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100 Clásicos de la Literatura

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FILINTO

Me parece que vuestro designio es un poco precipitado, y que no es tan grande el mal como lo creéis: lo que osa imputaros vuestro contrario no ha merecido crédito como para que os arresten; vemos que por sí mismo se destruye su falso testimonio. Y se trata de una acción que puede dañarlo mucho.

ALCESTE

¿A él? Él no teme el escándalo de tales pasadas; le está permitido ser tunante abiertamente; y lejos de perjudicar a su crédito esta aventura, se le verá en mejor posición mañana.

FILINTO

En fin, lo cierto es que no se ha dado ninguna fe al rumor que contra vos ha esparcido su malicia: nada tenéis ya que temer por ese lado; y en cuanto a vuestro proceso, del que podéis quejaros, os es fácil apelar de él en justicia y contra esa sentencia...

ALCESTE

No: quiero atenerme a ella. Por muy sensible que sea el agravio que tal sentencia me causa, me guardaré mucho de pedir su casación: demasiado bien se ve maltratado en ella el derecho y quiero que pase a la posteridad como señal insigne y testimonio notable de la malignidad de los hombres de nuestra época. Podrá costarme veinte mil francos, pero por veinte mil francos tendré el derecho de echar pestes contra la iniquidad de la naturaleza humana, y de alimentar odio inmortal contra ella.

FILINTO

Pero en fin...

ALCESTE

Pero en fin, vuestras molestias son inútiles: ¿qué podéis, señor, decirme al respecto? ¿Tendréis el descaro de querer excusar en mis propias barbas el horror de todo lo que pasa?

FILINTO

No: estoy de acuerdo con cuanto queráis: todo marcha por interés y por intriga; nada prevalece hoy fuera de la astucia y los hombres deberían estar hechos por diferente manera. ¿Pero es una razón su poca justicia para querer apartarse de su sociedad? En la vida, todos esos humanos defectos nos dan ocasión para ejercer nuestra filosofía: la virtud no puede encontrar más hermoso empleo; 'y si todo estuviera lleno de probidad, si todos los corazones fueran francos, justos y dóciles, la mayor parte de las virtudes nos serían inútiles, puesto que nos sirven para poder soportar sin disgusto la injusticia de los demás cuando estamos en nuestro derecho; y lo mismo que un corazón de una virtud profunda...

ALCESTE

Sé que habláis, señor, admirablemente; siempre abundáis en hermosos razonamientos; pero perdéis el tiempo y todas vuestras lindas palabras. Lo razonable es que me retire, por mi propio bien: no tengo bastante dominio sobre mi lengua; no respondo de lo que habría de decir, y me echaría cien cosas encima. Dejadme, sin discutir, que espere a Celimena: preciso es que consienta en aprobar mi proyecto; voy a ver si hay amor para mí en su corazón, y es este momento el que ha de demostrármelo.

FILINTO

Mientras llega, subamos a lo de Elianta.

ALCESTE

No: tengo removida el alma por demasiadas zozobras. Id vos a verla y dejadme en este oscuro rincón con mi pena negra.

FILINTO

Es una extraña compañía para esperar, y he de obligar a Elianta a que baje.

ESCENA SEGUNDA

Alceste, Celimena, Oronte

ORONTE

Sí, a vos os corresponde considerar, señora, si queréis unirme del todo a vos por tan dulces lazos. Necesito estar plenamente seguro de vuestra alma: un enamorado no gusta de las vacilaciones en ese punto. Si la fuerza de mi pasión ha podido conmoveros, no debéis fingir para ocultármelo; y después de todo, la prueba que os demando, señora, es que no soportéis que os pretenda Alceste, que lo sacrifiquéis a mi amor, y que lo desterréis de vuestra casa desde este día.

CELIMENA

¿Pero qué motivo os irrita tanto contra él, cuando tanto os he oído a vos mismo hablar de su mérito?

