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100 Clásicos de la Literatura

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CAPÍTULO CUATRO

Opiniones contrarias

Una tarde, al caer el sol, Jane Andrews, Gilbert Blythe y Ana Shirley vagaban junto a una cerca a la sombra de las ramas de los abetos que el viento agitaba suavemente, allí donde un atajo conocido como el Camino de los Abedules llegaba al camino real. Jane había ido a pasar la tarde con Ana, quien la acompañaba parte del camino de regreso; junto a la cerca encontraron a Gilbert y, en aquel momento, los tres estaban charlando sobre el funesto mañana, pues ese mañana era el primero de septiembre y comenzaban las clases. Jane iría a Newbridge y Gilbert a White Sands.

—Tenéis una ventaja sobre mí —suspiró Ana—. Enseñaréis a niños que no os conocen, pero yo tengo por alumnos a mis propios condiscípulos y la señora Lynde dice que tiene miedo de que no me respeten como lo harían con un extraño, a menos que sea muy severa desde el comienzo. ¡Oh, me parece una responsabilidad tan grande!

—Sospecho que nos irá bien —dijo Jane en tono reconfortante. Ella no estaba turbada por la aspiración de ejercer una influencia benéfica. Tenía intención de ganarse honradamente el sueldo, gustar a los síndicos y conseguir que su nombre estuviera en la lista de honor del inspector escolar. No tenía más ambiciones—. Lo principal es mantener el orden y un maestro debe ser severo para conseguirlo. Si mis alumnos no hacen lo que les digo, les castigaré.

—¿Cómo?

—Dándoles una buena azotaina, desde luego.

—¡Oh, Jane, no lo harás! —gritó Ana sorprendida—. ¡Jane, no podrás!

—Desde luego que sí, si es que lo merecen —contestó Jane decidida.

—Yo jamás podría azotar a un niño —dijo Ana con igual decisión—. No creo en absoluto en esas cosas. La señorita Stacy nunca nos azotó y mantenía un orden perfecto, y el señor Phillips siempre lo hacía y no guardaba orden alguno. No, si no puedo seguir adelante sin azotes, renunciaré a la enseñanza. Hay mejores modos de manejar alumnos. Trataré de ganarme su afecto y entonces ellos querrán hacer lo que yo les diga.

—Supongamos que no fuera así —dijo la práctica Jane.

—De todos modos no les azotaría. Estoy segura de que no serviría para nada. Querida Jane, no azotes a tus alumnos, no importa lo que hagan.

—¿Qué piensas sobre esto, Gilbert? —preguntó Jane—. ¿No te parece que hay niños que merecen unos azotes de vez en cuando?

—¿No te parece que azotar a un niño… cualquier niño… es cruel y bárbaro? —exclamó Ana, con la cara enrojecida por el ansia.

—Bueno —dijo Gilbert lentamente, dudando entre sus convicciones y su deseo de estar a tono con el ideal de Ana—, las dos estáis equivocadas. Yo no creo que deba azotarse mucho a los niños. Creo, como tú dices, Ana, que hay mejores maneras de manejarlos y que el castigo corporal debe ser el último recurso. Pero, por otro lado, como dice Jane, creo que hay niños a los que no queda más remedio que dar algún que otro azote de vez en cuando. Mi regla será: el castigo corporal como último recurso.

Gilbert, al tratar de complacer a ambos bandos, no consiguió, como suele pasar, quedar bien con ninguno. Jane movió la cabeza.

—Azotaré a mis alumnos cuando se porten mal. Es la manera más corta y fácil de convencerles.

Ana echó una mirada de desilusión a Gilbert.

—Jamás azotaré a un niño —repitió con firmeza—. Estoy segura de que no es ni correcto ni necesario.

—Supón que un muchacho te contesta cuando le mandas que haga algo —dijo Jane.

