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100 Clásicos de la Literatura

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—Marilla la lavó ayer, y la señora Wiggins me fregó con jabón duro el día del funeral. Es bastante para una semana. No veo la ventaja de estar tan limpio. Es muchísimo más cómodo estar sucio.

—Paul Irving se lava la cara todos los días por su propia voluntad —dijo Ana astutamente.

Davy vivía en «Tejas Verdes» desde hacía poco más de cuarenta y ocho horas, pero ya adoraba a Ana; y odiaba a Paul Irving desde que oyera a Ana alabarle con entusiasmo al día siguiente de su llegada. Si Paul Irving se lavaba todos los días, eso arreglaba el asunto. Él, Davy Keith, lo haría también, aunque se muriera. La misma consideración lo hizo someterse mansamente a otros detalles del arreglo personal y, cuando todo hubo terminado, parecía un chico guapo. Ana casi sintió orgullo maternal cuando le condujo al viejo banco de los Cuthbert.

Davy se comportó bastante bien al comienzo, ocupado en mirar de reojo a los pequeños y en descubrir cuál era Paul Irving. Los dos primeros himnos y el primer Evangelio pasaron sin novedad. El señor Alian se hallaba predicando cuando se produjo la hecatombe.

Lauretta White estaba sentada delante de Davy, con la cabeza ligeramente inclinada y el cabello que caía en dos largas trenzas, entre las cuales se veía la tentadora línea de su blanco cuello, rodeado de encaje. Lauretta era una niña de ocho años, regordeta y de aspecto plácido, que se conducía irreprochablemente en la iglesia ya desde el primer día en que su madre la llevó, cuando tenía sólo seis meses.

Davy echó mano a su faltriquera y extrajo… una oruga, peluda y serpenteante. Marilla le vio y quiso detenerle, pero era demasiado tarde. Davy la dejó caer en el cuello de Lauretta.

En mitad del sermón del señor Alian se oyeron unos gritos desgarradores. El ministro se detuvo sorprendido y abrió los ojos. Todas las cabezas de la congregación se alzaron. Lauretta White bailaba una especie de danza en su banco, rascándose frenéticamente la espalda.

—¡Oh, mami… mamita… Oh… sácala… oh… sácala… oh… ese nene malo me la puso en el cuello… oh… mami… está cada vez más abajo… oh… oh…!

La señora White se puso en pie y con cara rígida sacó a la histérica Lauretta de la iglesia. Sus gritos se perdieron en la distancia y el señor Alian continuó con el sermón. Pero todos tuvieron la sensación de que aquello había fracasado. Por primera vez en su vida, Malilla no siguió el texto y Ana se sentó con las mejillas arreboladas por la mortificación.

Cuando regresaron a casa, Marilla acostó a Davy y le obligó a quedarse así todo el día. No le dio comida alguna, excepto té con pan y mantequilla. Ana se lo sirvió y se sentó tristemente a su lado, mientras él comía con aspecto poco arrepentido. Pero la mirada de reproche de Ana le turbaba.

—Supongo —dijo reflexivamente— que Paul Irving no hubiera dejado caer una oruga en el cuello de una niña estando en la iglesia; ¿no es así?

—Desde luego que no —dijo Ana, tristemente.

—Bueno, entonces siento un poco haberlo hecho —concedió Davy—. Pero era una bonita oruga… la cogí en los escalones de la capilla cuando entramos. Me daba pena que se perdiera. Dime, ¿no era divertido oír gritar a esa nena?

La Sociedad de Ayuda se reunió el martes por la tarde en «Tejas Verdes». Ana se apresuró a regresar a casa desde la escuela, pues sabía que Marilla necesitaría cuanta ayuda pudiera darle. Dora, pulcra y correcta, con su vestido blanco bien almidonado y una faja negra, estaba sentada en la sala con los miembros de la Sociedad; respondía formalmente cuando le hablaban, y se quedaba callada cuando no, y en todo momento se comportaba como una niña modelo. Davy, horriblemente sucio, estaba en el establo jugando con barro.

