Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—No, gracias —respondió Marilla con indignado énfasis—. Daría un bonito espectáculo remando por el lago. Me parece oír a Rachel diciéndolo. Allí va el señor Harrison. ¿Crees que es cierto el murmullo que corre de que va a ver a Isabella Andrews?

—No, estoy segura que no. Sólo fue allí una tarde a tratar de negocios con el señor Harmon Andrews y la señora Lynde lo vio y dijo que iba en plan de cortejo porque llevaba cuello blanco. No creo que el señor Harrison llegue a casarse nunca. Parece tener prejuicios contra el matrimonio.

—Bueno, nunca se puede asegurar nada sobre estos viejos solterones. Y si llevaba cuello blanco, estoy de acuerdo con Rachel en que es muy sospechoso, porque nunca se le ha visto así anteriormente.

—Yo creo que sólo se lo puso porque deseaba llegar a un acuerdo comercial con el señor Andrews —dijo Ana—. Le he oído decir que es la única circunstancia en que un hombre debe preocuparse particularmente por su apariencia, porque si parece próspero, no es tan probable que la parte contraria trate de hacerle trampas. Realmente siento pena por el señor Harrison; no creo que esté satisfecho con la vida que lleva. Debe ser muy triste no tener a nadie más que una cotorra que cuidar, ¿no le parece? Pero me he dado cuenta de que al señor Harrison no le gusta que lo compadezcan. Bueno, a nadie le gusta, me imagino.

—Ahí viene Gilbert subiendo la cuesta —dijo Marilla—. Si quiere que lo acompañes a remar por el lago, ponte la chaqueta y los zapatos de goma. Hay mucha humedad esta noche.

CAPÍTULO DIECIOCHO

Una aventura en el camino «Tory»

—Ana —dijo Davy, mientras se sentaba en la cama y apoyaba la barbilla entre las manos—. Ana, ¿dónde va el sueño? La gente va a «dormir» cada noche y desde luego que sé que ése es el lugar donde yo hago las cosas que sueño, pero quiero saber dónde y cómo voy y vuelvo de allí sin saberlo, en camisón. ¿Dónde está?

Ana se hallaba arrodillada frente a la ventana de la buhardilla occidental, observando el cielo del atardecer, que era cual una gran flor con pétalos de azafrán y un centro amarillo brillante. Volvió la cabeza ante la pregunta de Davy y respondió soñadora:

Sobre las montañas de la luna,

en lo profundo del valle de las sombras.

Paul Irving hubiera comprendido esto o le hubiera hallado un significado propio; pero el práctico Davy, que, como comentaba a menudo Ana, desesperada, no poseía una partícula de imaginación, resultó perplejo y disgustado.

—Ana, creo que dices tonterías.

—Desde luego que sí, querido. ¿No sabes que sólo los tontos hablan todo el tiempo en serio?

—Bueno, me gustaría que me contestaras en serio cuando te pregunto en serio —dijo Davy, con tono ofendido.

—Oh, eres demasiado pequeño para comprender —dijo Ana. Pero se sintió algo avergonzada al decirlo, ya que ante el recuerdo de preguntas similares en su infancia, había hecho solemne voto de no decir nunca a un niño que era demasiado pequeño para comprender. Y hela allí haciéndolo. ¡Cuánto va del dicho al hecho!

—Bueno, hago cuanto puedo por crecer —dijo Davy—, pero es algo que no puedo acelerar. Si Marilla no fuera tan tacaña con sus dulces, creo que podría crecer más rápido.

—Marilla no es tacaña —dijo Ana con severidad—. Eres muy ingrato al decir tal cosa.

—Hay una palabra que significa lo mismo y suena muchísimo mejor, pero no puedo recordarla —dijo Davy, frunciendo fuertemente el ceño—. Marilla la dijo el otro día.

—Si te refieres a ahorradora, es algo muy distinto de ser tacaña. Ser ahorradora es una excelente virtud en una persona. Si Marilla fuera tacaña, no se hubiera hecho cargo de ti y de Dora cuando murió tu madre. ¿Te hubiera gustado vivir con la señora Wiggins?

