Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Es el sitio más dulce y bonito que he visto o imaginado —dijo Ana, encantada—. Parece sacado de un libro de cuentos o de un sueño.

La casa era un edificio bajo, construido con bloques de piedra arenisca roja de la isla, con un pequeño tejado puntiagudo, donde asomaban dos ventanas con exquisitos frontones de madera y dos grandes chimeneas. Toda la casa estaba cubierta por una exuberante enredadera que hallaba fácil apoyo sobre la ruda obra de sillería y que la escarcha del otoño había tornado de un hermoso tono bronceado y rojo.

Delante de la casa había un jardín del que partía el sendero donde estaban detenidas las muchachas. Bordeaba la casa por un lado y los otros tres estaban rodeados por una vieja pared de piedra, tan cubierta de musgo, hierbas y helechos, que parecía una inmensa loma verde. A derecha e izquierda, altos y oscuros abetos extendían sus ramas como palmas sobre él, pero a sus pies había un pequeño prado reverdecido de tréboles que descendían suavemente hasta el lago azul del río Grafton. No se veía otra casa o claro por los alrededores; sólo cumbres y valles cubiertos por jóvenes abetos.

—¿Qué clase de persona será la señorita Lewis? —preguntó Diana, mientras abrían la puerta del jardín—. Dicen que es muy peculiar.

—Entonces debe ser muy interesante —afirmó Ana decididamente—. La gente peculiar por lo menos es eso. ¿No te había dicho que llegaríamos a un palacio encantado? Por algo los duendes han entretejido magia por ese sendero.

—Pero la señorita Lavendar Lewis no tiene nada de princesa encantada —rio Diana—. Es una anciana… he oído que tiene cuarenta y cinco años y que es toda gris.

—Oh, eso es sólo parte del hechizo —aseguró Ana confidencialmente—. Su corazón es aún joven y hermoso… y si sólo supiéramos cómo conjurar el encantamiento, volvería a ser radiante y bella. Pero no lo sabemos. Sólo el príncipe lo sabe, y el de la señorita Lavendar no ha llegado aún. Quizá lo ha detenido algún fatal infortunio… aunque eso está contra las leyes de todos los cuentos de hadas.

—Me temo que llegó hace mucho tiempo y volvió a irse —dijo Diana—. Dicen que estuvo comprometida con Stephen Irving, el padre de Paul, cuando eran jóvenes. Pero discutieron y se separaron.

—¡Silencio! —previno Ana—. La puerta está abierta.

Las jovencitas se detuvieron en la galería bajo la enredadera de hiedra y golpearon la puerta abierta. Hubo ruido de pasos dentro y apareció una personita singular, una niña de unos catorce años, de rostro pecoso, nariz chata, una boca tan grande que realmente parecía llegarle «de oreja a oreja», y dos largas trenzas de cabello rubio atadas con enormes lazos de cinta azul.

—¿Está la señorita Lewis? —preguntó Diana.

—Sí, señora. Pase, señora… por aquí, señora… y siéntese, señora. Le diré a la señorita Lavendar que está usted aquí, señora. Está arriba, señora.

Con estas palabras desapareció la pequeña criada y las jóvenes, al quedar solas, miraron en derredor con ojos encantados. El interior de la maravillosa casita era tan interesante como su exterior. La habitación era de techo bajo y tenía dos pequeñas ventanas cuadradas, adornadas con cortinas de muselina llenas de volantes. Todos los muebles eran muy antiguos, pero tan limpios y bien conservados, que el efecto resultaba delicioso. Pero debemos admitir que el mueble más atractivo para dos muchachas llenas de salud que han caminado seis kilómetros en una fresca tarde de otoño, era una mesa servida con delicada porcelana azul pálido y cargada de deliciosos manjares, mientras pequeños helechos dorados esparcidos sobre el mantel le daban lo que Ana hubiera llamado «un aire festivo».

—La señorita Lavendar debe esperar gente a tomar el té —murmuró—. Hay servicio para seis personas. ¡Qué criada tan graciosa tiene! Parece un heraldo del país de los duendes. Supongo que ella podría habernos indicado el camino, pero tenía curiosidad por ver a la señorita Lavendar… Sssssh, allí viene.