—Le dije que podía hacerlo —dijo Marilla apesadumbrada—. Pensé que así no haría algo peor. De esa forma sólo se ensucia. Terminaremos de tomar el té antes de llamarle para que tome el suyo. Dora puede estar con nosotras, pero jamás me atrevería a dejar sentar a la mesa a Davy con toda esta gente aquí.

Cuando Ana fue a avisar a los invitados que el té estaba preparado, no halló a Dora en la sala. La señora de Jasper Bell dijo que Davy la había llamado desde la puerta. Una rápida consulta con Marilla en la despensa dio como resultado la decisión de hacer tomar el té juntos, más tarde, a ambos niños.

El té estaba casi concluido cuando el comedor fue invadido por una desesperada figura. Marilla y Ana miraron con desmayo y las visitantes con sorpresa. ¿Podría eso ser Dora, esa cosa indescriptible y llorosa con un vestido empapado y goteante y unos cabellos desde los que caía el agua sobre la nueva alfombra de Marilla?

—Dora, ¿qué te ha ocurrido? —gritó Ana, echando una mirada culpable a la señora de Jasper Bell, de quien se decía que su familia era la única en el mundo a la que nunca ocurrían accidentes.

—Davy me hizo caminar por la cerca de la pocilga —lloriqueó Dora—. Yo no quería, pero él me llamó miedosa y me caí en la pocilga y se me ensució el vestido y el cerdo se me echó encima. Mi vestido estaba horrible, pero Davy dijo que si me ponía bajo la bomba, el agua me limpiaría y yo me puse allí y él bombeó, pero el vestido no está limpio y mi faja y mis zapatos están echados a perder.

Ana hizo sola los honores de la mesa, mientras Marilla vestía nuevamente a Dora con sus antiguas ropas. Davy fue atrapado y enviado a la cama sin cenar. Ana fue a su habitación al caer la tarde y le habló seriamente. Éste era un método que le merecía mucha fe, aunque no justificado por completo por los resultados. Le dijo que se sentía muy avergonzada por su conducta.

—También yo lo estoy ahora —admitió Davy—, pero lo malo es que siempre siento las cosas después de haberlas hecho. Dora no me ayudó a jugar con el barro porque tenía miedo de ensuciarse y eso me hizo enfadar. Supongo que Paul Irving no hubiera hecho caminar a su hermana por la cerca de la pocilga si hubiera sabido que se caería.

—No, ni siquiera lo hubiera soñado. Paul es un perfecto caballerito.

Davy cerró fuertemente los ojos y pareció pensarlo un rato. Entonces echó sus brazos al cuello de Ana, hundiendo su carita arrebolada en el hombro de la muchacha.

—Ana, ¿no me quieres un poquito, aunque no sea tan bueno como Paul?

—Sí —dijo Ana sinceramente. Le era imposible no querer a Davy—. Pero te querría más si no fueses tan malo.

—Yo… yo hice algo más hoy —siguió Davy en voz baja—. Ahora lo siento, pero tengo muchísimo miedo de decírtelo. ¿No te enfadarás mucho? ¿Y no se lo dirás a Marilla?

—No sé, Davy, quizá deba decírselo. Pero creo que puedo prometerte no hacerlo si tú me das tu palabra de que nunca lo volverás a hacer.

—No, no lo haré más. De cualquier manera, no es probable que encuentre otro este año. Éste lo hallé en los escalones del sótano.

—Davy, ¿qué es lo que has hecho?

—Puse un sapo en la cama de Marilla. Puedes ir y sacarlo si quieres. Pero dime, Ana, ¿no sería gracioso dejarlo allí?

—¡Davy Keith! —Ana se escapó de entre los brazos del niño y atravesó el vestíbulo corriendo rumbo al dormitorio de Marilla. La cama se encontraba ligeramente arrugada. Retiró las sábanas rápidamente y apareció el sapo observándola parpadeante, debajo de una almohada.

—¿Cómo haré para sacar este horrible bicho? —murmuró Ana con un estremecimiento. Pensó en la pala para la leña y se deslizó abajo a buscarla mientras Marilla estaba ocupada en la despensa. Ana tuvo bastantes inconvenientes en su tarea de transportar el sapo escaleras abajo, pues éste saltó fuera de la pala tres veces y una de ellas Ana pensó que lo había perdido en el vestíbulo. Por fin, cuando lo depositó en la huerta, exhaló un largo suspiro de alivio.

—Si Marilla lo supiera, nunca en su vida volvería a meterse tranquila en la cama. Estoy muy contenta de que ese pecador se haya arrepentido a tiempo. Ahí está Diana haciéndome señas desde su ventana. Me alegro. Siento verdadera necesidad de un poco de diversión, pues con Anthony Pye en la escuela y Davy Keith en casa, mis nervios ya han sufrido todo lo que pueden soportar en un día.

CAPÍTULO NUEVE

Una cuestión de color

—Esa vieja chismosa de Rachel Lynde estuvo hoy otra vez aquí importunándome para que contribuyera para comprar una alfombra nueva para la sacristía —dijo el señor Harrison airadamente—. Es la mujer que más detesto de todas las que conozco. Puede condensar en sus palabras todo un sermón, texto, comentario y aplicación, y arrojarlo como un ladrillo.

Ana, que estaba sentada sobre el borde de la galería disfrutando del encanto del suave viento del oeste que soplaba a través del campo recién arado, en el gris atardecer de noviembre, silbando una exquisita melodía entre los enroscados abetos detrás del jardín, volvió su rostro soñador.

—La dificultad está en que usted y la señora Lynde no se entienden —explicó—. Ése es el error de siempre cuando dos personas no se gustan. A mí tampoco me gustó la señora Lynde al principio; pero en cuanto comencé a comprenderla, aprendí.

—La señora Lynde puede ser del gusto de algunas gentes, pero yo no iba a seguir comiendo bananas porque me dijeran que iba a aprender a que me gustaran si lo hacía —gruñó el señor Harrison—. Y en cuanto a comprenderla, entiendo que es una entrometida consumada, y así se lo dije.

—Oh, eso debe haber herido mucho sus sentimientos —dijo Ana en tono de reproche—. ¿Cómo pudo decir algo semejante? Yo le dije algunas cosas terribles a la señora Lynde hace mucho tiempo, pero fue porque me encontraba fuera de mis casillas. No podría haberlas dicho deliberadamente.

—Era la verdad, y yo siempre la digo a quienquiera que sea.

—Pero usted no dice toda la verdad —objetó Ana—. Sólo expresa la parte desagradable de ella. Por ejemplo, usted me ha dicho una docena de veces que mi cabello es rojo, pero nunca ha dicho que tengo una bonita nariz.

 

—Me atrevería a afirmar que eso ya lo sabe sin necesidad que se lo diga —rio el señor Harrison.

—También sé que tengo cabello colorado… aunque está mucho más oscuro que antes… de modo que tampoco hay necesidad de que me lo estén diciendo.

—Bueno, bueno, trataré de no volver a mencionarlo, ya que es tan sensible. Debe perdonarme, Ana. He adquirido la costumbre de ser franco y la gente no debe hacerme caso.

—Pero es que no se puede dejar de tener en cuenta. Y no ayuda en nada el hecho de que sea un hábito. ¿Qué pensaría usted de una persona que anduviera pinchando a la gente con agujas y alfileres y diciendo «Perdóneme, no haga caso… es simplemente una costumbre mía», creería que está loco, ¿no es cierto? Y en cuanto a que la señora Lynde es una entrometida, puede que sí. ¿Pero le ha dicho usted que tiene un gran corazón, que siempre ayuda a los pobres y que nunca dice una palabra cuando Timothy Cortón le roba una escudilla de manteca y le dice a su esposa que la ha comprado? La señora Cortón protestó la primera vez que se encontraron diciendo que sabía a nabos y la señora Lynde sólo le dijo que lamentaba mucho que hubiera salido tan mala.