—Le haré quedar fuera de hora y le hablaré con firmeza y bondad —dijo Ana—. Todas las personas tienen algo de bondad si uno es capaz de encontrarlo. Es deber del maestro descubrirlo y desarrollarlo. Eso es lo que nos dijo nuestro profesor de Pedagogía en la Academia de la Reina. ¿Crees que podrás encontrar algo de bueno en un niño si lo azotas? Es mucho más importante enseñar la bondad a los niños que las ciencias, dice el profesor Rennie.

—Pero al inspector le da por examinarles en ciencias; y no hará un informe muy bueno si no le contestan correctamente.

—Prefiero que mis alumnos me quieran y me consideren después de muchos años como una auxiliadora, a figurar en la lista de honor —afirmó Ana decididamente.

—¿No castigarás de ninguna manera a los niños cuando se porten mal? —preguntó Gilbert.

—Oh, sí, supongo que tendré que hacerlo, aunque sé que odiaré la obligación. Pero puedo ponerles de rodillas o hacerles escribir frases.

—Supongo que no castigarás a las niñas haciéndolas sentar con varones —dijo Jane socarronamente.

Gilbert y Ana se miraron, sonriéndose tontamente. Una vez, Ana se había visto obligada a sentarse junto a Gilbert como castigo y las consecuencias habían sido tristes y amargas.

—Bueno, el tiempo dirá cuál es la mejor forma —dijo Jane filosóficamente cuando se separaron.

Ana regresó a «Tejas Verdes» por el Camino de los Abedules, umbrío, susurrante, aromático a través del Valle de las Violetas y cruzando Willowmere, donde la luz y las sombras se besaban bajo los pinos; pasó por el Sendero de los Amantes… todos lugares que ella y Diana bautizaron tanto tiempo atrás. Caminaba lentamente, gozando de la dulzura del bosque y los campos y del estrellado crepúsculo veraniego, y pensando juiciosamente en los nuevos deberes que debía afrontar al día siguiente. Cuando llegó al patio de «Tejas Verdes», la voz alta y decidida de la señora Lynde salía por la abierta ventana de la cocina.

«La señora Lynde ha venido a darme un buen consejo para mañana», pensó Ana con una sonrisa; «pero no creo que deba entrar. Sus consejos son como pimienta… Excelentes en pequeñas cantidades, pero algo dolorosos en dosis altas. Iré a charlar con el señor Harrison».

Ésta no era la primera vez que Ana iba a ver al señor Harrison desde el notable asunto de la vaca de Jersey. Había estado allí varias tardes y se habían hecho muy buenos amigos, aunque en ocasiones Ana se encontraba algo molesta ante la franqueza de que él se jactaba. Ginger todavía la miraba con sospecha y nunca dejaba de saludarla sarcásticamente con un «pelirroja insignificante». El señor Harrison había tratado en vano de quitarle la costumbre, dando un salto cada vez que ella entraba y exclamando: «¡Bendito sea Dios! Aquí está esa chica otra vez», o algo por el estilo. Pero Ginger le veía la intención y lo desdeñaba. Ana nunca sabría cuántos cumplidos le hacía el señor Harrison a sus espaldas. Por cierto que jamás los repetía en su presencia.

—Bueno, supongo que ha estado en el bosque haciendo provisión de vergajos para mañana —fue su saludo cuando Ana subió los escalones.

—Le aseguro que no —contestó ella indignada: Ana era siempre un excelente blanco para las bromas, pues se lo tomaba todo muy a pecho—. Nunca tendré un vergajo en mi escuela, señor Harrison. Desde luego que tendré un puntero, pero sólo lo usaré para señalar.

—¿De manera que piensa usar un cinturón? Creo que tiene razón. El vergajo duele más en el momento, pero el cinturón pica mucho más tiempo.

—No emplearé nada parecido. No voy a azotar a mis alumnos.

—¡Dios bendito! —exclamó el señor Harrison, con genuina sorpresa—. ¿Cómo se las arreglará para mantener el orden?

—Gobernaré con el cariño, señor Harrison.

