Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Vi al señor Harrison echando la vaca de su campo de avena cuando regresaba a casa desde Carmody. ¿Armó mucho alboroto?

Ana y Manila cambiaron furtivamente una sonrisa divertida. Pocas cosas en Avonlea podían escapársele a la señora Lynde. Aquella misma mañana, Ana había dicho: «Si entrara alguien en su habitación, a medianoche, cerrara la puerta con llave, corriera las cortinillas y estornudara, la señora Lynde diría al día siguiente que estaba muy fría la noche».

—Creo que se enfadó mucho —contestó Marilla—. Yo no estaba en casa. Le echó un buen sermón a Ana.

—Me parece un hombre muy desagradable —dijo Ana, con un movimiento ofensivo de su rojiza cabeza.

—Nunca has dicho una verdad más grande —confirmó solemnemente la señora Rachel—. Supe que habría inconvenientes cuando Robert Bell vendió su hacienda a un hombre de Nueva Brunswick, eso es. No sé qué será de Avonlea, con tanta gente nueva. Pronto, ni siquiera estaremos seguros en nuestra propia cama.

—¿Es que vienen más forasteros? —preguntó Marilla.

—¿No lo sabía? Ahí tiene a la familia de los Donnell, en primer lugar. Han alquilado la vieja casa de Peter Sloane. Peter ha empleado al hombre para que cuide del molino. Son del Este y nadie sabe nada de ellos. Luego tiene la familia del descuidado de Thomas Cortón, que se mudará desde White Sands y será una carga pública. Él está tísico… cuando no roba… y su mujer es una comodísima criatura que no hace nada. Lava los platos sentada. La señora de George Pye se ha hecho cargo del sobrino huérfano de su marido, Anthony Pye. Irá a estudiar a tu colegio, Ana, de manera que puedes esperar problemas por ese lado; eso es. Y también tendrás otro alumno forastero. Paul Irving viene de los Estados Unidos a vivir con su abuela. ¿Recuerda usted a su padre, Marilla… Stephen Irving, el que dejó plantada a Lavanda Lewis en Grafton?

—No creo que la dejara plantada. Tuvieron una disputa… Supongo que fue culpa de ambos.

—Bueno, de todos modos no se casó con ella y la pobre se ha vuelto muy rara desde entonces, según dicen, viviendo sola en la pequeña casa de piedra a la que llaman la Morada del Eco. Stephen se fue a los Estados Unidos y se dedicó a los negocios con su tía; allí se casó con una yanqui. Nunca volvió a su casa natal, desde entonces, aunque su madre fue a visitarle un par de veces. Su mujer murió hace dos años y él mandó al chico aquí por un tiempo. Tiene diez años y no sé si será un alumno deseable. Nunca se puede aventurar nada sobre esos yanquis.

La señora Lynde contemplaba a todos aquellos que habían tenido la desgracia de nacer fuera de la isla del Príncipe Eduardo, con un decidido aire de duda. Podían ser buenas gentes, desde luego, pero era preferible dudarlo. Tenía una ojeriza especial a los yanquis. Su marido había sido defraudado una vez en diez dólares por un bostoniano y ni los ángeles ni las celebridades, ni poder alguno podría haber convencido a la señora Rachel de que todos los Estados Unidos no eran responsables de ello.

—La escuela de Avonlea no irá peor por un poco de sangre nueva —dijo Marilla secamente—, y si se parece algo a su padre, será un buen chico. Stephen Irving era el mejor muchacho que viviera por estos lugares, aunque alguno le llamara orgulloso. Creo que la señora Irving estará muy contenta con él. Ha estado muy sola desde que murió su marido.

—Oh, el chico podrá ser bueno, pero será distinto de los niños de Avonlea —dijo la señora Rachel, poniendo punto final al tema. Sus opiniones sobre cualquier persona, lugar o cosa eran siempre consistentes y definitivas.

—¿Qué es eso que he oído de que vas a formar una sociedad de fomento del pueblo, Ana?