—¡Desde luego que no! —fue la enfática respuesta—. Ni tampoco quiero ir con el tío Richard. Prefiero vivir aquí, aunque Marilla sea esa larga palabra respecto a los dulces, porque tú estás aquí. Ana, ¿no me contarás un cuento antes de dormir? No quiero un cuento de hadas. Eso está bien para las nenas, pero yo quiero algo más excitante, con muchos tiros y muertos y una casa incendiada y cosas interesantes por el estilo.

Por fortuna para Ana, Marilla le gritó desde su habitación:

—Ana, Diana está haciendo señales en gran escala. Mejor será que vayas a ver qué desea.

Ana corrió a su buhardilla y vio los parpadeos de la luz en grupos de cinco desde la ventana de Diana, lo que significaba de acuerdo a su antiguo código infantil «ven al instante, pues tengo algo importante que decirte». Ana se echó a la cabeza un chal blanco y cruzó apresuradamente el Bosque Embrujado y el prado del señor Bell, en dirección a «La Cuesta del Huerto».

—Ana, tengo noticias para ti —dijo Diana—. Mamá y yo acabamos de regresar de Carmody y allí en la tienda del señor Blair vi a Mary Sentner, de Spencervale. Dice que las viejas Copp en el camino Tory tienen una fuente de porcelana y cree que es exactamente igual a la que se rompió. Dice que la venderán con gusto, pues Martha Copp nunca guarda nada que pueda vender, pero si no lo desean, en Spencervale, en lo de Wesley Keyson, hay otra y dice que sabe que la venderán, aunque no está segura de que sea exactamente de la misma calidad que la de tía Josephine.

—Mañana iré a Spencervale a verlas —dijo Ana resuelta—, y tú debes venir conmigo. Me sacaré un peso de encima, pues debo ir al pueblo pasado mañana y no me atrevería a enfrentarme a tía Josephine sin la fuente. Sería peor que la vez que tuve que confesarle lo del salto en la cama del cuarto de huéspedes.

Ambas muchachas rieron con el recuerdo, respecto al cual, si algún lector desconoce y siente curiosidad, debemos referirnos a Ana de las Tejas Verdes.

Las muchachas partieron la tarde siguiente. Hasta Spencervale había quince kilómetros y el día no era muy placentero para viajar. Era muy caluroso y en el camino había el polvo de seis semanas de sequía.

—Espero que llueva pronto —suspiró Ana—. Todo está tan seco. Los pobres campos me dan lástima y los árboles parecen estar alzando sus brazos, en un ruego por la lluvia. Me entristezco cada vez que entro en mi jardín. Supongo que no debería estar quejándome de mi jardín cuando los campesinos sufren por sus cosechas. El señor Harrison dice que sus pastos están tan abrasados que las pobres vacas apenas si pueden encontrar bocado y que se siente culpable de crueldad con los animales cada vez que les mira a los ojos.

Después de un viaje agotador, las muchachas llegaron a Spencervale y entraron al camino «Tory», un camino verde y solitario, donde las hierbas en el pavimento daban evidencia de la falta de tránsito. A lo largo de casi toda su extensión, estaba bordeado por espesos abetos, con claros aquí y allá, por donde llegaba hasta el camino alguna granja o se veían los troncos calcinados.

—¿Por qué le llaman el camino «Tory»? —preguntó Ana.

—El señor Alian dice que es por la misma causa que se le dice arboleda a un lugar donde no hay árboles —dijo Diana—, pues nadie vive en este camino, excepto las Copp y el viejo Martin Bovyer en el extremo más alejado y él es liberal. El gobierno Tory construyó el camino nada más que para demostrar que hacía algo.

El padre de Diana era liberal, por cuya causa nunca discutían de política ella y Ana. Los habitantes de «Tejas Verdes» habían sido siempre conservadores.

Finalmente, las muchachas llegaron a la vieja casa de las Copp, un lugar de tal pulcritud exterior, que hasta «Tejas Verdes» hubiera empalidecido al contraste. La casa era de estilo muy antiguo, situada en una cuesta, hecho que obligara a hacer el edificio con un sótano de piedra en un extremo. La casa y los edificios auxiliares se hallaban perfectamente blanqueados con cal y no se veía un solo hierbajo en el peripuesto jardín de la cocina, rodeado por su empalizada blanca.

—Las cortinas están corridas —dijo Diana tristemente—. Creo que no hay nadie.

Y así era. Las muchachas se miraron perplejas.

—No sé qué hacer —dijo Ana—. Si estuviese segura de que la fuente es la que buscamos, no me importaría esperar. Pero si no lo es, puede que después sea demasiado tarde para ir a lo de Wesley Keyson.

Diana miró a una ventanita del sótano.

—Ésa es la ventana de la despensa, estoy segura —dijo—, porque la casa es igual a la de tío Charles en Newbridge y allí la ventana de la despensa está en ese lugar. La persiana no está echada, de modo que si subimos al techo de aquella caseta, podremos echar una mirada a la despensa y ver la fuente. ¿Te parece que estará mal?

—No, no lo creo —decidió Ana, tras la debida reflexión—, ya que nuestra razón no es la mera curiosidad.

Una vez arreglado este asunto de ética, Ana se dispuso a subir a la «caseta» antes mencionada, con techo a dos aguas, que en otro tiempo sirviera de cobertizo a los patos. Las Copp habían abandonado la crianza de patos, «porque eran animales muy desaseados», y la construcción no se usaba desde hacía años, excepto para guardar gallinas. Aunque escrupulosamente blanqueada, estaba destartalada y Ana no se sentía muy segura mientras subía apoyándose en un barril.

—Temo que no pueda resistir mi peso —dijo mientras pisaba con cuidado el tejado.

—Apóyate en la ventana —le aconsejó Diana y Ana le hizo caso.

Con alegría vio una fuente de porcelana exactamente igual a la que buscaba sobre el estante de la ventana. Eso fue todo lo que pudo ver antes de la catástrofe. En su alegría, Ana olvidó la precaria calidad de su sostén, dejó de apoyarse en el marco de la ventana, dio un impulsivo salto de placer… y se hundió hasta los sobacos en el techo y allí quedó colgada, incapaz de soltarse. Diana entró como pudo en la caseta y tomando de la cintura a su infortunada amiga, trató de bajarla.

 

—Oh… no —se quejó la pobre Ana—. Hay unas astillas largas que se me clavan. Mira a ver si puedes colocarme algo bajo los pies… quizá así pueda subir.

Diana metió el barril y Ana pudo apoyar los pies. Pero no se podía liberar.

—¿Podré sacarte si subo? —sugirió Diana. Ana negó desesperanzada.

—No… las astillas hacen mucho daño. Quizá me puedas sacar si encuentras un hacha. Oh, estoy empezando a creer que nací bajo una estrella maléfica.

Diana buscó cuidadosamente, pero no había hacha.

—Tendré que ir a buscar ayuda —dijo, y volvió junto a la prisionera.

—No —dijo Ana vehemente—. Si lo haces, todo el mundo lo sabrá y me moriré de vergüenza. No, tendremos que esperar que las Copp regresen y pedirles que guarden el secreto. Sabrán dónde está el hacha y me sacarán. No estoy incómoda si me quedo quieta, incómoda de cuerpo, desde luego. ¿En cuánto evaluarán las Copp esta caseta? Tendré que pagar el daño que hice, pero no me importaría si comprendieran mis razones para espiar por la ventana de la despensa. Mi único consuelo es que la fuente es de la clase que busco y si la señorita Copp me la vende, me resignaré a lo que ha sucedido.

—¿Y qué ocurre si las Copp no regresan hasta entrada la noche… o hasta mañana?

—Supongo que tendrás que buscar otra ayuda —dijo Ana de mala gana—, ¡pero no debes ir a menos que sea indispensable! ¡Oh, querida!, ésta es una situación horrible. Mis desgracias no me importarían mucho si fueran románticas, como lo son siempre las de las heroínas de la señora Morgan, pero resulta que son siempre ridículas. Imagina qué dirán las Copp cuando lleguen y vean la cabeza y los hombros de una chica saliendo del tejado. Escucha, ¿no es un coche? No, Diana, creo que es un trueno.