Y la señorita Lavendar apareció en la puerta. Las jóvenes se llevaron tal sorpresa que olvidaron los buenos modales y se quedaron con la boca abierta. Subconscientemente habían esperado ver el tipo común de solterona, una persona angulosa, de estirados cabellos grises y anteojos. No podían haber imaginado nada más distinto de la señorita Lavendar.

Era una dama pequeña, de espesos cabellos blancos como la nieve, maravillosamente ondulados y peinados con cuidado. Debajo de ellos asomaba un rostro juvenil de rosadas mejillas y dulces labios, con grandes ojos castaños y hoyuelos, verdaderos hoyuelos. Llevaba un exquisito traje de muselina color crema con rosas pálidas… un vestido que habría parecido ridículamente juvenil en la mayoría de las mujeres de su edad, pero que le quedaba tan perfectamente que no podía pensarse en ello.

—Charlotta IV dice que desean verme —dijo con una voz acorde con su apariencia.

—Queríamos preguntar por el camino a West Grafton —dijo Diana—. Estamos invitadas a tomar el té en casa de Kimball, pero equivocamos el rumbo y en vez de llegar al camino de West Grafton desembocamos en el camino lateral. ¿Debíamos doblar hacia la derecha o hacia la izquierda a la entrada de su camino?

—A la izquierda —dijo la señorita Lavendar con una indecisa mirada a la mesa del té. Luego exclamó, como si se hubiera resuelto de pronto.

—Pero ¿por qué no se quedan a tomar el té conmigo? Por favor, quédense. En lo del señor Kimball ya habrán terminado cuando ustedes lleguen y Charlotta IV y yo estaremos encantadas de tenerlas con nosotras.

Diana hizo una muda pregunta a Ana.

—Nos encantaría —dijo Ana rápidamente, porque había decidido que quería saber más de la sorpresiva señorita Lavendar—, si no fuera mucha molestia para usted. Porque está esperando otros invitados, ¿no es cierto?

La señorita Lavendar volvió a mirar la mesa y se sonrojó.

—Sé que les pareceré terriblemente tonta —dijo—. Lo soy y me avergüenzo cuando me descubren, pero nunca si esto no ocurre. No espero a nadie. Sólo lo simulaba; estoy muy sola, ¿saben? Adoro la compañía, es decir, la verdadera compañía, pero son tan pocas las personas que vienen hasta aquí. Charlotta IV también estaba sola. De modo que simulé que iba a dar un té.

Cociné, decoré la mesa, puse la porcelana de bodas de mi madre y me vestí para la ocasión.

Diana secretamente pensó que la señorita Lavendar era tan peculiar como la pintaban. ¡Una mujer de cuarenta y cinco años jugando a las visitas como si fuera una niña! Pero Ana, con los ojos brillantes, exclamó gozosa:

—¡Oh!, ¿usted también imagina cosas? El «también» le reveló a la señorita Lavendar que tenía ante sí un alma gemela.

—Sí, lo hago —confesó libremente—. Por supuesto es una tontería en alguien de mi edad. Pero ¿de qué vale ser una solterona independiente si no puede ser tonta cuando tiene ganas sin herir los sentimientos de nadie? Una persona debe tener algunas compensaciones. A veces pienso que no podría vivir sin la imaginación. No me sorprenden así a menudo y Charlotta IV nunca dice nada. Pero me alegro que haya ocurrido, porque ustedes han venido en realidad y yo tengo el té listo. ¿Quieren pasar al cuarto de huéspedes a dejar sus sombreros? Es esa puerta blanca frente a la escalera. Debo ir a la cocina a vigilar que Charlotta IV no deje hervir el té. Charlotta IV es una niña muy buena, pero deja hervir el té.

La señorita Lavendar corrió a la cocina y las jovencitas subieron al cuarto de huéspedes, una habitación tan blanca como su puerta, iluminada por la ventana cubierta de hiedra y con todo el aspecto, como dijo Ana, de ser el lugar donde nacen los sueños.

