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100 Clásicos de la Literatura

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426 —¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el camino es angosto, y enseguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.

429 Así dijo. Pero Antíloco, como si no le oyese, hacía correr más a sus caballos picándolos con el aguijón. Cuanto espacio recorre el disco que tira un joven desde lo alto de su hombro para probar la fuerza, tanto aquéllos se adelantaron. Las yeguas del Atrida cejaron, y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas; no fuera que los solípedos caballos, tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran en el polvo por el anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao, reprendiendo a Antíloco, exclamó:

439 —¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos no estábamos en lo cierto cuando te teníamos por sensato. Pero no te llevarás el premio sin que antes jures.

442 Después de hablar así, animó a sus caballos con estas palabras:

443 —No aflojéis el paso, ni tengáis el corazón afligido. A aquéllos se les cansarán los pies y las rodillas antes que a vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad juvenil.

446 Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más diligentemente, y pronto se hallaron cerca de los otros.

448 Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos; y éstos volaban, levantando polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien distinguió antes que nadie los primeros corceles que llegaban; pues era el que estaba en el sitio más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo. Oyendo desde lejos la voz del auriga que animaba a los corceles, la reconoció; y al momento vio que corría, adelantándose a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la frente, blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie, dijo estas palabras a los argivos:

457 —¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o también vosotros? Paréceme que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni el mismo el auriga: deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha eran vencedoras. Las vi cuando doblaban la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque registro con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al auriga, y, siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio felizmente la vuelta: me figuro que habrá caído, el carro estará roto, y las yeguas, dejándose llevar por su ánimo enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que viene delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de caballos, que reina sobre los argivos.

473 Y el veloz Ayante de Oileo increpóle con injuriosas voces:

474 —¡Idomeneo! ¿Por qué charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen corriendo a lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni tu vista es la mejor, pero siempre hablas mucho y sin substancia. Preciso es que no seas tan gárrulo, estando presentes otros que te son superiores. Esas yeguas que aparecen las primeras son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.

482 El caudillo de los cretenses le respondió enojado:

483 —Ayante, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los argivos a causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.

488 Así habló. Enseguida el veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle con palabras duras. Y la contienda habría pasado más adelante entre ambos, si el propio Aquiles, levantándose, no les hubiese dicho:

492 —¡Ayante a Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es decoroso; y vosotros mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera. Sentaos en el circo y fijad la vista en los caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuáles corceles argivos son los delanteros y cuáles los rezagados.

499 Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los corceles, y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en alto los pies, recorrían velozmente el camino y rociaban de polvo al auriga. El carro, guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi no dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y del pecho de los corceles hasta el suelo, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro a los corceles.

514 Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había anticipado a Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro; pero, así y todo, Menelao guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuando el corcel dista de las ruedas del carro en que lleva a su señor por la llanura (las últimas cerdas de la cola tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras aquél corre por el campo inmenso): tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues, si bien al principio se quedó a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a alcanzarle porque el fuerte vigor de la yegua de Agamenón, de Etá, de hermoso pelo, iba aumentando. Y si la carrera hubiese sido más larga, el Atrida se le habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria. Meriones, el buen escudero de Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de lanza; pues sus corceles, de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar el carro en un certamen. Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su hermoso carro y conduciendo por delante los caballos. Al verlo, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, se compadeció de él, y dirigió a los argivos estas aladas palabras:

536 —Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella en guiarlos. Ea, démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de Tideo.

539 Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado la yegua —pues los aqueos lo aprobaban—, si Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera levantado para decir con razón al Pelida Aquiles:

544 —¡Oh Aquiles! Mucho me irritaré contigo si llevas a cabo lo que dices. Vas a quitarme el premio, atendiendo a que recibieron daño su carro y los veloces corceles y él es esforzado, pero tenía que rogar a los inmortales y no habría llegado el último de todos. Si le compadeces y es grato a tu corazón, como hay en tu tienda abundante oro y posees bronce, rebaños, esclavas y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un premio aún mejor que éste, para que los aqueos te alaben. Pero la yegua no la daré, y pruebe de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo.

