Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Lo mejor será abrirla —fue la seca respuesta de Marilla. Un agudo observador hubiera comprobado que también estaba excitada, pero hubiera muerto antes de darlo a entender.

Ana abrió la carta y echó una mirada a los desaliñados y mal escritos renglones.

—Dice que no puede hacerse cargo de los niños esta primavera… que ha estado enfermo la mayor parte del invierno y que su boda ha sido aplazada. Quiere saber si los podemos tener hasta el otoño y que entonces él se hará cargo. Desde luego que lo haremos, ¿no, Marilla?

—Creo que no nos queda otra alternativa —dijo Marilla algo secamente, aunque con un secreto alivio—. De todos modos, ahora no son tan molestos como antes… o quizá sea que nos hemos acostumbrado a ellos. Davy parece haber progresado mucho.

—Sus modales son mucho mejores —dijo Ana cautelosa, como si no estuviera preparada para decir lo mismo sobre su moral.

Ana había regresado a casa la tarde anterior, para encontrar que Marilla había ido a una reunión en la Sociedad de Ayuda, que Dora dormía en el sofá de la cocina y que Davy, junto al armario de la sala de estar, paladeaba feliz las famosas confituras de ciruelas amarillas de Marilla… cosa que se le prohibiera tocar. Parecía culpable cuando Ana le sorprendió y le sacó del armario.

—¡Davy Keith! ¿No sabes que está muy mal que comas esas cosas, cuando se te ha dicho que no toques nada de ese armario?

—Sí, sé que estuvo mal —admitió Davy incómodo—, pero las confituras de ciruela son muy ricas, Ana. Entré a echar una mirada y parecían tan buenas que quise probar un poquito. Metí el dedo… —Ana lanzó un gemido—, y me lo chupé. Y estaba tan bueno que me pareció mejor meter una cuchara y me lancé.

Ana le dio una explicación tan seria sobre el pecado de robar confituras, que Davy sintió remordimientos y, en medio de besos, prometió su arrepentimiento y no volver a hacerlo.

—De todos modos, en el cielo habrá bastante dulce, lo que es un consuelo —dijo complaciente. Ana preludió una sonrisa.

—Quizá lo haya… si lo queremos —dijo—; pero ¿qué te hace pensar eso?

—Pero, si está en el catecismo.

—¡Oh, no! El catecismo no dice nada parecido, Davy.

—Pero te digo que sí —insistió David—. Es en esa pregunta que Marilla me explicó el domingo pasado. «¿Por qué debemos amar a Dios? Porque conserva y redime» y «conserva» es un nombre para los dulces.

—Voy a beber un poco de agua —dijo Ana apresurada.

Cuando regresó, le costó bastante tiempo y trabajo explicarle que «conserva» se refería a fines mucho más espirituales.

—Bueno, ya me parecía demasiado bueno para ser verdad —dijo Davy con un suspiro de desilusión—. Y, además, no sé cómo podría Dios encontrar tiempo para hacer dulces, si hay un infinito sábado, como dice el himno. No creo que me guste ir al cielo. ¿No habrá nunca sábados en el cielo, Ana?

—¡Sí, sábados y toda clase de días hermosos! Y cada día será más hermoso que el anterior, Davy —aseguró Ana, que estaba contenta de que Marilla no anduviera por allí para llevarse una sorpresa. Ésta, innecesario es decirlo, llevaba a cabo la instrucción teológica de los mellizos según el antiguo sistema y no aceptaba las especulaciones sobre el tema. Cada domingo, les enseñaba a Dora y Davy un himno, una pregunta del catecismo y dos versículos bíblicos. Dora aprendía dócilmente y recitaba como una pequeña máquina, quizá con la misma comprensión e interés de un verdadero mecanismo. Davy, por el contrario, poseía una viva curiosidad y sus frecuentes preguntas hacían temblar a Marilla.

—Chester Sloane dice que en el cielo no haremos otra cosa que caminar todo el día vestidos de blanco, tocando el arpa y que espera no tener que ir hasta que sea viejo, porque entonces puede que le guste. Y dice que es horrible llevar faldas blancas y a mí me parece lo mismo. ¿Por qué los ángeles no pueden llevar pantalones, Ana? A Chester Sloane le interesan todas esas cosas porque será pastor. Debe ser pastor, porque su abuela dejó dinero para que vaya al colegio y no podrá tenerlo a menos que sea pastor. Ella pensó que un pastor era una cosa muy respetable para la familia. Chester dice que no le importa mucho, que más le gustaría ser herrero, pero que tiene intenciones de divertirse cuanto pueda antes de ser pastor, porque no cree que después sea posible. Yo no seré pastor. Seré comerciante como el señor Blair, y tendré montones de caramelos y plátanos. Pero iría a tu cielo si me dejasen tocar una armónica en lugar del arpa. ¿Crees que me dejarían?

—Sí. Creo que te lo permitirán, si quieres —fue todo cuanto pudo decir Ana sin reír.

La S. F. A. se reunió en lo del señor Harmon Andrews esa tarde y se pidió asistencia completa, ya que debían tratarse importantes asuntos. La S. F. A. estaba en estado floreciente y ya habían conseguido maravillas. A comienzos de la primavera, el señor Major Spencer cumplió su promesa y apisonó, niveló y plantó la zona de su granja que daba al camino. Una docena de otros caballeros, algunos apremiados por la determinación de no dejar que un Spencer se les adelantara, otros acuciados por «fomentadores» de su propio clan, siguieron su ejemplo. El resultado fue que hubo largas bandas de suave césped aterciopelado donde antes hubiera maleza de mal aspecto. Las fachadas de las granjas que no estaban arregladas parecían tan feas por contraste, que sus propietarios sentían secreta vergüenza y eran impulsados a ver qué podían hacer en otra primavera. El triángulo en el cruce de caminos también había sido limpiado y plantado y el parterre de geranios de Ana, no mancillado por ninguna vaca vagabunda, ya estaba en su centro.

En conjunto, los «fomentadores» pensaban que les iba muy bien, a pesar de que el señor Levi Boulter, que fuera entrevistado con fina táctica por un comité cuidadosamente elegido, les dijera de malos modos, respecto a la vieja casa, que no la pensaba tocar.

En esta reunión especial tenían pensado redactar una petición a los síndicos del colegio, rogándoles humildemente que se pusiera una cerca a las tierras de la escuela y también se discutió sobre la plantación de unos pocos árboles ornamentales junto a la iglesia, si lo permitían los fondos de la sociedad, ya que, como dijera Ana, de nada servía iniciar otra suscripción mientras quedara azul el Salón. Los miembros estaban reunidos en el comedor y Jane ya se preparaba a presentar la moción para nombrar una comisión que informara sobre el precio de dichos árboles, cuando Gertie Pye hizo su entrada, peripuesta como de costumbre. Gertie tenía el hábito de llegar tarde, «para hacer más efectiva su entrada», como decían las gentes mal intencionadas. La entrada de Gertie en esta ocasión fue, por cierto, efectiva, pues se detuvo dramáticamente en mitad del salón, alzó los brazos, hizo girar los ojos y exclamó:

—Acabo de oír algo horroroso. ¿Qué os parece? El señor Judson Parker va a alquilar toda la cerca de su granja que da al camino a una compañía de productos farmacéuticos para que ponga un anuncio.

Por una vez en su vida, Gertie Pye produjo toda la sensación que deseara. No hubiera conseguido más de haber echado una bomba entre los «fomentadores».

—No puede ser verdad —dijo Ana.

—Eso es lo que dije en cuanto lo supe —dijo Gertie, que estaba disfrutando en grado sumo—. Yo dije que no podía ser verdad, que Judson Parker no tendría corazón para hacerlo. Pero papá lo encontró esta tarde, le preguntó y él dijo que era verdad. ¡Imagínate! Su granja da al camino de Newbridge y será horrible ver los anuncios de píldoras y emplastos, ¿no os parece?