—Supongo que tiene algunas cualidades —concedió el señor Harrison de mala gana—. La mayoría de las personas las tienen. Hasta yo mismo, aunque no lo parezca. Pero de cualquier modo, no voy a dar nada para la alfombra. Me parece que aquí la gente está siempre pidiendo dinero. ¿Qué tal va su proyecto de pintar el edificio?

—Estupendamente. Tuvimos una reunión de la S. F. A. el viernes por la noche y nos encontramos con que tenemos suficiente dinero para pintar el edificio y también para retejar el techo. La mayoría de las personas contribuyeron generosamente, señor Harrison.

Ana era una chica muy dulce pero sabía ser irónica cuando lo requería la ocasión.

—¿De qué color van a pintarlo?

—Nos hemos decidido por un verde muy bonito. Claro está que el techo será rojo oscuro. El señor Roger Pye va a traer hoy la pintura de la ciudad.

—¿Quién hace el trabajo?

—El señor Joshua Pye, de Carmody. Ya casi ha concluido con el tejado. Tuvimos que darle a él el trabajo, porque todos los Pye… y usted sabe que son cuatro familias… dijeron que no darían ni un centavo a menos que se encargara a Joshua la tarea. Habían reunido doce dólares entre todos y nos pareció que era demasiado dinero para perderlo, aunque algunas personas creen que no debimos haber cedido ante los Pye. La señora Lynde dice que tratan de manejarlo todo.

—La principal cuestión es si este Joshua hace bien el trabajo. Si lo hace, no tiene importancia a qué familia pertenece.

—Tiene buena reputación como trabajador, aunque dicen que es un hombre muy peculiar. Apenas habla.

—Entonces es muy peculiar —dijo el señor Harrison secamente—. O por lo menos las gentes de aquí lo llamarán así. Yo nunca tuve mucho de charlatán hasta que vine a Avonlea, y entonces tuve que comenzar a hablar en defensa propia o la señora Lynde hubiera dicho que era mudo y habría iniciado una suscripción para enseñarme a hablar por señas. ¿Ya se va, Ana?

—Debo hacerlo. Tengo que remendar algo para Dora esta tarde. Además Davy probablemente esté enloqueciendo a Marilla con alguna nueva travesura. Esta mañana lo primero que dijo fue: «¿Adónde va la oscuridad, Ana? Quiero saberlo». Le dije que iba dando la vuelta por la otra parte del mundo, pero después del desayuno declaró que no era así… que se metía en el pozo. Marilla dice que hoy lo encontró cuatro veces colgado del brocal tratando de alcanzar la oscuridad.

—Es un diablillo —declaró el señor Harrison—. Ayer vino hasta aquí y arrancó seis plumas de la cola de Ginger antes de que yo pudiera salir del establo. El pobre bicho ha quedado atontado desde entonces. Esos chicos deben ser un terrible problema para ustedes.

—Todo lo que vale la pena tener da algún trabajo —dijo Ana, resolviendo secretamente perdonar a Davy su próxima travesura, fuera lo que fuera, por haberla vengado de Ginger.

El señor Roger Pye llevó la pintura para esa misma noche y Joshua Pye, un hombre rudo y taciturno, comenzó a pintar al día siguiente. No fue molestado en su tarea. El edificio estaba situado en lo que llamaban «el camino bajo». A fines de otoño, este camino estaba siempre húmedo y lleno de barro y la gente iba a Carmody por el camino «alto». El edificio se encontraba tan estrechamente rodeado de bosques de pinos que resultaba invisible a menos que se estuviera muy cerca. El señor Joshua Pye pintó en medio de la soledad e independencia tan gratas a su insociable corazón.

El viernes por la tarde terminó el trabajo y se fue a su casa en Carmody. Poco después de su partida la señora Rachel Lynde desafió el barro del camino y, llevada por la curiosidad, fue a ver qué parecía el edificio con nueva pintura. Cuando dobló la curva de los abetos lo vio.

Y lo que vio afectó a la señora Lynde singularmente. Soltó las riendas, juntó las manos y exclamó, mirando como si no creyera a sus propios ojos:

—¡Providencia bendita!

Luego se echó a reír casi histéricamente.

—Debe haber algún error… tiene que haberlo. Yo sabía que esos Pye se harían un lío.

La señora Lynde volvió a su casa y contó a cuantas personas encontró por el camino lo acontecido con el edificio. La noticia se extendió como la pólvora. Gilbert Blythe, que se hallaba en su casa estudiando, lo oyó de labios de un empleado de su padre y corrió sin respiro hasta «Tejas Verdes» encontrándose en el camino con Fred Wright. Hallaron a Diana Barry, Jane Andrews y Ana Shirley, que eran la desgracia personificada, en el patio de «Tejas Verdes» bajo los grandes sauces sin hojas.

—Seguro que no es verdad, Ana —exclamó Gilbert.

—Es verdad —respondió Ana, que parecía la musa de la tragedia—. La señora Lynde vino a decírmelo de regreso de Carmody. ¡Oh, es simplemente horrible! De qué vale preocuparse por mejorar algo.

—¿Qué es lo horrible? —preguntó Oliver Sloane que llegaba en ese momento con una caja de cartón que traía de la ciudad para Marilla.

—¿No te has enterado? —dijo Jane coléricamente—. Bueno, pues simplemente esto: Joshua Pye ha pintado nuestro edificio de azul, en vez de verde… un azul brillante del tono que se usa para pintar carros y carretillas. Y la señora Lynde dice que es el color más espantoso que pueda imaginarse para un edificio, especialmente, combinado con techo rojo. Cuando lo oí, me podrían haber derribado con una pluma. Es desesperante, después de todos los inconvenientes que tuvimos.

—¿Cómo diablos pudo haber sucedido algo semejante? —gimió Diana.

La culpa de este imperdonable desastre finalmente cayó sobre los Pye. Los «fomentadores» habían decidido usar pinturas Morton-Harris y los botes de esta pintura estaban numerados de acuerdo a los colores del muestrario. Un comprador elegía el tono en el muestrario y lo encargaba según el número correspondiente. El 147 era el que correspondía al verde deseado y cuando el señor Roger Pye les mandó decir a los «fomentadores» con su hijo John Andrew que iba a la ciudad y que les traería la pintura, éstos le dijeron que querían el 147. John Andrew siempre lo negó, pero el señor Roger Pye declaró firmemente que su hijo le había dicho 157; de ahí el error.

Aquella noche reinó la consternación en las casas de Avonlea donde vivía algún «fomentador». La tristeza en «Tejas Verdes» era tan intensa que incluso sosegó a Davy. Ana lloraba sin consuelo.

—Debo llorar, aun cuando casi tenga diecisiete años, Marilla —gimió—. Es tan mortificante. Y es el toque de difuntos para nuestra sociedad. Seremos el hazmerreír de todo el pueblo.

Sin embargo, en la vida, como en los sueños, las cosas a menudo suceden al contrario. La gente de Avonlea no se rio; se enfadó muchísimo. Habían puesto su dinero para pintar el edificio y consecuentemente se sentían terriblemente agraviados por el error. La indignación popular se centralizó en los Pye. Roger Pye y John Andrew habían estropeado el asunto entre los dos; y en cuanto a Joshua Pye, debía ser tonto de nacimiento para no sospechar que había algún error cuando abrió las latas y vio el color de la pintura. Ante estas críticas, Joshua Pye replicó que el gusto de Avonlea en cuanto a colores no era asunto suyo, cualquiera fuera su opinión al respecto; que él había sido contratado para pintar, no para discutir sobre el color, y que estaba decidido a cobrar por su trabajo. Los «fomentadores» le pagaron con amargura en el corazón después de haber consultado al señor Peter Sloane, que era juez de Paz.

—Tendrán que pagarle —les dijo Peter—. No pueden hacerlo responsable por el error desde el momento en que él sostiene que nunca se le dijo de qué color era la pintura sino que le entregaron los botes y se le encomendó la tarea. Pero es una terrible vergüenza y ese edificio realmente está espantoso.