ORONTE

Señora, tales aclaraciones no son necesarias; se trata de saber cuáles son vuestros sentimientos. Escoged, por favor, entre conservar al uno o al otro: mi resolución no espera más que la vuestra.

ALCESTE (saliendo del rincón donde se había retirado)

Sí, este señor tiene razón: hay que escoger, señora, y su demanda se acuerda aquí con mi deseo. Idéntico ardor me apremia y la misma preocupación me guía; mi amor quiere una prueba segura del vuestro, las cosas no pueden ya seguir dilatándose y ha llegado el momento de que expliquéis vuestro corazón.

ORONTE

Señor, de ningún modo quiero turbar con una importuna pasión vuestra conquista.

ALCESTE

Señor, celoso o no celoso, nada quiero compartir con vos de su corazón.

ORONTE

Si vuestro amor parécele preferible al mío...

ALCESTE

Si es capaz de la más mínima inclinación hacia vos...

ORONTE

Juro nada pretender de ella en adelante.

ALCESTE

Juro claramente no verla nunca más.

ORONTE

Señora, a vos os toca hablar sin embarazo.

ALCESTE

Señora, podéis explicaros sin temor.

ORONTE

Sólo tenéis que decirnos a quién se dirigen vuestros deseos.

ALCESTE

Sólo tenéis que zanjar y elegir entre ambos.

ORONTE

¿Cómo? ¡Parecéis dudar ante tal elección!

ALCESTE

¿Cómo? ¡Vuestra alma vacila y parece incierta!

CELIMENA

¡Dios mío! ¡Qué importuna es esta exigencia ahora, y qué poco juicio testimoniáis ambos! Bien sé decidirme en esta elección y no es mi corazón el que vacila al presente: indudablemente no está suspenso entre vosotros, puesto que nada es más rápido que la elección de nuestros deseos. Pero a decir verdad, me produce una violencia excesiva tener que haceros en la cara una confesión de tal suerte: yo creo que las palabras descomedidas no se deben decir en presencia de las gentes; que el corazón da demasiado indicio de su sentimiento sin que se nos obligue a chocar a los demás; y en fin, que es suficiente con que más suaves pruebas instruyan a un enamorado acerca de la desgracia de sus pretensiones.

ORONTE

No, no, nada temo de una confesión franca: por mi parte consiento en ella.

ALCESTE

Y yo la exijo: es su escándalo sobre todo lo que oso pedir .aquí, y no pretendo que guardéis consideración alguna. Vuestra gran habilidad es conservar a todo el mundo; pero basta de diversión y basta de incertidumbre; tenéis que explicaros claramente al respecto o tomo como decisión vuestro rechazo; sabré, por mi parte, explicar ese silencio, y me tendré por dicho todo lo malo en que estoy pensando.

ORONTE

Os estoy muy agradecido, señor, por esa cólera, y digo en este momento lo mismo que vos.

CELIMENA

¡Cómo me cansáis con semejante capricho! ¿Es justo que pedís ¿ Y no os he dicho cual es el motivo que me retiene? Ahí viene Elianta, a quien tomaré por juez.

ESCENA TERCERA

Elianta, Filinto, Celimena, Oronte, Alceste

CELIMENA

Prima mía, me veo acosada aquí por personas cuya voluntad parece haberse puesto de acuerdo. Ambos quieren con el mismo afán que declare con cuál de ellos se queda mi corazón, y que por una decisión que debo notificarles en la propia cara, prohíba a uno de ellos todos los homenajes que pueda rendirme. Decidme si jamás se hicieron así estas cosas.

ELIANTA

No vengáis a consultarme sobre eso: acaso os encaminaríais mal, pues yo estoy por las gentes que dicen lo que piensan.

ORONTE

Señora, es en vano que os defendáis.

ALCESTE

Ninguna de vuestras argucias será secundada aquí.

ORONTE

Debéis, debéis hablar sin más vacilaciones.

ALCESTE

Os basta con proseguir guardando silencio.

ORONTE

Sólo quiero una palabra para acabar nuestra discusión.

ALCESTE

Y yo comprenderé si os quedáis callada.