Los «fomentadores» tuvieron una noción demasiado exacta. Hasta los menos imaginativos pudieron representarse el grotesco efecto de medio kilómetro de cerca adornada con tales anuncios. Todo pensamiento respecto al colegio y a la iglesia se desvaneció ante este nuevo peligro. Se olvidaron todas las reglas parlamentarias y Ana, desesperada, omitió tomar nota en sus actas. Todos hablaron a un tiempo, haciendo un ruido horrible.

—Tengamos calma —dijo Ana, la más excitada de todos— y tratemos de pensar en la manera de evitarlo.

—No sé cómo lo vas a hacer —exclamó Jane amargamente—. Todos saben cómo es Judson Parker. Es capaz de hacer cualquier cosa por dinero. No tiene ni una chispa de espíritu público ni sentido alguno de la belleza.

La perspectiva no era muy buena. Judson Parker y su hermana eran los únicos Parker en Avonlea, de manera que no se podían esperar influencias familiares. Martha Parker era una dama de cierta edad (demasiado cierta) que desaprobaba a los jóvenes en general y a los «fomentadores» en particular. Judson era un hombre jovial, de suave hablar, tan natural y gentil, que era sorprendente cuan pocos amigos tenía. Quizá se había dedicado demasiado a los negocios, cosa que rara vez sirve a la popularidad. Poseía reputación de ser muy «agudo» y era opinión general que «no tenía muchos principios».

—Si Judson Parker tiene ocasión de «conseguir un penique decente», no la perderá —comentó Frederic Wright.

—¿No hay alguien que tenga influencia sobre él? —preguntó Ana desesperada.

—Va a White Sands a ver a Louisa Spencer —informó Carrie Sloane—. Quizá ella podría convencerle de que no alquile la cerca.

—Ella no —dijo Gilbert con énfasis—. La conozco bien. No «cree» en las Sociedades de Fomento, pero sí en los dólares. Es más probable que le empuje a hacerlo.

—Lo único que queda por hacer es nombrar una comisión que lo visite y proteste —dijo Julia Bell—. Y debemos enviar chicas, pues con los varones será rudo. Pero yo no iré, de manera que no es necesario que me nombréis.

—Mejor que enviemos a Ana sola —dijo Oliver Sloane—; es la única capaz de lidiar con él.

Ana protestó. Deseaba ir y hablar, pero debía llevar otros consigo «para apoyo moral». Por lo tanto, se nombró a Diana y a Jane para que se lo dieran. La reunión se disolvió con zumbidos como de avispas indignadas. Ana se hallaba tan preocupada que no durmió hasta el amanecer y entonces soñó que los síndicos habían puesto una cerca alrededor de la escuela, con la inscripción «Pruebe Píldoras Pínpura» pintada a todo lo largo.

 

El comité visitó a Judson Parker la tarde siguiente. Ana luchó elocuentemente contra su nefasto designio y Diana y Jane la apoyaron valientemente. Judson fue zalamero, suave, lisonjero; les hizo algunos cumplidos sobre la delicadeza de los girasoles; lamentó mucho negar algo a tan bellas jóvenes… pero los negocios son los negocios y no podía dejar que en esta época tan difícil los sentimientos se cruzaran en su camino.

—Pero les voy a decir qué haré —dijo guiñando un ojo—. Le diré al agente que use colores bonitos, rojo y amarillo, por ejemplo. Y le insistiré que de ninguna manera puede pintar el anuncio de azul.

El derrotado comité se retiró, pensando cosas que la censura no nos permite repetir.

—Hemos hecho cuanto nos ha sido posible y debemos confiar en la Providencia —dijo Jane, imitando inconscientemente el tono y gesto de la señora Lynde.

—Quizá el señor Alian pudiera hacer algo —reflexionó Diana. Ana negó con la cabeza.

—No, de nada vale molestar al señor Alian, especialmente ahora que tiene el niño tan enfermo. Judson se le escurriría, como a nosotras, aunque ahora le ha dado por ir a la iglesia regularmente. Pero eso es sólo porque el padre de Louise Spencer es viejo y se fija mucho en esas cosas.

