Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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»“No crearé una nación —decía—. ¡Levantaré un imperio! Estos hombres no son negros de pacotilla, ¡son ingleses! Mira sus ojos…, mira sus bocas. Mira su constitución. Utilizan sillas en sus propias casas. Son como las Tribus Perdidas o algo así, y se han desarrollado para convertirse en ingleses. Haré un censo en la primavera si los sacerdotes no se asustan. Debe de haber cerca de dos millones en estas colinas. Los pueblos están llenos de niños pequeños. Dos millones de personas, doscientos cincuenta mil soldados ¡y todos ingleses! Sólo quieren los rifles y un poco de entrenamiento. ¡Doscientos cincuenta mil hombres listos para cortar el flanco derecho de Rusia cuando intente entrar en la India! Peachey, amigo —decía mordisqueándose grandes mechones de barba—, seremos emperadores… ¡Emperadores de la Tierra! El rajá Brooke será un mindundi a nuestro lado. Departiré con el virrey de igual a igual. Le pediré que me envíe a doce ingleses selectos…, doce que yo conozco… para que nos ayuden un poco a gobernar. Está Mackray, sargento en la reserva en Segowli…, muchas cenas me ha dado, y su mujer un par de pantalones. Está Donkin, el alguacil de la prisión de Tounghoo; hay centenares de los que podría echar mano si estuviera en la India. El virrey tendrá que hacerlo por mí. Mandaré a un hombre en primavera para traer a esos hombres y escribiré a la Gran Logia para pedir una dispensa por lo que he hecho como Gran Maestro. Eso… y todos los Sniders que serán desechados cuando las tropas nativas de la India cambien a los Martinis. Estarán gastados, pero serán suficientes para luchar en estas montañas. Doce ingleses, cien mil Sniders que atravesarán las tierras del emir por adarmes…, me contentaría con veinte mil en un año…, y seremos un imperio. Cuando todo esté en su sitio, entregaré la corona, esta corona que llevo ahora mismo, a la reina Victoria, de rodillas, y ella dirá: ‘Incorpórese, sir Daniel Dravot’. Oh, ¡es magnífico! ¡Magnífico! ¡Ya lo verás! Eso sí, todavía hay mucho que hacer en todas partes: en Bashkai, en Khawak, en Shu y en el resto de sitios”.

»“¿Qué es lo que hay que hacer? —pregunto—. Ya no vendrán más hombres para ser entrenados este otoño. Mira esas nubes gordas y negras. Traen la nieve”.

»“No es eso —dice Daniel poniendo su mano con mucha fuerza sobre mi hombro—, y no quiero decir nada en tu contra, porque no hay otro hombre vivo que me hubiera seguido y me hubiera convertido en lo que soy como tú lo has hecho. Eres un comandante en jefe de primera clase, y la gente te conoce, lo que pasa es que… este es un país grande, y en cierto modo tú no me puedes ayudar, Peachey, de la forma en la que necesito ayuda”.

»“¡Vete con tus puñeteros curas, entonces!”, respondí, y me arrepentí en cuanto hice ese comentario, pero me hirió mucho ver a Daniel hablando con tanta superioridad cuando yo había entrenado a todos los hombres y había hecho cuanto me había pedido.

»“No discutamos, Peachey —dice Daniel sin palabras malsonantes—, tú eres rey también y la mitad de este reino es tuya…, ¿es que no lo ves, Peachey?, necesitamos hombres más inteligentes que nosotros ahora… tres o cuatro de ellos que podamos tener por ahí como asistentes. Este es un estado gigantesco e importante, y yo no siempre puedo tomar la mejor decisión, tampoco tengo tiempo para todo lo que quiero hacer, y el invierno llega y todo eso”.

»Se metió media barba en la boca y era roja como el oro de su corona.

»“Lo siento, Daniel. He hecho todo cuanto he podido. He entrenado a los hombres, le he enseñado a la gente cómo almacenar el cereal mejor y he traído esos rifles de hojalata desde Ghorband…, pero ya sé a lo que quieres llegar. Entiendo que los reyes siempre sienten esta forma de presión”.

»“Hay algo más —anuncia Dravot sin dejar de pasear de un lado a otro—. El invierno va a llegar y esta gente no dará grandes problemas, y si lo hacen, no podremos desplazarnos. Quiero una esposa”.

»“¡Me cago en diez, deja a las mujeres en paz! —le suelto—. Vale, yo soy un imbécil, pero ya tenemos tanto trabajo como podemos hacer. Recuerda el Contracto y mantente alejado de las mujeres”.