Los desgraciados «fomentadores» pensaban que la gente de Avonlea tendría más prejuicios que nunca en su contra, pero en cambio, la simpatía pública se volcó en su favor. La gente pensó en el vehemente y entusiasta grupo que había trabajado tan duro por llevar a cabo un proyecto tan mal terminado. La señora Lynde les dijo que siguieran adelante y demostraran a los Pye que realmente había gente en el mundo que podía hacer las cosas sin equivocarse. El señor Major Spencer les mandó decir que sacaría todos los troncos que había a lo largo del camino frente a su granja y lo cubriría de césped, a sus propias expensas. Y la señora de Hiram Sloane fue un día a la escuela y llamó a Ana misteriosamente al vestíbulo, para decirle que si la «sociedad» quería plantar geranios en el cruce de los caminos para la primavera, no debían preocuparse por su vaca, pues ella se encargaría de que el vagabundo animal se mantuviera dentro de los límites convenientes. Hasta el señor Harrison rio en privado si es que a eso se le podía llamar risa, pero aparentemente era todo simpatía.

—No importa, Ana; la mayoría de las pinturas se ponen cada vez más feas, pero ese azul es tan feo desde el principio, que puede que se ponga mejor cuando se decolore con el tiempo. Y el techo está muy bien retejado y pintado. Ahora, la gente podrá sentarse en el salón cuando llueva sin temor a las goteras. De cualquier modo, habéis conseguido muchísimo.

—Pero el edificio azul de Avonlea será objeto de burlas en todos los pueblos vecinos de ahora en adelante —dijo Ana amargamente.

Y debe confesarse que así fue.

CAPÍTULO DIEZ

Davy busca sensaciones

Mientras regresaba a casa caminando desde la escuela, a través del Camino de los Abedules, Ana se sentía convencida de que la vida era muy hermosa. Aquel día había sido bueno; todo había transcurrido bien en su pequeño reino. St. Clair Donnell no se había peleado con ninguno de los otros muchachos a causa de su nombre; la cara de Prillie Rogerson se hallaba tan hinchada por culpa del dolor de muelas, que no trató de coquetear ni una vez con sus vecinos. Barbara Shaw sólo tuvo un accidente: derramó el agua sobre el piso; y Anthony Pye no asistió a clase.

—¡Qué hermoso ha sido este mes de noviembre! —dijo Ana, que no se había librado del todo de su infantil costumbre de hablar sola—. Noviembre es generalmente un mes tan desagradable; es como si el año se diera cuenta de improviso de que se está volviendo viejo y se pusiera a llorar. Este año envejeció grácilmente, igual que una augusta anciana que sabe que puede ser encantadora a pesar de sus cabellos grises y de sus arrugas. Hemos tenido hermosos días y deliciosos crepúsculos. Estos últimos quince días han sido muy pacíficos y hasta Davy se ha portado casi bien. Creo que está progresando mucho. Qué tranquilos están hoy los bosques… sin un murmullo excepto el susurrar del viento entre las copas. Parece como resaca en una playa lejana. ¡Qué bellos son los bosques! ¡Hermosos árboles, os amo a cada uno de vosotros como si fuerais un amigo!

Ana se detuvo para abrazar un abedul y besar su corteza. Diana, que la vio al dar la vuelta al sendero, rio.

—Ana Shirley, tú pretendes hacernos creer que has crecido. Creo que cuando estás sola eres tan infantil como antes.

—Bueno, uno no puede librarse de improviso de la costumbre de ser niña —dijo Ana alegre—. He sido niña durante catorce años y llevo apenas tres de persona mayor. Creo que siempre me sentiré niña en los bosques. Estos paseos a casa desde el colegio son casi el único momento para soñar, exceptuando esa media hora más o menos antes de dormir. Estoy tan atareada enseñando, estudiando y ayudando a Marilla con los mellizos, que no tengo otro momento para la imaginación. Tú no sabes qué espléndidas aventuras tengo durante un rato después de acostarme, cada noche. Siempre imagino que soy alguien muy brillante, espléndido y triunfador… una gran prima donna o una enfermera de la Cruz Roja, o una reina. Anoche fui una reina. Se puede tener toda la diversión sin los respectivos inconvenientes y se puede dejar de ser una reina cuando se desea, cosa que no ocurre en la vida real. Pero aquí, en los bosques, prefiero imaginar cosas bastante distintas. Soy una dríada que vive en un viejo pino o un pequeño duende del bosque que se oculta bajo una hoja arrugada. Ese abedul que me viste besar es una hermana mía. La única diferencia es que ella es un árbol y yo un ser humano, pero la desigualdad no es muy grande. ¿A dónde ibas, Diana?