ESCENA CUARTA

Celimena, Elianta, Alceste, Filinto, Oronte, Arsinoe,

Acasto, Clitandro

ACASTO (a Celimena)

Señora, venimos ambos a aclarar con vos un asuntillo, si no os fuera molestia.

CLITANDRO (a Oronte y Alceste)

Señores, os encontráis aquí muy a propósito, pues estáis mezclados también en este asunto.

ARSINOE (a Celimena)

Señora, os sorprenderá mi presencia; pero mi venida se debe a estos señores: ambos me han encontrado y se han quejado a mí de un hecho al que no puede prestar fe mi corazón. Yo tengo una estima demasiado alta por el fondo de vuestro ser, para creeros jamás capaz de semejante crimen: mis ojos han desmentido sus más seguras pruebas; y como la amistad no hace caso de las pequeñas discusiones, he querido acompañarlos de buena gana para veros salir limpia de esta calumnia.

ACASTO

Sí, señora, veamos con espíritu conciliador cómo os arregláis para componer esto. ¿Habéis escrito vos esta carta a Clitandro?

CLITANDRO

¿Escribisteis para Acasto este tierno billete?

ACASTO (a Oronte y Alceste)

Señores, estos rasgos no son oscuros para vosotros, pues no dudo de que su amabilidad haya sabido ejercitaros demasiado en conocer su letra; pero esto bien vale la pena de ser leído.

"Sois absurdo al condenar mi jovialidad, y al reprocharme que jamás esté tan alegre como cuando no estoy con vos. No hay nada más injusto; y si no venís muy pronto a pedirme perdón por esta ofensa, no he de perdonárosla en mi vida. El gran zanquilargo de nuestro Vizconde... Vizconde..."

Debería estar aquí.

"El gran zanquilargo de nuestro Vizconde, por quien comenzáis vuestras quejas, es un hombre que no podría convenirme: y después de haberlo visto, durante tres cuartos de hora, escupir dentro de un pozo para hacer redondeles, jamás he conseguido formarme buena opinión de él. En cuanto al Marquesito..."

 

Soy yo mismo, señores, sin vanidad ninguna.

"En cuanto al Marquesito, que ayer me oprimió la mano largo tiempo, me parece que no hay nada más sutil que toda su persona; poco sería si no fuera por la capa y la espada... En cuanto al hombre de las cintas verdes..." (A Alceste.) Sois mano, señor.

"En cuanto al hombre de las cintas verdes, me divirtió alguna vez con sus brusquedades y su humor avinagrado; pero hay mil ocasiones en que lo considero lo más fastidioso del mundo. Y en cuanto al hombre de la chupa..."

(A Oronte.) Ya tenéis remoquete.

"Y en cuanto al hombre de la chupa, que se ha entre gado a la literatura y quiere ser autor pese a todo el mundo, no puedo tomarme el trabajo de escuchar lo que dice; y su prosa me aburre tanto como sus versos. Meteos pues en la cabeza que no siempre me divierto tanto como pensáis; que os extraño más de lo que querría en todas las fiestas adonde me arrastran; y que la presencia de lo que amamos es un maravilloso condimento para nuestros placeres."

CLITANDRO

Ahora, vedme a mí.

"Vuestro Clitandro, de quien me habláis, y que hace tanto el meloso, es el último de los hombres por quien sentiría amistad. Él está loco al persuadirse de que es amado, y vos lo estáis al creer que no os aman. Para ser razonable, cambiad vuestros sentimientos por los suyos; y vedme lo más que podáis para ayudarme a sobrellevar el disgusto de sus asiduidades."

Vemos aquí la imagen de una bellísima persona: ¿sabéis, vos, señora, qué nombre merece? Eso basta: uno y otro vamos a mostrar en todas partes el glorioso retrato de vuestro corazón.