»“El Contracto sólo tenía validez hasta que llegara el momento en que fuéramos reyes, y reyes hemos sido estos últimos meses —dice Dravot sopesando su corona en la mano—. Tú también tienes que conseguirte una esposa, Peachey… una buena chica, regordeta y fuerte, que te mantenga caliente en invierno. Son más guapas que las inglesas y podemos coger a las mejores. Hiérvelas una o dos veces en agua caliente y saldrán tan blancas como el pollo o el jamón”.

»“¡No me tientes! —respondo—. No tendré nada que ver con una mujer hasta que estemos mucho mejor posicionados que ahora. He estado haciendo el trabajo de dos hombres y tú has estado haciendo el trabajo de tres. Vamos a descansar un poco y a ver si podemos conseguir un tabaco mejor de Afganistán y hacernos con un poco de alcohol también; pero nada de mujeres”.

»“¿Mujeres? ¿Quién está hablando de mujeres? ¡Yo he dicho esposa! …, una reina que conciba un hijo real para el rey. Una reina de la tribu más fuerte, que los convierta en tus hermanos de sangre y que esté a tu lado y te cuente todo lo que piensa la gente de ti y de sus propios asuntos. Eso es lo que yo quiero”.

»“¿Recuerdas a esa mujer bengalí que yo tenía en el caravasar de Mogul cuando trabajaba en el mantenimiento del ferrocarril? —digo yo—. De lo mejor era ella para mí. Me enseñó la jerga y una o dos cosas más, y ¿qué pasó? Se largó con el sirviente del jefe de estación y la mitad de mi sueldo mensual. Luego se plantó en la intersección de Dador con un mestizo y tuvo la insolencia de decir que yo era su marido… en mitad de los talleres, ¡entre todos los maquinistas!”.

»“Eso ya quedó atrás. Estas mujeres son más blancas que tú y que yo. Tendré una reina para los meses de invierno”.

»“Por última vez te lo pido, Dan, ¡no lo hagas! Sólo nos traerá problemas. La Biblia dice que los reyes no deben perder sus fuerzas con las mujeres, especialmente cuando tienen un nuevo reino virgen en el que trabajar”.

»“Por última vez, te lo digo: Lo haré”, concluye Dravot, que se marchó entre los pinos con el aspecto de un demonio rojo gigante. El sol del atardecer iluminaba su corona y su barba en un lateral y las dos relucían como carbón al rojo vivo.

»Aunque, claro, conseguir una esposa no era tan fácil como Dan pensaba. Lo planteó ante el Consejo y no hubo respuesta alguna hasta que Billy Fish comentó que sería mejor hablarlo con las chicas. Dravot los maldijo con todas sus fuerzas.

»“¿Cuál es el problema conmigo? —grita de pie junto al ídolo de Imbra—. ¿Es que soy un perro? ¿O es que no soy hombre suficiente para vuestras fulanas? ¿Acaso no he dado sombra con mi mano a este país? ¿Quién detuvo la última incursión de los afganos? —En realidad, aquello lo había hecho yo, pero Dravot estaba demasiado iracundo como para recordarlo—. ¿Quién os compró las armas? ¿Quién reparó los puentes? ¿Quién es el Gran Maestro del símbolo tallado en la piedra?”.

»Colocó su mano sobre la roca que utilizaba para sentarse en la Logia y en el Consejo, que se inauguraba siempre igual que la Logia. Billy Fish no dijo nada y tampoco lo hicieron los demás.

»“Cálmate, Dan —le pido—, y pregúntale a las chicas. Así es como se hace también en nuestro país, y estos hombres son bastante ingleses”.

»“El matrimonio de un rey es una cuestión de Estado”, suelta Dan, completamente enrabietado, puesto que era consciente, espero, de que estaba actuando en contra de sus propios razonamientos. Salió del salón del Consejo y los otros se quedaron inmóviles, con la vista fija en el suelo.

»“Billy Fish, ¿cuál es el problema? —le pregunto al jefe de Bashkai—. Dale una respuesta directa a un amigo de verdad”.

»“Ya sabes… —responde Billy Fish—. ¿Quién te puede decir a ti, que lo sabes todo? ¿Cómo pueden las hijas de los hombres casarse con dioses o demonios? No está bien”.

»Recordé algo parecido que dice la Biblia, pero si, tras habernos visto todo aquel tiempo, todavía creían que éramos dioses, no sería yo quien los decepcionara.

»“Un dios puede hacerlo todo —digo—. Si el rey quiere a una chica, no la dejará morir”.

»“Ella tendrá que morir —contestó Billy Fish—. Hay todo tipo de dioses y demonios en estas montañas y cada cierto tiempo una chica se casa con uno de ellos y no se la vuelve a ver. Además, vosotros conocéis la marca tallada en la piedra. Sólo los dioses saben eso. Pensábamos que sólo erais hombres hasta que nos mostrasteis la marca del Maestro”.

»Deseé haberles explicado todo sobre los secretos de los Maestros Masones en la primera oportunidad que tuve, pero no dije nada. Toda aquella noche se oyó el sonido de los cuernos en un pequeño templo oscuro ubicado en mitad de la ladera, desde donde percibí el llanto de una chica dispuesta a morir. Uno de los sacerdotes me contó que la estaban preparando para desposarse con el rey.

»“No permitiré un sinsentido como este —dice Dan.

No quiero interferir con vuestras costumbres, eso sí, a mi mujer la elijo yo”.

»“La chica está un poco asustada —responde el sacerdote—. Piensa que va a morir y la están amansando en el templo”.

»“Pues amansadla hasta dejarla bien tierna —dice Dravot— o seré yo el que os amanse con la culata de un fusil hasta que no queráis ser amansados nunca más”. Se lamió los labios, Dan, y se quedó paseando durante más de media noche, mientras pensaba en la esposa que tendría por la mañana. Yo no estaba cómodo en absoluto, puesto que sabía que tratar con una mujer en sitios extranjeros, aunque uno sea un rey veinte veces coronado, no puede ser más que un riesgo. Me levanté muy temprano aquella mañana, Dravot todavía dormía, y vi a los sacerdotes charlar en susurros, algo que también hacían entre sí los jefes, que me miraban de reojo.

 

»“¿Qué se traen entre manos, Fish?”, le digo al hombre de Bashkai, que estaba envuelto en sus pieles y tenía un aspecto grandioso.

»“No sabría decir —me contesta—, pero si pudieras convencer al rey de que deje todo este sinsentido sobre el matrimonio, estarás haciéndole un gran favor, y también a ti y a mí”.

»“No lo dudo —reconozco—. Pero seguro que sabes, Billy, tan bien como yo, tras haber luchado contra nosotros y en nuestro favor, que el rey y yo no somos más que dos de los hombres más excelentes que Dios Todopoderoso nunca hizo. Nada más, te lo garantizo”.

»“Puede ser —asiente Billy Fish—, aunque lamentaría mucho que así fuera. —Esconde la cabeza en su gran abrigo de pieles un minuto para reflexionar—. Rey —termina por decir—, seas hombre, dios o demonio, estaré a tu lado hoy. Tengo veinte de mis hombres conmigo y me seguirán. Nos marcharemos a Bashkai hasta que la tormenta cese”.

»Había caído un poco de nieve aquella noche y todo estaba blanco, excepto las nubes grasientas y gordas que llegaban sin descanso desde el norte. Dravot apareció con su corona en la cabeza, moviendo los brazos y dando zapatazos. Parecía más satisfecho que Punch.

»“Por última vez, Dan, déjalo —digo en un susurro—. Billy Fish está aquí y dice que habrá gresca”.

»“¡¿Entre mi pueblo?! —exclama Dravot—. Nada de eso. Peachey, eres un estúpido por no conseguirte también una mujer. ¿Dónde está la chica? —brama con una voz como el rebuzno de un asno—. Convoca a los jefes y a los sacerdotes, y permitid que el emperador vea si su esposa le conviene”.

»No había necesidad de convocar a nadie. Estaban todos apoyados en sus fusiles y lanzas en torno al claro que ocupaba el corazón del bosque de pinos. Una delegación de sacerdotes descendió hasta el pequeño templo para traer a la chica y los cuernos resonaron con una potencia capaz de despertar a los muertos. Billy Fish da unos pasos y se coloca tan cerca de Daniel como le es posible, y detrás de él se sitúan sus veinte hombres con fusiles de llave de mecha. Ni uno de ellos medía menos de metro ochenta. Yo estaba junto a Dravot y detrás de mí tenía a veinte hombres del Ejército profesional. Llega la chica, y una buena moza es, cubierta en plata y turquesas, pero blanca como un muerto y sin parar de mirar a su espalda, hacia los sacerdotes, a cada momento.

»“Esta servirá —dijo Dan mirándola—. ¿Qué es lo que te da tanto miedo, pequeña? Ven y dame un beso”.