—Es toda una aventura, ¿no te parece? —dijo Diana—. ¿No es dulce la señorita Lavendar aunque sea algo rara? No parece en absoluto una solterona.

—Creo que parece un sonido musical —respondió Ana.

Cuando bajaron, la dueña de casa estaba llevando la tetera y detrás de ella, con aspecto muy complacido, iba Charlotta IV con un plato de bizcochos calientes.

—Ahora, deben decirme sus nombres —dijo la señorita Lavendar—. Estoy tan contenta de que sean jóvenes. Adoro las jóvenes. Es fácil pretender que yo misma soy una muchacha cuando estoy con ellas. Odio —continuó con una mueca— pensar que soy vieja. Ahora bien, ¿quiénes son ustedes? ¿Diana Barry y Ana Shirley? ¿Puedo imaginar que las conozco hace cien años y llamarlas Ana y Diana directamente?

—Puede hacerlo —dijeron las niñas al unísono.

—Entonces sentémonos a comer —dijo la señorita Lavendar alegremente—. Es una suerte que haya preparado el bizcocho y los buñuelos. Por supuesto, era una tontería hacerlos para huéspedes imaginarios. Sé que Charlotta IV lo pensaba; ¿no es así, Charlotta? Pero ya ven qué bien se ha resuelto todo. Claro que no se iban a desperdiciar, porque Charlotta y yo los hubiéramos ido comiendo. Pero el bizcocho no es algo que mejore con el tiempo.

Fue una alegre y memorable merienda y cuando terminaron, salieron al jardín bajo el resplandor de la puesta de sol.

—Pienso que vive en el más maravilloso de los lugares —dijo Diana mirando en torno de ella admirativamente.

—¿Por qué lo llama «La Morada del Eco»? —preguntó Ana.

—Charlotta —dijo la señorita Lavendar—, trae el pequeño cuerno de hojalata que está colgado sobre el estante del reloj.

Charlotta IV salió corriendo y regresó con el cuerno.

—Sopla, Charlotta —le ordenó.

Charlotta sopló y se oyó un sonido algo ronco y estridente. Hubo un momento de silencio… y luego, desde los bosques, llegó una multitud de hermosos ecos, dulces, fugaces, argentinos, como si todos los «cuernos de la región del encanto» estuvieran soplando. Ana y Diana quedaron maravilladas.

 

—Ahora ríe, Charlotta. Ríe fuerte.

Charlotta, que probablemente hubiera obedecido a la señorita Lavendar aunque le hubiera ordenado que se pusiese cabeza abajo, subió al banco de piedra y rio fuerte y con todas sus ganas. El eco lo devolvió, como si una horda de duendes estuvieran haciendo burlas a su risa en los bosques púrpura y a lo largo de la orla de abetos.

—La gente siempre ha admirado mi eco —dijo la señorita Lavendar como si el eco fuera de su propiedad—. Yo lo quiero mucho. Son muy buena compañía, con un poquito de imaginación. En los calmos atardeceres, Charlotta IV y yo nos sentamos aquí y nos entretenemos con él. Charlotta, llévate el cuerno y cuélgalo en su sitio con cuidado.

—¿Por qué la llama Charlotta IV? —preguntó Diana, que se consumía de curiosidad.

—Sólo para no confundirla con todas las otras Charlotta de mis pensamientos —dijo la señorita Lavendar seriamente—. Todas se parecen tanto que no puedo distinguirlas. Su nombre no es realmente Charlotta. Es… déjeme pensar… ¿cómo era? Creo que Leonora… sí, es Leonora. Verás, la cosa es así, cuando murió mi madre hace diez años, no podía quedarme aquí sola… y no tenía medios para pagar el sueldo de una criada. De modo que hice venir a vivir conmigo a Charlotta Bowman a cambio de casa y comida. Su verdadero nombre era Charlotta: fue Charlotta I. Tenía trece años y se quedó conmigo hasta los dieciséis. Luego se fue a Boston, porque allí podría abrirse camino mejor. Entonces vino su hermana a quedarse aquí. Se llamaba Julietta. Me parece que la señora Bowman tiene debilidad por los nombres caprichosos, pero era tan parecida a Charlotta que continué llamándola por este nombre y no se opuso. De manera que abandoné mis esfuerzos por recordar su verdadero nombre. Fue Charlotta II y cuando se fue, vino Evelina y fue la III. Ahora tengo a Charlotta IV y cuando tenga dieciséis años —ahora tiene catorce— se irá también a Boston y realmente no sé que haré entonces. Charlotta IV es la última de las hermanas Bowman y la mejor. Las otras Charlotta siempre me demostraron que pensaban que era una tontería el que yo imaginara cosas, pero Charlotta IV nunca lo hace, no importa lo que piense realmente. No me importa lo que pueda pensar la gente de mí mientras no me lo haga ver.

