aquel mismo instante, éstos aparecieron por detrás de la casa.

—¿No huele muy bien esta tarde? —preguntó Davy, oliendo plácidamente, mientras jugueteaba con un azadón.

Aquella primavera, Marilla, para encauzar la costumbre de Davy de andar entre el barro y la arcilla, les había dado a éste y a Dora un trozo de jardín para cuidar. Ambos se pusieron a trabajar ansiosamente en su forma característica. Dora plantó, sembró y regó cuidadosa, sistemática y desapasionadamente. Como resultado en su parcela ya habían brotado pequeñas y ordenadas filas de hortalizas. Davy, sin embargo, trabajaba con más celo que perseverancia; cavaba, abonaba, rastrillaba y trasplantaba con tanta energía, que a sus semillas no les quedaba oportunidad de crecer.

 

—¿Cómo va tu jardín, Davy? —preguntó Ana.

—Un poco lento —dijo Davy con un suspiro—. No sé por qué no crecen mejor las cosas. Milty Boulter dice que debo haber plantado en luna nueva y por eso no crece. Dice que no se debe sembrar, matar cerdos, cortarse los cabellos o hacer cualquier otra cosa de importancia en fase contraria de la luna. ¿Es eso verdad, Ana? Quiero saber.

—Quizá si no les sacaras las raíces a tus plantas para ver si crecen «del otro lado», te iría mejor —dijo sarcásticamente Marilla.

—No miré más que a seis —protestó Davy—. Quería saber si había larvas en las raíces. Milty dijo que si la culpa no era de la luna, era de las larvas. Pero no encontré más que una. Era grande y gorda. La puse encima de una piedra y la aplasté con otra. Siento que no hubiera más. El jardín de Dora fue plantado al mismo tiempo que el mío y crece bien. No puede ser la luna —concluyó Davy con tono reflexivo.

—Marilla, mire ese manzano —dijo Ana—. Es casi humano. Está alargando sus luengos brazos para alzarse las rosadas faldas y provocar nuestra admiración.

—Esos manzanos siempre crecen hermosos —dijo Marilla complacida—. Ese árbol estará cargado este año. Me alegro… son muy buenas para las tortas.

Pero ni ella, ni Ana, ni nadie haría torta con esos frutos aquel año.

Llegó el veintitrés de mayo, un día excepcionalmente caluroso, como lo notaron más que nadie Ana y su enjambre de alumnos, que luchaban con los quebrados y la sintaxis en el aula de Avonlea. Antes del mediodía había soplado una brisa cálida, pero a esa hora se trasformó en una pesada quietud. A las tres y media, Ana escuchó el lejano retumbo del trueno. Despachó pronto a sus alumnos, de modo que los pequeños pudieran llegar a sus casas antes de que se desatara la tormenta.

Cuando salieron al patio, Ana percibió cierta sombra y oscuridad en el ambiente, a pesar de que brillaba aún el sol. Annetta Bell se cogió nerviosamente de la mano.

—¡Señorita, mire esa horrible nube!

Ana miró y lanzó una exclamación de consternación. Hacia el noroeste se alzaba un banco de nubes como no había visto en su vida. Negro, excepto en los bordes, donde era blancuzco. En él había algo de indescriptible amenaza mientras se destacaba sobre el claro cielo azul; cada tanto, la atravesaba un relámpago, seguido por un salvaje rugido. Estaba tan bajo, que casi parecía tocar las cimas de las colinas.

El señor Harmon Andrews apareció en la colina, en su coche, a toda la velocidad que podía. Se detuvo frente a la escuela.

—Sospecho que el tío Abe acertó por una vez en su vida —gritó—. Su tormenta llega un poquito adelantada. ¿Vio alguna vez algo como esa nube? A ver, todos los que vivan por mi lado, suban, y los que no, corran a la oficina de correos si tienen que caminar más de medio kilómetro y quédense allí hasta que pase el chaparrón.

Ana cogió a los mellizos y voló colina abajo, por el Camino de los Abedules, cruzando el Valle de las Violetas y Willowmere. Llegaron a tiempo a «Tejas Verdes» y Marilla, que venía de reunir a las aves, se les unió en la puerta. Mientras entraban en la cocina, la luz pareció desvanecerse, como ahuyentada por un poderoso bufido; los nubarrones cubrieron el sol y se extendió un temprano crepúsculo por el mundo. Al mismo tiempo, con retumbo de truenos y luz de relámpagos, el granizo azotó los campos.