—Judson Parker es el único en Avonlea a quien se le pudo ocurrir alquilar la cerca —dijo Jane indignada—. Ni Levi Boulter ni Lorenzo White lo hubieran hecho, con lo poco pródigos que son. Tienen demasiado respeto por la opinión pública.

La opinión pública se fijó por cierto en Judson Parker cuando el tema trascendió, pero eso no sirvió de mucho. Judson se reía y la desafiaba. Los «fomentadores» estaban tratando de resignarse a la idea de ver echada a perder con anuncios la parte más hermosa del camino a Newbridge, cuando Ana se puso en pie ante la presidencia y anunció que el señor Judson Parker le había dado instrucciones para que informara a la Sociedad de que no iba a alquilar su cerca a la Compañía de Específicos.

Jane y Diana se quedaron mirándola como si no creyeran en sus oídos. La etiqueta parlamentaria, que se guardaba estrictamente en la S. F. A., la inhibió y no pudieron dar rienda suelta a su curiosidad. Pero después de la sesión, Ana fue asediada en busca de noticias. Ella no tenía explicaciones que dar. Judson Parker la había alcanzado en el camino, diciéndole que tenía decidido solidarizarse con la S. F. A. en su odio contra los anuncios farmacéuticos. Eso fue todo cuanto dijo Ana, en aquel instante o después, y era la pura verdad; pero cuando Jane Andrews, camino a casa, confió a Oliver Sloane su firme creencia de que había algo detrás de aquel cambio, también dijo la verdad.

La noche anterior, Ana había ido a ver a la anciana señora Irving por el camino de la costa, regresando a casa por un atajo que la llevó a la costa y luego por el bosque de abetos cerca de los Dickson, por una senda que salía al camino real justo un poco más allá del Lago de las Aguas Refulgentes, más conocido para las gentes sin imaginación como la laguna de los Barry.

En dos carricoches detenidos junto al camino se hallaban dos hombres. Uno era Judson Parker; el otro, Jerry Corcoran, un hombre de Newbridge al que, según palabras de la señora Lynde, «nunca había podido probársele nada». Era viajante de aperos agrícolas y prominente personalidad política. Estaba metido en cuanto enjuague político había. Y como Canadá se hallaba en vísperas de elecciones, Jerry era un hombre muy ocupado desde semanas atrás, pues recorría toda la región en busca de votos para su candidato. En el momento en que Ana emergió de entre la maleza, le escuchó decir a Corcoran:

—Si vota usted por Amesbury, Parker… bueno, yo tengo un pagaré por unas herramientas que recibiera usted en la primavera. Supongo que no le molestaría que fuera destruido, ¿no?

—Bu… eno, ya que me lo pide así —respondió Judson con un guiño—, creo que lo haré. Un hombre debe vigilar sus intereses en estos tiempos.

En ese instante, ambos vieron a Ana y la conversación cesó abruptamente. Ana saludó con frialdad y siguió, con la barbilla un poco más alta que de costumbre. Pronto la alcanzó Parker.

—¿Quiere que la lleve, Ana? —le preguntó ingenuamente.

—No, gracias —dijo ella, con un ligero desdén en su voz que percibió la no muy sensible conciencia de Judson. Su cara se enrojeció y tiró enojado de las riendas, pero al instante recapacitó. Miró incómodo a Ana, que seguía andando, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. ¿Había oído la inequívoca oferta de Corcoran y su clara aceptación? ¡Maldito Corcoran! ¡Si tuviera al menos la costumbre de no decir las cosas tan claro! ¡Y malditas maestras pelirrojas que aparecen cuando menos uno lo esperaba! Si le había oído, seguramente que lo contaría. Aunque a Judson Parker le preocupaba bien poco la opinión pública, ser conocido, como vendedor de su voto era algo muy feo y si llegaba alguna vez a oídos de Isaac Spencer, adiós sus esperanzas de ganar la mano de Louisa, con su futuro de heredar a un rico granjero. Judson sabía que no le miraban ya del todo bien, de manera que no podía correr riesgo alguno.