—Bueno —dijo Diana mirando pesarosa el sol que se ponía en el horizonte—. Supongo que debemos irnos si queremos llegar a casa del señor Kimball antes de que oscurezca. Hemos pasado un rato delicioso, señorita Lewis.

—¿Vendréis a verme otra vez? —rogó ésta.

La alta Ana puso su brazo sobre el hombro de la pequeña dama.

—Claro que sí —prometió—, ahora que la hemos descubierto. Sí, debemos irnos, «debemos arrancarnos de aquí», como dice Paul Irving cada vez que viene a «Tejas Verdes».

—¿Paul Irving? —Hubo una repentina mutación en la voz de la señorita Lavendar—. ¿Quién es? No sabía que hubiera alguien de ese nombre en Avonlea.

Ana se sintió molesta por su propia imprudencia; cuando nombró a Paul, había olvidado el viejo romance de la señorita Lavendar.

—Es un pequeño alumno mío —explicó pausadamente—. Llegó de Boston el año pasado a vivir con su abuela, la señora Irving, sobre el camino de la playa.

—¿Es el hijo de Stephen Irving? —preguntó la señorita Lavendar inclinándose sobre la franja de flores de lavanda de modo que su rostro quedó oculto.

—Sí.

—Voy a darles un manojo de lavandas a cada una —dijo la señorita Lewis brillantemente, como si no hubiera oído la respuesta a su pregunta—. Son muy dulces, ¿no les parece? Mamá siempre las amó. Ella plantó estos canteros hace mucho tiempo. Papá me llamó Lavendar porque también a él le gustaban mucho. Vio a mi madre por primera vez cuando visitó su casa en East Grafton. Se enamoró a primera vista. Le pusieron en el cuarto de huéspedes; las sábanas estaban perfumadas con lavanda. Y permaneció despierto toda la noche pensando en ella. Desde entonces papá siempre amó el perfume de la lavanda. Y por eso me dieron su nombre. No olvidéis regresar, queridas. Charlotta IV y yo os estaremos esperando.

Abrió la puertecilla para que pasaran. Repentinamente parecía vieja y cansada; el resplandor y brillo de su rostro se había desvanecido; su sonrisa era tan dulce como siempre, pero cuando las jóvenes se giraron en la primera curva del sendero, la vieron sentada sobre el viejo banco de piedra bajo los plateados álamos en medio del jardín, con la cabeza entre las manos.

—Parece muy triste —dijo Diana suavemente—. Debemos venir a verla a menudo.

—Pienso que sus padres le dieron el nombre más apropiado y conveniente que podían darle —dijo Ana—. Si hubieran sido tan ciegos como para llamarla Elisabeth o Nellie o Muriel, igual debía ser llamada Lavendar. Ese nombre está lleno de sugerencias de antiguas gracias y «trajes de seda». Ahora mi nombre me suena a pan y manteca, remiendos y tareas domésticas.

—Oh, yo no pienso así —exclamó Diana—. Ana me parece realmente majestuoso, como una reina. Pero hasta Kerrenhappuch me gustaría si fuera tu nombre. Creo que la gente hace bonitos o feos a los nombres, según cómo se comporte. Ahora no puedo soportar los nombres de Josie o Gertie, pero antes de conocer a los Pye, pensaba que eran nombres bonitos.