—No servirá —contestó su interlocutor—; no dará resultado alguno, Ana. «Si dejas el vergajo, se te echa a perder el niño». Cuando yo iba al colegio, el maestro me azotaba regularmente cada día, pues decía que aunque no estuviese haciendo nada malo, lo estaba planeando.

—Los métodos han cambiado desde sus días escolares, señor Harrison.

—Pero la naturaleza humana, no. Recuerde mis palabras, nunca podrá gobernar a los niños sin tener un vergajo a mano. Es algo imposible.

—Bueno, primero probaré como yo creo que debe hacerse —dijo Ana, que tenía una voluntad bastante fuerte y solía aferrarse tenazmente a sus teorías.

—Veo que es usted bastante testaruda —fue la respuesta—. Bueno, veremos. Algún día cuando se sulfure, y la gente con cabellos como los suyos se sulfura fácilmente, se olvidará de esos bellos principios y les dará una azotaina. De todos modos, es usted muy joven para enseñar… demasiado joven e infantil.

Aquella noche, Ana fue a acostarse con un ánimo bastante pesimista. Durmió poco y cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, estaba tan pálida y trágica, que Marilla se alarmó e insistió en que tomara una taza del horrible té de jengibre. Ana lo sorbió pacientemente, aunque sin poder imaginar qué bien podía hacer el té de jengibre. De haber sido un brebaje mágico, capaz de conferir edad y sabiduría, la muchacha hubiese tomado un litro sin pestañear.

—Marilla, ¿y si fracaso?

—No podrás fracasar por completo en un día y hay muchos más —respondió Marilla—. Lo que ocurre contigo es que esperas enseñarlo todo a esos niños y reformarles al instante y si no lo consigues, crees que has fracasado.

CAPÍTULO CINCO

Una maestra de cuerpo entero

Cuando Ana llegó a la escuela esa mañana (por primera vez en su vida había atravesado el Camino de los Abedules sorda y ciega a sus encantos), todo estaba calmo y tranquilo. La maestra que la precediera había acostumbrado a los niños a que estuvieran en su sitio cuando ella llegara y cuando Ana entró al aula se enfrentó con estiradas filas de «resplandecientes caritas mañaneras» y brillantes e inquisidores ojos. Colgó su sombrero y miró a sus alumnos con la esperanza de no parecer tan asustada y tonta como se sentía y de que ellos no advirtieran que estaba temblando.

La noche anterior había estado levantada casi hasta las doce, preparando un discurso sobre el comienzo de las clases. Lo había revisado y corregido concienzudamente y luego aprendido de memoria. Era un discurso muy bueno y expresaba grandes ideas, especialmente la de la ayuda mutua y el diligente esfuerzo por aprender. El único inconveniente estaba en que no podía recordar ni una palabra. Después de lo que le pareció un año (en realidad unos diez segundos) dijo desmayadamente.

 

—Abran sus Biblias, por favor —y se hundió sin respiración en su silla bajo el crujir de las tapas de los pupitres. Mientras los niños leían sus versículos, Ana ordenó sus vacilantes sentidos y examinó al batallón de pequeños peregrinos que marchaban hacia el País de la Sabiduría.

A algunos de ellos, por supuesto, los conocía muy bien. Sus condiscípulos habían terminado el año anterior, pero el resto había ido a la escuela con ella, exceptuando a los de primer grado y a otros diez alumnos recién llegados a Avonlea. Ana, secretamente, sentía más interés por esos diez que por aquellos cuyos alcances conocía al dedillo. Seguramente, iban a ser tan vulgares como los demás; pero por otra parte también podía haber un genio entre ellos. Era una idea estremecedora.

En un pupitre del rincón se encontraba sentado Anthony Pye. Tenía una sombría carita morena y miraba a Ana con una expresión hostil en sus negros ojos. Ana decidió inmediatamente que se ganaría el afecto del niño y derrotaría a los Pye por completo.

En el otro rincón, un niño extraño se encontraba junto a Arty Sloane. Era un niño de aspecto divertido, nariz chata, cara pecosa y enormes ojos celeste claro orlados por pestañas blanquecinas. Probablemente sería el niño de los Donnell. Y si el parecido servía para algo, su hermana era la que estaba sentada al otro lado del pasillo, junto a Mary Bell. Ana pensó qué clase de mujer sería su madre para mandar la niña a la escuela así vestida. Llevaba un vestido de seda rosa pálido, adornado con una gran cantidad de encajes; zapatos de cabritilla blanca y medias de seda. Su rubio cabello estaba sujeto en innumerables bucles artificiales coronados por un rimbombante nudo de cinta rosa más grande que su cabeza. A juzgar por su expresión, se encontraba muy satisfecha consigo misma.

Ana pensó que la pálida chiquilla de suaves cabellos que le caían sobre los hombros debía ser Annetta Bell, cuyos padres se habían instalado en el distrito escolar de Newbridge, pero que estaban ahora en Avonlea a causa de haber corrido su casa 50 metros al norte del antiguo lugar.

Tres descoloridas niñas sentadas juntas en un solo banco eran, sin duda alguna, las Cortón; y con toda seguridad que la pequeña belleza de largos y rizados cabellos color avellana y ojos castaños que miraban con coquetería a Jack Gillis por encima de su Biblia, era Prillie Rogerson, cuyo padre acababa de casarse en segundas nupcias y había traído a la niña desde Grafton, donde vivía su abuela.

Ana no podía ubicar a una niña alta y desgarbada que parecía tener demasiados brazos y piernas y que estaba sentada en uno de los últimos bancos; pero luego descubrió que se llamaba Barbara Shaw y que había ido a vivir a Avonlea con una tía. También averiguó que la vez que Barbara se las arregló para atravesar el pasillo sin tropezar ni pisar los pies de ningún alumno, los estudiantes anotaron el inusitado hecho sobre la pared del patio para conmemorarlo.

Pero cuando los ojos de Ana se encontraron con los del niño que estaba sentado en el banco de enfrente, se sintió sacudida por un extraño estremecimiento, como si hubiera hallado a su genio. Supo que ése debía ser Paul Irving y que por una vez había tenido razón la señora Rachel Lynde cuando profetizó que no sería como los otros niños de Avonlea. Más aún, Ana comprendió que no era como ningún otro niño del mundo, y que allí había un alma semejante a la suya que asomaba a los ojos azul oscuro que la observaban con tanta intensidad.

Sabía que Paul tenía diez años, pero no aparentaba más de ocho. Tenía la carita más hermosa que había visto en criatura alguna, con rasgos de exquisita delicadeza y finura rodeados por un halo de rizados cabellos castaños. Su boca era delicada y fuerte, de rojos labios que se tocaban suavemente y cuyas curvas se afinaban hasta terminar en pequeños rincones que casi formaban hoyuelos. Tenía una expresión grave y meditabunda, como si su espíritu fuera mucho más viejo que su cuerpo. Ana le sonrió suavemente y su rostro brilló con una amplia sonrisa que pareció iluminar todo su ser. Fue algo involuntario, que no surgió por algún motivo o esfuerzo externo, sino simplemente el relámpago de una personalidad oculta, preciosa y delicada. Con este rápido cambio de sonrisas Ana y Paul cimentaron su amistad para siempre, antes de haber cruzado una palabra.

El día pasaba como un sueño. Ana nunca pudo recordarlo claramente más adelante. Casi le parecía que era otra persona la que estaba allí enseñando. Escuchó lecciones, corrigió sumas y ordenó copias mecánicamente. Los niños se comportaron bastante bien; sólo se presentaron dos casos de indisciplina. Morley Andrews fue descubierto haciendo correr un par de grillos amaestrados por el pasillo. Ana lo dejó durante media hora en penitencia sobre la tarima y (lo que Morley sintió aún más profundamente) confiscó sus grillos, los guardó en una caja y al regresar de la escuela los soltó en el Valle de las Violetas; pero Morley estaba seguro de que Ana se los había guardado para su propia diversión.