Entre el clamor de la tormenta, llegó el golpe de las ramas rotas que azotaban la casa y el ruido de vidrios hechos pedazos. A los tres minutos, todos los cristales de las ventanas que daban al oeste y al norte estaban hechos trizas y el granizo entraba por las aberturas cubriendo el suelo con trozos, el más pequeño de los cuales tenía el tamaño de un huevo de paloma. La tormenta siguió durante tres cuartos de hora y quien la pasó, no pudo olvidarla. Marilla, arrancada por una vez de su compostura, se arrodilló junto a su mecedora en un rincón de la cocina, llorando entre los ensordecedores truenos. Ana, blanca como el papel, había arrastrado el sofá lejos de la ventana y estaba allí sentada con un mellizo a cada lado. Davy, al primer estallido, había dicho:

—Ana, Ana, ¿es éste el día del Juicio Final? —Y entonces hundió su cara en la falda de la muchacha, quedándose así, con el cuerpecito temblando.

Dora, algo pálida pero bastante segura de sí, se sentó con su mano entre las de Ana, silenciosa e inmóvil. Ni siquiera un terremoto hubiera sido capaz de conmoverla.

Entonces, casi con tanta rapidez como sobreviniera, la tormenta cesó. El granizo dejó de caer; el trueno se alejó hacia el este y el sol emergió alegre y radiante sobre un mundo tan cambiado que parecía absurdo pensar que sólo tres cuartos de hora hubieran podido realizar tal trasformación.

Marilla se alzó, débil y temblorosa, y se dejó caer en la mecedora. Su cara estaba ojerosa y parecía diez años mayor.

—¿Hemos salido todos con vida? —preguntó solemnemente.

—Creo que sí —fue la alegre respuesta de Davy, bastante recobrado—. No tuve nada de miedo… excepto al principio. Llegó de repente. Decidí no pelearme el lunes con Teddy Sloane como había prometido, pero ahora puede que lo haga. Dime, Dora, ¿tenías miedo?

—Sí, un poco —dijo ésta—; pero apreté la mano de Ana y recé mucho.

—Bueno, yo hubiera rezado si me hubiese acordado —dijo Davy—; pero —añadió triunfalmente— ya ves que me salvé igual sin hacerlo.

Ana dio a Marilla una buena copa de su potente vino casero, de cuya potencia tenía muy buena noción, y corrió a la puerta para contemplar un extraño cuadro.

A lo lejos se extendía una blanca alfombra de granizo, alta hasta la rodilla; bajo los aleros y sobre los escalones, se amontonaban los trozos de hielo. Cuando, a los tres o cuatro días, se licuaron, pudieron ver los destrozos que habían producido; todo cuanto brotaba en los campos estaba destruido. No sólo habían sido arrancados los capullos de los manzanos, sino que grandes ramas aparecían desgajadas, y de los doscientos árboles plantados por los «fomentadores», un buen número estaba arrancado de raíz o hecho pedazos.

—¿Será posible que éste sea el mismo mundo de hace una hora? —preguntó Ana—. Debe haber llevado mucho más tiempo destrozarlo todo.

—Nunca se había visto nada parecido en la isla del Príncipe Eduardo —dijo Marilla—, nunca. Recuerdo que cuando era niña hubo una tormenta terrible, pero no fue como ésta. Los daños serán horribles, estoy segura.

—Espero que ninguno de los niños estuviera al aire libre —murmuró Ana ansiosa.

Más tarde se supo que nada les había ocurrido, ya que los que debían recorrer una gran distancia hicieron caso del excelente consejo del señor Andrews y buscaron refugio en el correo.

—Ahí viene John Henry Cárter —dijo Marilla.

John Henry venía sorteando el granizo con cara de susto.

—¿No ha sido horrible, señorita Cuthbert? El señor Harrison me manda a ver si están bien.

—Estamos todos vivos —dijo Marilla con una mueca—, y no ha caído ningún rayo sobre los edificios. Espero que a ustedes les haya ido igual.

—Sí, señora; no tan bien, señora. A nosotros nos cayó un rayo en la cocina, bajó por el desagüe, tiró la jaula de Ginger, abrió un agujero en el piso y fue a parar al sótano. Sí, señora.

—¿Se hizo daño Ginger? —murmuró Ana.

—Sí, señora. Bastante. Murió.

Más tarde, Ana fue a consolar al señor Harrison. Le encontró sentado junto a la mesa, acariciando el cuerpo muerto de Ginger con mano temblorosa.

—La pobre Ginger ya no le dirá inconveniencias, Ana.