ACASTO

Mucho podría deciros, porque el tema es sabroso; pero no os considero digna de mi cólera; y os demostraré que los marquesitos tienen, para consolarse, corazones de más alto

ESCENA QUINTA

Celimena, Elianta, Arsinoe, Alceste, Oronte, Filinto

ORONTE

¿Cómo? ¿Veo que me desgarráis de esta manera, después de todo lo que os he visto escribirme? ¡Y vuestro corazón, adornado con bellas apariencias de amor, se promete sucesivamente a todo el género humano! Quitad, estaba yo por demás engañado y no quiero seguir estándolo. Me hacéis un bien permitiendo que os conozca: aprovecho del corazón que así me devolvéis y encuentro mi venganza en lo que vais perdiendo. (A Alceste.) Señor, no soy ya un obstáculo a vuestros amores, y podéis cerrar trato con la señora. (Sale.)

ESCENA SEXTA

Celimena, Elianta, Arsinoe, Alceste, Filinto

ARSINOE (a Ceilmena)

Ciertamente, he aquí la más negra acción del mundo; no podría callarme, me siento emocionada. ¿Se ha visto jamás proceder como el vuestro? No me inquieto por la suerte de los otros; (mostrando a Alceste) pero este señor que os otorgaba la felicidad, un hombre como él, de honor y de mérito, y que os amaba con idolatría, ¿hubiera debido...?

ALCESTE

Señora, os lo ruego, dejadme atender por mí mismo mis intereses en este asunto, y no os carguéis con inútiles molestias. Por mucho que os vea mi corazón poneros de su parte en la disputa, no se encuentra en estado de retribuir tan gran celo; y no podríais ser vos en quien pensara si quisiera vengarme por una nueva elección.

ARSINOE

¡Eh! ¿Creéis, señor, que tengamos tal pensamiento, y que haya tanto apremio por conseguiros? Me parece que tenéis el espíritu muy vanidoso si ha podido halagarse con esa creencia. Las sobras de esta señora son una mercancía por la que sería un error entusiasmarse tanto. Desengañaos, por favor, y no os engalléis: no son las personas como yo las que os convienen: haríais muy bien en seguir suspirando por ella y ardo en deseos de contemplar tan hermosa unión.

(Se retira.)

ESCENA SÉPTIMA

Celimena, Elianta, Alceste, Filinto

ALCESTE (a Celimena)

¡Y bien! He callado pese a lo que he visto, y he dejado hablar antes que yo a todo el mundo: ¿habré alcanzado bastante imperio sobre mí mismo y, podré ahora...?

CELIMENA

Sí, podéis decirlo todo: tenéis derecho a ello al quejaros, así como a reprocharme cuanto queráis. Me he equivocado, lo confieso, y mi alma, confundida, no trata de evadirse con ninguna vana excusa. He despreciado aquí el enojo de los demás, pero estoy de acuerdo en mi crimen por lo que a vos respecta. Razonable es sin duda vuestro resentimiento, sé cuán culpable debo pareceros, cómo todo parece indicar que os traicioné, y en fin, que tenéis motivo para odiarme, Hacedlo, consiento en ello.

ALCESTE

¡Ah, traidora! ¿Lo puedo acaso? ¿Puedo triunfar así de mi gran ternura? ¿Y aunque desee ardientemente odiaros, encuentro acaso a mi corazón pronto a obedecer? (A Elianta y Filinto.) Ya veis lo que puede una indigna ternura y os hago a ambos testigos de mi flaqueza. Pero, a decir verdad, esto no es todo aún y vais a verme llevarla hasta el extremo, demostrando que se nos llama sabios por error y que la debilidad humana existe en todos los corazones. (A Celimena.) Sí, pérfida, consiento en olvidar vuestros desmanes; sabré expulsarlos a todos en mi alma, y para mí mismo los cubriré bajo el dictado de una debilidad a que fue inducida vuestra juventud por las viciosas costumbres de la época, con tal de que vuestro corazón consienta en secundarme en mi proyecto de huir de los hombres, y de que os resolváis sin demora a seguirme al desierto donde he hecho voto de vivir: sólo así podéis reparar ante todos el crimen de vuestros escritos, y sólo así, después de este escándalo aborrecible para un corazón noble, puede serme permitido amaros todavía.