—Es una idea espléndida, Diana —dijo Ana entusiasmada—. Vivir para embellecer el nombre, aunque no sea tan hermoso en sí mismo y hacerlo, resaltar en la mente de las gentes como algo bello y placentero en lo cual nunca pensarían. Gracias, Diana…

CAPÍTULO VEINTIDÓS

Retazos

—De modo que tomaste el té en la casa de piedra con Lavendar Lewis —dijo Marilla a la mañana siguiente—. ¿Cómo es ahora? Hace más de quince años que no la veo. Desde un domingo en la iglesia de Grafton. Supongo que ha cambiado mucho. Davy Keith: cuando quieras algo que no esté a tu alcance, pídelo y no te estires sobre la mesa de esa manera. ¿Has visto hacer eso a Paul Irving cuando viene a comer?

—Pero los brazos de Paul son más largos que los míos —gruñó Davy—. Han tenido once años para crecer, y los míos nada más que siete. Además, pedí, pero tú y Ana estabais charlando y no me hicisteis caso. Además, Paul sólo ha venido a tomar el té y es más fácil ser bien educado en el té que en el desayuno. Se tiene la mitad de hambre. Además, Ana, esa cucharilla es tan pequeña como el año pasado y yo soy más grande.

—Desde luego, no sé cuál sería el aspecto de la señorita Lavendar, pero no creo que haya cambiado mucho —dijo Ana, después de dar a Davy dos cucharadas de miel, doble dosis que de costumbre, para apaciguarle—. Su cabello está como la nieve, pero su cara es fresca y casi infantil y posee unos dulces ojos pardos, un hermoso tono de pardo boscoso con destellos dorados, y su voz hace pensar en el raso blanco, en el agua cristalina y en las campanas de las hadas, todo junto.

—Cuando era joven, se reconocía que era una belleza —dijo Marilla—. Nunca la conocí mucho, pero me gustó con lo poco que la traté. Ya entonces, algunos la consideraban peculiar. Davy, si te descubro otra vez haciendo esas cosas, te obligaré a esperar a que todos terminen de comer para empezar tú, como hace el francés.

La mayoría de las conversaciones que mantenían Ana y Marilla en presencia de los mellizos estaban jalonadas por estos comentarios a Davy. En esta ocasión, el pequeño, al no serle posible recoger las últimas gotas de miel del plato con la cuchara, había resuelto la dificultad alzando el plato con ambas manos y pasándole la lengua.

Ana le miró con ojos tan horrorizados, que el pequeño pecador enrojeció y dijo, mitad avergonzado, mitad desafiante:

—Así no se pierde nada.

—Quienes son distintos a los demás, reciben siempre el calificativo de peculiares —dijo Ana—. Y la señora Lavendar es distinta, aunque es difícil señalar dónde reside tal diferencia. Quizá esté en que es una de esas personas que nunca envejecen.

—Uno puede envejecer cuando lo hace su generación —dijo Marilla—. Si no lo haces, estás fuera de tono. Por lo que se ve, Lavendar se apartó de todo. Ha vivido en ese lugar alejado hasta que todos la olvidaron. Esa casa de piedra es una de las más viejas de la isla. El anciano señor Lewis la construyó hace ochenta años, cuando llegó de Inglaterra. Davy, deja de dar codazos a Dora. ¡Oh, te vi! No necesitas hacerte el inocente. ¿Qué te hace portarte así esta mañana?

—Quizá me levanté con mal pie —sugirió Davy—. Milty Boulter dice que si eso ocurre, todo va mal durante el día. Su abuela se lo dijo. ¿Pero, cuál es el pie correcto? ¿Y qué pasa cuando la cama está contra la pared? Quiero saber.

—Me habría gustado saber qué ocurrió entre Stephen Irving y Lavendar Lewis —continuó Marilla, ignorando a Davy—. Hace veinticinco años estaban comprometidos y de pronto, todo se acabó. No sé cuál fue la causa, pero debió ser algo terrible, pues él se marchó a Estados Unidos y ya no regresó.

