Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Pasó una hora antes de que se restaurara la tranquilidad; el silencio podía palparse. Todos comprendieron que ni la explosión había podido aclarar la atmósfera mental de la maestra. Nadie, excepto Anthony Pye, se atrevía a murmurar palabra. Ned Clay hizo chirriar accidentalmente su lápiz mientras calculaba una suma, vio la mirada de Ana y deseó que la tierra le tragara. La clase de geografía les hizo viajar por el continente a una velocidad que los mareó. La de gramática fue un escrupuloso y agotador análisis. Chester Sloane, al deletrear «odorífero» con dos erres, tuvo la sensación de que no podría sobrevivir a tal desgracia.

Ana sabía que se había puesto en ridículo y que el incidente sería el hazmerreír aquella tarde, pero tal seguridad sólo la enfadaba más. En un estado de ánimo más tranquilo, el incidente habría terminado en risas, pero ahora era imposible; de manera que lo ignoró con helado desdén.

Cuando Ana regresó a clase después de almorzar, todos los niños se hallaban en sus asientos como de costumbre y todas las caras se inclinaban sobre los pupitres, con aspecto estudioso, excepto la de Anthony Pye. Éste contemplaba a Ana por encima de su libro, con los negros ojos brillando de curiosidad y burla. Ana abrió el cajón de su escritorio para buscar una tiza y apareció un ratón que corrió por encima del mueble y saltó al suelo. Ana dio un brinco y lanzó un grito, como si se hubiera tratado de una serpiente, y Anthony Pye se rio a carcajadas.

Entonces se hizo el silencio; un silencio incómodo y pavoroso. Annetta Bell dudaba entre dar rienda suelta o no a su histeria, especialmente ya que no sabía dónde había ido el ratón. Pero decidió que no. ¿Quién se atrevería a darse el lujo de la histeria con una maestra de cara tan blanca y ojos tan brillantes, de pie ante uno?

—¿Quién puso ese ratón en mi escritorio? —dijo Ana.

Su voz era bastante baja, pero hizo correr un estremecimiento por la espalda de Paul Irving. Joe Sloane la, miró, sintiéndose responsable de la cabeza a los pies, pero tartamudeó:

—Yo… yo… no… no… señ… señorita. Ana no prestó atención al infeliz Joe. Miró a Anthony Pye y éste le devolvió la mirada, sin confundirse ni avergonzarse.

—Anthony, ¿fuiste tú?

—Sí, yo fui —fue la insolente respuesta.

Ana cogió su puntero. Era un instrumento largo y pesado.

—Ven aquí, Anthony.

Aquél estuvo muy lejos de ser el castigo más severo que sufriera Anthony Pye. Ana, aun en el estado tormentoso de aquellos momentos, no podría haber castigado cruelmente a un niño. Pero el puntero dio en el lugar preciso y, finalmente, el valor de Anthony le abandonó; dio un respingo y le saltaron las lágrimas.

Ana, cuya conciencia despertó de improviso, dejó caer el puntero y envió a Anthony a su sitio. Se sentó frente a su escritorio, sintiéndose avergonzada, arrepentida y amargamente mortificada. Su enfado se había desvanecido y hubiera dado cualquier cosa por poder hallar el alivio de las lágrimas. De manera que toda su jactancia había terminado en esto, en el castigo corporal de uno de sus alumnos. ¡Cómo alardearía Jane de su triunfo! Pero, peor que esto, y lo que más amargura le causaba es que había perdido su última oportunidad de ganarse a Anthony Pye. Ahora ya no la querría más.

Ana, mediante lo que alguien llamó «un esfuerzo hercúleo», fue capaz de retener sus lágrimas hasta llegar a casa. Allí se encerró en su habitación y lloró sobre la almohada toda su vergüenza, su remordimiento y su desilusión. Lloró tanto rato que Marilla se alarmó, invadió la habitación e insistió en saber qué ocurría.

—Lo que ocurre es que me remuerde la conciencia —lloró Ana—. ¡Oh!, ha sido un día tan terrible, Marilla. Estoy tan avergonzada de mí misma. Me salí de mis casillas y azoté a Anthony Pye.