»Le pasa un brazo sobre los hombros. Ella cierra los ojos, suelta un chillido y mete la cabeza en un lateral de la brillante barba pelirroja de Dan.

»“¡La muy perra me ha mordido!”, grita Daniel llevándose una mano al cuello, y sí, la mano apareció roja de sangre. Billy Fish y dos de sus hombres armados toman a Dan de los hombros y lo colocan entre el pelotón de Bashkai, mientras los sacerdotes aúllan en su jerga:

»“Ni dios ni demonio, ¡un hombre!”.

»Yo estaba anonadado: un sacerdote se me colocó delante y el ejército comenzó a disparar contra los hombres de Bashkai.

»“¡Dios Santo! —dice Dan—. ¿Qué significa esto?”.

»“¡Venid aquí! ¡Escapad con nosotros! —grita Billy Fish—. Un desastre, la rebelión, eso es lo que pasa. Marcharemos hacia Bashkai si podemos”.

»Yo intentaba darle algún tipo de orden a mis hombres —los hombres del Ejército profesional—, pero no servía de nada, así que disparé al pelotón con un Martini inglés y tumbé a tres pordioseros de una vez. El valle estaba plagado de criaturas que chillaban, aullaban, todos se desgañitaban: “Ni dios ni demonio, ¡sólo un hombre!”. Las tropas de Bashkai se quedaron con Billy Fish y lucharon con cuanto tenían, pero sus fusiles de llave de mecha no valían ni la mitad que las armas de Kabul. Cuatro de ellos cayeron. Dan bramaba como un toro, estaba iracundo, y Billy Fish lo tuvo difícil para evitar que se lanzara contra la multitud.

»“No podemos resistir —dice Billy Fish—. ¡Corred valle abajo! Todos están en nuestra contra”.

»Los hombres de Bashkai echaron a correr y todos nos lanzamos hacia el valle a pesar de las protestas de Dravot, que maldecía sin descanso y gritaba que él era el rey. Los sacerdotes hacían rodar grandes piedras hacia nosotros y el ejército disparaba sin parar. No llegaron más de seis hombres, sin contar a Dan, Billy Fish y yo, vivos al extremo del valle.

»Dejaron luego de disparar y los cuernos del templo comenzaron de nuevo a resonar.

»“Alejaos…, ¡por Dios, alejaos! —dice Billy Fish—. Enviarán mensajeros a todos los pueblos antes de que siquiera lleguemos a Bashkai. Allí os puedo proteger, pero no puedo hacer nada ahora”.

»Mi sensación es que Dan comenzó a perder la cabeza en ese momento. Miraba de un lado a otro como un cerdo herido. De pronto, parecía decidido a regresar solo y matar a los sacerdotes con sus propias manos, algo que habría sido capaz de hacer.

»“Emperador soy —dice Daniel— y el próximo año seré armado caballero por la reina”.

»“Muy bien, Dan —concedo yo—, pero vente con nosotros ahora que aún tenemos tiempo”.

»“Es tu culpa —me suelta— por no haber vigilado mejor a tu ejército. Había una rebelión en marcha y tú ni lo sabías…, ¡maldito conductor de trenes, jefe de mantenimiento, perro de presa de misioneros de montaña!”.

»Se sentó en una roca y me espetó todo insulto que fue capaz de recordar. Yo estaba demasiado entristecido como para que me importara, si bien fue su estupidez la que provocó el estallido.

»“Lo siento, Dan —digo yo—, es que no hay forma de controlar a los nativos. Esto es nuestro 57. Quizá todavía logremos sacar algo de todo esto cuando lleguemos a Bashkai”.

»“Pues vayamos a Bashkai —suelta Dan—, y ¡por Dios, que cuando regrese barreré el valle hasta que no quede ni un piojo en las mantas!”.

»Caminamos durante todo aquel día, y llegada la noche Dan daba vueltas sin parar entre la nieve mientras se mordisqueaba la barba y murmuraba para sí.

»“No hay forma de salir de esta —dijo Billy Fish—. Los sacerdotes habrán enviado mensajeros a todos los pueblos para que les digan que no sois más que hombres. ¿Por qué no os comportasteis como dioses hasta que la situación estuviera más tranquila? Soy hombre muerto”, se lamentó, tras lo que se arrojó a la nieve y comenzó a rezar a sus dioses.

»Al día siguiente, amanecimos en un país cruel y terrible: una pendiente detrás de otra, ni un espacio llano. Y nada de comida tampoco. Los seis hombres de Bashkai miraron a Billy Fish con cara de hambrientos, como si quisieran preguntar algo, pero no pronunciaron palabra. A mediodía llegamos a la cima de una meseta, toda cubierta de nieve, y cuando alcanzamos la cumbre, ahí estaba: ¡un ejército en posición nos aguardaba!

»“Los mensajeros han sido muy rápidos —dice Billy Fish con algo parecido a una carcajada—. Nos están esperando”.

»Tres o cuatro hombres comenzaron a disparar desde las filas enemigas y una bala perdida alcanzó a Daniel en la pantorrilla. Eso le devolvió la cordura. Mira más allá de la nieve, al ejército, y ve los rifles que nosotros habíamos llevado hasta allí.

»“Estamos acabados —dice—. Son ingleses, esta gente… y ha sido mi puñetero sinsentido el que os ha traído hasta aquí. Márchate, Billy Fish, y llévate a tus hombres; has hecho lo que has podido, déjalo ya. Carnehan —prosigue—, dame la mano y márchate con Billy. Quizá no te maten. Yo iré y me enfrentaré a ellos solo. Soy yo el que provocó esto. Yo, ¡el rey!”.

»“¡¿Marcharme?! ¡Vete al infierno, Dan! Estoy en esto contigo. Billy Fish, desaparece tú, nosotros dos haremos frente a esta gente”.

»“Soy jefe —dice Billy Fish, bastante tranquilo—. Me quedaré con vosotros. Mis hombres pueden marcharse”.

»Los tipos de Bashkai no esperaron más debates, salieron corriendo. Dan, Billy Fish y yo caminamos hacia donde los tambores retumbaban y resonaban los cuernos. Hacía frío, un frío terrible. Tengo todavía ese frío clavado en la nuca. Se ha quedado un pedazo de él ahí.

Los culis que accionaban los ventiladores se habían marchado a dormir. Las lámparas de petróleo brillaban en la oficina y el sudor me recorría el rostro y se estrellaba contra el papel secante cuando me incorporaba. Carnehan estaba temblando y temí que perdiera la cabeza. Me sequé la frente, tomé sus manos, frías y penosamente mutiladas, y pregunté:

—¿Qué sucedió después de eso?

El momentáneo movimiento de mis ojos había detenido el flujo de palabras.

—¿Qué fue lo que dijo? —gimió Carnehan—. Se los llevaron sin el más mínimo ruido. Ni un susurro al avanzar en la nieve, ni siquiera cuando el rey tumbó al primer hombre que se le echó encima…, ni siquiera cuando el bueno de Peachey disparó su último cartucho al centro de la formación. Ni un solo sonido hicieron esos canallas. Sólo cerraron el cerco, lo estrecharon, y le puedo decir que las pieles que llevaban apestaban. Había un hombre llamado Bill Fish, un buen amigo nuestro, y le cortaron el cuello, caballero, en ese mismo momento, como a un cerdo; y el Rey da una patada a la nieve ensangrentada y dice:

»“Hasta aquí nos ha llevado lo invertido. ¿Ahora qué?”.

»Pero Peachey, Peachey Taliaferro, se lo digo, caballero, con la confianza de estar entre amigos, perdió la cabeza. No, tampoco fue eso. El rey perdió la cabeza, eso fue lo que pasó, en uno de esos ingeniosos puentes de cuerdas. Déjeme esa guillotina de papel, caballero. Así de inclinado estaba. Lo hicieron desfilar más de un kilómetro por la nieve hasta un puente de cuerdas sobre un desfiladero con un río al fondo. Quizá usted haya visto algo así. Lo empujaban por la espalda como si fuera una bestia.

»“¡Malditos sean vuestros ojos! —exclama el rey—. ¿Os creéis que no puedo morir como un caballero? —Se gira hacia Peachey… Peachey, que lloraba como un niño—. Yo te he traído hasta aquí, Peachey. Te he sacado de tu vida feliz para morir en Kafiristán, donde fuiste el último comandante en jefe del Ejército del emperador. Di que me perdonas, Peachey”.

»“Te perdono —responde Peachey—. Te perdono completamente, sin ninguna duda te perdono, Dan”.

»“Dame la mano, Peachey. Me marcho ya”. —Y comienza a andar, sin mirar a derecha ni a izquierda, y cuando está en el mismo centro de esas oscilantes cuerdas de vértigo, grita—: “¡Cortad, pordioseros!”.

»Y cortan y el viejo Dan cae, dando una vuelta detrás de otra, treinta mil kilómetros, puesto que necesitó media hora para caer al agua, y pude ver su cuerpo contra una roca con la corona de oro a su lado.

»Pero ¿sabe lo que le hicieron a Peachey entre dos pinos? Lo crucificaron, señor, como le mostrarán las manos de Peachey. Utilizaron estacas de madera para las manos y los pies; y no se murió. Estuvo allí colgado, gritando, y lo bajaron al día siguiente y dijeron que era un milagro que no estuviera muerto. Lo bajaron… al pobre de Peachey, que no les había hecho ningún daño…, que no les había hecho ningún…

Carnehan se mecía adelante y atrás y sollozaba con amargura, secándose al mismo tiempo los ojos con el dorso de las manos llenas de cicatrices. Gimió como un niño unos diez minutos.

—Fueron lo suficientemente crueles como para alimentarlo en el templo, porque decían que era más dios que el pobre de Daniel, que era un hombre. Luego lo soltaron en la nieve y le ordenaron que se marchara a casa, y Peachey llegó a casa casi un año después, mendigando por los caminos con bastante calma, gracias a que Daniel Dravot avanzaba delante y decía: «Vamos, Peachey. Es muy grande esto que estamos haciendo». Las montañas bailoteaban por la noche y trataron de caer sobre la cabeza de Peachey, pero Dan extendió una mano y Peachey siguió avanzando encorvado. Nunca soltó la mano de Dan ni perdió su cabeza. Se la dieron a modo de regalo en el templo, para recordarle que no regresara nunca, y aunque la corona era de oro puro y Peachey se moría de hambre, nunca fue Peachey capaz de venderla. ¡Usted conoció a Dravot, caballero! ¡Usted conoció al Recto y Excelentísimo Hermano Dravot! ¡Mírelo ahora!

Manoseó el amasijo de harapos que le cubría la torcida cintura, sacó una bolsa de crin de caballo bordada con hilo de plata, la sacudió sobre mi mesa y… ¡apareció la cabeza seca y aplastada de Daniel Dravot! El sol del amanecer, que llevaba tiempo haciendo palidecer los quinqués, iluminó la barba pelirroja y los ojos hundidos y ciegos, y cayó también sobre una pesada circunferencia de oro salpicada de turquesas sin tallar, la cual Carnehan colocó con ternura en las magulladas sienes.

—Aquí lo tiene —dijo Carnehan—: el emperador con el hábito que portaba en vida…, el rey de Kafiristán con la corona en la cabeza. ¡Pobre Daniel, que un día fue monarca!

 

Un temblor me sacudió, pues, a pesar de las múltiples heridas, reconocí la cabeza del hombre de la intersección de Marwar. Carnehan se levantó para marcharse. Traté de detenerlo. No estaba en condiciones de salir a la calle.

—Déjeme llevarme el whisky y deme algo de dinero —jadeó—. Fui rey una vez. Buscaré al subcomisario y le pediré que me aloje en el asilo hasta que recupere la salud. No, gracias, no puedo esperar a que me busque un carro. Tengo asuntos privados y urgentes… en el sur…, en Marwar.

Salió dando tumbos de la oficina y se marchó en dirección a la vivienda del subcomisario. Ese día, a mediodía, tuve ocasión de bajar al mercado, con un calor cegador, y vi a un hombre encorvado que se arrastraba por el polvo blanco de la cuneta, con un sombrero en la mano, y que cantaba con voz trémula, al modo de los músicos callejeros de Inglaterra. No se veía ni un alma y estaba a demasiada distancia como para que nadie que estuviera en casa pudiera oírlo. Cantaba con voz nasal, girando la cabeza de derecha a izquierda:

El Hijo del Hombre marcha a la guerra

con una corona de oro que ganar;

su bandera, roja de sangre, a lo lejos ondea:

¿Quién sigue su caminar?

No esperé a oír más, metí al pobre despojo en mi carruaje y lo llevé a la misión más cercana para un posterior traslado al asilo. Repitió el himno dos veces mientras estuvo conmigo, si bien no me reconoció, y lo dejé cantándoselo al misionero.

Dos días más tarde, pregunté por su estado al superintendente del asilo.

—Cuando llegó, sufría una insolación. Murió ayer, muy temprano —dijo el superintendente—. ¿Es cierto que estuvo media hora sin sombrero bajo el sol de mediodía?

—Sí, pero ¿no sabrá usted por casualidad si llevaba algo consigo cuando murió?

—No, que yo sepa.

Y ahí quedó todo.