—Quizá no fue algo tan terrible después de todo. Creo que en la vida, las pequeñas cosas hacen más daño que las grandes —dijo Ana, con uno de esos relámpagos de sabiduría que la experiencia no puede perfeccionar—. Marilla, por favor, no le diga a la señora Lynde que he estado con la señorita Lavendar. Empezará a hacer preguntas y eso no me va a gustar, ni tampoco a la señorita Lavendar, si se entera. Estoy segura.

—Me atrevo a decir que a Rachel le gustaría curiosear —admitió Marilla—, aunque ahora no tiene tanto tiempo como antes para meterse en las cosas de los demás. Está atada a su casa por culpa de Thomas y empieza a descorazonarse, pues creo que no hay esperanzas de que mejore. Rachel se quedará muy sola si algo le pasa a él, con todos sus hijos afincados en el oeste, excepto Eliza, que está en la ciudad; pero a Rachel no le gusta su marido.

Los chismes de Marilla atacaron a Eliza, quien estaba en muy buenos términos con su marido.

—Rachel dice que si se levantara y tuviera voluntad, mejoraría. Pero ¿qué se puede conseguir con pedir a un trozo de jalea que se ponga de pie? —continuó Marilla—. Thomas Lynde nunca tuvo voluntad propia. Su madre le dominó hasta que se casó y entonces, Rachel se hizo cargo de la tarea. Es extraño que se atreviera a ponerse enfermo sin permiso. Pero no debería hablar así. Rachel ha sido una buena esposa. Él nunca hubiera llegado a nada sin ella, eso es verdad. Nació para obedecer y fue una suerte que cayera en manos de una mujer inteligente y capaz como Rachel. A él no le importaba la manera de ser de su mujer. Le ahorraba hasta la preocupación de tomar una decisión. Davy, deja de retorcerte como una anguila.

—No tengo otra cosa que hacer —protestó Davy—. No puedo comer más y no es muy divertido veros comer a ti y a Ana.

—Bueno, tú y Dora podéis ir a dar de comer a las aves —dijo Marilla—. Y no trates de quitarle las plumas de la cola a la gallina blanca.

—Necesitaba algunas plumas para mi tocado indio —contestó Davy—. Milty Boulter tiene uno muy elegante hecho con las plumas que le diera su madre cuando mataron la vieja gallina blanca. Me podrían dejar tener algunas. Esa gallina tiene más de las que necesita.

—Puedes usar el viejo plumero que hay en el desván —dijo Ana—; yo te las teñiré de verde, rojo y amarillo.

—Estás malcriando al niño —protestó Marilla cuando Davy, con cara radiante, siguió a la peripuesta Dora.

La educación de Marilla había hecho grandes progresos durante los últimos seis años, pero todavía no se podía librar de la idea de que era malo para los niños que accedieran muy a menudo a sus deseos.

—Todos los muchachos de su edad tienen tocados indios y Davy quiere el suyo —dijo Ana—. Y sé lo que se siente. Nunca olvidaré cuánto añoré las mangas abullonadas cuando todas las chicas las llevaban. Y Davy no está malcriado. Progresa día a día. Piense cuan diferente es de cuando llegó hace un año.

—Es cierto que no hace tantas diabluras desde que empezó a ir a la escuela —reconoció Marilla—. Supongo que la tendencia se diluye con los otros muchachos. Pero es raro que no tengamos noticias de Richard Keith. Ni una palabra desde mayo.

—Tengo miedo de sus noticias —suspiró Ana, mientras recogía los platos—. Si llega una carta, temeré abrirla, por miedo a que nos diga que le enviemos a los mellizos.

Una carta llegó un mes más tarde. Pero no era de Richard Keith. Un amigo suyo escribió para decir que había muerto de tisis hacía quince días. El corresponsal era su albacea y en el testamento figuraba un legado de dos mil dólares para la señorita Marilla Cuthbert, como albacea de Davy y Dora Keith, hasta que fueran mayores de edad o hasta que se casaran. Entre tanto, los intereses debían ser empleados para su manutención.