El otro delincuente fue Anthony Pye, quien hizo caer por el cuello de Aurelia Clay las últimas gotas de agua que quedaban en su botella para limpiar la pizarra. Ana hizo quedarse a Anthony durante el recreo y le explicó cómo se comportaban los caballeros, y que éstos nunca echaban agua por el escote de las damas. Le dijo que deseaba que todos sus alumnos fueran caballeros. Su pequeño sermón fue amable y lleno de sentimiento, pero Anthony permaneció absolutamente insensible.

La escuchó en silencio, con la misma expresión hosca, y bufó desdeñosamente; cuando se retiró, Ana suspiró; se recobró al recordar que ganar el efecto de un Pye, como edificar Roma, no era obra de un día. De cualquier modo, era de dudar que en los Pye hubiera algún afecto que ganar; pero Ana esperaba cosas mejores de Anthony, quien tenía apariencia de poder convertirse en un niño bastante bueno si se conseguía ignorar su entrecejo fruncido.

Cuando la clase hubo terminado y los niños se retiraron, Ana se arrojó rendida sobre su silla. Le dolía la cabeza y se sentía desanimada. No había ninguna razón para ello, ya que no había ocurrido nada serio, pero Ana se sentía inclinada a pensar que nunca terminaría por gustarle la enseñanza. Y ¡qué horrible sería estar haciendo todos los días algo que no te gusta durante… bueno, digamos cuarenta años! Ana no había terminado de decidir si se pondría a llorar allí o esperaría hasta llegar a su cuarto en «Tejas Verdes», cuando oyó un taconeo y un crujir de sedas sobre el piso del patio, y al momento siguiente se encontró frente a una mujer cuya apariencia le hizo recordar una crítica del señor Harrison sobre una dama excesivamente engalanada que había visto en una tienda de Charlottetown. «Parecía una mezcla de figurín y pesadilla».

La recién llegada estaba ataviada con un suntuoso traje de seda celeste, con volantes y fruncidos por todas partes. Su cabeza estaba coronada por un inmenso sombrero blanco, adornado con tres largas plumas de avestruz algo duras. Un velo de gasa rosa profusamente salpicado por lunares negros le colgaba desde el borde del sombrero hasta los hombros y flotaba vaporoso a sus espaldas.

Llevaba todas las joyas que pueden amontonarse en el cuerpo de una sola mujer, y exhalaba un fuerte olor a perfume.

—Soy la señora Donnell, la señora de H. B. Donnell —anunció— y he venido a verla por algo que me dijo Clarissa Almira a la hora de comer. Es algo que me ha incomodado excesivamente.

—Lo siento —balbuceó Ana, tratando vanamente de recordar algún incidente relacionado con los niños Donnell.

—Clarissa Almira me dijo que usted pronunció nuestro nombre Donnell. Ahora bien, señorita Shirley: la correcta pronunciación de nuestro apellido es Donnell, acentuando la última sílaba. Espero que lo recordará en el futuro.

—Haré lo posible —murmuró Ana ahogando el deseo de echarse a reír—. Supongo que debe ser terrible que pronuncien mal su apellido.

—Sí que lo es, y Clarissa Almira también me dijo que usted llama James a mi hijo.

—Él me dijo que se llamaba así —protestó Ana.

—Debí haberlo supuesto —dijo la señora Donnell en un tono que significaba que la gratitud de los niños no era cosa de esperar en estos tiempos de perversión—. Ese niño tiene gestos plebeyos, señorita Shirley. Cuando nació quise llamarlo St. Clair, suena tan aristocrático, ¿no le parece? Pero su padre insistió en que debía llamarse James, igual que su tío. Yo accedí porque el tío James era un solterón rico y viejo. ¿Y quiere creer, señorita Shirley, que cuando nuestro inocente niño tenía cinco años el tío James se casó y ahora tiene tres hijos propios? ¿Ha oído alguna vez una ingratitud semejante? Cuando llegó a casa la invitación para la boda (porque tuvo la desvergüenza de enviarnos una invitación), dije: «Para mí se acabó James». Desde ese día llamé a mi hijo St. Clair y así quiero que lo llamen todos. Su padre se obstina en decirle James y el niño también tiene una incomprensible preferencia por ese nombre tan vulgar. Pero su nombre es St. Clair y St. Clair debe quedarle. Será tan amable de recordarlo, ¿no es cierto, señorita Shirley? Muy agradecida. Le dije a Clarissa Almira que estaba segura de que todo era una mala interpretación y que con una palabra se arreglaría. Donnell… acentuado en la última sílaba… St. Clair… y no tener en cuenta James. ¿Lo recordará? Muy agradecida.