La muchacha nunca se hubiera podido imaginar que lloraría por causa de Ginger, pero las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Era toda la compañía que tenía, Ana, y ahora está muerta. Bueno, soy un viejo tonto por preocuparme tanto. Sé que va a decirme algo consolador en cuanto termine de hablar. No lo haga. Sería capaz de echarme a llorar como un niño. ¿No ha sido una tormenta terrible? Creo que la gente ya no se volverá a reír de las predicciones del tío Abe. Parece como si todas las tormentas que se pasó profetizando sin que ocurrieran, se hubieran presentado juntas esta vez. Y acertó con la fecha. Mire qué revoltijo hizo aquí. Debo ir a buscar algunas maderas para arreglar el suelo.

Los habitantes de Avonlea no hicieron otra cosa al día siguiente excepto visitarse y comparar los daños. Los caminos estaban intransitables para los vehículos, de manera que fueron a pie o a caballo. El correo llegó tarde con las noticias de toda la provincia. Rayos, gente herida y muerta; todo el sistema telegráfico y telefónico estropeado y todos los terneros que se hallaban a campo abierto, muertos.

El tío Abe fue a la herrería temprano y pasó allí todo el día. Era su hora triunfal y la gozó plenamente. Seríamos injustos con él si dijéramos que se alegraba de que hubiera ocurrido la tormenta; pero ya que había ocurrido así, le alegraba que su predicción se hubiese cumplido, y en la fecha exacta. El tío Abe olvidó que hasta negara haber dado fecha. Y en cuanto a la ligera discrepancia en la hora, eso eran minucias.

Gilbert llegó a «Tejas Verdes» al atardecer y encontró a Ana y a Marilla ocupadas en clavar tela encerada sobre las rotas ventanas.

—Sólo Dios sabe cuándo encontraremos vidrios —dijo Marilla—. El señor Barry fue esta tarde a Carmody, pero no se consiguen por nada del mundo. A las diez no quedaba ni uno en lo de Lawson y Blair. ¿Cómo fue la tormenta en White Sands, Gilbert?

—Horrorosa. Me cogió en el colegio con todos los niños y creí que algunos de ellos enloquecerían de terror. Tres se desvanecieron y dos niñas tuvieron ataques de histeria, mientras Tommy Blewett no hacía otra cosa que gritar con todas sus ganas.

—Yo sólo chillé una vez —dijo Davy orgulloso—. Mi jardín ha quedado destrozado —continuó tristemente—. Pero también el de Dora —añadió con tono no muy fraternal.

Ana llegó corriendo desde su habitación.

—¡Oh, Gilbert!, ¿sabes las noticias? Un rayo cayó en la vieja casa de Levi Boulter y la quemó. Creo que soy terriblemente mala al alegrarme por eso, cuando hay tantos daños. El señor Boulter dice que la S. F. A. produjo la tormenta con ese propósito.

—Bueno, una cosa es cierta —dijo Gilbert riendo—. «Observador» ha creado reputación de profeta meteorológico al tío Abe. «La tormenta del tío Abe» figurará en la historia local. Es una extraordinaria coincidencia que ocurriera en el día que elegimos. Tengo cierto resquemor, como si la hubiera provocado. Podemos también regocijarnos por la vieja casa, ya que respecto a los retoños no nos queda mucha alegría. No han quedado ni diez en pie.

—Oh, bueno, tendremos que volverlos a plantar la primavera próxima —dijo Ana, filosófica—. Es una de las cosas buenas de este mundo. Uno está siempre seguro de que habrá más primaveras.

CAPÍTULO VEINTICINCO

Escándalo en Avonlea

Una alegre mañana de junio, quince días después de la tormenta del tío Abe, Ana entró lentamente al patio de «Tejas Verdes», procedente del jardín, llevando dos ajados tallos de narcisos blancos.

—Mire, Marilla —dijo tristemente, alzando las flores ante los ojos de una ceñuda dama que llevaba el cabello envuelto en una cofia verde y entraba a la casa con un pollo desplumado—: éstos son los únicos brotes que respetó la tormenta… y así y todo son imperfectos. Cuánto lo siento. Quería llevar algunas flores a la tumba de Matthew. ¡Siempre le gustaron tanto las lilas de junio!

—Yo también las extraño —admitió Marilla—, pero no es justo lamentarse por eso cuando han sucedido cosas mucho más terribles. Todas las cosechas están destruidas, igual que la fruta.

—Pero la gente ha sembrado otra vez su avena —dijo Ana alentadoramente—, y el señor Harrison dice que si tenemos un buen verano, aunque tarde, crecerá magníficamente. Y mis flores están brotando otra vez, pero nada puede reemplazar las lilas de junio. Tampoco las tendrá la pobre Hester Gray. Anoche fui hasta su jardín y no quedaba ninguna. Estoy segura de que las extrañará.

—No creo que esté bien que digas estas cosas, Ana. Realmente no lo creo —dijo Marilla severamente—. Hace treinta años que Hester Gray ha muerto y su alma está en el cielo… espero.

—Sí, pero creo que aún ama y recuerda su jardín —dijo Ana—. Estoy segura de que, no importa cuántos años lleve viviendo en el cielo, me gustará mirar y ver que alguien pone flores en mi tumba. Si yo hubiera tenido aquí un jardín como el de Hester Gray, tardaría más de treinta años en olvidarlo; en el cielo, sentiría nostalgia de vez en cuando.

 

—Bueno, no dejes que los mellizos te oigan hablar así —fue la endeble protesta de Marilla mientras entraba el pollo a la casa.

Ana prendió los narcisos entre sus cabellos y se detuvo un rato a gozar de la gloria de junio antes de comenzar a atender sus tareas de sábado por la mañana. El mundo volvía a surgir maravilloso; la madre naturaleza ponía todos sus esfuerzos en la tarea de restaurar los daños ocasionados por la tormenta y, aunque a veces no tenía éxito, en general realizaba maravillas.

—Hoy me gustaría poder haraganear todo el día —le dijo Ana a un pajarillo que cantaba y se mecía sobre una rama de sauce—; pero una maestra de escuela que también está educando a un par de mellizos, no puede darse el lujo de holgazanear, pajarito. ¡Oh, qué dulce es tu canto, pajarito! Estás haciendo vibrar mi corazón con una canción mucho mejor que la que podría cantar yo. Pero ¿quién viene?

Un coche venía sacudiéndose por el sendero. Llevaba dos personas sentadas delante y un gran baúl detrás. Cuando estuvo más cerca, Ana reconoció al conductor, que resultó ser el hijo del jefe de la estación de Bright River; pero su compañera era una extranjera, una mujer que saltó ágilmente ante la puerta casi antes de que el caballo se detuviera. Era una personita muy bonita, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, pero de sonrosadas mejillas, brillantes ojos y cabellos negros, coronados por un magnífico sombrero lleno de flores y plumas. A pesar de haber viajado doce kilómetros por un camino sucio y polvoriento, éste estaba tan limpio como si acabara de salir de la sombrerera.

—¿Es aquí donde vive el señor James A. Harrison? — preguntó prestamente.

—No, el señor Harrison vive más allá —respondió Ana completamente sorprendida.

—Bueno, ya me parecía que este lugar estaba muy limpio, demasiado limpio para que viviera James A., a no ser que haya cambiado mucho desde que no lo veo —gorjeó la pequeña dama—. ¿Es verdad que James A. va a casarse con una mujer de este pueblo?

—No, oh, no —gritó Ana ruborizándose tan culpablemente que la dama la miró con curiosidad, como si medio sospechara sus designios matrimoniales respecto al señor Harrison.

—Pero lo vi en un periódico de la isla —insistió la bella desconocida—. Una amiga me envió una copia con la noticia recuadrada. Las amigas siempre están prontas para hacer esas cosas. El nombre de James A. estaba escrito bajo el de «un nuevo ciudadano».

—Oh, esa nota fue sólo una broma —murmuró Ana—. El señor Harrison no tiene intenciones de casarse con nadie. Puedo asegurárselo.

—Me alegra mucho oírlo —dijo la rosada dama volviendo ágilmente a su sitio en el coche—, porque resulta que ya está casado. Yo soy su esposa. ¡Oh!, puede sorprenderse. Supongo que se las debe haber estado dando de solterón y que habrá roto corazones a diestro y siniestro. Bueno, bueno, James A. —señaló a través de los campos hacia la gran casa blanca—: tu juego ha terminado. Aquí estoy yo… aunque no me hubiera molestado en venir de no haber pensado que andabas en algún enredo. Supongo —dijo dirigiéndose a Ana— que la cotorra sigue tan indecente como siempre.

—Su cotorra… está muerta… creo —murmuró la pobre Ana, quien en ese momento no estaba segura ni de su propio nombre.

—¡Muerta! Todo irá bien entonces —gritó la dama jubilosamente—. Puedo manejar a James A. si la cotorra está fuera de juego.

Con un grito siguió gozosa su viaje y Ana voló hacia la puerta de la cocina en busca de Marilla.