—Me alegra saberlo —dijo Marilla con decisión—. Debiste haberlo hecho hace tiempo.

—Oh, no, no, Marilla. Y no sé cómo voy a poder volver a mirar otra vez a la cara a esos niños. Creo que me he humillado terriblemente. No sabe usted cuan enfadada, odiosa y horrible estuve. No puedo olvidar la expresión en los ojos de Paul Irving… parecía tan sorprendido y desilusionado. Oh, Marilla, he tratado con todas mis fuerzas de ser paciente y de ganarme el afecto de Anthony Pye… y ahora no habrá servido para nada.

Marilla pasó su mano encallecida por el trabajo por la revuelta cabellera de la muchacha, con un gesto de ternura. Cuando decrecieron los sollozos de Ana, dijo en tono muy suave para lo que era ella:

—Ana, te tomas las cosas demasiado a pecho. Todos cometemos errores, pero la gente los olvida. Y los días terribles llegan para todos. En lo que se refiere a Anthony Pye, ¿por qué te preocupas de que no te quiera? Es el único.

—No puedo evitarlo. Deseo que todos me aprecien y me hace daño cuando alguien no me quiere. Y ahora, no ocurrirá eso con Anthony Pye. Oh, Marilla, hoy he cometido una idiotez. Le voy a contar todo.

Marilla escuchó el relato sonriendo ligeramente de vez en cuando. Ana nunca lo supo. Cuando ésta hubo terminado, dijo abruptamente:

—Bueno, no importa. Eso ha terminado y mañana será otro día. Todavía hay errores, como acostumbras a decir. Baja conmigo a cenar. Veremos si una taza de té y algunos buñuelos te levantan el espíritu.

—Los buñuelos no curan una mente enferma —dijo Ana desconsolada.

Pero Marilla pensó que era una buena señal que aceptara su sugerencia.

La alegre mesa de la cena, con las brillantes caras de los mellizos y los inigualables buñuelos de Marilla, de los que David comiera cuatro, le «levantaron el espíritu» en forma considerable. Aquella noche durmió bien y despertó a la mañana siguiente para hallar que el mundo y ella estaban transformados. Durante las horas de oscuridad, había nevado suave y profundamente y la hermosa blancura, que chispeaba al escarchado sol, parecía como un manto de caridad echado sobre los errores y humillaciones del pasado.

«Cada mañana se empieza de nuevo, cada mañana el mundo es hecho otra vez», cantaba Ana mientras se vestía.

A causa de la nieve, tuvo que tomar por el camino para ir al colegio y se le ocurrió que era una impía coincidencia que Anthony Pye pasara por allí, justo cuando dejaba el sendero que venía desde «Tejas Verdes». Se sintió tan culpable como si las cosas fuesen a la inversa. Pero ante su indescriptible sorpresa, Anthony no sólo se quitó la gorra, cosa que nunca hiciera antes, sino que dijo:

—Está mal para caminar. ¿Le puedo llevar los libros, señorita?

Ana entregó sus libros dudando de si estaba despierta.

Anthony llegó al colegio en silencio, pero cuando Ana cogió sus libros, sonrió al niño… no con la estereotipada sonrisa «amable» con que le había obsequiado persistentemente, sino con un repentino relámpago de camaradería. Anthony sonrió; no, a decir verdad, Anthony hizo una mueca. Generalmente no se supone que una mueca sea algo respetuoso; así y todo, Ana sintió que si no había ganado aún el cariño de Anthony, de un modo u otro tenía su respeto. La señora Lynde fue a verla el domingo siguiente y lo confirmó.

—Bueno, Ana, creo que estás triunfando con Anthony Pye, eso es. Dice que él cree que tienes algo de bueno, después de todo, aunque seas una chica. Dice que le castigaste «justo y tan bien como un hombre».

—Nunca esperé ganarlo a fuerza de golpes —dijo Ana tristemente, sintiendo que sus ideas habían fracasado en algo—. No parece justo. Estoy segura de que mi teoría sobre la bondad no puede ser errónea.

