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100 Clásicos de la Literatura

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—Davy, te has olvidado de decir tus oraciones —dijo Ana con reproche.

—No, no me he olvidado —respondió el niño desafiante—, pero no voy a rezar nunca más. Renuncio a tratar de portarme bien, porque no importa lo bueno que sea, tú siempre querrás más a Paul Irving. De modo que seré malo y por lo menos me divertiré.

—Yo no quiero más a Paul Irving —dijo Ana seriamente—. Te quiero tanto como a él, sólo que de diferente manera.

—Pero quiero que me quieras de la misma manera —insistió Davy.

—No se puede querer a personas diferentes de la misma forma. Tú no nos quieres a Dora y a mí del mismo modo, ¿no es cierto?

Davy se sentó y reflexionó.

—No… o… o… —admitió finalmente—. Quiero a Dora porque es mi hermana, pero a ti porque eres tú.

—Y yo quiero a Paul porque es Paul y a Davy porque es Davy —dijo Ana alegremente.

—Bueno, entonces diré mis oraciones —dijo Davy convencido—. Pero es mucho trabajo volver a levantarse. Rezaré dos veces mañana por la mañana, Ana. ¿Crees que estará bien?

—No —Ana positivamente no lo creía así. De manera que Davy saltó del lecho y se arrodilló frente a ella. Cuando terminó sus oraciones se incorporó y la miró.

—Ana, soy más bueno que antes.

—Sí, claro que sí, Davy —asintió Ana, quien nunca vacilaba en dar la razón a quien la tenía.

—Sé que soy más bueno —dijo Davy confidencialmente— y te diré por qué lo sé. Hoy Marilla me ha dado dos trozos de dulce, uno para mí y otro para Dora. Uno era mucho más grande que el otro y Marilla no me dijo cuál era el mío. Pero yo le di el más grande a Dora. Eso estuvo muy bien, ¿no es cierto?

—Muy bien, Davy, y muy caballeroso.

—Claro que como Dora no tenía mucha hambre, sólo comió la mitad y me dio el resto —admitió Davy—, pero eso yo no lo sabía cuando le di el pedazo más grande, de modo que fui bueno, Ana.

Al anochecer, Ana fue hasta la Burbuja de la Dríada y vio a Gilbert Blythe que llegaba cruzando el Bosque Embrujado. Repentinamente se dio cuenta de que Gilbert ya no era un colegial y de lo varonil y apuesto que parecía; alto, de rostro franco, con claros ojos y anchas espaldas. Ana pensó que Gilbert era muy buen mozo, aun cuando no se parecía a su ideal de hombre. Hacía ya mucho que ella y Diana habían decidido qué clase de hombre admiraban y sus gustos eran exactamente iguales. Debía ser muy alto y distinguido, de ojos melancólicos e inescrutables, y voz suave y simpática. No había nada de melancólico e inescrutable en la fisonomía de Gilbert, pero, por supuesto, eso no tenía importancia en cuestión de amistad.

Gilbert se destacó de entre los abetos y observó a Ana apreciativamente.

Si se le hubiera pedido a Gilbert que describiera su ideal de mujer, la respuesta hubiera correspondido punto por punto a Ana, incluyendo hasta las siete pecas que tanto la mortificaban. Gilbert era poco más que un muchacho, pero un muchacho tiene sus sueños como todos, y en los de Gilbert había siempre una joven de grandes y límpidos ojos grises y rostro tan fino y delicado como una flor. También había decidido que su futuro debía ser digno de sus virtudes. Hasta en la tranquila Avonlea se encontraban tentaciones. La juventud de White Sands era algo alocada y Gilbert se hacía popular en todas partes. Pero quería ser digno de la amistad de Ana y hasta, algún día, de su amor; y cuidaba sus palabras, pensamientos y actos tan celosamente como si ella fuera a juzgarlos. Ejercía sobre él la inconsciente influencia de toda joven cuyos ideales son altos y puros, influencia que perduraría mientras ella continuara siendo fiel a esos ideales y que desaparecería si faltara a ellos.

Para Gilbert, el principal encanto de Ana consistía en que nunca cayera en los defectos de tantas jóvenes de Avonlea; los pequeños celos, las rivalidades, la lucha por ser preferidas. Ana se mantenía apartada de todo eso, no intencionadamente, sino simplemente porque no entraba dentro de su impulsiva naturaleza ni de sus aspiraciones.

Pero Gilbert no intentaba traducir en palabras sus pensamientos; tenía muy buenas razones para saber que Ana cortaría despiadada e indiferentemente todo intento de brote de sentimentalismo; o se reiría de él, lo que era diez veces peor.

—Realmente pareces una verdadera dríada bajo ese abedul —dijo burlonamente.

—Adoro los abedules —dijo Ana apoyando su mejilla contra el blanco raso del delicado tronco, con uno de sus encantadores y espontáneos gestos.

—Entonces te alegrará saber que el señor Major Spencer ha decidido plantar una hilera de abedules blancos a lo largo de todo el camino de su granja, por consejo de la S. F. A. —dijo Gilbert—. Hoy me estuvo hablando de eso. Major Spencer es el hombre más progresista y lleno de espíritu popular de todo Avonlea. Y el señor William Bell va a poner un seto de abetos frente al camino y a lo largo de su sendero. Nuestra sociedad va espléndidamente, Ana. Ha pasado ya el período experimental y es un hecho aceptado. Los más ancianos están comenzando a interesarse y en White Sands ya se habla de fundar una. Hasta Elisha Wright se entusiasmó desde el día en que las turistas americanas hicieron la excursión a la playa. Alabaron muchísimo las márgenes de nuestros caminos y dijeron que son mucho más lindos que los de cualquier otra parte de la isla. Y, más adelante, cuando los demás granjeros sigan el buen ejemplo del señor Spencer y planten árboles ornamentales y setos a lo largo de sus caminos, Avonlea será el pueblo más hermoso de la provincia.

—Las de la Sociedad de Ayuda están hablando de arreglar el cementerio —dijo Ana—, y espero que lo harán, porque ellas podrán conseguir algo en una colecta, ya que es inútil que nosotros probemos después de lo del Salón. Pero a las de la Sociedad de Ayuda nunca se les hubiera ocurrido pensar en el asunto si la S. F. A. no lo hubiera indicado extraoficialmente. Los árboles que plantamos en los terrenos de la iglesia están floreciendo y los síndicos han prometido que cercarán los de la escuela el año próximo. Si lo hacen, decretaré un «día del árbol» y cada escolar plantará uno; y tendremos un jardín en el recodo que da al camino.

—Hemos conseguido rápidos triunfos en todos los planes con excepción de la vieja casa de Boulter —expresó Gilbert—, y he abandonado esa idea. Levi la ignora nada más que por molestarnos. Todos los Boulter tienen muy desarrollado el espíritu de contradicción.

—Julia Bell quiere enviar otra comisión a verle, pero creo que lo mejor será dejarlo en paz —dijo Ana sabiamente.

—Y confiar en la Providencia, como dice la señora Lynde —sonrió Gilbert—. Ciertamente, no más comisiones. Sólo consiguen irritarle. Julia Bell cree que todo se puede conseguir con sólo contar con una comisión que lo intente. La próxima primavera, Ana, debemos iniciar una cruzada por hermosos prados y terrenos. Este invierno distribuiremos semillas. Tengo aquí un tratado sobre prados y formas de crearlos y voy a preparar un informe. Bueno, supongo que nuestras vacaciones están casi terminadas. La escuela se abre el lunes. ¿Consiguió Ruby Gillis la escuela de Carmody?

—Sí; Priscilla escribió diciendo que había fundado su propia escuela particular y los síndicos de Carmody se la dieron a Ruby. Siento que Priscilla no vaya a regresar; pero ya que no puede, me alegro que Ruby haya conseguido el colegio. Volverá a casa los sábados y será como en los viejos tiempos, en que ella, Jane, Diana y yo estábamos juntas.