 

—Me parece horrible alegrarse por algo relacionado con la muerte —dijo Ana—. Lo siento por el pobre señor Keith, pero me alegro de que nos quedemos con los mellizos.

—El dinero nos vendrá bien —dijo la práctica Marilla—. Quería quedarme con ellos, pero no veía cómo, especialmente cuando crecieran. El alquiler de la granja no da más que para mantener la casa y estaba decidida a que no se gastara en ellos un centavo de tu dinero. Ya haces bastante. Dora no necesitaba ese sombrero nuevo que le compraste. Pero ahora todo irá bien y ellos tendrán sus propios fondos.

Davy y Dora se alegraron cuando supieron que se quedarían en «Tejas Verdes» para siempre. La muerte de un tío a quien no conocían no pesaba para nada en la balanza. Pero Dora tenía una duda.

—¿Enterraron al tío Richard? —inquirió.

—Sí, querida, desde luego.

—¿Él… no… es… como el tío de Mirabel Cortón? —insistió aún más agitada—. ¿No caminará por la casa después de enterrarlo, Ana?

CAPÍTULO VEINTITRÉS

El romance de la señorita Lavendar

—Creo que iré hasta la «Morada del Eco» esta tarde —dijo Ana en el atardecer de un viernes de diciembre.

—Parece que va a nevar —dijo Marilla dubitativamente.

—Estaré allí antes de que empiece y me quedaré a dormir. Diana no puede ir porque tiene visitas, pero estoy segura de que la señorita Lavendar me estará esperando esta tarde. Hace quince días que no voy.

Ana había hecho muchas visitas a «La Morada del Eco» desde aquel día de octubre. Algunas veces ella y Diana iban por el camino y otras atravesaban los bosques. Cuando Diana no podía acompañarla, Ana iba sola. Entre ella y la señorita Lavendar había surgido una de esas amistades fieles y fervientes, posibles sólo entre una mujer que ha conservado la frescura de la juventud en su corazón, y una jovencita cuya imaginación e intuición suplen la falta de experiencia. Por fin Ana había descubierto una verdadera «alma gemela», mientras que para la solitaria vida de la pequeña dama, Ana y Diana significaban toda la alegría y regocijo del mundo exterior, en el que la señorita Lavendar, «olvidada del mundo, por el mundo olvidada», hacía ya mucho que no participaba; habían llevado a la pequeña casa de piedra una atmósfera de juventud y realidad. Charlotta IV siempre las recibía con su más amplia sonrisa… y las sonrisas de Charlotta eran inmensamente amplias. Las quería tanto por el bien que hacían a su adorada señora, como por ella misma. Nunca hubo en la casita de piedra risas y alegrías como las de aquel hermoso y largo otoño, cuando en pleno noviembre parecía continuar octubre y hasta aun diciembre remedaba los rayos de sol y las brumas del verano.

Pero aquel día, parecía como si diciembre hubiera recordado que ya era tiempo de que llegara el invierno, y repentinamente se presentó oscuro y amenazador, con una quietud que predecía nieve. A pesar de todo, Ana disfrutó de su paseo a través de la gran masa gris de terrenos cubiertos de hayas. Aunque iba sola, no sentía la soledad; su imaginación poblaba su camino de alegres compañeros, con quienes mantenía una divertida conversación que resultaba más ingeniosa y fascinante que las de la vida real.

En una «fingida» reunión de espíritus elegidos, cada uno dice justamente lo que uno quiere que diga; y así da oportunidad a contestarle lo que uno quiere decir. Asistida por esta invisible compañía, Ana atravesó los bosques y llegó al Camino de los Abedules justo cuando empezaban a caer los primeros copos. En el primer recodo, encontró a la señorita Lavendar, de pie bajo un inmenso abeto de espeso ramaje. Llevaba un traje de color rojo vivo y envolvía su cabeza y los hombros con un mantón de seda gris plata.

—Parece la reina de las hadas del bosque de los abetos —dijo Ana alegremente.