555 Así habló. Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies ligeros, holgándose de que Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta, díjole estas aladas palabras:

558 —¡Antíloco! Me ordenas que dé a Eumelo otro premio, sacándolo de mi tienda, y así lo haré. Voy a entregarle la coraza de bronce que quité a Asteropeo, la cual tiene en sus orillas una franja de luciente estaño, y constituirá para él un presente de valor.

563 Dijo, y mandó a Automedonte, el compañero querido, que la sacara de la tienda; fue éste y llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo, que la recibió alegremente.

566 Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco. El heraldo le dio el cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios habló diciendo:

570 —¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, exclame: «Menelao, violentando con mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus corceles, por ser más valiente y poderoso». Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco, alumno de Zeus, ven aquí y, puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura, por el que ciñe y sacude la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.

586 Respondióle el prudente Antíloco:

587 —Perdóname, oh rey Menelao, pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente. No te son desconocidas las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido y su juicio escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he recibido; y, si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferiría dártelo enseguida, oh alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser culpable delante de los dioses.

596 Así habló el hijo del magnánimo Néstor, y, conduciendo la yegua adonde estaba el Atrida, se la puso en la mano. A éste se le alegró el alma: como el rocío cae en torno de las espigas cuando las mieses crecen y los campos se erizan, del mismo modo, oh Menelao, tu espíritu se bañó en gozo. Y, respondiéndole, pronunció estas aladas palabras:

 

602 —¡Antíloco! Aunque estaba irritado, seré yo quien ceda; porque hasta aquí no has sido imprudente ni ligero y ahora la juventud venció a la razón. Abstente en lo sucesivo de querer engañar a los que te son superiores. Ningún otro aqueo me ablandaría tan pronto, pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, y tu padre y tu hermano también; accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua, que es mía, para que éstos sepan que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel.

612 Dijo; entregó a Noemón, compañero de Antíloco, la yegua para que se la llevara, y tomó la reluciente caldera. Meriones, que había llegado el cuarto, recogió los dos talentos de oro. Quedaba el quinto premio, el vaso con dos asas; y Aquiles levantólo, atravesó el circo y lo ofreció a Néstor con estas palabras:

618 —Toma, anciano; sea tuyo este presente como recuerdo de los funerales de Patroclo, a quien no volverás a ver entre los argivos. Te doy el premio porque no podrás ser parte ni en el pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la carrera, que ya te abruma la vejez penosa.

624 Así diciendo, se lo puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y respondió con estas aladas palabras:

626 —Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no tienen el vigor de antes, ni mis pies, ni mis brazos se mueven ágiles a partir de los hombros. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando los epeos enterraron en Buprasio al poderoso Amarinceo, y los hijos de éste sacaron premios para los juegos que debían celebrarse en honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios, ni de los magnánimos etolios, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato a Clitomedes, hijo de Énope, y en la lucha a Anceo Pleuronio, que osó afrontarme; en la carrera pasé delante de Ificlo, que era robusto; y en arrojar la lanza superé a Fileo y a Polidoro. Sólo los hijos de Áctor me dejaron atrás con su carro porque eran dos; y me disputaron la victoria a causa de haberse reservado los mejores premios para este juego. Eran aquéllos hermanos gemelos, y el uno gobernaba con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza los caballos, mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel tiempo. Ahora los más jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder a la triste senectud, aunque entonces sobresaliera entre los héroes. Ve y continúa celebrando los juegos fúnebres de tu amigo. Acepto gustoso el presente, y se me alegra el corazón al ver que te acuerdas siempre del buen Néstor y no dejas de advertir con qué honores he de ser honrado entre los aqueos. Las deidades te concedan por ello abundantes gracias.

651 Así habló; y el Pelida, oído todo el elogio que de él hizo el Nelida, fuese por entre la muchedumbre de los aqueos. Enseguida sacó los premios del duro pugilato: condujo al circo y ató en medio de él una mula de seis años, cerril, difícil de domar, que había de ser sufridora del trabajo; y puso para el vencido una copa de doble asa. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

658 —¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean más diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquél a quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su tienda la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble asa.

664 Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato: Epeo, hijo de Panopeo. Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo, dijo:

667 —Acérquese el que haya de llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos.

676 Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez en la orilla poblada de algas y las negras olas lo cubren enseguida, así Euríalo, al recibir el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los compañeros y se lo llevaron del circo; arrastraba los pies, escupía espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos, desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.

700 El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los mostró a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores y valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

707 —Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.

708 Así habló. Alzóse enseguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y se cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre artífice une, al construir alto palacio, para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el bien construido trípode. Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a aquél, porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía. Y cuando los aqueos mosas grebas ya empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:

723 —¡Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te levantaré yo; y Zeus se cuidará del resto.

725 Habiendo hablado así, lo levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides, pues, dándole por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al suelo, de espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no consiguió sostenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:

735 —No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual premio y retiraos para que entren en los juegos otros aqueos.

738 Así dijo. Ellos le escucharon y obedecieron; pues enseguida, después de haberse limpiado el polvo, vistieron la túnica.

740 El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una crátera de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a todas las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los fenicios, después de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la regalaron a Toante; más tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para rescatar a Licaón, hijo de Príamo; y entonces Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que fuese más veloz en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo señaló un buey corpulento y pingüe, y para el último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los argivos:

753 —Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.

754 Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayante de Oileo, después el ingenioso Ulises, y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los jóvenes. Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el sitio señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano, mientras devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno, tan inmediato a Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo cayera en torno de las mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con suma rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de alcanzar la victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para terminar la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de lechuza:

770 —Óyeme, diosa, y ven a socorrerme propicia, dando a mis pies más ligereza.

771 Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo, dio un resbalón —pues Atenea quiso perjudicarle— en el lugar que habían llenado de estiércol los bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor de Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y paciente Ulises le pasó delante y se llevó la crátera; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey silvestre, y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a los argivos:

782 —¡Oh dioses! Una diosa me dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y favorece a Ulises cual una madre.

784 Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último premio; y dirigió estas palabras a los argivos:

787 —Os diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de más edad, hasta en los juegos. Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la generación precedente, a los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero vigoroso, y contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea Aquiles.

793 Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas palabras:

795 —¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento de oro.

797 Así diciendo, se lo puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto continuo el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que eran las armas que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los argivos:

802 Invitemos a los dos varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas y asiendo el tajante bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. Al primero que logre tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el vientre atrevesándole la armadura y le haga brotar la negra sangre, daréle esta magnífica espada tracia, tachonada con clavos de plata, que quité a Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las restantes armas y les daremos un espléndido banquete en nuestra tienda.

811 Así dijo. Levantóse enseguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte Diomedes Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente de la muchedumbre, fueron a encontrarse en medio del circo, deseosos de combatir y mirándose con torva faz; y todos los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron frente a frente, tres veces se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca. Ayante dio un bote en el escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo, porque la coraza lo impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de la luciente lanza el cuello de aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayante, mandaron que cesara la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio; pero el héroe dio al Tidida la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor.

826 Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el forzudo Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se llevó en las naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los argivos:

 

831 —¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola procurará al que venciere cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus fértiles campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la ciudad.

836 Así habló. Levantóse enseguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso Leonteo, igual a un dios; luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y todos los aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante Telamonio la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de los anteriores tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a que llega el cayado cuando lo lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la bola el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes, levantándose, llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.

850 Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez hachas grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío después de atar en su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; e invitóles a tirarle saetas, diciendo:

855 —El que hiera a la tímida paloma llévese a su casa todas las hachas grandes; el que acierte a dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.

859 Así dijo. Levantóse enseguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones, esforzado escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y, agitándolas, salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha, sin ofrecer a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no tocó al ave —negóselo Apolo—, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por la cual se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los aqueos aplaudieron. Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo sacrificarle una hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida paloma que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino al suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de negra proa, inclinó el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla cayó del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro. Meriones tomó, por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves las pequeñas.

884 Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta aún al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres diestros en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones, escudero esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:

890 —¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en arrojar la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y entregaremos la pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.

895 Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a Meriones la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al heraldo Taltibio.

Canto XXIV

Rescate de Héctor

Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el cadáver, a la vez que manda a Príamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con magníficos presentes a la tienda de Aquileo para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.

1 Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.

22 De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo, compadecíanse los bienaventurados dioses e instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los inmortales:

33 —Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra.