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100 Clásicos de la Literatura

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—La amistad es muy hermosa —sonrió la señora Alian—; pero algún día…

Se detuvo repentinamente. En el delicado rostro de Ana, con sus cándidos ojos y movedizos rasgos, había aún más de niña que de mujer. El corazón de Ana hospedaba sólo sueños de amistad y ambición, y la señora Alian no deseaba barrer las flores de su dulce inconsciencia. De modo que dejó que los años del futuro terminaran su frase.

CAPÍTULO DIECISÉIS

La sustancia de las esperanzas

—Ana —dijo Davy con tono de ruego, mientras subía al sofá forrado en cuero, donde Ana estaba sentada, leyendo una carta—. Ana, tengo un hambre terrible. No tienes idea.

—Te traeré un trozo de pan con mantequilla —respondió Ana, ausente. Evidentemente, la carta contenía algunas noticias excitantes, pues sus mejillas estaban tan sonrosadas como las rosas del seto y sus ojos brillaban como nunca.

—Pero no tengo hambre de pan con mantequilla —respondió Davy con tono que sonaba a disgustado—. Tengo hambre de torta de ciruelas.

—Oh —rio Ana, dejando su carta y dándole un abrazo al niño—. Ésa es una clase de hambre que puede soportarse con toda facilidad, Davy. Ya sabes que una de las reglas de Marilla es que no puedes comer otra cosa que pan con mantequilla entre comidas.

—Bueno, dame un pedazo… por favor.

Davy había por fin aprendido a decir «por favor», pero siempre lo añadía como un eco. Miró con aprobación el generoso trozo que le trajera Ana.

—Siempre le pones una buena ración de mantequilla, Ana. Marilla la pone bastante delgada. Entra mejor con mucha mantequilla.

La rebanada «entró» con bastante facilidad, a juzgar por su rápida desaparición. Davy bajó del sofá cabeza abajo, dio una doble voltereta sobre la alfombra y anunció con decisión:

—Ana, me he decidido respecto al cielo. No quiero ir allí.

—¿Por qué no? —dijo Ana gravemente.

—Porque está en el desván de Simón Fletcher y a mí no me gusta ese señor.

—¡El cielo en el desván de Simón Fletcher! —tartamudeó Ana, demasiado sorprendida para reír—. Davy Keith, ¿quién te ha metido en la cabeza esa idea estrafalaria?

—Milty Boulter dice que es allí donde está. La lección se refería a Elias y Elíseo y me puse de pie para preguntarle a la señorita Rogerson dónde estaba el cielo. Pareció terriblemente confundida. Estaba algo enfadada, porque cuando nos preguntó qué le dejó Elias a Eliseo cuando fue al cielo, Milty Boulter dijo: «su ropa vieja», y todos nos reímos antes. Quisiera poder pensar antes de actuar, así no haría nada malo. Pero Milty no quiso ser irrespetuoso. Es que no le dio tiempo a pensar. La señorita Rogerson dijo que el cielo está donde se halla Dios y que no debía hacer preguntas así. Milty me dio con el codo y dijo en voz baja: «El cielo está en el desván de tío Simón y te lo voy a explicar cuando volvamos a casa». De modo que lo hizo cuando regresábamos. Milty se da mucha maña para explicar las cosas. Aunque no sepa nada, habla mucho y uno tiene igual la explicación. Su madre es hermana del señor Simón y fue con ella al funeral cuando murió Jane Ellen, su prima. El pastor dijo que había ido al cielo, aunque Milty dice que yacía frente a ellos en el ataúd. Pero supone que después se llevaron el ataúd al desván. Bueno, él le preguntó que dónde estaba el cielo donde había ido Jane, y ella señaló el techo y dijo: «Allí arriba». Milty sabía que arriba no había nada más que el desván, de manera que es así como se enteró y desde entonces le da mucho miedo subir al desván de su tío.

Ana puso a Davy sobre sus rodillas e hizo cuanto pudo para aclarar aquel error teológico. Estaba mucho mejor preparada que Marilla para la labor, pues recordaba su propia niñez y poseía una instintiva comprensión por las ideas que tienen los pequeños de las cosas que son claras y fáciles para los mayores. Acababa de convencer a Davy de que el cielo no estaba en el desván de Simón Fletcher cuando entró Marilla desde el jardín, donde ella y Dora estuvieran recogiendo guisantes. Dora era muy laboriosa y nunca estaba más contenta que cuando ayudaba en las tareas que le permitían sus dedos gordezuelos. Alimentaba las gallinas, juntaba astillas, secaba platos y llevaba recados. Era pulcra, fiel y obediente; nunca había que decirle dos veces que hiciera una cosa y jamás olvidaba ninguno de sus pequeños deberes. Davy, al contrario, era desatento y olvidadizo, pero poseía la innata virtud de hacerse querer y Ana y Marilla le querían más.

Mientras Dora pelaba orgullosa los guisantes y Davy hacía barquitos con las vainas, con mástiles de cerilla y velas de papel, Ana informó a Marilla del maravilloso contenido de la carta.

—Marilla, ¿qué le parece? Acabo de recibir una carta de Priscilla y me dice que la señora Morgan está en la isla y que el jueves, si hace buen tiempo, vendrán a Avonlea, más o menos a las doce. Pasarán la tarde con nosotros e irán al hotel de White Sands al anochecer, porque algunos americanos amigos de la señora Morgan se alojan allí. ¡Oh, Marilla!, ¿no es hermoso? Apenas si puedo creer que no sueño.

—Me atrevo a decir que la señora Morgan se parece mucho a los demás mortales —dijo Marilla secamente, aunque se sentía un poquito excitada también. La señora Morgan era una dama famosa y su visita, un acontecimiento fuera de lo común—. Entonces, ¿vendrán a almorzar?

—Sí. ¿Puedo hacer yo todo el almuerzo? Quiero tener la sensación de que soy capaz de hacer algo por la autora de El jardín de los pimpollos, aunque no sea más que cocinarle el almuerzo. No se opone, ¿no es cierto?

—Por Dios, no me gusta tanto andar cerca del fuego en julio como para ofenderme si alguna otra persona lo hace. Bienvenida al trabajo.

—Gracias —dijo Ana, como si Marilla le hubiera hecho un favor tremendo—. Esta misma noche prepararé el menú.

—Procura no hacer muchas florituras —dijo Marilla, un poco alarmada por lo de «menú»—. A ver si haces una de las tuyas.

—No «florearé», si con eso quiere decir que haré platos demasiado extravagantes. Eso sería afectación y, aunque sé que no poseo el sentido y seguridad que debe tener una muchacha de diecisiete años y una maestra, no soy tan tonta como para eso. Pero que todo esté tan bien como sea posible. Davy, no dejes esas vainas de guisantes en la escalera, alguien puede pisarlas y resbalar. Empezaremos con una sopa ligera… ya sabe que puedo hacer una sabrosa crema de cebollas… y luego un par de pollos al horno. Serán los dos pollos blancos. Les he tenido mucho afecto desde que nacieron. Pero sé que deben ser sacrificados alguna vez y ninguna ocasión mejor que ésta. Pero, Marilla, yo no puedo matarlos, ni siquiera en honor de la señora Morgan. Le tendré que pedir a John Henry Cárter que venga a hacerlo por mí.

—Yo lo haré —se ofreció Davy— si Marilla los sostiene de las patas, porque creo que usaré las dos manos para el hacha. Es fantástico verlos saltar después de degollados.