—No; pero los Pye son una excepción a toda regla conocida; eso es —declaró la señora Lynde con convicción. Cuando se enteró el señor Harrison exclamó:

—De modo que llegó a hacerlo.

Y Jane machacó sobre ello sin misericordia.

CAPÍTULO TRECE

Una dorada excursión

Ana, camino a «La Cuesta del Huerto», se encontró con Diana que corría hacia «Tejas Verdes», justo donde el musgoso y viejo puente cruzaba el arroyo detrás del Bosque Embrujado. Ambas se sentaron al margen de la Burbuja de la Dríada, donde los menudos abetos se desplegaban cual diminutas hadas de cabellos verdes que despertaran de un sueño.

—Justamente iba a invitarte para la celebración de mi cumpleaños el sábado próximo —dijo Ana.

—¿Tu cumpleaños? ¡Pero si fue en marzo!

—No fue culpa mía —rio Ana—. Si mis padres me hubieran consultado nunca hubiera ocurrido en esa fecha. Yo habría elegido nacer en primavera, por supuesto. Debe ser delicioso llegar al mundo junto con las flores de mayo y las violetas. Siempre sentirías que eras su hermana adoptiva. Pero ya que no es así, lo mejor que puedo hacer es celebrar mi cumpleaños en primavera. Priscilla llega el sábado, y Jane estará en su casa. Iremos al bosque y pasaremos un día dorado tomando contacto con la primavera. Ninguna de nosotras la conocemos realmente todavía, pero allí la hallaremos mejor que en ningún otro lado. De cualquier modo, quiero explorar todos esos campos y sitios solitarios. Estoy segura que hay allí montones de hermosos escondrijos que nunca han sido realmente vistos aunque se les haya mirado. Nos haremos amigas del viento, del cielo y del sol; traeremos la primavera a casa en nuestros corazones.

—Suena magnífico —dijo Diana con algo de secreta desconfianza ante la magia de las palabras de Ana—. Pero ¿no habrá aún mucha humedad en algunos sitios?

—Oh, llevaremos zapatos de goma —fue la concesión de Ana a lo práctico—. Y quiero que el sábado vengas temprano y me ayudes a preparar la merienda. Voy a hacer las cosas más exquisitas… cosas que estén de acuerdo con la primavera… pequeñas tortas de jalea, bizcochos, tortitas cubiertas con clara de huevo batido, rosa y amarillo, y pastel de ranúnculo. Y también debemos llevar emparedados, aunque no son muy poéticos.

 

El sábado se presentó como el día ideal para una excursión. Un día azul, de cálida brisa, sol, y un viento travieso que cruzaba las praderas y las huertas. Sobre cada colina y el campo alumbrado por el sol, se extendía el verde salpicado de flores.

El señor Harrison, que se hallaba trillando en la parte de atrás de su granja y sintiendo aún en su sobrio y maduro espíritu algo de la magia de la primavera, vio cuatro muchachas que llevaban canastas y que saltaban por el límite de su campo, donde había un tupido monte de abedules y pinos. El eco de sus alegres voces y risas, llegó hasta él.

—Es tan fácil ser feliz en un día como éste, ¿no es cierto? —estaba diciendo Ana con verdadera filosofía anística—. Tratemos de que éste sea un verdadero día dorado, chicas, un día que siempre podamos recordar con deleite. Venimos en busca de belleza y nos negamos a ver otra cosa.

—Jane, tú estás pensando en algo malo que ocurrió ayer en la escuela.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jane confundida.

—Oh, conozco la expresión… la he visto a menudo en mi propio rostro. Pero aléjalo de tu mente, querida. Espera hasta el lunes… ¡Oh, chicas, chicas, mirad esa alfombra de violetas! Allí hay algo para la galería de cuadros del recuerdo. Cuando tenga ochenta años, si es que llego, cerraré los ojos y veré las violetas tal como las veo ahora. Es el primer hermoso regalo que nos da nuestro día.

—Si un beso pudiera verse, creo que sería parecido a una violeta —dijo Priscilla.

A Ana le brillaron los ojos.

—Me alegro tanto que hayas expresado ese pensamiento, Priscilla, en vez de pensarlo y guardártelo para ti. Este mundo sería mucho más interesante, aunque es muy interesante, de cualquier modo, si la gente contara sus verdaderos pensamientos.

—Sería muy violento escuchar a algunas personas —dijo Jane cuerdamente.

—Supongo que sí, pero sería su propia culpa por pensar cosas desagradables. De todos modos, hoy podemos expresar todas nuestras ideas porque no vamos a pensar más que cosas hermosas. Todos pueden decir lo que les venga a la mente. Eso es conversar. Aquí hay un pequeño sendero. Explorémoslo.

El sendero estaba lleno de recovecos; era tan estrecho que las chicas caminaban en fila india y, así y todo, las ramas de los abetos rozaban sus rostros. Debajo de los árboles había aterciopeladas almohadillas de musgo y más adelante, donde los árboles eran más pequeños y escasos, el terreno mostraba una gran variedad de plantas verdes.

—¡Qué cantidad de «orejas de elefante»! —exclamó Diana—. Voy a recoger un buen ramo. ¡Son tan bonitas!

—¿Cómo es posible que unas flores tan graciosas tengan un nombre tan horrible? —preguntó Priscilla.

—Porque la persona que las vio por primera vez no tenía nada de imaginación, o quizá tenía demasiada —dijo Ana—. ¡Oh, chicas, mirad eso!

Eso era un charco poco profundo que se encontraba en el centro de un pequeño claro al final del camino.

Si la estación hubiera estado más adelantada, se hubiera secado y en su lugar habrían crecido polipodios, pero en ese momento era una brillante y plácida lámina, plana como una bandeja y clara como el cristal. Un anillo de finos y jóvenes abedules la encerraban y pequeños pinos orlaban sus márgenes.

—¡Qué hermoso! —dijo Jane.

—Bailemos alrededor como ninfas de los bosques —gritó Ana y dejó su cesta y extendió las manos.

Pero el baile no tuvo éxito porque el terreno estaba fangoso y a Jane se le salieron los zapatos de goma.

—Una no puede ser ninfa de los bosques si tiene que usar zapatos de goma —afirmó.

—Bueno, debemos bautizar este lugar antes de marcharnos —dijo Ana condescendiendo ante la lógica indiscutible de los hechos.

—Que cada una sugiera un nombre y lo echaremos a suertes. ¿Diana?

—«Laguna de los Abedules» —sugirió ésta rápidamente.

—«Lago de Cristal» —dijo Jane. Ana, de pie, detrás de ellas, imploró a Priscilla con los ojos que no dijera otro nombre de ese estilo, y Priscilla salió del paso con «Vaso Centellante». Y Ana eligió «El espejo de las Hadas».

Los nombres fueron escritos en tiras de corteza de abedul con un lápiz del colegio que Jane llevaba en el bolsillo, y los colocaron dentro del sombrero de Ana. Luego Priscilla cerró los ojos y escogió uno.

—«Lago de Cristal» —leyó Jane triunfalmente.

Y «Lago de Cristal» se llamó. Y si Ana pensó que la suerte le había jugado al charco una mala pasada, no lo dijo. Siguieron a través de la vegetación y llegaron a los pastos nuevos de la parte de atrás de la plantación del señor Silas Sloane. Cruzaron éste y se hallaron en la entrada de una senda que iba a parar a los bosques y decidieron explorarla también. Ésta premió su curiosidad con una sucesión de sorpresas. Primero bordearon el campo del señor Sloane y se encontraron con una huerta de cerezas silvestres en flor. Las jovencitas se colgaron los sombreros del brazo y adornaron sus cabezas con los mullidos capullos. Luego el camino dobló en ángulo recto y desembocó en un bosque de abetos tan espeso y oscuro que caminaban en medio de una penumbra como de anochecer, sin un resplandor de cielo o un rayo de sol.

—Aquí es donde viven los duendes malignos del bosque —murmuró Ana—. Son endiablados y maliciosos, pero no pueden hacernos daño porque estamos en primavera. Allí había uno que nos espiaba detrás de aquel ensortijado y viejo abeto, ¿no habéis visto un grupo en aquel gran hongo moteado que acabamos de pasar? Las hadas buenas siempre viven en los lugares soleados.

—Quisiera que hubiera hadas en realidad —dijo Jane—. ¿No sería estupendo que nos concedieran tres deseos… o aunque sea uno? ¿Qué pediríais si os concediera un deseo? Yo pediría ser rica, hermosa e inteligente.

—Yo desearía ser alta y esbelta —dijo Diana.

—Y yo, ser famosa —expresó Priscilla. Ana pensó en su cabello, pero en seguida consideró que no valía la pena.

—Yo pediría que fuera siempre primavera, en nuestro corazón y en nuestra vida —dijo.

—Pero eso —dijo Priscilla— sería desear que este mundo fuera como el cielo.

—Sólo como una parte del cielo. En las otras partes sería verano y otoño. Sí, y un poco invierno también. Creo que a veces también querría en el cielo campos brillantes por la nieve blanca. ¿Y tú, Jane?

—Yo…, yo no sé —dijo Jane incómoda. Jane era una buena muchacha, miembro de la iglesia, y que trataba concienzudamente de vivir para su profesión y de creer todo lo que le habían enseñado. Pero que, por eso mismo, nunca pensó en el cielo más de lo necesario.

—El otro día Minnie May me preguntó si en el cielo vamos a usar todos los días nuestros mejores vestidos —rio Diana.

—¿Y no le dijiste que sí? —preguntó Ana.

—¡Por Dios, claro que no! Le dije que allí no pensaríamos para nada en vestidos.

—Oh, yo creo que sí… un poquito —dijo Ana seriamente—. En toda la eternidad habría tiempo de sobra para ello sin descuidar otras cosas más importantes. Yo creo que todos llevaremos hermosos vestidos; o supongo que más bien debería decir túnicas. Primero querría usarlas rosa por unos cuantos siglos; eso me daría tiempo para que me cansara de él, estoy segura. Me gusta tanto el rosa; y nunca podré usarlo en este mundo.

Al pasar los abetos, el camino desembocaba en un pequeño claro bañado por el sol, donde un largo puente cruzaba el arroyo. Luego llegó la gloria de unas hayas iluminadas por el sol, donde el aire era como vino transparente y las hojas frescas y verdes, y el piso, un mosaico de flores y rayos de sol. Después, más cerezos silvestres y un pequeño valle de flexibles abetos, y luego una cuesta, tan empinada que las jóvenes perdieron el aliento al escalarla; pero cuando alcanzaron la cima y miraron al vacío, les aguardaba la más maravillosa de las sorpresas.

A lo lejos se veían los fondos de las granjas que daban al camino alto de Carmody. Justo delante de ellas, bordeado de hayas y abetos pero abierto hacia el sur, había un pequeño rincón y en él, un jardín o lo que una vez fue jardín. Lo rodeaba un muro de piedra cubierto de hierbas y musgo. A lo largo de la parte oriental, crecía un grupo de cerezos, blanco como una ventisca. Aún había huellas de viejos senderos y una doble hilera de rosales en el medio; pero el resto del terreno era una sábana amarilla y blanca de narcisos que se destacaban con sus etéreos capullos movidos por el viento sobre el fresco césped verde.

—¡Oh, qué hermoso! —exclamaron tres de las muchachas. Ana sólo miraba con elocuente silencio.

—¿Cómo es posible que alguna vez haya habido un jardín aquí? —dijo Priscilla asombrada.

—Debe ser el jardín de Hester Gray —dijo Diana—. He oído a mamá hablar de él, pero nunca lo había visto y no suponía que todavía pudiera existir. ¿Conoces la historia, Ana?

—No, pero el nombre me resulta familiar.

—Sí: lo has visto en el cementerio. Está enterrada en el rincón, bajo el álamo. Tú conoces la pequeña lápida marrón que tiene esculpidas dos puertas que se abren: «A la sagrada memoria de Hester Gray, 22 años de edad». Jordán Gray está enterrado junto a ella, pero no tiene lápida. Es raro que Marilla nunca te haya contado nada. Claro que ocurrió hace como treinta años y todos lo han olvidado.

—Bueno, si hay una historia, debemos escucharla —dijo Ana—. Sentémonos aquí entre los narcisos y que Diana la cuente. Vaya, chicas, hay cientos de narcisos… han crecido por todas partes. Parece como si el jardín estuviera alfombrado con rayos de luna y sol combinados. Éste es un descubrimiento que vale la pena. ¡Pensar que he vivido seis años a un par de kilómetros de este lugar sin haberlo visto! Adelante, Diana.

—Hace mucho tiempo —comenzó Diana— esta granja pertenecía al anciano señor David Gray. Él no vivía en ella. Vivía en la que ahora pertenece a Silas Sloane. Tenía un hijo, Jordán, quien un invierno se fue a trabajar a Boston y se enamoró de una joven llamada Hester Murray. Trabajaba en una tienda pero odiaba su tarea. Criada en el campo, siempre ansiaba regresar. Cuando Jordán le pidió que se casara con él, ella dijo que lo haría si la llevaba a algún lugar tranquilo donde sólo viera campos y árboles. De modo que la trajo a Avonlea. La señora Lynde dijo que él corría un gran riesgo al casarse con una yanqui, y es verdad que Hester era muy delicada y muy mala ama de casa; pero mamá dice que era muy bonita y dulce y que Jordán besaba el suelo que ella pisaba. Bueno, el señor Gray le dio a Jordán esta finca, el joven edificó una casita pequeña aquí detrás y la pareja vivió en ella durante cuatro años. Ella no salía mucho y nadie venía a verla excepto mamá y la señora Lynde. Jordán le hizo este jardín y ella estaba loca de alegría y pasaba aquí la mayor parte del tiempo.

»No era muy buena ama de casa, pero tenía un don especial para las flores. Y entonces enfermó. Mamá dice que cree que ya estaba tísica antes de llegar a Avonlea. Realmente nunca guardó cama, pero cada día se ponía más y más débil. Jordán no quiso que nadie viniera a ocuparse de ella. Lo hacía todo él y mamá cuenta que era tan delicado y amable como una mujer. Todos los días la envolvía en un chal y la llevaba al jardín, donde yacía en un banco completamente feliz. Dicen que todas las mañanas y las noches hacía que Jordán se arrodillara a su lado y rezaban para que la muerte la sorprendiera en el jardín. Y su súplica llegó a los cielos. Un día Jordán la sentó en el banco, recogió todas las rosas que había y las desparramó sobre ella y ella le sonrió… y cerró los ojos… y eso —concluyó Diana suavemente— fue el final.

—¡Qué historia tan tierna! —suspiró Ana enjugando sus lágrimas.

—¿Qué fue de Jordán? —preguntó Priscilla.

—Después de la muerte de Hester, vendió la granja y se fue a Boston. El señor Jabez Sloane compró la finca y transportó la casita hacia el camino. Jordán murió diez años después y fue traído a Avonlea y enterrado junto a Hester.

—No puedo entender cómo podía querer vivir aquí, lejos de todo —dijo Jane.

—Oh, yo eso puedo entenderlo con facilidad —dijo Ana inmediatamente—. Yo no podría desearlo por una cosa muy sencilla, pues aunque amo los campos y los bosques, también quiero a la gente. Pero puedo comprenderlo en Hester. Ella estaba mortalmente cansada del ruido de la gran ciudad y del ir y venir de las gentes. Sólo deseaba escapar de todo eso hacia algún lugar apacible, verde y amistoso, donde poder descansar. Y tuvo justamente lo que deseaba, cosa que creo que consiguen muy pocas personas. Antes de morir pasó cuatro años maravillosos, cuatro años de perfecta felicidad, de modo que creo que debemos envidiarla más que compadecerla; y cerrar los ojos y quedarse dormida entre rosas con el ser que ha querido más en el mundo, sonriente… ¡oh, me parece maravilloso!

 

—Ella plantó esos cerezos —dijo Diana—. Le dijo a mamá que no viviría para comer sus frutos pero que quería pensar que algo que había plantado seguiría viviendo y ayudando a hacer el mundo más hermoso después de su muerte.

—Estoy tan contenta de haber venido por aquí —dijo Ana con los ojos brillantes—. Es mi cumpleaños adoptivo y este jardín y su historia son mi regalo. ¿Ha dicho alguna vez tu madre cómo era Hester Gray, Diana?

—No… sólo que era bonita.

—Casi me alegro, pues puedo imaginármela sin que estorbe la realidad. Pienso que era muy ligera y pequeña, de suaves y ondulados cabellos negros; grandes, dulces y tímidos ojos castaños y pensativo y pálido rostro.

Las jóvenes dejaron sus cestas en el jardín de Hester y pasaron el resto de la tarde vagabundeando por los bosques y campos que lo rodeaban, descubriendo lindos rincones y senderos. Cuando tuvieron hambre comieron en el lugar más bonito de todos… sobre la empinada margen de un arroyuelo, donde los abedules se alzaban sobre la hierba. Las muchachas se sentaron contra las raíces e hicieron justicia a las maravillas de Ana; hasta los poco poéticos emparedados fueron muy apreciados por los voraces apetitos estimulados por el aire fresco y por el ejercicio. Ana había llevado vasos y limonada para sus invitadas, pero por su parte bebió agua fría del arroyo con un cubo hecho de corteza de abedul. El cubo goteaba y el agua sabía a tierra, como ocurre siempre con el agua de los arroyos en primavera; pero, para la ocasión, Ana lo encontraba más apropiado que la limonada.

—¡Mirad ese poema! —dijo repentinamente, señalando con el dedo.

—¿Dónde? —Jane y Diana miraban como si esperaran ver rimas rúnicas en los abedules.

—Allí… abajo, en el arroyo… ese viejo leño verde y musgoso con el agua que corre por encima y ese haz de rayos de sol que cae justamente contra él y se sumerge en el charco. ¡Oh, es el poema más hermoso que he visto!

—Yo más bien lo llamaría cuadro —dijo Jane—. Un poema tiene estancias y versos.

—Oh, no, querida —Ana sacudió su cabeza coronada con cerezo silvestre—. Las estancias y versos son sólo las vestiduras de un poema, así como tus volantes y frunces no son realmente tú, Jane. El verdadero poema está en el alma que hay en él… y ese hermoso trozo es el alma de un poema no escrito. No se ve un alma todos los días… ni siquiera la de un poema.

—Me pregunto a qué se parecerá un alma, un alma de persona —dijo Priscilla soñadoramente.

—Yo diría que a eso —dijo Ana señalando un radiante rayo de sol que brillaba a través de un abedul—. Sólo que con rasgos y formas. Me gustan las almas graciosas hechas de luz. Y algunas están atravesadas por manchas rosadas y estremecimientos… otras tienen un suave brillo como rayos de luna sobre el mar… y otras son pálidas y diáfanas como niebla y amanecer.

—Una vez leí que las almas eran como flores —dijo Priscilla.

—Entonces la tuya es como un dorado narciso —dijo Ana—, y la de Diana como una rosa muy roja. Y la de Jane como un capullo de manzano, rosa, edificante y dulce.

—Y la tuya una violeta blanca, con listas rojas en el corazón —concluyó Priscilla.

Jane le susurró a Diana que ella no podía entender de qué estaban hablando.

Las jovencitas regresaron a casa a la luz de un tranquilo y dorado atardecer, con las cestas llenas de narcisos del jardín de Hester; Ana llevó unos cuantos al cementerio al día siguiente y los puso sobre su tumba.

Los petirrojos silbaban en los pinos y las ranas cantaban en los pantanos. Todos los valles estaban bordeados por una luz topacio y esmeralda.

—Bueno, después de todo, hemos pasado un rato agradable —dijo Diana, como si hubiera esperado todo lo contrario cuando saliera.

—Ha sido un día dorado —dijo Priscilla.