 

—A casa de los Dickson. Prometí a Alberta que la ayudaría a cortar su nuevo vestido. ¿Puedes ir allí más tarde y acompañarme de regreso a casa, Ana?

—Puedo… ya que Fred Wright no está en el pueblo —dijo Ana, con expresión inocente.

Diana enrojeció, movió la cabeza y se marchó. Sin embargo, no parecía ofendida.

Ana tenía la intención de ir a casa de los Dickson aquella noche, pero no fue. Cuando llegó a «Tejas Verdes» se encontró con un estado de cosas que desvaneció de su mente cualquier otro pensamiento. Marilla, con los ojos fuera de las órbitas, la esperaba en el patio.

—¡Ana, Dora se ha perdido!

—¡Dora! ¡Perdida! —Ana miró a Davy que movía el portón y descubrió diversión en sus ojos—. Davy, ¿sabes tú dónde está?

—No, no lo sé —respondió el niño tercamente—. No la he visto desde la hora del almuerzo, te lo juro.

—He estado fuera desde la una —dijo Marilla—. Thomas Lynde se puso enfermo de improviso y Rachel me mandó buscar. Cuando me fui, Dora estaba jugando con su muñeca en la cocina y Davy andaba en el establo, entre el barro. Hace apenas media hora que he regresado y no se ve a Dora por ninguna parte. Davy dice que no la ha visto desde que me fui.

—Así es —aseguró éste firmemente.

—Debe andar por alguna parte —dijo Ana—. Nunca se iría sola muy lejos; ya sabe lo tímida que es. Quizás esté durmiendo en una de las habitaciones.

Marilla negó con la cabeza.

—He recorrido toda la casa. Pero puede que esté en alguno de los edificios.

Llevaron a cabo un cuidadoso registro. Cada rincón de la casa, del campo y de los edificios auxiliares fue revisado por aquellas dos aturdidas criaturas. Ana recorrió los huertos y el Bosque Embrujado, gritando el nombre de Dora. Marilla cogió una vela y exploró el sótano. Davy las acompañó por turno, sugiriendo multitud de lugares donde pudiera estar. Finalmente, se volvieron a encontrar en el patio.

—Es de lo más misterioso —gimió Marilla.

—¿Dónde puede estar? —dijo Ana desesperada.

—Quizá se cayó al pozo —sugirió Davy alegremente.

Ana y Marilla se miraron asustadas. Ese pensamiento les había perseguido durante toda la búsqueda, pero no se atrevieron a decirlo.

—Puede que sí —murmuró Marilla.

Ana, sintiéndose a punto de desmayar, fue al brocal y miró. El balde estaba dentro, en su repisa. Abajo, lejos, brillaba el agua quieta. El pozo de los Cuthbert era el más profundo de Avonlea. Si Dora… pero Ana no podía enfrentarse a la idea. Se estremeció y volvió.

—Ve a buscar al señor Harrison —dijo Marilla retorciéndose las manos.

—El señor Harrison y John Henry no están. Han ido a la ciudad. Iré a buscar al señor Barry.

El señor Barry llegó con una larga cuerda que tenía en su extremo algo así como una garra metálica, que fuera en sus tiempos una horquilla para hierba. Marilla y Ana miraban, muertas de miedo, mientras el señor Barry rastreaba el pozo y Davy, a horcajadas sobre la puerta, observaba el grupo con una cara que indicaba una gran diversión.