—Sólo hablé del tema con mis compañeros en el Club de Debates —dijo Ana ruborizándose—. Les pareció muy bien, al igual que al señor Alian y a su esposa. Muchos pueblos la tienen.

—Bueno, tendréis un sinfín de dificultades. Mejor no te metas, Ana, eso es. A la gente no le gusta que la «fomenten».

—Pero no vamos a tratar de «fomentar» a la gente. Es a Avonlea. Hay muchísimas cosas que podrían hacerse para embellecerla. Por ejemplo, ¿no sería una mejora que pudiéramos convencer al señor Levi Boulter de que derribara la vieja casa que hay en sus tierras?

—Por cierto que sí —admitió la señora Rachel—. Esa vieja ruina es una vergüenza para la comarca desde hace años. Pero si los de «fomento» pudieran instar a Levi Boulter a que haga algo por la comunidad sin cobrar, quisiera estar allí para verlo y oírlo. No quisiera descorazonarte, Ana, pues hay algo de bueno en tu idea, aunque supongo que la habrás sacado de alguna inútil revista yanqui, pero tendrás las manos ocupadas con el colegio y te aconsejo como amiga que no te preocupes del «fomento». Aunque sé que seguirás adelante si se te ha metido en la cabeza. Eres de las que siempre llevan adelante lo que se proponen.

Algo en el perfil de los labios de Ana decía que la señora Rachel no estaba errada. Tenía el corazón puesto en la formación de la Sociedad de Fomento. Gilbert Blythe, que enseñaría en White Sands pero que regresaría a casa los viernes por la noche hasta el lunes por la mañana, estaba entusiasmado con la idea y los demás apreciaban cualquier cosa que significara reuniones ocasionales y en consecuencia algo de «diversión». Ahora, respecto al «fomento», nadie, excepto Gilbert y Ana, tenía una idea muy clara al respecto. Habían conversado y planeado todo hasta que en su mente existió una Avonlea ideal, ya que no en otra parte.

La señora Rachel aún tenía otra noticia.

—Le han dado la escuela de Carmody a una tal Priscilla Grant. ¿Tú no fuiste a la Academia de la Reina con alguien de ese nombre, Ana?

—Sí, así es. ¡Priscilla enseñando en Carmody! ¡Qué bien! —exclamó Ana, con los ojos grises tan brillantes que la señora Lynde se preguntó si alguna vez decidiría si Ana era o no una chica hermosa.

CAPÍTULO DOS

Una venta rápida y un arrepentimiento instantáneo

Ana fue de compras a Carmody la tarde siguiente y llevó a Diana Barry consigo. Diana era, desde luego, un miembro activo de la Sociedad de Fomento y las dos muchachas no hablaron de otra cosa durante el viaje.

—Lo primero que debemos hacer tan pronto empecemos es pintar —dijo Diana cuando pasaron frente al salón de actos de Avonlea, un edificio algo desaseado construido en una hondonada del bosque, con abetos a su alrededor—. Es un lugar de aspecto desagradable y debemos arreglarlo antes de que consigamos que el señor Levi Boulter derribe la casa. Papá dice que no tendremos éxito en eso. Levi Boulter es demasiado mezquino para gastar su tiempo en esas pequeñeces.

—Quizá deje que los muchachos la derriben si le prometen cargar las planchas y hacer leña con ellas —dijo Ana esperanzada—. Debemos hacer cuanto podamos y contentarnos con ir lentamente al principio. No podemos esperar que todo salga bien de improviso. Debemos educar primero el sentimiento popular.

Diana no estaba muy segura de qué significaba exactamente eso de educar el sentimiento popular, pero sonaba bien y se sentía orgullosa de pertenecer a una sociedad que tenía tales miras.

—Anoche pensé algo que podíamos hacer, Ana. ¿Conoces el terreno triangular donde se juntaban los caminos de Carmody, Newbridge y White Sands? Está cubierto de abetos jóvenes; pero ¿no quedaría bien si lo limpiáramos y dejáramos sólo los dos o tres abedules que hay allí?

—Espléndido —dijo Ana alegremente—. Y colocaremos un asiento rústico bajo los abedules. Y cuando llegue la primavera pondremos un parterre de flores en medio y plantaremos geranios.

—Sí; pero debemos inventar algo para conseguir que la vieja señora de Hiram Sloane tenga su vaca fuera del camino, o de lo contrario se comerá los geranios —rio Diana—. Empiezo a comprender qué significa educar el sentimiento popular. Ahí tienes la vieja casa de Boulter. ¿Has visto algo más destartalado? Y colocada justo junto al camino. Una casa vieja, sin ventanas, siempre me hace pensar en algo muerto y sin ojos.

—Creo que una casa vieja y desierta es un espectáculo muy triste —dijo Ana soñadoramente—. Siempre me hace pensar en su pasado y llorar por sus antiguas alegrías. Manila dice que una gran familia creció en ese viejo edificio hace ya muchos años y que era un lugar muy bonito, con un hermoso jardín y rosales por todas partes. Estaba lleno de niños, risas y cantos y ahora está vacío y nada lo cruza fuera del viento. ¡Cuán triste y solitaria debe sentirse! Quizá todos ellos regresan en las noches de luna, los fantasmas de los pequeños de tiempo atrás, de las rosas y los cantos… y por un tiempo la vieja casa puede soñar que es otra vez joven y alegre.

Diana movió la cabeza.

—Ahora ya no imagino cosas así, Ana. ¿No te acuerdas cuánto se enfadaron mamá y Marilla cuando imaginamos que había fantasmas en el Bosque Embrujado? Aún hoy no puedo cruzarlo tranquila al anochecer; y si empiezo a imaginar tales cosas sobre la vieja casa de los Boulter, también tendré miedo de pasar por allí. Además, esos niños no han muerto; han crecido y les va muy bien. Uno de ellos es carnicero. Y, de todas maneras, las flores y los cantos no pueden tener fantasmas.

Ana suspiró levemente. Quería mucho a Diana y siempre habían sido buenas amigas. Pero mucho tiempo atrás había aprendido que cuando se aventuraba en el reino de la fantasía, debía hacerlo sola. Era una senda encantada por donde no podía seguirla ni el ser más querido.

Mientras las chicas estaban en Carmody cayó un chaparrón; no duró mucho, sin embargo, y la vuelta a casa, entre sendas donde las gotas de lluvia chispeaban sobre los setos y los valles cubiertos de hojarasca, donde los helechos mojados llenaban el aire de aromático olor, fue deliciosa.

 

Pero justo cuando doblaron para entrar en el sendero de los Cuthbert, Ana vio algo que echó a perder la belleza del paisaje.

Ante ellas, a la derecha, se extendía el amplio campo del señor Harrison, húmedo y lujurioso, con avena tardía, gris verdosa; y allí, en medio, mirándolas tranquilamente por encima de las campanillas, pastaba una vaca Jersey.

Ana dejó caer las riendas y se puso en pie, con un gesto en los labios que no presagiaba nada bueno para el depredador cuadrúpedo.

No dijo palabra, pero bajó ágilmente por la rueda y saltó la cerca antes de que Diana comprendiera qué había ocurrido.

—Ana, vuelve —gritó, como si hubiera recobrado su voz—. Echarás a perder tu vestido con el grano húmedo… lo echarás a perder. ¡No me escucha! Bueno, nunca podrá sacar sola esa vaca. Debo ir a ayudarla.

Ana corrió entre el grano como enloquecida. Diana saltó vivamente del coche, aseguró el caballo en un poste, se echó las faldas de su lindo vestido sobre los hombros, cruzó la cerca y empezó la persecución de su frenética amiga. Podía correr más rápido que Ana, a quien molestaba su falda empapada, y pronto la alcanzó. Tras ellas dejaron una senda capaz de romperle el corazón al señor Harrison cuando la viera.

—Ana, detente, por el amor de Dios —dijo resollando la pobre Diana—. Estoy sin respiración y tú estás completamente empapada.

—Tengo… que… sacar… esa… vaca… antes que… el señor Harrison… la vea —exhaló Ana—. No… me importa… ahogarme… si… sólo… podemos… hacer eso.

Pero la vaca Jersey parecía no ver razón de peso para abandonar su sabrosa comida. Tan pronto se le hubieron acercado las dos muchachas, giró y salió corriendo hacia el extremo opuesto del campo.

—¡Arréala! —gritó Ana—. ¡Corre, Diana, corre!

Diana corrió. Ana también, y la maldita vaca corrió por todo el campo como posesa. Ana creyó que lo estaba. Pasaron unos buenos diez minutos antes de que la hicieran salir por la senda de la esquina al campo de los Cuthbert.

Es innegable que Ana estaba muy lejos de la calma en esos momentos. Tampoco la tranquilizó mucho contemplar un carricoche detenido del otro lado del sendero, donde estaban sentados el señor Shearer y su hijo, ambos de Carmody, ostentando una amplia sonrisa.

—Sospecho que más le hubiera valido haberme vendido esa vaca cuando quise comprársela la semana pasada, Ana —murmuró el señor Shearer.

—Se la vendo ahora si la quiere —dijo la arrebatada y desgreñada dueña—. Se la puede llevar en este mismo momento.

—Trato hecho. Le daré los veinte dólares que le ofrecí, y Jim se la llevará a Carmody. Saldrá con el resto del embarque esta noche. El señor Reed de Brighton quiere una vaca Jersey.

Cinco minutos más tarde, Jim Shearer y la vaca subían por el camino, y la impulsiva Ana marchaba hacia «Tejas Verdes» con sus veinte dólares.

—¿Qué dirá Morilla? —preguntó Diana.

—Oh, no le importará. Dolly era mi vaca y seguramente que no hubiera conseguido más de veinte dólares en la subasta. Pero querida, si el señor Harrison ve ese sembrado sabrá que ella entró otra vez, después de haberle dado palabra de honor de que eso no volvería a ocurrir. Bueno, eso me ha dado una lección sobre no dar mi palabra de honor respecto a las vacas. Una vaca capaz de saltar una cerca y escaparse de un establo no merece confianza alguna.

Marilla había ido a visitar a la señora Lynde y cuando regresó ya sabía todo respecto a la venta de Dolly, pues la señora Rachel había visto desde su ventana la mayor parte de la transacción, y adivinado el resto.

—Supongo que será mejor que se haya ido; pero tienes la costumbre de hacer las cosas de una manera demasiado precipitada, Ana. Lo que no entiendo es cómo pudo salir del establo. Debe haber hecho pedazos la pared.

—No se me ocurrió mirar —dijo Ana— pero ahora iré a ver. Martin no ha regresado. Quizá se le han muerto algunas tías más. Creo que es algo como lo de Peter Sloane y los octogenarios. La otra noche, la señora Sloane estaba leyendo un periódico y le dijo a su marido: «Veo que acaba de fallecer otro octogenario. ¿Qué es un octogenario, Peter?». Y el señor Sloane dijo que no lo sabía, pero que deben ser criaturas muy enfermas, porque lo único que se sabía de ellas es que se morían. Eso es lo que pasa con las tías de Martin.

—Martin es igual que todos esos franceses —dijo Marilla disgustada—. No se puede confiar en ellos para nada.

Marilla estaba revisando las compras de Ana cuando oyó un grito en el establo. Un minuto después, la muchacha entraba corriendo en la cocina y se retorcía las manos.

—Ana Shirley, ¿qué ocurre ahora?

—Oh, Marilla, ¿qué voy a hacer? Esto es terrible. Y es culpa mía. ¿Cuándo aprenderé a reflexionar y a no ser una atolondrada? La señora Lynde siempre dijo que yo haría algo horrible algún día y ya lo he hecho.

—¡Ana, eres un ser exasperante! ¿Qué has hecho ahora?

—¡He vendido la vaca Jersey del señor Harrison… la que le compró al señor Bell… al señor Shearer! Dolly está todavía en el establo.

—¿Ana Shirley, estás soñando?

—Eso quisiera. No es un sueño, aunque parece una pesadilla. Y la vaca del señor Harrison debe de estar a estas horas en Charlottetown. Oh, Marilla, creí que había terminado de meterme en camisa de once varas y heme aquí otra vez. ¿Qué puedo hacer?

—¿Hacer? No hay nada que hacer, niña, excepto ir a ver al señor Harrison. Le podemos ofrecer nuestra vaca si no quiere el dinero. Es tan buena como la suya.

—Estoy segura de que se enfadará muchísimo —se quejó Ana.

—Ya lo creo. Parece ser un tipo irritable. Yo iré a explicarle todo, si quieres.

—No, no soy tan mezquina como para eso —exclamó Ana—. Todo ha sido culpa mía y por cierto que no voy a escapar al castigo. Iré sola y ahora mismo. Cuanto antes termine, mejor, pues será muy humillante.

La pobre Ana cogió su sombrero y sus veinte dólares y, cuando salía, se le ocurrió mirar por la puerta de la despensa.

Sobre la mesa reposaba una tarta de nueces que había horneado aquella mañana… una masa particularmente apetitosa escarchada con azúcar rosa y adornada con nueces de nogal. Ana la había preparado para el viernes por la noche, cuando la juventud de Avonlea pensaba reunirse en «Tejas Verdes» para organizar la Sociedad de Fomento. Pero ¿qué eran ellos comparados con el lógicamente ofendido señor Harrison? Ana pensó que una tarta así debería de ablandar el corazón de cualquier hombre, especialmente de uno que debía hacer su comida, y rápidamente la metió en una caja. Se la llevaría al señor Harrison como ofrecimiento de paz.

«Eso si me da oportunidad de decir algo», pensó apesadumbradamente, mientras subía por el sendero cercado y atravesaba los campos, dorados por la luz del atardecer de agosto. «Ahora sé perfectamente cómo se siente la gente cuando va camino de la horca».

CAPÍTULO TRES

El señor Harrison en la intimidad

La casa del señor Harrison era un antiguo edificio blanqueado con cal, de aleros bajos, levantado frente a un espeso monte de abetos.

El señor Harrison estaba sentado en la galería bajo la parra, disfrutando de su pipa y del atardecer. Cuando se dio cuenta de quién venía por el sendero, se incorporó rápidamente, se metió en la casa y cerró la puerta. Su reacción fue simplemente el resultado de su desagradable sensación de sorpresa, mezclada con una buena cantidad de vergüenza por su arranque de mal genio del día anterior. Pero esta actitud casi barrió los restos de valor que restaban en el corazón de Ana.

«Si está tan malhumorado ahora, qué será cuando se entere de lo que he hecho», reflexionó miserablemente mientras llamaba a la puerta.

Pero el señor Harrison abrió sonriendo con timidez y la invitó a pasar con tono amable y amistoso, si bien no exento de nerviosismo. Había dejado su pipa y se había puesto la chaqueta; le ofreció amablemente a Ana una silla polvorienta y su acogida podría haber pasado por agradable si no hubiera sido por la charla de una cotorra que estaba espiando a través de los barrotes de una jaula con perversos ojillos dorados. No bien Ana hubo tomado asiento, Ginger exclamó:

—¡Bendito sea Dios! ¿A qué viene esta insignificante pelirroja? —Sería difícil determinar qué rostro estaba más rojo, si el del señor Harrison o el de Ana.

—No haga caso de la cotorra —dijo el señor Harrison, echándole una furiosa mirada a Ginger—. Está… está siempre diciendo tonterías. Me la dio mi hermano, que era marino. Los marinos no suelen usar un lenguaje muy fino y las cotorras son pájaros que todo lo imitan.

—Es lo que pensé —dijo la pobre Ana, sofocando su resentimiento con el recuerdo de su diligencia. No podía permitirse el tratar airadamente al señor Harrison dadas las circunstancias. Cuando se ha vendido la vaca de un hombre sin que éste lo sepa ni haya dado su consentimiento, no se puede tener en cuenta el que su cotorra repita cosas poco halagüeñas. De todos modos, «la insignificante pelirroja» no se encontraba todo lo humilde que hubiera sido de desear.

—He venido a confesarle algo, señor Harrison —dijo resueltamente—. Es… es sobre… la vaca Jersey.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó el señor Harrison nervioso—, ¿otra vez ha entrado a pisotear mi avena? Bueno, no tiene importancia… no importa si lo ha hecho. No tiene importancia… en absoluto. Yo… Y yo estuve muy brusco ayer. No importa si lo ha hecho.

—Oh, si sólo fuera eso —suspiró Ana—. Pero es diez veces peor. Yo no…

—¡Bendito sea Dios! ¿Quiere decir que se ha metido en mi trigo?

—No… no… en el trigo no. Pero…

—¡Entonces, en los repollos! ¿Se ha metido entre los repollos que estaba cultivando para la exposición, eh?

—No tienen nada que ver los repollos, señor Harrison. Se lo contaré todo… a eso he venido; pero, por favor, no me interrumpa. Me pone nerviosa. Déjeme hablar y no diga nada hasta que haya terminado; y no hay duda de que entonces sí que hablará —concluyó Ana, diciendo esto último para sus adentros.

—No diré ni una palabra —dijo el señor Harrison, y así lo hizo. Pero Ginger no había prometido nada y seguía gritando a intervalos «Pelirroja insignificante», hasta que Ana terminó por enfurecerse.

—Ayer encerré a mi vaca Jersey en nuestro establo. Esta mañana fui a Carmody y cuando regresaba, vi una Jersey entre su avena. Diana y yo la perseguimos y no puede imaginarse el trabajo que nos dio. Yo estaba terriblemente mojada y cansada, y en ese momento apareció el señor Shearer y me ofreció comprar la vaca. En un instante se la vendí por veinte dólares. Éste fue mi error. Debí haber esperado y consultado a Marilla. Pero tengo una terrible predisposición para hacer las cosas sin pensarlas; cualquiera que me conozca puede atestiguarlo. El señor Shearer se llevó la vaca en seguida para despacharla en el tren de la tarde.

—¡Pelirroja insignificante! —chilló Ginger en tono de profundo desprecio.

Al llegar a este punto, el señor Harrison se levantó y, con una expresión que hubiera llenado de terror a cualquier pájaro que no fuera una cotorra, se llevó la jaula de Ginger a una habitación contigua y cerró la puerta. Ginger gritó, juró e hizo otras cosas más de acuerdo con su reputación, pero al final, al ver que la habían dejado sola, cayó en un triste silencio.

—Discúlpeme y continúe —dijo el señor Harrison tomando asiento nuevamente—. Mi hermano el marinero nunca le enseñó educación a ese pájaro.

—Llegué a casa y después del té fui al establo, señor Harrison. —Ana se inclinó hacia delante, juntó las manos con su viejo gesto de la infancia mientras sus grandes ojos grises se clavaban implorantes en el turbado rostro del señor Harrison—. Encontré mi vaca encerrada en el establo. Era su vaca la que había vendido al señor Shearer.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó el señor Harrison, pasmado ante este desenlace—. ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Oh, no es extraordinario en lo más mínimo que yo me meta en enredos y traiga siempre dificultades a la gente —dijo Ana tristemente—, me distingo por eso. A usted puede parecerle que ya estoy demasiado crecida para ello. Cumpliré diecisiete años en marzo… pero parece que no fuera así, señor Harrison: ¿sería demasiado esperar que usted me perdonara? Me temo que sea demasiado tarde para traerle la vaca de vuelta, pero aquí está el dinero que me dieron por ella… o puede quedarse con la mía si lo prefiere. Es una vaca muy buena. No puedo decirle cuánto lamento todo esto.

—Bueno, bueno —dijo el señor Harrison vivamente—. Ni una palabra más sobre el asunto, señorita. No tiene importancia… ninguna importancia. Se trata de un accidente. Yo también soy a veces muy precipitado, señorita; demasiado precipitado. Pero no puedo evitar el decir todo lo que pienso, y la gente tiene que aceptarme como soy. Ahora que si esa vaca hubiera estado entre mis repollos… Pero no importa, no lo hizo y todo está bien. Creo que más bien me quedaré con su vaca, ya que quiere usted desembarazarse de ella.