—Ejem… Ana, querría verla sobre ese asunto de que conversamos el otro día. He decidido no alquilar la cerca a esa compañía. Una sociedad con miras como la de ustedes debe ser alentada.

Ana dejó de lado su frialdad.

—Gracias.

—Y… y… no hace falta que mencione mi conversación con Jerry.

—No tenía la menor intención de hacerlo —dijo Ana fríamente—, hubiera preferido ver todas las cercas de Avonlea pintadas antes de negociar con un hombre capaz de vender su voto.

—Bueno, bueno —asintió Judson, imaginando que se comprendían magníficamente uno a otro—. Nunca la creí capaz. Desde luego que le estaba tomando el pelo a Jerry… se cree tan sagaz. No tengo intenciones de votar a Amesbury. Votaré a Grant como siempre… ya lo verá cuando lleguen las elecciones. Y está bien lo de la cerca; se lo puede decir a los «fomentadores».

«En este mundo tiene que haber gente de todas clases, como he oído a menudo, pero creo que hay algunas de las que se podría prescindir», reflexionó Ana esa noche ante el espejo de su cuarto. «No podría haber mencionado esa desgracia a nadie, de modo que mi conciencia está tranquila a ese respecto. En realidad no sé a qué o a quién hay que agradecérselo. Yo no hice nada para conseguirlo. Y es difícil creer que la Providencia emplee medidas como las que usan hombres como Judson Parker y Jerry Corcoran».

CAPÍTULO QUINCE

Comienzan las vacaciones

Ana miraba la puerta de la escuela en un dorado y tranquilo atardecer, cuando los vientos silbaban entre los abedules alrededor del patio y las sombras eran largas y perezosas junto a los bosques. Arrojó la llave al fondo de su bolsillo con un suspiro de satisfacción. El año escolar había concluido; la habían nombrado maestra para el curso del próximo año con expresiones satisfactorias. Sólo el señor Harmon Andrews le dijo que debía usar la correa más a menudo… y tenía ante sí dos meses de deliciosas y anheladas vacaciones. Ana se sentía en paz con el mundo y consigo misma mientras bajaba la colina con su cesta llena de flores en la mano. Desde que brotaron las primeras flores de mayo, Ana nunca había dejado de hacer su visita semanal a la tumba de Matthew. Toda la gente de Avonlea, excepto Marilla, había olvidado al tranquilo, tímido y poco importante Matthew Cuthbert, pero su memoria permanecía viva en el corazón de Ana. Nunca olvidaría al buen anciano que había sido el primero en brindar amor y simpatía a su hambrienta niñez. Al pie de la colina se hallaba un niño sentado en una valla a la sombra de los abetos, un niño de grandes ojos soñadores y hermoso y sensible rostro. Bajó sonriente a reunirse con Ana, pero había rastros de lágrimas en sus mejillas.

—Se me ocurrió esperarla, señorita, porque sabía que iba para el cementerio —dijo y se cogió de su mano—. Yo también voy… llevo este ramo de geranios para la tumba de abuelito Irving de parte de abuelita. Y mire, señorita, voy a poner este manojo de rosas blancas junto a la tumba de abuelito en memoria de mi mamá… porque no puedo llegar hasta su tumba. ¿Cree usted que ella se enterará?

—Sí, Paul, estoy segura.

—¿Sabe, señorita? Hoy hace tres años que murió mamá. Es muchísimo tiempo, pero duele tanto como antes, y también la extraño tanto como antes. A veces me parece que no puedo soportar tanta pena.

La voz de Paul tembló y corrió un estremecimiento por sus labios. Bajó la vista hacia las rosas con la esperanza de que su maestra no viera las lágrimas que había en sus ojos.

—Y así y todo —dijo Ana suavemente— no querrías que dejara de lastimarte… no querrías olvidar a tu mamá aunque pudieras.