Cuando Ana volvió a casa, encontró a Marilla sentada en el escalón de la galería.

—Rachel y yo hemos decidido hacer mañana nuestro viaje a la ciudad —dijo—. El señor Lynde se siente mejor esta semana y Rachel quiere ir antes de que tenga otra recaída.

—Trataré de levantarme más temprano que de costumbre mañana por la mañana; tengo mucho que hacer —dijo Ana virtuosamente—. Primero, voy a pasar las plumas de mi viejo colchón al nuevo. Debí haberlo hecho hace tiempo pero he ido dejándolo de lado. ¡Es un trabajo tan aburrido! Es una mala costumbre dejar las tareas desagradables para otro día, y no volveré a obrar así, o de lo contrario no podré decir con tranquilidad a mis alumnos que no deben hacerlo. Sería incompatible. Luego, quiero hacer una torta para el señor Harrison y terminar mi informe sobre jardines para la S. F. A., y escribir a Stella y lavar y planchar mi vestido de muselina y hacerle a Dora el delantal nuevo.

—No harás ni la mitad —dijo Marilla pesimista—. Nunca he conseguido proponerme hacer un montón de cosas sin que sucediera algo que me lo impidiera.

CAPÍTULO VEINTE

Cosas que ocurren a menudo

Ana se levantó de un salto a la mañana siguiente y saludó al fresco día que iluminaban los rayos del sol a través del cielo perlado. «Tejas Verdes» estaba en un charco de sol, cruzado por las danzarinas sombras del sauce y de los álamos. Al otro lado del sendero, se extendía el trigal del señor Harrison, una sábana de pálido oro agitada por el viento. El mundo era tan hermoso que Ana pasó diez minutos junto a la puerta del jardín contemplándolo.

Después del desayuno, Marilla se preparó para el viaje. Dora debía acompañarla, pues se lo había prometido hacía tiempo.

—Davy, trata de ser bueno y de no molestar a Ana —le dijo—. Si te portas bien te traeré un caramelo.

¡Ay! Marilla había caído en la mala costumbre de sobornar a la gente para que se comportara bien.

—No seré malo a propósito —dijo el niño—. Pero supón que soy malo accidentalmente.

—Debes tener cuidado con los accidentes —le advirtió Marilla—. Ana, si viene el señor Shearer, compra un buen trozo de asado y un buen filete. Si no trae, tendrás que matar un pollo para el almuerzo de mañana.

Ana asintió.

 

—Hoy no me voy a preocupar por cocinar para Davy y para mí —dijo—. Almorzaremos jamón frío y tendré un filete listo para cuando regrese esta noche.

—Voy a ayudar al señor Harrison a juntar algas comestibles esta mañana —anunció Davy—. Me lo pidió y sospecho que me invitará a almorzar. El señor Harrison es un hombre muy gentil. Es muy sociable. Espero ser como él cuando crezca. Me refiero a portarme como él, pero no quiero tener su apariencia. Me parece que no hay peligro, porque la señora Lynde dice que soy un buen niño. ¿Te parece que eso durará, Ana? Quiero saber.

—Me atrevo a decir que sí —respondió Ana—. Tú eres un niño bueno, Davy —Marilla mostraba su desaprobación—, pero debes hacer honor a ello y ser tan bueno y caballeroso como aparentas.

—Y el otro día le dijiste a Minnie May Barry, cuando la encontraste llorando porque alguien dijo que era fea, que si era buena, gentil y amable, a nadie le iba a importar su apariencia —dijo Davy descontento—. Me parece que en este mundo no se puede dejar de ser bueno por una u otra razón. Hay que portarse bien.

—¿Tú no quieres ser bueno? —preguntó Marilla que, aunque aprendiera mucho, aún no sabía lo fútil de hacer tales preguntas.

—Sí, quiero ser bueno, pero no demasiado bueno —respondió Davy cauteloso—. Para ser director de la Escuela Dominical no es necesario ser demasiado bueno. El señor Bell es un hombre realmente malo.

—De ninguna manera —dijo Marilla indignada.

—Lo es, él mismo lo dice —afirmó Davy—. Lo dijo cuando rezó el domingo en la Escuela Dominical. Dijo que era un vil gusano, un miserable pecador y culpable de la iniquidad más grande. ¿Por qué es tan malo, Marilla? ¿Mató a alguien? ¿O robó la colecta? Quiero saber.

Por fortuna, en aquel momento llegó la señora Lynde en su coche y Marilla partió con la sensación de haber escapado al ansia de un cazador y deseó devotamente que el señor Bell no fuera tan figurativo en sus oraciones públicas, especialmente ante el auditorio de muchachitos que siempre «quieren saber».

Ana trabajó a conciencia. Barrió el piso, hizo las camas, alimentó las aves, lavó el vestido de muselina y lo puso a secar. Entonces se preparó para las plumas. Fue a la buhardilla y se puso el primer vestido viejo que halló a mano, un vestido de cachemira que llevara cuando tenía catorce años. Era decididamente corto y tan ridículo como aquel que vistiera en la memorable ocasión de su presentación en «Tejas Verdes»; pero, por lo menos, las plumas no iban a echarlo a perder. Ana terminó de vestirse atándose a la cabeza un pañuelo de lunares blanco y rojo que perteneciera a Matthew y con ese atavío se trasladó a la antecocina, donde Marilla, antes de partir, la ayudara a llevar el colchón de plumas.

Colgado junto a la ventana había un espejo roto y allí se miró Ana en un mal momento. En su nariz estaban las siete pecas, más rampantes que nunca, o por lo menos así lo parecían a la luz de la ventana.

—Oh, anoche olvidé frotarme con esa loción —pensó—. Será mejor que corra a la despensa y lo haga ahora.

Ana ya había tenido algunos disgustos por tratar de hacer desaparecer las pecas. En una ocasión, cambió toda la piel de su nariz, pero las pecas permanecieron. Pocos días antes, había encontrado una receta de loción contra las pecas en una revista y, como los ingredientes se hallaban al alcance de su mano, la preparó en seguida, ante el disgusto de Marilla, quien pensaba que si la Providencia le obsequiaba a una con pecas, era deber ineludible dejarlas.

Ana bajó a la despensa que, siempre oscura por el gran sauce que crecía junto a la ventana, estaba ahora casi sin luz, debido a la cortina contra las moscas. Ana cogió la botella que contenía la loción y se untó la nariz utilizando una esponja. Una vez realizado ese importante deber, retornó a su labor. Alguien que haya cambiado plumas de un colchón a otro sabrá que cuando Ana terminó era digna de verse. Su vestido estaba blanco por los plumones, y el cabello que escapaba bajo el pañuelo se hallaba adornado por un verdadero halo de plumas. En aquel preciso momento sonó un golpe en la puerta de la cocina.

—Debe ser el señor Shearer —pensó Ana—. Estoy horrible, pero debo bajar, pues siempre tiene prisa.

Ana voló a la puerta de la cocina. Si alguna vez se abrió el suelo para tragar a una emplumada damisela, debió haber sido en aquel momento en «Tejas Verdes». En la puerta se hallaba Priscilla Grant, dorada y rubia con un vestido de seda; una baja y rolliza dama con un traje de tweed y cabellos grises, y otra dama, alta, majestuosa, vestida maravillosamente, con una cara hermosa y grandes ojos violeta, que produjo a Ana la «instintiva sensación» (como hubiera dicho en sus años primeros) de ser la señora Charlotte E. Morgan.

En lo embarazoso del instante, sobresalió un pensamiento entre la confusión de la mente de Ana y a él se aferró. Todas las heroínas de la señora Morgan se destacaban por «hacer frente a la situación». No importa cuáles fueran sus preocupaciones, se enfrentaban a la situación y mostraban su superioridad sobre todos los males del tiempo, espacio y cantidad. Por lo tanto, Ana sintió que era su deber hacer frente a la situación y lo hizo, tan perfectamente que Priscilla dijo más tarde que nunca admiró más a Ana Shirley que en aquel momento. No importa cuáles fueran sus pensamientos; no los demostró. Saludó a Priscilla y fue presentada a sus compañeras con tanta calma y compostura como si se hallara vestida con sus mejores galas. En realidad, se sorprendió al saber que aquella dama que le produjera la instintiva sensación de ser la señora Morgan, no era tal, sino una desconocida señora Pendexter, mientras que la robusta y pequeña mujer de cabellos grises era la señora Morgan. Pero aquella sorpresa perdió fuerza ante la situación. Ana condujo a sus huéspedes a la sala donde las dejó para ayudar a Priscilla a desuncir su caballo.

—Es terrible haber llegado así, tan inesperadamente —se disculpó Priscilla—, pero hasta anoche no supe que veníamos. Tía Charlotte se va el lunes y había prometido pasar el día de hoy con una amiga del pueblo. Pero anoche, su amiga la llamó por teléfono para decirle que no fuera porque se hallaba en cuarentena por la escarlatina. De modo que yo sugerí que viniéramos aquí, pues sabía que tenías ganas de verla. Pasamos por el hotel de White Sands y trajimos a la señora Pendexter con nosotros. Es amiga de mi tía; su marido es millonario y viven en Nueva York. No podremos estar mucho tiempo, pues la señora Pendexter debe estar de regreso a las cinco en el hotel.

Mientras estaban liberando al caballo de sus arreos, Ana notó que Priscilla la miraba perpleja.

«No tiene necesidad de mirarme así» pensó Ana un poco resentida. «Si no sabe qué es traspasar un colchón de plumas, puede imaginarlo».

Cuando Priscilla hubo entrado a la sala y antes de que Ana pudiera escapar escaleras arriba para asearse, Diana entró a la cocina. Ana tomó del brazo a su sorprendida amiga.

—Diana Barry, ¿quién supones que está en esa sala en este mismo momento? La señora Charlotte E. Morgan… y la esposa de un millonario de Nueva York… y aquí me tienes a mí de este modo… y sin otra cosa en la casa para almorzar que un hueso de jamón.

Para entonces, Ana ya había percibido que Diana la contemplaba precisamente con la misma perplejidad que Priscilla. Aquello era demasiado.

—Oh, Diana, no me mires así —imploró—. Tú, por lo menos, debes saber que ni la persona más pulcra del mundo podría cambiar un colchón de plumas sin ponerse así.

—No… son… las… plumas —dijo Diana—. Es… tu nariz, Ana.

—¿Mi nariz? ¡Oh, Diana, no le ha pasado nada raro!

Ana corrió hasta el pequeño espejo del fregadero. Una mirada le reveló la cruda realidad. ¡Su nariz estaba de un escarlata brillante!

Ana se sentó en el sofá, con el espíritu vencido por fin.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Diana, en quien la curiosidad venció a la delicadeza.

—Creí que la estaba frotando con la loción para las pecas, pero debo haber usado la tinta para los dibujos de las alfombras de Marilla. ¿Qué haré?

—Lávala —dijo Diana.

—Quizá no salga. Primero tiño mis cabellos; luego, la nariz. Marilla me cortó el pelo entonces, pero ese remedio no será posible en este caso. Bueno, ése es otro castigo por ser vanidosa y supongo que me lo merezco… aunque eso no me consuela mucho. Es como para hacerle creer a uno en la mala suerte, aunque la señora Lynde diga que no hay tal cosa, porque todo está escrito.

Por fortuna, el tinte salió con facilidad y Ana, algo consolada, se dirigió a la buhardilla mientras Diana corría a casa. Al poco rato, Ana bajó, bien vestida y de buen humor. El vestido de muselina que esperara vestir, bailaba afuera en la cuerda, de mañera que se vio forzada a contentarse con uno negro. Ya tenía el fuego encendido y el té casi listo cuando regresó Diana, con su vestido de muselina y una fuente cubierta en la mano.

—Mamá te envía esto —dijo, alzando la tapa y mostrando un pollo trinchado ante los ojos agradecidos de Ana.

El pollo fue complementado con pan, excelente mantequilla y queso, torta de frutas de Marilla y un plato de cerezas en almíbar. Un gran jarrón de flores blancas y rosadas decoraba la mesa. Sin embargo, todo aquello parecía magro ante el programa que prepararan para la señora Morgan.

Las hambrientas huéspedes, sin embargo, no parecieron pensar que faltaba algo y comieron los alimentos con aparente alegría. Al poco rato, las preocupaciones de Ana se desvanecieron. La apariencia exterior de la señora Morgan podía ser un poco desilusionante, como se vieron forzadas a admitir sus más leales admiradoras, pero su conversación resultó magnífica. Había viajado mucho y era una excelente narradora. Conocía muchas clases de hombres y mujeres y sus experiencias se cristalizaban en una serie de frases y epigramas que hacían que sus oyentes creyeran estar escuchando a uno de sus personajes. Pero bajo su brillantez, se podía sentir una fuerte corriente de verdadera simpatía y de buen corazón, que le ganaba afectos con tanta facilidad como su brillantez le ganaba admiraciones. Tampoco monopolizaba la conversación. Podía hacer hablar a los demás con tanta habilidad y franqueza como lo hacía ella, y Ana y Diana se encontraron charlando tranquilamente con su visitante. La señora Pendexter habló poco; simplemente sonrió con sus hermosos ojos y labios y comió pollo, torta de frutas y confituras con tan exquisita gracia que daba la impresión de estar almorzando mieles y ambrosías. Pero, como dijo Ana más tarde a Diana, alguien tan divinamente hermoso como la señora Pendexter no tenía necesidad de hablar, era suficiente que mirara.

Después de almorzar, pasearon por el Sendero de los Amantes, por el Valle de las Violetas y el Camino de los Abedules, y después cruzaron el Bosque Embrujado hacia la Burbuja de la Dríada, donde se sentaron y charlaron durante la deliciosa última hora. La señora Morgan quiso saber el porqué del nombre del Bosque Embrujado y rio hasta que se le saltaron las lágrimas cuando supo la historia y el dramático relato de Ana de cierto paseo a través de él a la hora embrujada del crepúsculo.

—Ha sido una fiesta para el espíritu —dijo Ana cuando se hubieron marchado sus huéspedes y se hallaba sola con Diana otra vez—. No sé qué me gustó más, si escuchar a la señora Morgan o contemplar a la señora Pendexter. Creo que hemos pasado un rato mejor que si hubiéramos sabido que venían y nos hubiéramos preocupado por la comida. Debes quedarte a tomar el té, Diana, y así charlaremos.

—Priscilla dice que la cuñada de la señora Pendexter está casada con un duque inglés y sin embargo, se sirvió dos raciones de ciruelas en almíbar —dijo Diana, como si los dos hechos fueran incompatibles.

—Me atrevo a decir que ni siquiera el duque inglés hubiera hecho un desprecio a las ciruelas de Marilla —contestó Ana orgullosa.

La muchacha no mencionó la desgracia que le ocurriera a su nariz cuando contó aquella noche a Marilla los acontecimientos del día. Pero cogió la botella de loción para las pecas y la vació.

—Nunca volveré a probar tratamientos de belleza —dijo firmemente resuelta—. Sólo deben hacerlo las personas cuidadosas; pero en alguien tan propenso a cometer errores como yo, me parece que es tentar a la fatalidad.

CAPÍTULO VEINTIUNO

La dulce señorita Lavendar

La escuela comenzó de nuevo y Ana volvió al trabajo con menos teorías pero mayor experiencia. Tenía algunos nuevos alumnos de seis y siete años, que se aventuraban con los ojos muy abiertos por el camino del saber. Entre ellos se contaban Davy y Dora. Davy se sentó junto a Milty Boulter, quien ya hacía un año que iba a la escuela y por lo tanto era casi un hombre de mundo. Dora ya había hecho arreglos el día anterior para sentarse con Lily Sloane; pero ésta no fue a la escuela el primer día y Dora se sentó temporalmente junto a Mirabel Cortón, que tenía diez años y, por esa razón, aparecía ante los ojos de Dora como una de las «niñas grandes».

 

—Creo que la escuela es muy divertida —le dijo Davy a Marilla al regresar a casa—. Dijiste que me iba a resultar muy difícil estar tanto tiempo sentado y así es, casi es completamente cierto; pero se pueden retorcer las piernas debajo del pupitre y eso ayuda mucho. Es espléndido tener tantos niños con quienes jugar. Me siento con Milty Boulter y es excelente. Es más alto que yo, pero yo soy más ancho. Es mejor estar en los asientos de atrás, pero no puedo hacerlo hasta tener las piernas lo suficientemente largas como para que lleguen al suelo. Milty hizo un retrato de Ana en su pizarra y era tan horriblemente feo que le dije que si hacía dibujos de Ana como ése le daría una paliza durante el recreo. Primero pensé en hacer un retrato suyo con cuernos y cola, pero temía herir demasiado sus sentimientos, y Ana dice que nunca hay que lastimar los sentimientos de nadie. Debe ser terrible tener los sentimientos heridos. Es mejor dar un golpe a un niño que herir sus sentimientos. Milty dijo que no me tenía miedo, pero que le cambiaría el nombre por complacerme, de modo que borró el nombre de Ana y escribió Barbara Shaw.

Milty no quiere a Barbara porque ella dice que él es un niño delicado y una vez le golpeó con suavidad la cabeza.

Dora dijo puntillosamente que le gustaba el colegio; pero estaba muy quieta, más que de costumbre; y cuando Marilla la envió arriba a acostarse, comenzó a llorar.

—Estoy… estoy asustada —sollozó—. No… no quiero ir arriba sola.

—¿Qué se te ha metido ahora en la cabeza? —inquirió Marilla—. Te has ido a dormir sola todo el verano y nunca has tenido miedo.

Dora continuaba llorando, de modo que Ana la alzó abrazándola cariñosamente y dijo:

—Cuéntaselo todo a Ana, querida. ¿De qué tienes miedo?

—De… del tío de Mirabel Cotton —lloriqueó Dora—. Hoy, en la escuela, Mirabel me lo contó todo sobre su familia. Casi todos han muerto… todos sus abuelos y abuelas y un montón de tíos y tías. Mirabel dice que tienen la costumbre de morirse. Mirabel está muy orgullosa de tener tantos parientes muertos y me contó cómo se murieron y lo que parecían en sus ataúdes. Y Mirabel dice que uno de sus tíos fue visto cuando caminaba alrededor de la casa después de enterrado. Su madre lo vio. No me importa todo lo demás, pero no puedo dejar de pensar en ese tío.

Ana subió con Dora y se sentó a su lado hasta que ésta se quedó dormida. Al día siguiente, Mirabel Cotton fue abordada durante el recreo y advertida «suave pero firmemente» de que cuando una tenía la desgracia de tener un tío que insistía en pasearse por las casas después de haber sido decentemente enterrado, no era de buen gusto contárselo a una compañera de pocos años. A Mirabel no le gustó que se lo dijeran. Los Cotton no tenían mucho de qué presumir. ¿Cómo iba a mantener su prestigio entre los escolares si le prohibían hablar del fantasma de la familia?

Septiembre pasó. Un viernes por la tarde, Diana fue a visitarla.

—Hoy he recibido una carta de Ella Kimball, Ana, y quiere que vayamos a tomar el té mañana por la tarde para presentarnos a su prima Irene Trent, que vive en la ciudad. Pero no puedo disponer de ningún caballo mañana y tu poni está rengo, de modo que no tenemos con qué ir.

—¿No podemos ir caminando? —sugirió Ana—. Si cortamos por atrás, a través de los bosques llegaremos al camino de West Grafton no lejos de lo de Kimball. Anduve por allí el invierno pasado y conozco el camino. No son más que seis kilómetros y no tendremos que volver caminando a casa, porque con toda seguridad nos traerá Oliver Kimball. Estará encantado por la excusa, porque él va a visitar a Carrie Sloane y dicen que su padre raramente le deja usar el caballo.

Quedó arreglado que irían caminando y la tarde siguiente emprendieron la marcha, yendo por el Sendero de los Amantes hasta la parte de atrás de la granja de los Cuthbert, donde hallaron una senda que se internaba en el corazón de acres de brillantes hayas y bosques de arce, en medio de una inmensa paz y tranquilidad.

—Es como si el año estuviera arrodillado rezando en una vasta catedral llena de suaves y coloridas luces. ¿No es cierto? —dijo Ana soñadoramente—. No parece correcto apresurarse por aquí, es una irreverencia, como si corrieras por una iglesia.

—De cualquier modo debemos darnos prisa —respondió Diana, mirando su reloj—. Ya casi no nos queda tiempo.

—Bueno, andaré deprisa, pero no me pidas que hable —dijo Ana aligerando su marcha—. Quiero beber el encanto del día… Siento como si tocara mis labios cual un vaso de vino eterno y debo degustar un sorbo a cada paso.

Quizá fuera porque se encontraba tan absorta «bebiendo», que Ana dobló hacia la izquierda cuando llegaron a un cruce del camino. Debió haber ido por la derecha, pero más tarde consideró este error como el más afortunado de su vida. Finalmente llegaron a un solitario camino cubierto de césped sin otra cosa que abedules en derredor.

—¿Pero, dónde estamos? —exclamó Diana asombrada—. Este no es el camino de West Grafton.

—No, es el camino de Middle Grafton —dijo Ana algo avergonzada—. Debo haberme equivocado en la bifurcación del camino. No sé exactamente dónde estamos, pero debemos hallarnos a unos cuatro kilómetros de lo de Kimball.

—Entonces no podremos estar allí antes de las cinco, porque ya son las cuatro y media —dijo Diana con una intranquila mirada a su reloj—. Llegaremos después de que hayan tomado el té y tendrán que molestarse en servirlo de nuevo para nosotras.

—Mejor sería que regresáramos a casa —sugirió Ana humildemente. Pero Diana, después de considerarlo, resolvió lo contrario.

—No, debemos seguir y aprovechar la tarde ya que estamos en esto.

Unos metros más adelante, las jóvenes llegaron a un lugar donde el camino volvía a bifurcarse.

—¿Cuál debemos seguir? —preguntó Diana dubitativamente. Ana sacudió la cabeza.

—No sé, y no podemos exponernos a cometer más equivocaciones. Aquí hay un sendero que se interna directamente en el bosque. Debe de haber una casa al otro lado. Vayamos y preguntemos.

—¡Qué camino tan viejo y romántico! —dijo Diana mientras recorrían sus vueltas y recovecos. Se extendía bajo viejos y patriarcales abetos cuyas ramas se encontraban en lo alto, creando una eterna tiniebla donde no podía crecer más que musgo. Sobre uno de los lados estaba la tierra parda, cruzada aquí y allá por rayos de sol. Todo era muy tranquilo y remoto, como si el mundo y sus problemas estuvieran muy lejos.

—Me siento como si caminara por un bosque encantado —dijo Ana en voz baja—. ¿Crees que alguna vez hallaremos el camino de vuelta al mundo, Diana? Pienso que de repente llegaremos a un palacio en el que encontraremos una princesa encantada.

Al dar la vuelta al siguiente recoveco del sendero, se hallaron, no ante un castillo, sino ante una pequeña casa, casi tan sorprendente como lo hubiera sido un castillo en esta provincia de convencionales granjas de madera, tan parecidas todas. Ana se detuvo asombrada y Diana exclamó:

—¡Oh!, ahora sé dónde estamos. Ésta es la casita de piedra donde vive la señorita Lavendar Lewis… creo que la llama «La Morada del Eco». A menudo he oído hablar de ella pero nunca la había visto antes… ¿No es un lugar romántico?