Y lo era sin duda alguna. Diana, tras una apresurada peregrinación alrededor de la casa, volvió para anunciar que un nubarrón negro aparecía por el noroeste.

—Me parece que va a caer un chaparrón —exclamó—. Ana, ¿qué haremos?

—Debemos estar preparadas —dijo Ana tranquilamente. Un chaparrón parecía una tontería en comparación con lo que ya sucediera—. Será mejor que lleves el coche bajo ese alero. Por fortuna traje mi sombrilla. Ten, llévate mi sombrero. Marilla me dijo que era una tonta al ponerme mi mejor sombrero para venir por el camino Tory, con razón, como siempre.

Mientras caían las primeras gotas, Diana desató el poni y lo llevó bajo el alero. Allí se sentó a contemplar el chaparrón, que fue tan fuerte que apenas si pudo ver a Ana, que sostenía valientemente la sombrilla sobre su cabeza desnuda. No hubo muchos truenos, pero llovió durante casi una hora. Ocasionalmente, Ana echaba atrás la sombrilla y hacía un gesto de valor con la mano, ya que dadas las circunstancias, la conversación era imposible. Por fin cesó la lluvia, salió el sol y Diana se aventuró a través de los charcos.

—¿Te has mojado mucho? —preguntó ansiosa.

—No —contestó Ana alegremente—. Tengo bastante seca la cabeza y los hombros y las faldas sólo se me mojaron donde entró el agua por entre los listones. No te apiades de mí, Diana, pues yo no le he dado importancia. Todo el tiempo pensé cuánto bien hará esta lluvia y qué contento estará mi jardín; imaginemos qué pensarán las flores y los capullos cuando empiecen a caer las gotas. Imaginé un diálogo muy interesante entre los ásteres y los guisantes y el espíritu guardián del jardín. Tengo pensado escribirlo en cuanto llegue a casa. Quisiera tener lápiz y papel para hacerlo ahora, porque quizá me olvide las mejores partes antes de llegar a casa.

La fiel Diana tenía lápiz y descubrió una hoja de papel de embalar en la caja del coche. Ana cerró la chorreante sombrilla, se puso el sombrero, desplegó el papel sobre una madera que le alcanzara Diana y escribió su idilio jardinero, en condiciones que no podrían ser consideradas como favorables para la literatura. Sin embargo, el resultado fue bastante bueno y Diana se sintió «arrebatada» cuando Ana se lo leyó.

—Oh, Ana, qué dulce… Envíalo a la Mujer Canadiense. Ana negó con la cabeza.

—Oh, no, no serviría para nada. No tiene argumento. No es más que una sucesión de fantasías. Me agrada escribirlas, pero no sirven para publicarse, pues los editores insisten en que tengan argumento, como dice Priscilla. Oh, ahí está la señorita Copp. Diana, ve y explícale, por favor.

La señorita Sarah Copp era una persona pequeña, vestida de negro, con un sombrero elegido menos con sentido de la moda que de la utilidad. Miró con toda la sorpresa que podía esperarse el espectáculo, pero cuando escuchó la explicación de Diana, fue todo piedad. Rápidamente abrió la puerta trasera, trajo un hacha y con unos pocos y hábiles golpes, puso a Ana en libertad. Ésta, ligeramente entumecida, se deslizó dentro de la prisión y salió libre una vez más.

—Señorita Copp —dijo ansiosamente—, le aseguro que miré por la ventana de su despensa sólo para ver si tenía una fuente de porcelana. No vi otra cosa, ni busqué otra cosa tampoco.

—Está bien —dijo amigablemente la señorita Sarah—. No tiene por qué preocuparse, no ha hecho daño alguno. Gracias a Dios, nosotras las Copp mantenemos presentable la despensa en cualquier momento y no nos importa quién la mira. En lo que se refiere al techo, me alegra que se haya roto, porque quizá ahora Martha acepte que lo derriben. Nunca lo hacía por temor a que pudiera servir de algo y yo debía blanquear la construcción cada primavera. Pero es inútil discutir con ella. Hoy se ha ido al pueblo; la he llevado a la estación. Usted quiere comprarme la fuente. Bueno, ¿cuánto me dará por ella?

—Veinte dólares —dijo Ana, que se hallaba preparada para negociar con las Copp, pues de otro modo, no hubiera ofrecido su precio desde el principio.

—Bueno, ya veré —dijo cautelosamente Sarah—. Por fortuna esa fuente es mía, de lo contrario no me atrevería a venderla cuando Martha no está aquí. De todas maneras, estoy segura de que protestará. Es la dueña de este establecimiento, se lo aseguro. Me estoy cansando de vivir bajo el dominio de otra mujer. Pero, entren, por favor. Deben estar hambrientas. Les ofrezco té, pero les aviso que no esperen nada fuera de pan con mantequilla. Martha cerró bajo llave todas las tortas y el dulce antes de irse. Hace eso porque dice que soy demasiado extravagante cuando vienen visitas.

Las chicas estaban lo suficientemente hambrientas para aceptar cualquier cosa y disfrutaron del pan y de la magnífica mantequilla. Cuando terminaron de tomar el té, Sarah dijo:

—No sé si me importará vender la fuente. Pero vale veinticinco dólares. Es muy antigua.

Diana le asestó a Ana un débil puntapié por debajo de la mesa, queriendo decir con ello: «no aceptes; si resistes, aceptará los veinte». Pero Ana no estaba dispuesta a correr riesgos. Rápidamente accedió a dar veinticinco, con lo que la señorita Sarah lamentó no haber pedido treinta.

—Bueno, creo que se la pueden llevar. Quiero todo el dinero que pueda sacar ahora. El hecho es —la señorita Sarah alzó la cabeza enfáticamente con un orgulloso rubor que le cubría las pálidas mejillas— que voy a casarme con Luther Wallace. Estuvo enamorado de mí hace veinte años. Yo le quería mucho pero en aquel entonces él era muy pobre y papá lo puso de patitas en la calle. Supongo que no debí haberle dejado ir tan dócilmente, pero era tímida y temía a mi padre. Además, no sabía que los hombres eran tan escasos.

Cuando las jovencitas se encontraron fuera sanas y salvas, Diana conduciendo y Ana sosteniendo cuidadosamente la fuente, la verde soledad del camino «Tory» se sintió revivir con las risas juveniles.

—Mañana cuando vaya a la ciudad divertiré a tu tía Josephine contándole la «extraña y memorable historia» de esta tarde. Hemos pasado un momento de prueba, pero ya ha terminado. Tengo la fuente y la lluvia ha asentado el polvo admirablemente, de manera que «bien está lo que bien acaba».

—Aún no hemos llegado a casa —dijo Diana algo pesimista—. Y nadie puede decir qué puede ocurrir antes de que lleguemos. ¡Eres una joven única para tener aventuras, Ana!

—Tener aventuras es algo natural en algunas personas —dijo Ana serenamente—. O se tienen o no se tienen dotes para vivirlas.

CAPÍTULO DIECINUEVE

Nada más que un día feliz

—Después de todo —le había dicho Ana a Marilla una vez—, creo que los días más hermosos y dulces no son aquellos en los que ocurren cosas espléndidas, maravillosas o excitantes, sino simplemente los que nos traen pequeños placeres sucesiva y suavemente, como perlas que se sueltan de un collar.

La vida en «Tejas Verdes» estaba llena de días así, pues las aventuras y desventuras de Ana, como las de otras personas, no ocurrían todas a la vez, sino que se encontraban esparcidas a lo largo del año, con largos intervalos de días felices e inocuos llenos de trabajo, sueños, risas y lecciones. Un día tal llegó en el mes de agosto. Por la mañana, Ana y Diana llevaron a los encantadores mellizos por la laguna hasta la arena a buscar «hierbas frescas» y a vagar en la marejada, sobre la que el viento cantaba el mismo canto desde el principio de los siglos.