Finalmente, el señor Barry sacudió la cabeza con aire aliviado.

—No puede estar aquí. Sin embargo, es muy curioso dónde puede haberse ido. Venga aquí, joven, ¿está seguro de no tener idea de dónde está su hermana?

—Le he dicho una docena de veces que no —dijo Davy con aire ofendido—. Quizá un mendigo vino y la robó.

—Tonterías —dijo Marilla secamente, aliviada del terrible temor del pozo—. Ana, ¿crees que se pudo quedar en lo del señor Harrison? No ha hecho más que hablar de la cotorra desde que la llevaste a verla.

—No puedo creer que Dora se aventure a ir tan lejos ella sola, pero iré a ver.

Nadie miraba en ese momento a Davy, pues de lo contrario hubieran percibido un cambio decisivo en su cara. Bajó muy calladamente de la puerta y corrió, con toda la rapidez que le permitían sus gordas piernas, al establo.

Ana cruzó apresuradamente el campo en dirección a la casa de Harrison, sin muchas esperanzas. La casa estaba cerrada con llave, las persianas echadas y no había signo de vida en el lugar. Se detuvo en la galería y llamó a Dora.

Ginger, en la cocina, chilló y juró con fiereza repentina, pero entre sus chillidos, Ana oyó un quejumbroso grito desde el pequeño cobertizo del patio que servía de depósito de herramientas al señor Harrison. Ana corrió hasta la puerta, la abrió y halló a una desgraciada mortal con cara llorosa sentada desamparadamente encima de un puñado de clavos.

—¡Oh, Dora, Dora, qué susto nos has dado! ¿Cómo has venido a parar aquí?

—Davy y yo vinimos a ver a Ginger —sollozó Dora—, pero no le pudimos ver; Davy sólo la hizo jurar golpeando la puerta. Entonces me trajo aquí, salió corriendo y cerró la puerta y yo no pude salir. Lloré y lloré; tenía mucho miedo, y ahora tengo hambre y frío; creí que nunca vendrías, Ana.

—¿Davy? —Pero Ana no pudo decir nada más. Llevó a Dora a casa con el corazón dolorido. Su alegría al encontrar a la niña sana y salva fue ahogada por el dolor ante el comportamiento de Davy. La hazaña de encerrar a Dora podía ser perdonada con facilidad. Pero Davy había mentido… a sangre fría. Ésa era la triste realidad y Ana no podía cerrar los ojos ante ella. Se hubiera puesto a llorar de desilusión. Había llegado a querer mucho al niño… nunca hasta ahora había sabido cuánto… y la hería terriblemente descubrir que era culpable de una mentira deliberada.

Marilla escuchó el relato en un silencio que no presagiaba nada bueno para Davy. El señor Barry se rio y dijo que el pequeño debía ser tratado sin contemplaciones. Cuando aquél se hubo marchado, Ana consoló y arropó a la llorosa y temblequeante Dora, le dio la cena y la acostó. Entonces regresó a la cocina, justo cuando Marilla entraba ceñuda, trayendo a tirones al renuente y sucio Davy, a quien encontrara escondido en el más oscuro rincón del establo. Le puso sobre el felpudo en medio del suelo y fue a sentarse junto a la ventana del este. Ana estaba sentada junto a la ventana del oeste. Y entre ambas, de pie, el reo. Su espalda daba a Marilla y era una espalda asustada, mansa, sumisa. Pero su cara estaba vuelta hacia Ana y, aunque avergonzada, en ella brillaba una lucecita de camaradería, como si supiera que se había portado mal y que sería castigado por ello, pero contaba con Ana para reírse de todo más tarde.

Pero en los ojos grises de Ana no halló ni siquiera la sombra de una sonrisa, como había ocurrido en otras ocasiones. Ahora había algo más… algo feo y repulsivo.

—¿Cómo te puedes portar así, Davy? —preguntó tristemente.

Davy se agitó incómodo.

—Lo hice nada más que por divertirme. Todo ha estado tan terriblemente tranquilo por aquí, que creí que sería divertido dar un buen susto; y lo fue.