CELIMENA

¿Yo, renunciar al mundo antes de envejecer, para ir a enterrarme en vuestro desierto?

ALCESTE

¿Y si es cierto que vuestro sentimiento responde a mi amor, qué puede importarnos todo el resto del mundo? ¿No están satisfechos conmigo vuestros deseos?

CELIMENA

La soledad espanta a un alma de veinte años: no siendo la mía bastante grande, bastante fuerte, para resolverme a tomar resolución semejante. Si el don de mi mano puede satisfacer vuestras ansias, me decidiría a estrechar tales lazos y el himeneo...

ALCESTE

No: ahora mi corazón os detesta, y esta sola negativa hace más que todo el resto. Puesto que no estáis hecha para encontrarlo todo en mí como yo todo en vos en medio de tan dulces vínculos, quitad, os rechazo, y tan sensible ultraje me libra de vuestras indignas cadenas para siempre.

(Celimena se retira.)

ESCENA ÚLTIMA

Elianta, Alceste, Filinto

ALCESTE (a Elianta)

Señora, vuestra belleza está ornada por cien virtudes, y sólo en vos he encontrado sinceridad; me interesáis gran demente desde hace mucho tiempo, pero dejadme que os estime siempre en la misma forma; y permitid que mi corazón, agitado por mil desórdenes, no se doblegue al honor de vuestras cadenas: me siento demasiado indigno y comienzo a comprender que el cielo no me ha hecho nacer para ese lazo, que sería para vos un pobre homenaje el desecho de un corazón que no os iguala; y que en fin...

ELIANTA

Podéis pensar lo siguiente: no tengo prisa en otorgar mi mano; y sin inquietarme por demás, he aquí a vuestro amigo, que la aceptaría si yo se lo rogara.

FILINTO

¡Ah, señora!, ese honor es todo mi anhelo, y a él habría de sacrificar mi sangre y mi vida.

ALCESTE

¡Así podáis conservar siempre esos sentimientos el uno por el otro, a fin de gozar de dicha verdadera! Yo, traicionado por todos, abrumado de injusticias, voy a salir de este torbellino donde triunfan los vicios, para buscar sobre la tierra un apartado lugar, donde se pueda ser hombre de honor libremente. (Sale.)

FILINTO

Vamos, señora, vamos a emplear todos los medios para impedir el designio que se propone su alma.

Ana la de Avonlea

Serie Ana de las Tejas Verdes, 2

Por

Lucy Maud Montgomery

CAPÍTULO PRIMERO

Un vecino airado

Una alta y delicada muchacha, de poco más de dieciséis años, con ojos grises y un cabello que sus amigos llamaban «castaño claro», se había sentado una hermosa tarde de agosto sobre la ancha escalera de caliza roja de una granja de la isla del Príncipe Eduardo, firmemente decidida a traducir unos versos de Virgilio.

Pero una tarde de agosto, con las brumas azules que ornaban las cuestas cultivadas, las brisas susurrantes como duendes entre los álamos y un danzarín esplendor de rojas amapolas que brillaban contra el oscuro seto de pinos jóvenes en un rincón del bosque de cerezos, se prestaba más a soñar que a las lenguas muertas. El Virgilio se deslizó descuidadamente al suelo y Ana, con la mandíbula entre las manos y los ojos sobre el espléndido banco de mullidas nubes que se extendían justo sobre la casa del señor J. A. Harrison cual una gran montaña blanca, estaba muy lejos, en un mundo delicioso, donde cierta maestra de escuela llevaba a cabo una labor magnífica, modelando los destinos de futuros estadistas e inspirando las mentes y los corazones juveniles con elevadas ambiciones.