—No, por supuesto, no querría. Eso es exactamente lo que siento. Es usted tan buena al comprenderlo, señorita. Nadie me entiende tan bien, ni siquiera abuelita, aunque es tan buena conmigo. Papá lo comprende bastante bien, pero no puedo hablarle mucho de mamá porque lo pone muy triste. Cuando se cubre la cara con las manos, sé que debo detenerme. Pobre papá, debe sentirse terriblemente solo sin mí; pero no tiene más que un ama de llaves. Y cree que éstas no son apropiadas para educar a un niño, especialmente cuando él tiene que estar tanto tiempo fuera de casa por sus negocios. Las abuelas son lo mejor, después de las madres. Algún día, cuando crezca, volveré junto a papá y no nos separaremos nunca más.

Paul le había hablado tanto a Ana de su madre y su padre que la joven sentía como si los hubiera conocido. Pensaba que la madre debía haber sido muy parecida al niño en temperamento y disposiciones, y tenía idea de que Stephen Irving era un hombre más bien reservado, que poseía una profunda y tierna naturaleza que escondía escrupulosamente al mundo.

—Papá no es un hombre con el que resulte muy fácil trabar amistad —le había dicho una vez Paul—. No tuve realmente intimidad con él hasta que murió mamá. Pero es espléndido cuando se ha aprendido a conocerlo. Lo quiero más que a nadie en el mundo; después a abuelita, y luego a usted, señorita. La querría a usted después de papá si no fuera mi deber querer más a mi abuela por todo lo que está haciendo por mí. Usted comprende, señorita. Aunque desearía que me dejara la lámpara en mi cuarto hasta que me durmiera. Se la lleva inmediatamente después de que me acuesto, porque dice que no debo ser cobarde. No soy miedoso, pero me gustaría tener la luz. Mamá siempre se sentaba junto a mí y me sostenía la mano hasta que me dormía. Supongo que me malcriaba. Usted sabe que las mamas a veces lo hacen.

No, Ana no lo sabía, aunque podía imaginarlo. Pensó tristemente en su «mamá», la madre que pensara que ella era «totalmente hermosa», que había muerto hacía tanto tiempo y que se encontraba enterrada junto a su joven esposo en una tumba lejana que nadie visitaba. Ana no podía recordar a su madre y por esta razón, casi envidiaba a Paul.

—La semana que viene cumplo años —dijo Paul mientras subían la roja colina, bajo los rayos del sol de junio— y papá me escribió diciendo que me mandaba algo que según él es lo que más podía gustarme. Creo que ya llegó, pues abuelita tiene la biblioteca siempre cerrada con llave, y eso no lo ha hecho nunca. Y cuando le pregunto por qué, me mira misteriosamente y responde que los niños no deben ser tan curiosos. Es muy excitante cumplir años. ¿No le parece? Voy a cumplir once. Nadie lo diría al verme, ¿no es cierto? Abuelita dice que soy muy pequeño para mi edad y que es porque no como suficiente potaje. Hago lo posible, pero abuela sirve unos platos tan generosos. No hay nada mezquino en la abuela, puedo asegurárselo. Desde aquella vez que usted y yo hablamos de las oraciones camino de la escuela, cuando me dijo que debíamos rezar para salvar las dificultades, le he pedido a Dios todas las noches que me concediera gracia suficiente para ser capaz de comer todo mi potaje. Pero nunca lo he conseguido hasta hoy y aún no sé si será porque tengo muy poca gracia o demasiado potaje. Abuelita dice que papá creció a fuerza de potaje y en su caso sí que resultó bien, pues tendría que ver la espalda que tiene. Pero algunas veces —suspiró Paul con aire meditabundo— creo realmente que el potaje será mi muerte.

 

Ana se permitió una sonrisa aprovechando que Paul no la miraba. Todo Avonlea sabía que la anciana señora Irving estaba educando a su nieto de acuerdo con los viejos métodos de la dieta y la moral.

—Esperemos que no, querido —dijo Ana alegremente—. ¿Cómo está tu gente de las rocas? ¿Sigue portándose bien el mayor de los mellizos?

—Tiene que hacerlo —aseguró Paul enfáticamente—. Sabe que de otro modo, no seré su amigo. Yo creo que está realmente lleno de maldad.

—¿Y Norah? ¿Ha descubierto ya a la Dama Dorada?

—No, pero creo que sospecha. Estoy casi seguro que la última vez que fui a su caverna, me vigilaba. A mí no me importa si se entera. Yo no querría que ocurriera sólo por su bien, ya que eso iba a herir sus sentimientos. Pero si ella está decidida a herir sus sentimientos, no puede evitarse.

—Si alguna noche voy hasta la playa contigo, ¿crees que yo también podré ver a tu gente de las rocas? Paul sacudió la cabeza gravemente.

—No, no creo que usted pueda verles. Pero podrá ver la suya. Usted es de la clase de personas que pueden. Los dos somos de esa clase. Usted lo sabe, señorita —agregó apretando la mano en señal de camaradería—. ¿No es espléndido ser así, señorita?

—Espléndido —asintió Ana fijando sus brillantes ojos grises en los brillantes ojos celestes del niño. Ana y Paul sabían:

Cuan hermoso es el reino

que nos abre la imaginación.

Y ambos conocían el camino que iba al país de la felicidad. Allí la rosa de la alegría florecía inmortal en el valle y el arroyo; y las nubes nunca oscurecían el rayo del sol; las dulces campanas nunca emitían sonidos discordantes y abundaban los buenos espíritus. El conocer la situación geográfica de ese país… «al este del sol, al oeste de la luna»… es un don inapreciable y que no puede comprarse. Debe ser el regalo de las buenas hadas al nacer, y los años no pueden mutilarlo o quitarlo. Es preferible poseerlo viviendo en una buhardilla, que habitar palacios sin él.

El cementerio de Avonlea continuaba siendo el solitario campo cubierto de césped. A decir verdad, los «fomentadores» ya habían pensado en él. Y Priscilla Grant había leído en la última reunión un informe sobre cementerios. Los «fomentadores» tenían la esperanza de poder reemplazar algún día la sucia, destartalada y vieja cerca de madera por una limpia verja de alambre, hacer regar el césped y enderezar los ladeados monumentos.

Ana puso sobre la tumba de Matthew las flores que llevaba y luego fue hacia el pequeño rincón a la sombra del álamo donde dormía Hester Gray. Desde el día de la excursión primaveral, Ana siempre ponía flores sobre la tumba de Hester cuando visitaba la de Matthew. La tarde anterior había caminado hasta el desierto jardincillo entre los bosques y recogido algunas de las rosas blancas de Hester.

—Pensé que te gustarían más que cualesquiera otras —dijo suavemente.

Ana se encontraba allí sentada, cuando vio una sombra en el suelo junto a ella, alzó la vista y vio a la señora Alian. Volvieron juntas a sus casas.

La señora Alian ya no tenía el rostro de joven novia que ostentara cuando el ministro la llevara a Avonlea cinco años atrás. Había perdido algo de su lozanía juvenil, y se encontraban sufridas líneas junto a su boca y ojos. Algunas eran debidas a una pequeña tumba que se hallaba en ese mismo cementerio; y otras más nuevas habían surgido durante la reciente enfermedad de su hijito, felizmente ya fuera de peligro. Pero sus hoyuelos eran tan dulces como siempre y sus ojos tan claros, brillantes y sinceros; la lozanía juvenil que faltaba a su rostro, estaba ahora más que compensada por una gran ternura y fuerza.

—Supongo que estás pensando en tus vacaciones, Ana —dijo cuando dejaron el cementerio.

—Sí… puedo saborear la palabra como un dulce manjar. Creo que el verano será maravilloso. Por una parte, la señora Morgan vendrá a la isla en julio y Priscilla la traerá aquí. Ante ese pensamiento, siento uno de mis viejos «estremecimientos».

—Espero que lo pases bien, Ana. Has trabajado muy duro este año y con provecho.

—Oh, no sé. He adelantado tan poco en tantas cosas. No he hecho lo que me proponía cuando empecé a enseñar en el otoño; no he vivido de acuerdo con mis ideales.

—Ninguno de nosotros lo consigue —dijo la señora Alian con un suspiro—. Pero tú sabes lo que dice Lowell, Ana. «No el fracaso, sino los bajos ideales, son el crimen». Debemos tener ideales y tratar de vivir de acuerdo con ellos, aun cuando nunca tengamos éxito. La vida sería algo muy triste sin ellos. Con ellos, es grande y magnífica. Afírmate bien en tus ideales, Ana.

—Lo intentaré. Pero tengo que abandonar la mayoría de mis teorías —dijo la joven riendo un poco—. Cuando empecé a enseñar, tenía la más hermosa colección de teorías que pueda imaginarse, pero han ido derrumbándose.

—Hasta la teoría del castigo corporal —afirmó la señora Alian.

Ana enrojeció.

—Nunca me perdonaré por golpear a Anthony.

—Tonterías, querida, se lo merecía. No has tenido inconvenientes con él desde entonces y ha comenzado a pensar que no hay nadie como tú. Tu bondad ganó su afecto después de que la idea de que «una chica no sirve» fue expulsada de su testaruda mente.

—Puede haberlo merecido, pero la cuestión no está ahí. Si yo hubiera decidido serena y deliberadamente que debía azotarle porque merecía el castigo, no me sentiría como me siento. Pero la verdad señora Alian, es que me enfurecí y por eso le pegué. No pensaba si era justo o injusto. Quizá si él no lo hubiera merecido lo habría hecho igual. Es eso lo que me humilla.

—Bueno, todos cometemos equivocaciones, querida, de manera que olvídalo. Debemos lamentar nuestros errores y aprender de ellos, pero nunca llevarlos con nosotros hacia el futuro. Ahí va Gilbert Blythe en su bicicleta. También vuelve a su casa a pasar las vacaciones, supongo. ¿Cómo les va con sus estudios?

—Bastante bien. Esperamos terminar con Virgilio esta noche. Nos quedan sólo veinte versos. Después, no estudiaremos más hasta septiembre.

—¿Piensas ir a la universidad?

—Oh, no sé —Ana miró soñadoramente hacia el azul horizonte—. Los ojos de Marilla nunca mejorarán más que ahora, aunque estamos muy agradecidos de que no los pierda por completo. Y luego están los mellizos; en realidad, no creo que su tío los mande a buscar nunca. Quizá la universidad me convendría, pero no pienso mucho en ello para no sentirme defraudada.

—Bueno, me gustaría verte en la universidad, Ana, pero si no vuelves, no debes sentirte descontenta por ello. En cualquier lado que estemos, hacemos nuestra vida. Después de todo, la universidad sólo puede ayudarnos a hacerla más fácil. Nuestra vida puede ser amplia o angosta, de acuerdo a lo que ponemos en ella, no a lo que obtenemos. La vida es rica aquí y en todas partes, sólo con que aprendamos a abrir nuestros corazones a su riqueza y plenitud.

—Creo que entiendo lo que quiere decir —dijo Ana meditativamente—. Y sé que hay muchas cosas por las que debo estar agradecida… tantas… mi trabajo; Paul Irving; mis queridos mellizos y todos mis amigos. Estoy muy agradecida a la amistad, señora Alian. Embellece tanto la vida.

—No hay duda de que la verdadera amistad es algo muy reconfortante —dijo la señora Alian—. Y debemos tener un alto ideal de ella y nunca mancharla con ninguna falta a la verdad o a la sinceridad. Me temo que el nombre de amistad a menudo se ha degradado por una especie de intimidad que no tiene nada de verdadera amistad.

—Sí… como la de Gertie Pye y Julia Bell. Tienen mucha intimidad y van juntas a todas partes, pero Gertie siempre está diciendo cosas desagradables de Julia a sus espaldas, y todos piensan que está celosa de ella porque se alegra cuando alguien la crítica. Creo que es una profanación llamar a eso amistad. Si tenemos amigos debemos sólo buscar lo bueno que hay en ellos y darles lo mejor que tenemos, ¿no le parece? La amistad debe ser la cosa más hermosa del mundo.