—Luego serviré guisantes y judías; patatas con crema y ensalada de lechuga —resumió Ana—, y de postre, tarta de limón con crema batida, queso y café. Mañana prepararé la tarta y arreglaré mi vestido blanco de muselina. Debo decírselo a Diana esta noche, pues querrá hacer lo mismo con el suyo. Las heroínas de la señora Morgan casi siempre visten de muselina blanca y Diana y yo hemos resuelto que así habíamos de vestir si alguna vez la conocíamos. Será un cumplido muy delicado, ¿no le parece? Davy, querido, no debes meter la vaina de los guisantes en las rendijas del suelo. Debo invitar al señor Alian y a su mujer y a la señorita Stacy, pues todos tienen muchas ganas de conocer a la señora Morgan. Es una fortuna que venga mientras está aquí la señorita Stacy. Davy querido, no hagas navegar las vainas de los guisantes en el cubo de agua. Espero que hará buen tiempo el jueves y me parece que sí, porque anoche, cuando el tío Abe fue a visitar al señor Harrison, dijo que iba a llover casi toda la semana.

—Es buen signo —afirmó Marilla.

Ana corrió esa noche a «La Cuesta del Huerto» para llevarle las noticias a Diana, que también se excitó por ellas, y allí discutieron el asunto, sentadas en la hamaca bajo el gran sauce del jardín de los Barry.

—Ana, ¿puedo ayudarte a cocinar? —imploró Diana—. Tú sabes que sé hacer una exquisita ensalada de lechuga.

—Ya lo creo —dijo la muchacha—. Y te necesitaré para decorar. Quiero que el comedor sea un rosal. Espero que todo transcurra bien. Las heroínas de la señora Morgan nunca se meten en camisa de once varas o tienen dificultades y siempre son tan seguras y tan buenas amas de casa. Parecen serlo de nacimiento. Recuerda que Gertrudis, la de Los días de Edgewood, manejaba la casa de su padre cuando sólo tenía ocho años. Cuando yo tenía esa edad, sabía poco fuera de criar niños. La señora Morgan debe ser una autoridad en niñas, porque ha escrito mucho sobre ellas y quiero que tenga una buena opinión de nosotras. Lo he imaginado todo de distintas maneras… cómo será, qué dirá y qué le diré yo. Y estoy muy ansiosa respecto a mi nariz. Tiene siete pecas. Aparecieron en la excursión de la S. F. A., cuando anduve al sol sin sombrero. Supongo que soy una ingrata al preocuparme por ellas, cuando debería estar agradecida de no tener por toda la cara como de costumbre; pero hubiera deseado que no aparecieran. Todas las heroínas de la señora Morgan poseen una tez perfecta. No puedo recordar una sola peca entre ellas.

—Las tuyas no se distinguen mucho —la consoló Diana—. Prueba un poco de jugo de limón esta noche.

Al día siguiente, Ana hizo la tarta, preparó su vestido de muselina blanca y barrió cada habitación de la casa, procedimiento bastante innecesario, pues «Tejas Verdes» estaba en perfecto orden, tan caro a Marilla. Pero la muchacha sentía que una mota de polvo sería execrable en una casa que debía visitar Charlotte E. Morgan. Hasta limpió el cuarto de útiles que había bajo la escalera, aunque no existía la más remota posibilidad de que la señora Morgan mirara allí.

 

—Es que quiero tener la sensación de que todo está en orden, aunque ella no lo vea —le dijo a Marilla—. Ya sabe que en su libro Llaves doradas, hace que Alice y Louisa, sus dos heroínas, tomen como divisa el verso de Longfellow:

En los antiguos días del arte

los constructores, con cuidado extremo,

levantaban cada parte, diminuta e invisible,

pues los ojos de Dios todo lo ven.

Y por ello siempre barrían el sótano y no olvidaban barrer bajo sus camas. Tendría la conciencia intranquila si supiera que este armario estaba desordenado cuando la señora Morgan esté en la casa. Desde que leímos Llaves doradas en abril, Diana y yo hemos adoptado ese verso como nuestro lema.

Esa noche, John Henry Cárter y Davy mataron dos pollos blancos y Ana los aderezó, siendo esta desagradable tarea glorificada por el destino de las aves.

—No me gusta desplumar pollos —le dijo a Marilla—; pero es una suerte que este trabajo no nos exija concentrarnos en él. He estado pelando pollos con las manos pero en la imaginación he vagado por la Vía Láctea.

—Me he dado cuenta que habías tirado por el suelo más plumas que de costumbre —observó Marilla.

Luego Ana acostó a Davy y le hizo prometer que se portaría perfectamente al día siguiente.

—Si mañana me porto tan bien como pueda ser posible, ¿dejarás que pasado mañana me porte tan mal como quiera? —preguntó Davy.

—No puedo prometerte eso —dijo Ana discretamente pero os llevaré remando hasta la otra orilla del lago; bajaremos a las dunas y haremos picnic.

—Trato hecho —exclamó Davy—. Seré bueno; tú ganas. Tenía intenciones de ir a lo del señor Harrison a tirarle guisantes a Ginger con mi nueva pistola, pero será lo mismo otro día. Supongo que una excursión a la playa lo compensará.

CAPÍTULO DIECISIETE

Un capítulo de accidentes

Ana se despertó tres veces durante la noche y caminó hacia la ventana para estar segura de que la predicción del tío Abe no iba a cumplirse. Finalmente, la mañana apareció perlada y lustrosa, con un cielo azul lleno de un plateado resplandor, y el maravilloso día llegó. Diana apareció poco después del desayuno con una cesta de flores que le colgaba de un brazo y su vestido de muselina del otro, pues no se lo pondría hasta que hubiera terminado los preparativos de la comida. Mientras tanto, durante la tarde, usó su vestido rosa estampado y un delantal de linón con un montón de maravillosos volantes y fruncidos. Y estaba muy pulcra, bonita y sonrosada.

—Estás simplemente adorable —dijo Ana admirada. Diana suspiró.

—Pero he tenido que agrandar otra vez todos mis vestidos. Peso casi dos kilos más que en julio pasado, Ana. ¿Dónde terminará todo esto? Las heroínas de la señora Morgan son siempre altas y esbeltas.

—Bueno, olvidemos nuestras preocupaciones y pensemos en las alegrías —dijo Ana alegremente—. La señora Alian dice que siempre que recordemos algo que nos preocupe, debemos pensar también en algo agradable que pueda contrarrestarlo. Si tú eres ligeramente rolliza, también tienes los más encantadores hoyuelos; y si yo tengo una nariz pecosa, su forma es perfecta. ¿Crees que el jugo de limón va bien?

—Sí, eso creo —dijo Diana con aire crítico.

Y muy alegre Ana se dirigió hacia el jardín que estaba lleno de tenues sombras y oscilantes luces doradas.

—Decoraremos la sala, primero. Tenemos mucho tiempo, porque Priscilla dijo que estarían aquí a las doce y media a más tardar, de modo que comeremos a la una.

Hay dudas de que en ese momento pueda haber habido en todo Canadá o Estados Unidos un par de muchachas más excitadas y felices. Cada tijeretazo que cortaba una rosa o una campanilla parecía cantar: «Hoy viene la señora Morgan». Ana se preguntaba cómo el señor Harrison podía continuar segando heno plácidamente en el campo detrás del sendero, como si no fuera a pasar nada.

La sala de «Tejas Verdes» era un aposento algo sombrío y sereno, con rígidos muebles, almidonadas cortinas de encaje y blancos tapetes siempre colocados en perfecto ángulo, excepto en las ocasiones en que quedaban colgando de los botones de algún desafortunado. Ni siquiera Ana había obtenido nunca permiso para infundirle algo de gracia, pues Manila no permitía alteraciones. Pero es maravilloso lo que pueden conseguir las flores si se les da oportunidad. Cuando Ana y Diana terminaron con la habitación, ésta quedó irreconocible. Un gran jarrón azul lleno de margaritas florecía sobre la pulida mesa. El brillante manto negro de la chimenea francesa estaba adornado con rosas y helechos. En cada estante de la rinconera había un manojo de campanillas; los oscuros rincones de cada lado de la reja del hogar estaban iluminados por jarras llenas de brillantes peonías carmesí, y el hogar mismo, estaba encendido por amapolas. Todo este esplendor y colorido mezclado con los rayos del sol que caían a través de las madreselvas por las ventanas en una tempestuosa confusión de danzarinas sombras sobre el piso y las paredes, convertían al comúnmente fúnebre salón en la verdadera «glorieta» de la imaginación de Ana, y hasta provocó la admiración de Marilla, quien fue a criticar y se quedó alabando la obra de las jovencitas.

—Ahora debemos poner la mesa —dijo Ana con el tono de una sacerdotisa a punto de realizar un sacro rito en honor de alguna divinidad.

—Pondremos un gran jarrón con rosas silvestres en el medio, y una rosa frente a cada uno de los platos, y un ramo de capullos de rosa especialmente para la señora Morgan, una alusión a El jardín de los pimpollos.

La mesa fue puesta en la estancia, con el más fino mantel de linón de Marilla, su mejor porcelana, cristalería y plata. Se puede tener la seguridad de que cada artículo fue limpiado escrupulosamente hasta obtener el máximo de brillo y esplendor.

Luego las jóvenes fueron a la cocina, impregnada de apetitosas fragancias que emanaban del horno, donde ya estaban cocinándose admirablemente los pollos. Ana preparó las patatas y Diana los guisantes y las habas. Después, mientras Diana se metía en la despensa a condimentar la ensalada de lechuga, Ana, cuyas mejillas habían comenzado ya a ponerse carmesí tanto por la excitación como por el calor del fuego, preparó la salsa para los pollos, picó las cebollas para la sopa y finalmente batió la crema para sus tartas de limón.

¿Y qué era de Davy todo ese tiempo? ¿Cumplía la promesa de ser bueno? Por supuesto que sí.

Seguramente habría insistido en quedarse en la cocina, porque tenía curiosidad de verlo todo. Pero como se quedaba quieto sentado en un rincón, entretenido en deshacer los nudos de un pedazo de red para pescar arenques que se trajera de su última correría por la playa, nadie se opuso.

A las once y media, la ensalada de lechuga estaba hecha, los dorados círculos de las tartas adornados con la crema batida y todo a punto.

—Ahora será mejor que nos vayamos a vestir —dijo Ana— porque deben llegar alrededor de las doce. Comeremos a la una en punto, pues la sopa debe ser servida en cuanto esté hecha.

Ciertamente serios fueron los ritos relativos al atavío que se cumplieron en la buhardilla. Ana observó ansiosamente su nariz y se regocijó al comprobar que las pecas no se notaban en absoluto, gracias al jugo de limón, o quizá al rojo poco común de sus mejillas. Cuando estuvieron listas, parecían tan dulces, compuestas y juveniles como cualquiera de las «heroínas de la señora Morgan».

—Espero que seré capaz de decir algo de cuando en cuando, y que no me quedaré como muda —dijo Diana ansiosamente—. Todas las heroínas de la señora Morgan conversan tan maravillosamente. Pero mucho me temo que pareceré sin lengua y estúpida y estoy segura de decir «Ya sé». No lo he dicho a menudo desde que tuvimos a la señorita Stacy de maestra, pero en momentos de excitación siempre se me escapa. Ana, si dijera «Ya sé» delante de la señora Morgan me moriría de vergüenza. Y será casi tan malo como no tener nada que decir.

—Yo estoy nerviosa por un montón de cosas —dijo Ana—, pero no creo que haya que temer que no tenga de qué hablar.

Y, para hacerle justicia, así era.

Ana cubrió su vestido de muselina con un amplio delantal y fue a preparar la sopa. Marilla se había arreglado y había vestido a los mellizos. Nunca se mostró tan excitada.

A las doce y media llegaron los Alian y la señorita Stacy. Todo iba bien, pero Ana estaba empezando a ponerse nerviosa. Ya era tiempo de que llegaran Priscilla y la señora Morgan. Hacía frecuentes viajes a la puerta y miraba hacia el camino con la misma ansiedad con que su tocaya de la historia de Barba Azul espiaba por la ventana de la torre.

—Supongamos que no vienen —dijo con tono lastimoso.

—Ni lo pienses. Sería demasiado desconsiderado —dijo Diana, quien, sin embargo, estaba comenzando a tener desagradables presentimientos a ese respecto.

—Ana —dijo Marilla saliendo de la sala—. La señorita Stacy quiere ver la fuente de porcelana de la señorita Barry.

Ana fue a buscarla al armario de la estancia.

De acuerdo con su promesa a la señora Lynde, había escrito a la señorita Barry a Charlottetown, pidiéndosela prestada. La señorita Barry, que era una vieja amiga de Ana, se la envió inmediatamente, recomendándole que la cuidara, porque había pagado por ella veinte dólares. La fuente había sido usada en la Feria de la Sociedad de Ayuda y luego devuelta al armario de «Tejas Verdes», pues Ana no quería confiarle a nadie el que la llevara de vuelta a la ciudad.

Llevó la fuente cuidadosamente hacia la puerta del frente, donde se hallaban sus invitados gozando de la fresca brisa que soplaba del arroyo. Allí fue examinada y admirada. Entonces, justo en el momento en que Ana volvía a coger la fuente, se oyó un terrible estrépito en la despensa. Marilla, Diana y Ana corrieron, y esta última sólo se detuvo a dejar apresuradamente la preciosa fuente en el segundo escalón de la escalera.

Cuando llegaron a la despensa, sus ojos se encontraron con un espectáculo horripilante: un pequeño muchacho con apariencia de culpable bajaba de la mesa con la blusa estampada de amarillo; sobre la mesa yacían los destrozados fragmentos de lo que habían sido dos excelentes y cremosos pasteles de limón.

Davy había terminado de desenredar su red para arenques y la había arrollado como una pelota. Luego se dirigió hacia la despensa con el propósito de guardarla en el estante de arriba de la mesa, donde ya tenía un buen surtido de pelotas por el estilo, las cuales no servían para nada útil, salvo el placer de poseerlas. El niño tuvo que subirse a la mesa para alcanzar el estante desde un peligroso ángulo, algo que Marilla le había prohibido.

Esta vez el resultado fue desastroso. Davy resbaló y cayó de lleno sobre las tartas de limón. Su blusa limpia quedó arruinada por el momento, y las tortas de limón, para siempre.

—Davy Keith —dijo Marilla sacudiéndolo por un hombro—: ¿No te había prohibido volver a subir a esa mesa? ¿No te lo había prohibido?

—Me olvidé —gimió Davy—. Me ha dicho que no debo hacer tantas cosas que no puedo recordarlas todas.

—Bueno, vete arriba y quédate allí hasta después de la comida. Quizá para ese entonces las tengas bien ordenadas en tu memoria. No, Ana. No intentes interceder por él. No le estoy castigando porque echó a perder tus tartas; eso fue un accidente: lo hago por su desobediencia. Ve, Davy, he dicho.

—¿No almorzaré nada? —se quejó el niño.

—Puedes bajar después que hayamos terminado nosotras y comer en la cocina.

—Oh, bueno —dijo Davy algo más conforme—. Sé que Ana me guardará unos ricos huesos. ¿No es cierto, Ana? Tú sabes que no estropeé tus tartas a propósito. Dime Ana, ya que están impresentables, ¿puedo llevarme algún trozo arriba?

—No, señorito Davy, no hay pastel de limón para usted —dijo Marilla empujándolo hacia el vestíbulo.

—¿Qué haré de postre? —preguntó Ana mirando apesadumbrada los destrozos.

—Saca un plato de dulce de fresas —dijo Manila consolándola—. En el tazón ha quedado suficiente crema batida como para ponerla encima.

Y llegó la una… pero no Priscilla o la señora Morgan. Ana se sentía morir. Todo estaba hecho de acuerdo a su turno, y la sopa ya en su punto.

—No creo que vengan, después de todo —dijo Marilla con enfado.

 

Ana y Diana se miraron en busca de consuelo. A la una y media Marilla volvió a aparecer.

—Niñas, debemos almorzar. Todos tienen hambre y no hay razón para esperar más tiempo. Está claro que Priscilla y la señora Morgan no vienen y no se gana nada esperando.

Ana y Diana empezaron a servir la comida, habiendo desaparecido todo el deleite que las embargara.

—No creo que pueda probar bocado —dijo Diana penosamente.

—Ni yo. Pero espero que todo esté bien para la señorita Stacy y el señor y la señora Alian —dijo Ana indiferentemente. Cuando Diana sirvió los guisantes, los probó y una peculiar expresión cubrió su rostro.

—Ana, ¿le pusiste azúcar a los guisantes?

—Sí —dijo Ana aplastando las patatas con aire de persona que siempre cumple con su deber—. Puse una cucharada de azúcar. Nosotros siempre lo hacemos. ¿No te gusta?

—Pero yo también eché una cucharada cuando los puse en la cocina —dijo Diana.

Ana dejó las patatas. A continuación probó los guisantes e hizo una mueca.

—¡Qué horror! No pensé que les hubieras puesto azúcar, porque sé que tu madre no lo hace. Pensé en ello por milagro, pues siempre me olvido.

—Creo que éste es un caso de demasiadas cocineras —dijo Marilla que había escuchado el diálogo con expresión algo culpable—. No creí que te acordarías del azúcar, Ana, pues estaba completamente segura de que nunca lo habías hecho antes, de modo que… yo eché una cucharada.

Los invitados oyeron carcajada tras carcajada provenientes de la cocina, pero nunca supieron dónde estaba la broma. Sin embargo, aquel día no hubo guisantes en la mesa.

—Bueno —dijo Ana, y se tranquilizó con un suspiro—. De cualquier modo tenemos la ensalada y no creo que les haya pasado nada a las habas. Llevemos las cosas y olvidémoslo.

No se puede decir que aquel almuerzo fuera un notable éxito social. Los Alian y la señorita Stacy se esforzaron por salvar la situación y la usual placidez de Marilla no se alteró demasiado. Pero Ana y Diana, entre la desilusión y las consecuencias de la excitación del mediodía, no podían comer ni hablar. Ana trató heroicamente de tomar parte en la conversación en consideración a sus invitados; pero todo su brillo estaba apagado por los acontecimientos y, a pesar de su cariño por los Alian y la señorita Stacy, no podía dejar de pensar en lo agradable que sería cuando todos se hubieran retirado y ella pudiera enterrar su dolor y desilusión entre las almohadas de su cuarto.

Hay un viejo proverbio que a veces parece realmente una inspiración: «Nunca llueve, pero caen gotas». La medida de tribulaciones de aquel día no estaba colmada. Justo en el momento en que el señor Alian acababa de bendecir la mesa, se escuchó un ruido en las escaleras, como de un objeto pesado que cayera de escalera en escalera, para finalizar con un gran estruendo al llegar abajo. Todos corrieron al vestíbulo y Ana dio un grito de espanto.

Al pie de la escalera se veía una gran concha rosada entre los fragmentos de lo que había sido la fuente de la señorita Barry, y arriba de la escalera se hallaba un aterrorizado Davy, observando con ojos muy abiertos los desperfectos.

—Davy —dijo Marilla animosamente—, ¿tiraste esa concha a propósito?

—No, juro que no —sollozó Davy—. Sólo estaba aquí arrodillado, quietecito, mirándoles a través de la barandilla y mi pie dio contra esa cosa y la empujó. Y tengo mucha hambre… y me gustaría que me dieran una buena tunda en vez de mandarme siempre arriba y que me pierda todo lo bueno.

—No culpen a Davy —dijo Ana recogiendo los fragmentos con dedos temblorosos—. Fue culpa mía. Dejé la fuente allí y me olvidé. Estoy convenientemente castigada por mi descuido, pero ¡oh!, ¿qué dirá la señorita Barry?

—Bueno, tú sabes que sólo la había comprado, de modo que no es lo mismo que si la hubiera heredado —dijo Diana tratando de consolarla. Los invitados se retiraron poco después, comprendiendo con todo tacto que era lo mejor que podían hacer. Diana y Ana lavaron los platos hablando menos que de costumbre. Luego Diana se fue a su casa con un gran dolor de cabeza y Ana con otro a su buhardilla, donde se quedó hasta el atardecer, cuando Manila regresó de la oficina de correos con una carta de Priscilla escrita el día anterior. La señora Morgan se había torcido un tobillo y no podía dejar su habitación.

Y, ¡oh!, querida Ana —escribía Priscilla—, estoy tan apenada, porque temo que ahora no podamos ir a «Tejas Verdes», pues cuando tía se restablezca del tobillo, tendrá que regresar a Toronto. Debe estar allí en una fecha determinada.

—Bueno —suspiró Ana dejando la carta sobre el rojo escalón de piedra de la puerta del patio, donde se hallaba sentada mientras caía el crepúsculo—. Siempre pensé que era demasiado bueno para que resultara verdad. Pero vaya… estas palabras suenan tan pesimistas como si fueran de Eliza Andrews, y estoy avergonzada de haberlas pronunciado. Después de todo no era demasiado bueno para ser verdad… cosas tan buenas como ésa se convierten en realidad para mí a cada rato. Y supongamos que los acontecimientos de hoy tienen también su lado gracioso. Quizá cuando Diana y yo seamos viejas y grises, nos podamos reír al recordarlos. Pero no creo que pueda hacerlo antes de esa época, porque en verdad ha sido una amarga desilusión.

—Con toda seguridad has de sufrir muchas desilusiones peores que ésa antes de que llegues a vieja —dijo Marilla, creyendo honestamente que estaba diciendo algo reconfortante—. Me parece, Ana, que nunca vas a poder quitarte la costumbre de poner todo tu corazón en las cosas y luego caer en la desesperación porque no las consigues.

—Sé que tengo inclinación a obrar así —asintió Ana tristemente—. Cuando pienso que va a pasar algo hermoso me parece volar por anticipado; y luego, al primer contratiempo me precipito a tierra de un golpe. Pero, realmente, Marilla, la parte del vuelo es gloriosa mientras dura. Es como remontarse hasta el ocaso. Creo que esto casi compensa el golpe.

—Bueno, quizá sea así —admitió Marilla—. Yo más bien prefiero caminar tranquilamente sin vuelo ni caída. Pero cada uno tiene su modo de vivir. Yo creía que había un solo camino recto, pero desde que te crie a ti y a los mellizos, no estoy tan segura. ¿Qué vas a hacer con la fuente de la señorita Barry?

—Devolverle los veinte dólares que pagó por ella, supongo. Estoy muy agradecida de que no sea una antigua herencia, porque en ese caso no habría dinero que pudiera pagarla.

—Quizá puedas conseguir una igual en alguna parte y comprársela.

—Me temo que no. Fuentes tan antiguas como ésa son muy escasas. La señora Lynde no pudo encontrar una por ningún lado. Ojalá la consiguiera, porque para la señorita Barry sería lo mismo una fuente que la otra, si es igualmente antigua y genuina. Marilla, mire esa gran estrella sobre los manzanos del señor Harrison con ese resplandor plateado enmarcado por el cielo. Me da la sensación de que es una plegaria. Después de todo, cuando uno puede ver estrellas y cielos como éstos, las pequeñas desilusiones y accidentes no pueden tener mucha importancia. ¿No le parece?

—¿Dónde está Davy? —preguntó Marilla, con una indiferente mirada a la estrella.

—En la cama. Le había prometido que mañana les llevaría de excursión a la playa. Por supuesto, el trato era que debía ser bueno. Pero él trató de serlo… Y no tengo valor para desilusionarlo.

—Tú y los mellizos sois capaces de ahogaros si remáis con ese bote —gruñó Marilla—. He vivido aquí sesenta años y todavía no he cruzado el lago.

—Bueno, nunca es tarde para remediarlo —dijo Ana en tono de ruego—. Suponga que mañana se viene con nosotros. Cerramos «Tejas Verdes» y pasamos todo el día en la playa, olvidándonos del mundo.