Cuando la señora Donnell se retiró, Ana cerró la puerta de la escuela y partió camino a su casa. Al pie de la colina encontró a Paul Irving en el Camino de los Abedules. Había recogido para ella un ramo de orquídeas silvestres que los niños de Avonlea llamaban «lirios de arroz».

—Por favor, señorita. Encontré estas flores en el campo del señor Wright —dijo vacilante— y me volví a dárselas porque pensé que usted era la clase de dama a quien le gustan, y porque… —alzó sus grandes y hermosos ojos azules— porque me gusta usted, señorita.

—Gracias, querido —dijo Ana cogiendo las fragantes flores. El desconsuelo y la debilidad desaparecieron de su espíritu como si las palabras de Paul hubieran sido un soplo de magia y la esperanza volvió a inundar su corazón como alegre manantial. Atravesó el Camino de los Abedules con paso ligero, acompañada por el perfume de sus orquídeas.

—Bueno, ¿cómo te fue? —quiso saber Marilla.

—Pregúntemelo dentro de un mes y podré contestarle. Ahora no puedo… Ni yo misma lo sé… Estoy empezando a digerirlo. Tengo la sensación de que me han hurgado en los pensamientos hasta dejarlos turbados. Lo único que tengo seguridad de haber hecho hoy, es haberle enseñado a Cliffie Wright la letra «A». No la sabía. ¿No le parece que ya es algo haber lanzado un alma por un sendero que puede terminar en Shakespeare y en el Paraíso Perdido?

La señora Lynde fue más tarde llevándole nuevos estímulos. La buena señora había parado a los escolares al pasar por su portal para preguntarles si les gustaba la nueva maestra.

—Y todos dicen que eres muy buena, Ana, excepto Anthony Pye. Debo admitirlo. Dijo que «no tiene nada bueno, igual que todas las maestras». Es la levadura de los Pye. Pero no tiene importancia.

—No voy a darle importancia —dijo Ana con tranquilidad— y voy a hacer que Anthony Pye me quiera. Lo ganaré con paciencia y bondad.

—Bueno, nunca puede aventurarse nada respecto a un Pye —dijo la señora Rachel cautamente—. Son muy contradictorios, como los sueños. Y en cuanto a esa señora Donnell, a mí no me convence con su Donnell, te lo aseguro. El nombre es Donnell y siempre lo ha sido. Esa mujer está loca, eso es. Tiene una perrita a la que llama Reinita y que come con la familia en la mesa, en un plato chino. Thomas dice que el mismo Donnell es un hombre sencillo y trabajador, pero no tuvo mucho tino para elegir esposa, eso es.

CAPÍTULO SEIS

Toda clase y condición de hombres… y de mujeres

Un día de septiembre en la isla del Príncipe Eduardo; un viento refrescante que sopla desde el mar sobre las dunas; un largo camino rojo, que serpentea entre campos y bosques, ora rodeando un grupo de abetos, ora bordeando un plantío de arces jóvenes con grandes helechos bajo ellos, ora hundiéndose en una hondonada donde brilla el arroyuelo que sale y entra de los bosques, ora arrollándose entre cintas de doradas cañas y ásteres azul humo; el aire lleno del chirrido de millares de grillos, esos alegres veraneantes de las colinas; un gordo poni marrón por el camino; dos muchachas tras él, plenas de la simple e impagable alegría de la vida y la juventud.

 

—¡Oh! Es un día paradisiaco, Diana —y Ana suspiró de felicidad—. El aire tiene magia. Mira el púrpura en el fondo del valle. ¿Hueles los pinos que se secan? Viene de esa hondonada soleada donde el señor Eben Wright ha estado cortando estacas. Es una bendición vivir en un día así; pero el olor de los pinos es celestial. Eso es dos tercios Wordsworth y un tercio Ana Shirley. No parece posible que haya pinos que se sequen en el cielo. Y sin embargo, me parece que el cielo no sería perfecto si no se recibiera una bocanada de aroma de los pinos al cruzar sus bosques. Quizá tengamos allí el olor sin que mueran los pinos. Sí, creo que debe ser así. Ese aroma delicioso debe ser el alma de los pinos… y desde luego que en los cielos habrá almas justas.

—Los árboles no tienen alma —respondió la práctica Diana—; pero es verdad que el olor de los pinos que se secan es hermoso. Haré un almohadón y lo llenaré con agujas de pino. Tú también podrías hacer uno, Ana.

—Creo que sí, y lo usaré para las siestas. Estoy segura que soñaré entonces que soy una dríada o una ninfa de los bosques.

Pero en este mismo momento estoy contenta de ser Ana Shirley, la maestra de Avonlea que recorre este camino en un día tan dulce y hermoso.

—Es un día hermoso, pero la tarea que nos espera no tiene nada de hermosa —suspiró Diana—. ¿Cómo te dio por ofrecerte para pedir por este camino, Ana? Casi todos los «maniáticos» de Avonlea viven aquí y nos tratarán como si estuviéramos pidiendo para nosotros. Es el peor camino de todos.

—Por eso lo elegí. Seguro que Gilbert y Frederic se hubieran hecho cargo de este camino si se lo hubiera pedido. Pero sabes, Diana, me siento responsable de la S. F. A., ya que fui la primera en sugerirla y me parece que debo hacerme cargo de la tarea más desagradable. Lo siento por ti; pero no necesitas decir una palabra en los lugares raros. Yo hablaré… La señora Lynde diría que nadie mejor para ello. Esta señora no sabe si aprobar o no nuestra obra. Se inclina a ello, cuando recuerda que el señor Alian y su esposa la apoyan, pero el hecho de que las sociedades de fomento se originaran en los Estados Unidos es un defecto muy grande. De manera que se coloca entre las dos opiniones y sólo el éxito nos justificará a sus ojos. Priscilla va a escribir un informe para nuestra próxima reunión; espero que será bueno, pues su tía es una escritora muy inteligente y no dudo que será cosa de familia. Nunca olvidaré el estremecimiento que me dio cuando supe que la señora Charlotte E. Morgan era tía de Priscilla. Parecía tan hermoso que yo fuera amiga de la muchacha cuya tía escribiera Los días de Edgewood y El jardín de los pimpollos.

—¿Dónde vive la señora Morgan?

—En Toronto; Priscilla dice que visitará la isla el próximo verano y que es posible que nos conceda una entrevista. Parece demasiado bello para ser verdad; pero es algo placentero para pensar después de acostarse.

La Sociedad de Fomento de Avonlea ya estaba organizada. Gilbert Blythe era presidente; Fred Wright, vicepresidente; Ana Shirley, secretaria y Diana Barry, tesorera. Los «fomentadores», como se les bautizó prontamente, se reunían una vez cada quince días en casa de uno de los miembros. Se admitía que no se podrían hacer muchas mejoras, debido a lo avanzado de la estación, pero pensaban planear la campaña para el siguiente verano, reunir y discutir ideas, escribir y leer informes y, como decía Ana, educar el sentimiento popular.

Desde luego que hubo cierta desaprobación y, cosa que los «fomentadores» sintieron más aún, una buena cantidad de ridículo. Se supo que el señor Elisha Wright dijo que el nombre más apropiado sería «Club de Noviazgos». La señora de Hiram Sloane dijo que había oído que los «fomentadores» tenían pensado arar la vera de los caminos y plantar allí geranios. El señor Levi Boulter apercibió a todos sus vecinos de que los «fomentadores» insistirían en que todo el mundo echara abajo sus casas para reconstruirlas según planos aprobados por la sociedad. El señor James Spencer mandó decir que deseaba que le hicieran el favor de traspalear la colina de la iglesia. Eben Wright, le dijo a Ana que deseaba que los «fomentadores» indujeran al viejo Josiah Sloane a que cuidara sus patillas. El señor Lawrence Bell expresó que daría una lechada de cal a sus establos si eso les gustaba, pero que no pensaba poner cortinas de encaje a las ventanas del establo. El señor Major Spencer preguntó a Clifton Sloane, un fomentador que acarreaba leche a la fábrica de queso de Carmody, si era verdad que para el verano siguiente todos deberían tener sus lecheras pintadas a mano y con un tapete bordado…

A pesar de ello, o quizá, a causa de la propia naturaleza humana, como consecuencia de ello, la sociedad se lanzó valerosamente a trabajar en la única mejora que podría tener esperanza de terminar aquel otoño. En la segunda reunión, en casa de los Barry, Oliver Sloane propuso que iniciaran una suscripción para reparar y pintar el Edificio Comunal; Julia Bell lo apoyó, con la molesta sensación de estar haciendo algo poco femenino. Gilbert lo puso a votación y fue aprobado por unanimidad y Ana tomó nota en sus minutas. El paso siguiente fue nombrar un comité y Gertie Pye, decidido a no dejar que Julia Bell se llevara todos los laureles, osadamente sugirió que la señorita Jane Andrews fuera presidenta de dicha comisión. Habiendo sido apoyada y votada también esa proposición, Jane devolvió el cumplido, nombrando a Gertie en la comisión, junto con Gilbert, Ana, Diana y Frederic Wright. La comisión eligió sus rutas en cónclave privado. A Ana y Diana les tocó el camino de Newbridge; a Gilbert y Frederic, el de White Sands, y a Jane y Gertie, el de Carmody.

—Eso se debe —explicó Gilbert a Ana, mientras volvían andando a casa a través del Bosque Embrujado— a que todos los Pye viven a lo largo de ese camino y no darán un céntimo a menos que se lo pida uno de ellos.

Ana y Diana salieron el sábado siguiente. Fueron hasta el fin del camino e hicieron colectas rumbo a sus casas, empezando por la casa de los Andrews.

—Si Catherine está sola, puede que saquemos algo —dijo Diana—; pero si Eliza anda por allí, no.

Eliza estaba allí, con gesto más adusto que de costumbre. La señorita Eliza era uno de esos seres que dan la impresión de que la vida es un valle de lágrimas y que una sonrisa, por no hablar de una carcajada, es un gasto innecesario de energía. Las «chicas» Andrews habían sido «chicas» durante unos cincuenta años y parecían ir en camino de permanecer en ese estado hasta el fin de su peregrinación terrenal. Se decía que Catherine no había abandonado las esperanzas por entero; pero Eliza, que era pesimista de nacimiento, nunca las tuvo. Vivían en una pequeña casa marrón construida en un soleado calvero del bosque de hayas de Mark Andrews. Eliza se quejaba de que era terriblemente caluroso en verano, pero Catherine decía que era hermoso y cálido en invierno.

Eliza se hallaba zurciendo, no porque fuera necesario, sino como protesta contra el frívolo encaje que tejía su hermana. La primera escuchó con una mueca y la segunda con una sonrisa, mientras las muchachas les explicaban su misión. En honor a la verdad, cada vez que Catherine miraba a su hermana, se borraba su sonrisa de culpable confusión, pero ésta reaparecía al instante.

—Si tuviera dinero para derrochar —dijo Eliza con un gesto—, quizá le prendiera fuego para darme el gusto de ver la llama, pero no lo daré para ese edificio; ni un centavo. No trae beneficios a la comunidad; no es más que un lugar de diversión para que los jóvenes se reúnan, cuando estarían mejor acostados en sus casas.