Por la tarde, Ana fue hasta la vieja casa de los Irving a ver a Paul. Le halló acostado sobre la herbácea ribera junto al espeso bosque de abetos que resguardaba la casa por el norte, absorto en la lectura de un libro de hadas. Cuando la vio, se levantó radiante.

—¡Estoy tan contento de que haya venido, señorita! —dijo ansiosamente—. Abuelita no está. Se quedará a tomar el té conmigo, ¿no es cierto? Es tan triste tomar el té solo, señorita. Había considerado seriamente la posibilidad de pedirle a Mary Joe que se sentara a tomar el té conmigo, pero supuse que la abuelita no lo aprobaría. Dice que a los franceses hay que ponerlos en su lugar. Y, de cualquier modo, es difícil hablar con la joven Mary Joe. Sólo se ríe y dice: «Bueno, usted gana a todos los chicos que he conocido». Ésta no es mi idea sobre la conversación.

—Por supuesto que me quedaré a tomar el té —exclamó Ana alegremente—. Me moría porque me lo pidieras. Mi boca se hace agua pensando en los deliciosos panecillos de tu abuelita desde que vine a tomar el té la otra vez.

Paul se puso muy serio.

—Si dependiera de mí, señorita —dijo de pie delante de Ana, con las manos en los bolsillos y una repentina sombra de preocupación en su hermosa carita—, tendría usted panecillos.

»Pero depende de Mary Joe. He oído que la abuela le decía antes de irse que no me diera ninguna tortita porque eran demasiado fuertes para el estómago de los niños. Pero quizá Mary Joe quiera cortar algunas para usted si le prometo no probar ni una. Esperemos lo mejor.

—Sí, esperemos —accedió Ana con alegre filosofía—. Y si Mary Joe es de corazón duro y no me da ningún panecillo, no tiene la menor importancia, de modo que no debes preocuparte.

—¿Está segura que no le importaría? —preguntó Paul ansiosamente.

—Perfectamente segura, corazón.

—Entonces no me preocupa —dijo Paul con un largo suspiro de alivio—, especialmente porque en realidad creo que Mary Joe entrará en razón. En general no es una persona irrazonable, pero ha aprendido por experiencia que no es bueno desobedecer las órdenes de la abuela. Es una buena mujer, pero debe hacerse lo que ella dice. Esta mañana estaba muy contenta conmigo porque por fin pude arreglármelas para terminar mi plato de potaje. Fue un gran esfuerzo, pero triunfé. Abuelita dice que hará un hombre de mí. Pero, señorita, quiero hacerle una pregunta muy importante. Me contestará sinceramente, ¿verdad?

—Lo intentaré —dijo Ana.

—¿Cree usted que ando mal de la cabeza? —preguntó Paul como si toda su existencia dependiera de la respuesta.

—¡Oh, no, Paul, por Dios! por supuesto que no. ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?

Mary Joe… pero no sabía que yo la estaba escuchando. Ayer vino a verla Verónica, la criada del señor Peter Sloane, y las oí hablar en la cocina mientras cruzaba el vestíbulo. Mary Joe decía: «Ese Paul es el señorito más raro que he conocido. Dice cosas tan extrañas que creo que está mal de la cabeza». Anoche no pude dormir pensando si Mary Joe tendría razón. De cualquier modo, no podía atreverme a preguntárselo a la abuelita, pero decidí preguntárselo a usted. Estoy muy contento de que piense que estoy bien de la cabeza.

—Por supuesto que sí. Mary Joe es una niña tonta e ignorante y nunca debes tener en cuenta lo que diga —dijo Ana indignada, resolviendo secretamente hacerle una discreta insinuación a la señora Irving sobre la conveniencia de refrenar la lengua de Mary Joe.

 

—Bueno, me ha quitado un peso de encima —dijo Paul—. Soy completamente feliz ahora, gracias a usted. No sería nada agradable estar mal de la cabeza. ¿No le parece, señorita? Supongo que Mary Joe habla así porque a veces le cuento lo que pienso sobre las cosas.

—Es una práctica algo peligrosa —admitió Ana, recordando su propia experiencia.

—Bueno, luego le diré los pensamientos que le conté a Mary Joe y podrá ver si hay algo de raro en ellos —dijo Paul—; pero esperaré hasta que empiece a oscurecer. Ésa es la hora en que siento necesidad de contar cosas y si no tengo a mano a nadie más tengo que decírselas a Mary Joe. Pero de ahora en adelante no lo haré, si eso le hace pensar que estoy mal de la cabeza. Sufriré y aguantaré.

—Y si sufres mucho, puedes venir a «Tejas Verdes» a contarme a mí tus pensamientos —sugirió Ana con toda la seriedad que la hacía tan querida a los niños, quienes adoran ser tomados en serio.

—Sí, lo haré. Pero espero que no esté Davy cuando vaya, porque me hace muecas. No le doy mucha importancia, pues es un niño y yo ya soy grande. Pero así y todo, no es muy agradable que te hagan muecas. Y Davy hace algunas terribles. A veces temo que no pueda volver a recuperar sus propias facciones. Me las hace en la iglesia, cuando debo pensar en cosas sagradas. A Dora le gusto y ella me gusta a mí, pero no tanto como antes, desde que le dijo a Minnie May Barry que quería casarse conmigo cuando fuera mayor. Podré casarme con alguien cuando crezca, pero soy demasiado joven aún para pensar ya en ello. ¿No le parece?

—Muy joven —admitió Ana.

—Hablando de casamientos, eso me recuerda otra cosa que me ha estado preocupando —continuó Paul—. La semana pasada la señora Lynde vino a tomar el té con la abuelita, y ésta hizo que le mostrara un retrato de mamá, el que me mandó papá como regalo de cumpleaños. No tenía muchas ganas de enseñarlo a la señora Lynde. Es muy buena y amable, pero no la clase de persona a quien uno desea mostrarle la fotografía de su madre. Usted ya me entiende, señorita. Pero por supuesto que obedecí. La señora Lynde dijo que era muy guapa, pero que parecía una actriz y que debía haber sido muchísimo más joven que papá. Después añadió: «Un día de éstos es probable que tu papá vuelva a casarse. ¿Qué te parecería tener una nueva madre, Paul?». Bueno, la idea casi me deja sin respiración, señorita, pero no iba a permitir que la señora Lynde viera eso. Simplemente la miré fijamente… así… y le dije: «Señora Lynde, mi papá hizo bien las cosas al elegir a mi primera mamá, y puedo confiar en que hará lo mismo la segunda vez», y puedo confiar en él, señorita. Pero así y todo, espero que si alguna vez me da una nueva madre, pedirá mi opinión sobre ella antes de que sea demasiado tarde. Allí viene Mary Joe a llamarnos para tomar el té. Le preguntaré lo de los panecillos.

Como resultado de la «consulta», Mary Joe cortó el panecillo y agregó un plato de dulce. Ana sirvió el té y tuvieron una alegre merienda en la oscura y vieja sala cuyas ventanas estaban abiertas a la brisa del golfo, y hablaron de tantas «tonterías» que Mary Joe quedó escandalizada y a la tarde siguiente le contó a Verónica que «la mademoiselle del colegio» era tan rara como Paul. Después del té el niño llevó a Ana a su habitación para mostrarle el retrato de su madre, que había sido el misterioso regalo de cumpleaños que guardara la señora Irving en la biblioteca. El pequeño dormitorio de techos bajos de Paul era un suave remolino de luz rojiza del sol que se ponía sobre el mar y movedizas sombras de los abetos que crecían junto a la ventana. En medio de todo ese suave brillo y encanto, se distinguía un dulce y juvenil rostro, con tiernos ojos maternales, colgado en la pared que daba a los pies de la cama.

—Ésa es mi mamá —dijo Paul con amoroso orgullo—. Conseguí que abuelita lo colgara allí, donde puedo verlo en cuanto abro los ojos por la mañana. Ahora ya no me importa no tener luz cuando me acuesto, porque pienso que mi madre está aquí conmigo. Papá acertó con el regalo de cumpleaños, aunque nunca me preguntó nada. ¿No es maravilloso cuánto saben los padres?

—Tu madre era muy guapa, Paul, y tú te pareces algo a ella. Pero sus ojos y cabellos son más oscuros que los tuyos.

—Mis ojos son del mismo color que los de papá —dijo Paul mientras cruzaba la habitación para amontonar todos los almohadones disponibles sobre el alféizar de la ventana—, pero el cabello de papá es gris. Tiene mucho, pero es gris. Papá tiene casi cincuenta años. Es ya maduro, ¿no le parece? Pero sólo viejo por fuera. Por dentro es tan joven como cualquiera. Ahora, señorita, por favor, siéntese aquí, y yo me sentaré a sus pies. ¿Puedo recostar mi cabeza sobre sus rodillas? Así es como nos sentábamos mamá y yo. ¡Oh, creo que es realmente espléndido!

—Ahora, quiero oír esos pensamientos que a Mary Joe le parecen tan extraños —dijo Ana acariciando la rizada cabecita.

Paul nunca necesitó que le presionaran para que contara sus pensamientos… por lo menos, a un alma gemela.

—Los imaginé una noche en el bosque de abetos —dijo soñadoramente—. Por supuesto no los creo, pero los imaginé. Y entonces quise contárselos a alguien y no estaba más que Mary Joe haciendo pan en la despensa. Me senté en un banco a su lado y dije: «Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Creo que el lucero de la tarde es un faro donde viven las hadas». Y Mary Joe me contestó: «Bueno, ya salió el niño raro. Las hadas no existen». Yo me sentí muy excitado. Por supuesto que sé que no hay hadas, pero nada me impide pensar que existen. Pero volví a insistir pacientemente. Dije: «Bueno, Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Pienso que después que se pone el sol, un ángel camina sobre el mundo… un ángel alto, blanco, con alas plateadas… y les canta a las flores y a los pájaros para que se duerman. También los niños pueden escucharlo si saben oírlo». Entonces Mary Joe levantó sus manos llenas de harina y dijo: «Bueno, eres un niño muy raro. Me haces sentir miedo». Y realmente parecía asustada. Entonces salí y le conté al jardín el resto de mis pensamientos. Ha muerto un pequeño abedul que había en el jardín y la abuela dice que ha sido a causa de la sal del mar; pero yo creo que la dríada que vivía en él era una tonta que quiso vagar y conocer mundo y se ha perdido. Y al pobre árbol se le rompió el corazón de tristeza.

—Y cuando la pobre y tonta dríada, cansada del mundo, regrese en busca de su árbol, será su corazón el que quedará destrozado —dijo Ana.

—Sí; pero si las dríadas son tontas, deben atenerse a las consecuencias, como si fueran personas —dijo Paul gravemente—. ¿Sabe lo que pienso de la luna nueva, señorita? Creo que es un botecillo dorado, lleno de sueños.

—Y cuando una nube lo golpea algunos se desprenden y caen en nuestra mente cuando dormimos.

—Exacto, señorita. ¡Oh, usted si que entiende! Y también pienso que las violetas son pequeños recortes de cielo que caen cuando los ángeles cortan los agujeritos por donde brillan las estrellas. Y que los ranúnculos son viejos rayos de sol y que los guisantes se convierten en mariposas cuando van al cielo. Ahora bien, señorita, ¿ve algo que le resulte tan raro en estos pensamientos?

—No, querido, no tienen nada de raro; es extraño y hermoso que los piense un niño y por eso los califican de raros las personas que no serían capaces de imaginarlos ni aunque lo intentaran durante cien años. Pero continúa con ellos, Paul; creo que algún día serás poeta.

Cuando Ana regresó a su casa, halló a un niño de tipo muy diferente, esperando que le acostaran. Davy estaba malhumorado; cuando Ana lo hubo desnudado, se arrojó sobre el lecho y escondió la cara entre las almohadas.