—Ana, ¿quién era esa mujer?

—Marilla —dijo Ana solemnemente, pero con ojos que le bailaban—, ¿parezco loca?

—No más que de costumbre —respondió Marilla sin intención de ser irónica.

—Bueno, entonces, ¿le parece que estoy despierta?

—Ana, ¿qué tonterías estás diciendo? Te he preguntado quién era esa mujer.

—Marilla, si no estoy loca ni dormida… tiene que ser real. De cualquier modo no puedo haber imaginado un sombrero como ése. Dice que es la esposa del señor Harrison.

Le llegó el turno de sorprenderse a Marilla.

—¡Su esposa! ¡Ana Shirley! Entonces, ¿por qué ha estado pasando por soltero?

—En realidad, no creo que lo haya hecho —dijo Ana tratando de ser justa—. Nunca dijo que no fuera casado. La gente simplemente lo dio por sentado. ¡Oh, Marilla!, ¿qué dirá de esto la señora Lynde?

Y esa misma tarde supieron qué tenía que decir la señora Lynde, cuando ésta fue a visitarlas. ¡La señora Lynde no estaba sorprendida! ¡La señora Lynde siempre había esperado algo por el estilo! ¡La señora Lynde siempre supo que había algo raro en el señor Harrison!

—¡Pensar que abandonó a su esposa! —dijo indignada—. ¡Parece algo que uno lee que sucede en los Estados Unidos; pero que una cosa así ocurra en Avonlea!

—Pero nosotras no sabemos si él la abandonó —protestó Ana decidida a creer inocente a su amigo hasta que quedara demostrada su culpabilidad—. No nos consta cómo sucedieron las cosas.

—Bueno, lo sabremos pronto. Me voy en seguida para allá —dijo la señora Lynde que nunca había sabido que existía en el diccionario la palabra «delicadeza»—. Se supone que yo no sé nada de su llegada y el señor Harrison tenía que traerme de Carmody una medicina para Thomas; de modo que será una buena excusa. Descubriré toda la historia y vendré a contársela en mi camino de regreso.

La señora Lynde se precipitaba hacia lo que Ana nunca se hubiera atrevido. Por nada del mundo habría ido a casa del señor Harrison; pero tenía su propio y natural caudal de curiosidad, y se sentía secretamente contenta de que la señora Lynde fuera a desentrañar el misterio. Ella y Marilla aguardaban llenas de ansiedad el regreso de la buena señora, pero esperaron en vano. La señora Lynde no volvió a «Tejas Verdes» esa noche. Davy, al regresar de casa de los Boulter, explicó la razón.

—Encontré a la señora Lynde y a una mujer extraña en la hondonada —dijo—, y había que verlas hablar al mismo tiempo. La señora Lynde me dijo que te dijera que sentía mucho que fuera tan tarde para venir esta noche. Ana, tengo muchísima hambre. Tomamos el té a las cuatro y creo que la señora Boulter es realmente tacaña. No nos dio dulces ni torta. Y hasta el pan fue escaso.

—Davy, cuando se va de visita, no hay que criticar lo que se nos da de comer —dijo Ana solemnemente—. Es de muy mala educación.

—Muy bien. Sólo lo pensaré —dijo Davy alegremente—. Dale algo de comer a un pobre hombre, Ana.

Ana miró a Marilla, quien la había seguido a la despensa y cerrado la puerta cuidadosamente.

—Puedes ponerle un poco de dulce en el pan, Ana. Sé cómo sirven el té en casa de los Boulter.

Davy recibió su rebanada de pan con dulce con un suspiro.

—Éste es un mundo de desilusiones, después de todo —afirmó—. Milty tiene una gata que sufre ataques; desde hace tres semanas tiene uno todos los días. Milty dice que son muy divertidos. Yo fui hoy a propósito para verla, pero la desconsiderada no tuvo ninguno y se mantuvo completamente saludable aunque Milty y yo la rondamos toda la tarde. Pero no importa —Davy se iluminó a medida que comía el pan con dulce—. Quizá pueda verla algún otro día. No es probable que haya dejado de tenerlos de improviso, si ya estaba acostumbrada a ellos, ¿no es cierto? Este dulce es bárbaramente rico.

Para Davy no había penas que el dulce de ciruelas no pudiera curar.

El domingo llovió tanto que no hubo chismes; pero el lunes todos tenían ya alguna versión del caso Harrison. La escuela estuvo llena de cuchicheos y Davy volvió a casa con muchas noticias.