 

—Oh, gracias, señor Harrison. Estoy tan contenta de que no esté ofendido. Temía que se enfadara.

—Y supongo que tendría un miedo terrible de venir aquí a contármelo después del alboroto que armé ayer, ¿eh? Pero no debe hacerme caso. Soy un viejo gruñón; eso es todo… Siempre listo para decir la verdad, sin importarme que sea un poco cruda.

—Como la señora Lynde —dijo Ana antes de que pudiera evitarlo.

—¿Quién? ¿La señora Lynde? No me diga que me parezco a esa vieja chismosa —dijo el señor Harrison irritado—. No me parezco… ni un poquito. ¿Qué trae en esa caja?

—Una tarta —exclamó Ana jocosamente. En su alivio ante la inesperada amabilidad del señor Harrison, su humor se remontó—. La traje para usted… pensé que no comería tarta muy a menudo.

—No, es verdad, y me gusta mucho. Le estoy muy agradecido. Tiene muy buen aspecto. Espero que el sabor también sea bueno.

—Lo es —dijo Ana confidencialmente—. En mis tiempos he hecho tartas que no lo eran, como puede decirle la señora Alian; pero ésta está muy bien. La había hecho para la Sociedad de Fomento, pero puedo hacer otra para ellos.

—Muy bien, pero le diré, señorita, que debe ayudarme a comerla. Pondré agua a calentar y tomaremos una taza de té. ¿Qué le parece?

—¿Me permitirá prepararlo? —preguntó Ana dubitativamente.

El señor Harrison rio entre dientes.

—Veo que no confía usted mucho en mi habilidad para preparar el té. Está equivocada… Puedo hacer un té tan bueno como no ha tomado usted nunca. Pero vaya. Afortunadamente, el domingo llovió y hay un montón de platos limpios.

Ana saltó prestamente y comenzó a trabajar. Lavó la tetera varias veces antes de poner dentro el té. Luego repasó la cocina y puso la mesa, sacando los platos de la despensa. El estado de ésta la horrorizó, pero inteligentemente no dijo nada. El señor Harrison le indicó dónde estaba el pan y la mantequilla y una lata de melocotón. Ana adornó la mesa con un ramo de flores del jardín y cerró los ojos a las manchas del mantel. Pronto estuvo hecho el té y Ana se encontró sentada frente al señor Harrison ante su propia mesa, sirviéndole el té y hablando libremente de su escuela, sus amigos y sus planes. Apenas podía creerlo.

El señor Harrison había vuelto a llevar a Ginger, diciendo que el pobre pájaro se sentiría muy solitario y Ana, dispuesta a perdonar a todos y a todo, le ofreció una nuez. Pero los sentimientos de Ginger habían sido heridos muy gravemente y rechazó todo intento de amistad. Se sentó pensativamente en su percha y acomodó sus plumas hasta que quedó convertida en una pelota verde y oro.

—¿Por qué la llama Ginger? —preguntó Ana, a quien le gustaban los nombres apropiados y pensaba que Ginger no combinada en absoluto con ese magnífico plumaje.

—Mi hermano el marino la bautizó así. Quizá tenga algo que ver con su temperamento. Yo reflexiono mucho sobre este pájaro. Usted se sorprendería si supiera cuánto. Claro está que también tiene sus defectos. Me ha costado muchos disgustos. Mucha gente protesta contra su costumbre de jurar, pero no se la puedo quitar. Lo he intentado y también lo intentaron otras personas. Alguna gente tiene prejuicios contra los loros. Es una estupidez, ¿no es cierto? A mí me gustan. Ginger me hace mucha compañía. Nada podría inducirme a abandonarla… nada en el mundo, señorita.

El señor Harrison pronunció la última frase con tanto sentimiento como si hubiera sospechado en Ana un latente designio de persuadirlo de que dejara a Ginger. Sin embargo, a Ana estaba comenzando a gustarle ese extraño, inquieto y agitado hombrecillo y antes de que terminaran de tomar el té, se habían convertido en dos buenos amigos. El señor Harrison se interesó sobre la Sociedad de Fomento y aprobó la idea.

—Muy bien. Adelante. Hay montones de cosas que mejorar en este pueblo… y también personas.

—¡Oh! No sé —saltó Ana. Para sí misma o entre sus compañeros más íntimos, podía admitir que en Avonlea y en sus habitantes había pequeñas imperfecciones fácilmente remediables. Pero el que lo dijera un forastero como el señor Harrison, era algo completamente distinto—. Creo que Avonlea es un lugar encantador y que la gente también es muy agradable.

—Tiene usted el genio muy vivo —comentó el señor Harrison, examinando las arrebatadas mejillas y los indignados ojos de su opositora—. Avonlea es un lugar bastante decente o yo no me hubiera establecido en él; pero supongo que hasta usted admitirá que tiene algunos defectos.

—Me gusta más por ellos —respondió Ana lealmente—. No me gustan los lugares o las personas que no tienen fallos. Pienso que una persona verdaderamente perfecta sería algo muy poco interesante. La señora de Milton White decía que ella nunca conoció una persona perfecta, pero que ha oído lo suficiente sobre una… la primera esposa de su marido. ¿No le parece que debe ser muy desagradable estar casado con un hombre cuya primera esposa ha sido perfecta?

—Sería más desagradable estar casado con la perfecta esposa —declaró el señor Harrison con repentino e inexplicable ardor.

Cuando terminaron de tomar el té, Ana insistió en lavar los platos, aunque el señor Harrison le aseguró que aún quedaban en la casa platos suficientes para varias semanas. También hubiera deseado de todo corazón barrer, pero no se veía la escoba por ningún lado y Ana no quiso preguntar dónde estaba por temor de que no hubiera.

—Venga a verme de vez en cuando —sugirió el señor Harrison cuando Ana ya se iba—. No estoy lejos y las personas deben ser atentas. Me interesa la sociedad que van a fundar. Me parece que va a ser divertido. ¿A quién van a atacar primero?

—No vamos a meternos con personas… sólo tenemos intenciones de mejorar lugares —dijo Ana con dignidad. Sospechaba que el señor Harrison se estaba burlando del proyecto.

Cuando se fue, éste quedó observándola por la ventana: una forma delgada y juvenil que corría ágilmente a través del campo en medio del resplandor crepuscular.

—Soy un viejo rudo y solitario —dijo Harrison en alta voz— pero hay algo en esa chiquilla que me hace sentir joven otra vez y es una sensación tan agradable que me gustaría que se repitiera de vez en cuando.

—¡Pelirroja insignificante! —gritó Ginger.

El señor Harrison amenazó con el puño a la cotorra.

—Pájaro del demonio —gruñó—, ojalá te hubiera retorcido el pescuezo cuando mi hermano el marino te trajo a casa. ¿Nunca terminarás de meterte en líos?

Ana corrió a su casa alegremente y relató su aventura a Marilla, quien estaba no poco alarmada por su larga ausencia y a punto de salir a buscarla.

—El mundo es hermoso, después de todo, Marilla —concluyó Ana.

—La señora Lynde se quejaba el otro día de que el mundo no valía mucho. Dijo que cada vez que se espera algo placentero, es seguro que desilusiona; que nada ocurre como se espera. Bueno, quizá sea verdad. Pero tiene su lado bueno, también. Las cosas malas tampoco suceden como se las espera… casi siempre resultan mucho mejor de lo que se piensa. Yo esperaba una experiencia terriblemente fea cuando fui a ver al señor Harrison esta tarde y en lugar de ello, él fue muy amable y casi llegué a pasarlo bien. Creo que seremos verdaderos amigos si nos hacemos unas cuantas concesiones el uno al otro. Pero sin embargo, Marilla, le aseguro que jamás volveré a vender una vaca sin asegurarme antes de quién es el dueño. ¡Y no me gustan las cotorras!