—Pensé que vendría esta tarde, Ana —dijo la señorita Lavendar corriendo hacia ella—. Y estoy doblemente contenta, porque Charlotta IV no está. Su madre está enferma y fue a pasar la noche a su casa. Me hubiera sentido muy sola si no hubiera venido. Ni los sueños ni los ecos habrían resultado suficiente compañía. ¡Oh, Ana, qué hermosa es usted! —agregó repentinamente mirando a la alta y delgada muchachita sonrosada por el paseo—. ¡Qué hermosa y qué joven! Es delicioso tener diecisiete años, ¿no es cierto? La envidio —concluyó la señorita Lavendar cándidamente.

—Pero usted tiene diecisiete años en el corazón —sonrió Ana.

—No, soy una vieja de edad mediana, que es mucho peor —suspiró—; algunas veces pretendo que no es así, pero otras me doy cuenta. Y no puedo reconciliarme con la idea como parece hacerlo la mayoría de las mujeres. Siento la misma rebelión que el día que descubrí mi primera cana. Ana, no me mire como si estuviera tratando de comprender. Diecisiete años no pueden entenderlo. Voy a imaginar que yo también los tengo, y podré hacerlo, ahora que está aquí y trae la juventud en las manos, como un don. Vamos a pasar una tarde divertida. Primero el té. ¿Qué quiere comer? Tendremos cuanto guste. Pensemos en algo rico e indigesto.

Esa noche, ruidos de júbilo y alboroto poblaron la casita de piedra, si bien es cierto que al cocinar, reír, hacer dulces e «imaginar», la señorita Lavendar y Ana no se comportaron de acuerdo a su dignidad de solterona de cuarenta y cinco años la una, y de sosegada maestra de escuela la otra. Luego se sentaron a descansar sobre la alfombra del comedor iluminado sólo por las suaves llamas y perfumado por las rosas. El viento se había desatado y suspiraba y se quejaba por los aleros y la nieve golpeaba suavemente contra las ventanas, como si un centenar de duendes de las tormentas trataran de entrar.

—¡Estoy tan contenta de que haya venido, Ana! —dijo la señorita Lavendar acariciándola dulcemente—. Si no estuviera aquí, me sentiría triste, muy triste, terriblemente triste. Los sueños y las suposiciones están muy bien de día, a la luz del sol; pero cuando llega la noche y la tormenta, ya no satisfacen. Entonces se desean cosas reales. Pero usted no puede comprenderlo. Diecisiete años no lo entienden. A esa edad, los sueños sí satisfacen, porque uno piensa que las realidades la esperan más adelante. Cuando tenía sus años, Ana, no pensaba que a los cuarenta y cinco estaría convertida en una solterona de cabellos blancos con la vida llena nada más que de sueños.

—Pero usted no es una solterona —dijo Ana sonriendo—. Las solteronas nacen, no se hacen.

—Algunas nacen solteronas, otras ganan la soltería y otras la reciben a la fuerza.

—Entonces usted es una de las que la ganaron —rio Ana—, y lo ha hecho tan encantadoramente que si todas las solteronas fueran como usted creo que se implantaría la moda.

—Siempre me gusta hacer las cosas lo mejor posible —dijo Lavendar—. Y ya que debí ser una solterona, decidí ser una agradable. La gente dice que soy rara; pero es porque yo sigo mi propio método de solterona, en vez de copiar los ya establecidos. Ana, ¿alguna vez le han contado algo sobre Stephen Irving y yo?

—Sí —dijo Ana cándidamente—. He oído que estuvieron comprometidos.

—Lo estuvimos… hace veinticinco años… una eternidad. Y teníamos que casarnos en la primavera. Tenía mi vestido de novia hecho aunque nadie, excepto mamá y Stephen, lo sabía. Podría decirse que estuvimos comprometidos casi toda la vida. Cuando Stephen era un niño, su madre lo trajo aquí una vez que vino a ver a la mía. Y la segunda vez que vino tenía nueve años y yo seis. Me dijo en el jardín que ya tenía decidido casarse conmigo cuando creciera. Recuerdo que le dije «gracias». Y cuando se fue le dije a mamá que me había quitado un gran peso de encima, pues ya no temía llegar a ser solterona. ¡Cómo rio la pobre mamá!