Hablando con franqueza, si se miraba la cruda realidad (cosa que, debemos confesar, Ana hacía muy pocas veces, y sólo por obligación), no parecía haber material muy prometedor para celebridades en la escuela de Avonlea; pero no se puede decir qué puede pasar si una maestra emplea para bien su influencia. Ana poseía ciertas ideas rosas sobre qué podía llegar a hacer una maestra sólo con tomar por el camino correcto e imaginaba una escena, que ocurriría cuarenta años más adelante, con un famoso personaje, la razón exacta de su fama era dejada en una conveniente oscuridad; pero Ana pensaba que sería muy hermoso que se tratara del rector de una universidad o de un primer ministro del Canadá, quien hacía una gran reverencia frente a sus arrugadas manos y le aseguraba que ella fue quien alentara por vez primera su ambición y que todo su éxito se debía a las lecciones que ella prodigara tanto tiempo atrás en la escuela de Avonlea. Esta placentera visión fue hecha pedazos por una interrupción de lo más desagradable.

Una vaca Jersey apareció corriendo por el sendero y unos segundos más tarde llegó el señor Harrison… si es que «llegar» era el término apropiado para describir su manera de irrumpir.

Saltó la empalizada sin esperar a abrir la puerta y se puso frente a la sorprendida Ana, que se había puesto en pie de un salto y le contemplaba algo perpleja. El señor Harrison era su nuevo vecino y ella nunca se lo había encontrado cara a cara antes, aunque lo había visto de lejos un par de veces.

A principios de abril, antes de que Ana regresara de la Academia de la Reina, el señor Robert Bell había vendido su granja que lindaba con la hacienda de los Cuthbert por el oeste, y se había mudado a Charlottetown. Su granja había sido comprada por un cierto J. A. Harrison cuyo nombre, junto con el hecho de que era originario de Nueva Brunswick, era todo cuanto se sabía de él. Pero antes de cumplir su primer mes en Avonlea se había ganado la reputación de ser un hombre raro, un «maniático», como dijera la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era, por cierto, una mujer que hablaba de más, como recordarán aquellos que ya la conocen. El señor Harrison era distinto de las otras gentes y ésa era la característica esencial de un maniático, como todo el mundo sabe.

En primer lugar, llevaba la casa él solo y había declarado públicamente que no quería en sus posesiones esa tontería que son las mujeres. El sector femenino de Avonlea se vengó mediante horribles historias sobre su cocina y el manejo de la casa. Él había tomado a su servicio al pequeño John Henry Cárter de White Sands y éste fue quien dio pie a las habladurías. En primer lugar, jamás había hora fija para comer. Éste «comía un bocado» cuando sentía hambre y si John Henry estaba a mano en la ocasión, se acercaba a tomar su parte; pero si no lo estaba, debía esperar hasta el próximo momento de hambre del señor Harrison. El pequeño declaró tristemente que se hubiera muerto de hambre de no haber ido a su casa los domingos, y hartarse allí, y gracias también a que su madre le daba una cesta de comida para que llevara de vuelta consigo los lunes por la mañana.

En lo que se refería a fregar los platos, el señor Harrison nunca hacía la intentona de llevarlo a cabo a menos que llegara un domingo lluvioso; entonces los lavaba todos juntos en el barril del agua de lluvia y los dejaba allí hasta que se secaran.

 

Otra vez el señor Harrison se portó con tacañería. Cuando se le pidió que contribuyera para pagar el sueldo del reverendo Alian, dijo que esperaría a ver cuántos dólares de bondad sacaba de su prédica… Él no creía en eso de comprar las cosas a ciegas. Y cuando la señora Lynde fue a pedirle una contribución, y de paso a echar una mirada a la casa, le dijo que había más de pagano en las habladurías de las viejas de Avonlea que en cualquier otra parte que conociera y que con muchísimo gusto contribuiría a sufragar la misión de cristianizarlas, si ella se hacía cargo de la labor. La señora Rachel Lynde salió airada diciendo que era una suerte que la pobre señora Bell estuviera en su tumba, pues le hubiera roto el corazón ver el estado de la casa de la que tanto se enorgulleciera.

—¡La pobre fregaba el suelo un día sí y otro también —le dijo a Malilla Cuthbert con tono indignado—, y si lo pudiera usted ver ahora! Tuve que alzarme las faldas para poder cruzarlo.

Y para colmo, el señor Harrison criaba una cotorra llamada Ginger. Nadie en Avonlea había criado hasta entonces una cotorra; en consecuencia, el hecho fue considerado como muy poco respetable. ¡Y además, qué clase de cotorra! Si se le hacía caso a John Henry Cárter, no había pájaro más hereje. Juraba terriblemente. La señora Cárter hubiera retirado inmediatamente a su hijo si hubiera estado segura de conseguir en seguida otra ocupación para él. Además, Ginger le había arrancado un trozo de cuello a John Henry, un día que se acercó a la jaula más de lo debido. La señora Cárter mostraba la marca a todo el mundo cuando el infortunado pequeño regresaba los domingos a casa.

Todas estas cosas cruzaron la mente de Ana cuando el señor Harrison estaba de pie ante ella, al parecer mudo de ira. Aun en un estado más amigable, no se podía considerar al señor Harrison como a un hombre atractivo; era bajo de estatura, gordo y calvo; y ahora con su redonda cara enrojecida por la ira, con prominentes ojos azules que casi se salían de las órbitas, le pareció a Ana la persona más fea que jamás viera. De pronto, el señor Harrison recuperó el habla.

—Esto no lo voy a aguantar —estalló— ni un solo día más, ¿me oye, señorita? Por mi alma, es la tercera vez, señorita… ¡la tercera vez! Advertí a su tía que no volviera a ocurrir… y ella la dejó… ella hizo… Qué quiere decir esto es lo que me gustaría saber y por eso estoy aquí, señorita.

—¿Me hace el favor de explicar qué es lo que ocurre? —preguntó Ana con su acento más digno. Lo había estado practicando a menudo últimamente, para tenerlo bien ensayado cuando comenzaran las clases nuevamente. Pero el acento pareció no producir efecto sobre el airado señor Harrison.

—¿Qué ocurre, señorita? Ya lo creo que ocurre algo. Lo que ocurre, señorita, es que he vuelto a encontrar la vaca de su tía entre mi avena, no hace ni media hora. Es la tercera vez. Fíjese: la encontré el último martes y otra vez ayer. Vine a decirle a su tía que no debía volver a ocurrir. Y ella ha dejado que ocurriera. ¿Dónde está su tía, señorita? Quisiera encontrarla para decirle lo que pienso… lo que piensa J. A. Harrison.

—Si se refiere a la señorita Marilla Cuthbert, ella no es mi tía, y se ha ido a East Grafton para ver a un pariente lejano que está muy enfermo —dijo Ana, con el debido aumento de dignidad en cada palabra—. Siento mucho que mi vaca haya irrumpido en su avena; es mi vaca y no de la señorita Cuthbert. Matthew me la regaló hace tres años cuando era ternera y se la compró al señor Bell.

—… ¡Que lo siente mucho! El sentirlo mucho no arregla nada. Vaya a ver los estragos que ha hecho su vaca en mi avena; la ha pisoteado toda.

—Lo siento muchísimo —repitió firmemente Ana—, pero quizás si usted conservara su cerca en mejor estado, Dolly no hubiera podido pasar. Es su parte de la cerca divisoria la que separa nuestros prados de su avena y el otro día noté que no estaba en muy buenas condiciones.

—Mi cerca está bien —gruñó el señor Harrison, más enfadado que nunca ante esta entrada del enemigo en su propio terreno—. La reja de una cárcel sería inútil para mantener fuera a ese demonio de vaca. Y le digo, pelirroja insignificante, que si esa vaca es suya, como dice, mejor haría usted en cuidar que no pisotee el grano de los demás en lugar de estar leyendo noveluchas amarillas —concluyó echando una mirada al inocente Virgilio forrado de canela que estaba a los pies de Ana.

En esos momentos había algo más rojo, además del cabello de Ana, que como sabemos era su punto débil.

—Prefiero tener el cabello rojo a no tener nada más que una línea alrededor de las orejas —contestó.

El tiro dio en el blanco, pues el señor Harrison era muy sensible a su calvicie. La ira le dominó otra vez y sólo atinó a contemplar mudo a Ana, quien recobró su tranquilidad y aprovechó la ventaja.

—Le puedo perdonar, señor Harrison, porque tengo imaginación. Puedo imaginar cuan doloroso es hallar una vaca en su avena y no le guardaré rencor por lo que ha dicho. Le prometo que Dolly nunca más volverá a entrar en su campo. Le doy mi palabra de honor.

—Bueno, cuídese si no ocurre así —murmuró el señor Harrison en un tono algo más suave. Pero partió airado y Ana siguió oyendo sus protestas hasta que se perdió en la distancia.

Con la mente tristemente turbada, Ana cruzó el campo y encerró a Dolly.

—No hay posibilidad de que salga, a menos que haga pedazos la cerca —reflexionó—. Ahora parece bastante tranquila. Me atrevería a decir que la avena le ha sentado mal. Ojalá la hubiera vendido al señor Shearer cuando me la pidió la semana pasada, pero me pareció mejor esperar a la subasta, así se van todas juntas. Creo que es verdad que el señor Harrison es un maniático. Por cierto que en él no hay nada de alma gemela.

Ana siempre estaba al acecho de almas gemelas.

Marilla Cuthbert llegaba al corral con el coche en el momento en que Ana regresaba de la casa y la muchacha corrió a preparar el té. Discutieron el asunto en la mesa.

—Me alegraré cuando haya terminado la subasta de ganado —dijo Marilla—. Es demasiada responsabilidad tener tanto ganado en el lugar, con nadie aparte de ese Martin, en quien no se puede confiar, para cuidarlo. Todavía no ha vuelto y eso que me prometió que regresaría anoche si le daba el día libre para ir al funeral de su tía. Te aseguro que no sé cuántas tías tiene. Es la cuarta que se le muere desde hace un año. Estaré agradecida cuando llegue la cosecha y el señor Barry se haga cargo de la granja. Tendremos que tener encerrada a Dolly en el corral hasta que venga Martin, pues debemos ponerla en el prado trasero y debe arreglarse la cerca. Confieso que éste es un mundo de dolor, como dice Rachel. Ahí tienes a la pobre Mary Keith muriéndose y no sé qué será de sus dos pequeños. Tiene un hermano en la Columbia Británica y le ha escrito sobre ellos, pero aún no tiene noticias.

—¿Cómo son los niños? ¿Qué edad tienen?

—Poco más de seis años… son mellizos.

—¡Oh, desde que la señora Hammond tuvo tantos, me interesan los mellizos! —dijo Ana—. ¿Son guapos?

—Te aseguro que no lo sabría decir; tan sucios estaban. Davy había estado fuera jugando con barro y Dora salió a buscarle. Davy la metió de un empujón dentro del montón más grande de barro y entonces, como ella llorara, se metió él también y chapoteó para demostrarle que no había motivo para llorar. Mary dijo que Dora era realmente una buena niña, pero que Davy estaba lleno de maldad. En realidad no ha tenido educación. Su padre murió cuando era pequeño y Mary ha estado enferma casi siempre desde entonces.

—Siempre siento lástima por los niños que no han tenido educación —dijo Ana seriamente—. Usted sabe que yo no la había tenido hasta que se hizo cargo de mí. Espero que su tío se ocupe de ellos. Dígame, ¿qué parentesco exacto hay entre la señora Keith y usted?

—¿Entre Mary y yo? Ninguno. Su marido era… primo tercero nuestro. Ahí viene la señora Lynde. Supongo que vendrá a preguntar por Mary.

—No le cuente lo del señor Harrison y la vaca —imploró Ana.

Manila lo prometió, pero la promesa fue innecesaria, pues la señora Lynde no había terminado de sentarse cuando dijo: