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100 Clásicos de la Literatura

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622 —Aquija con el látigo los caballos hasta que llegues a las veleras naves; pues ya tú mismo conoces que no serán los aqueos quienes alcancen la victoria.

624 Así habló; a Idomeneo fustigó los corceles de hermosas crines, guiándolos hacia las cóncavas naves, porque el temor había entrado en su corazón.

626 No les pasó inadvertido al magnánimo Ayante y a Menelao que Zeus otorgaba a los troyanos la inconstante victoria. Y el gran Ayante Telamonio fue el primero en decir:

629 —¡Oh dioses! Ya hasta el más simple conocería que el padre Zeus favorece a los troyanos. Los tiros de todos ellos, sea cobarde o valiente el que dispara, no yerran el blanco, porque Zeus los encamina; mientras que los nuestros caen al suelo sin dañar a nadie. Ea, pensemos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y volvernos, para regocijar a nuestros amigos; los cuales deben de afligirse mirando hacia acá, y sin duda piensan que ya no podemos resistir la fuerza y las invictas manos de Héctor, matador de hombres, y pronto tendremos que caer en las negras naves. Ojalá algún amigo avisara rápidamente al Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha muerto su compañero amado. Pero no puedo distinguir entre los aqueos a nadie capaz de hacerlo, cubiertos como están por densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Zeus! ¡Libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que así te place!

648 Así dijo; y el padre, compadecido de verle derramar lágrimas, disipó en el acto la obscuridad y apartó la niebla. Brilló el sol y toda la batalla quedó alumbrada. Y entonces dijo Ayante a Menelao, valiente en la pelea:

651 —Mira ahora, Menelao, alumno de Zeus, si ves a Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, vivo aún; y envíale para que vaya corriendo a decir al belicoso Aquiles que ha muerto su compañero más amado.

655 Así dijo; y Menelao, valiente en la pelea, obedeció y se fue, como se aleja del establo un león después de irritar a los canes y a los hombres que, vigilando toda la noche, no le han dejado comer los pingües bueyes —el animal, ávido de carne, acomete, pero nada consigue porque audaces manos le arrojan muchos venablos y teas encendidas que le hacen temer, aunque está enfurecido—; y al despuntar la aurora se va con el corazón afligido: de tan mala gana, Menelao, valiente en la pelea, se apartaba de Patroclo, porque sentía gran temor de que los aqueos, vencidos por el fuerte miedo, lo dejaran y fuera presa de los enemigos. Y se lo recomendó mucho a Meriones y a los Ayantes, diciéndoles:

669 —¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Meriones! Acordaos ahora de la mansedumbre del mísero Patroclo, el cual supo ser amable con todos mientras gozó de vida. Pero ya la muerte y la parca le alcanzaron.

673 Dicho esto, el rubio Menelao partió mirando a todas partes como el águila (el ave, según dicen, de vista más perspicaz entre cuantas vuelan por el cielo), a la cual, aun estando en las alturas, no le pasa inadvertida una liebre de pies ligeros echada debajo de un arbusto frondoso, y se abalanza a ella y en un instante la coge y le quita la vida; del mismo modo, oh Menelao, alumno de Zeus, tus brillantes ojos dirigíanse a todos lados, por la turba numerosa de los compañeros, para ver si podrías hallar vivo al hijo de Néstor. Pronto le distinguió a la izquierda del combate, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear. Y deteniéndose a su lado, hablóle así el rubio Menelao:

685 —¡Ea, ven acá, Antíloco, alumno de Zeus, y sabrás una infausta nueva que ojalá no debiera darte! Creo que tú mismo conocerás, con sólo tender la vista, que un dios nos manda la derrota a los dánaos y que la victoria es de los troyanos. Ha muerto el más valiente aqueo, Patroclo, y los dánaos le echan muy de menos. Corre hacia las naves aqueas y anúncialo a Aquiles; por si, dándose prisa en venir, puede llevar a su bajel el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.

694 Así dijo. Estremecióse Antíloco al oírle, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas no por esto descuidó de cumplir la orden de Menelao: entregó las armas a Laódoco, el eximio compañero que a su lado regía los solípedos caballos, y echó a correr.

700 Llevado por sus pies fuera del combate, fuese llorando a dar al Pelida Aquiles la triste noticia. Y a ti, oh Menelao, alumno de Zeus, no te aconsejó el ánimo que te quedaras allí para socorrer a los fatigados compañeros de Antíloco, aunque los pilios echaban muy de menos a su jefe. Envióles, pues, el divino Trasimedes; y volviendo a la carrera hacia el cadáver del héroe Patroclo, se detuvo junto a los Ayantes, y enseguida les dijo:

708 —Ya he enviado a aquél a las veleras naves, para que se presente a Aquiles, el de los pies ligeros; pero no creo que Aquiles venga enseguida, por más airado que esté con el divino Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los troyanos. Pensemos nosotros mismos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y librarnos, en la lucha con los troyanos, de la muerte y la parca.

715 Respondióle el gran Ayante Telamonio:

716 —Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos prontamente, levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que tenernos igual ánimo, llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo combate, os seguiremos, peleando a vuestra espalda con los troyanos y el divino Héctor.

722 Así dijo. Aquéllos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército troyano al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los troyanos como los perros que, adelantándose a los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí herido; así como éstos corren detrás del jabalí y anhelan despedazarlo, pero, cuando el animal, fiado en su fuerza, se vuelve, retroceden y espantados se dispersan; del mismo modo los troyanos seguían en tropel y herían a los aqueos con las espadas y lanzas de doble filo; pero, cuando los Ayantes volvieron la cara y se detuvieron, a todos se les mudó el color del semblante y ninguno osó adelantarse para disputarles el cadáver.

733 De tal manera ambos caudillos llevaban presurosos el cadáver desde la batalla hacia las cóncavas naves. Tras ellos suscitóse feroz combate: como el fuego que prende en una ciudad, se levanta de pronto y resplandece, y las casas se arruinan entre grandes llamas que el viento, enfurecido, mueve; de igual suerte, un horrísono tumulto de caballos y guerreros acompañaba a los que se iban retirando. Así como mulos vigorosos sacan del monte y arrastran por áspero camino una viga o un gran tronco destinado a mástil de navío, y apresuran el paso, pero su ánimo está abatido por el cansancio y el sudor: de la misma manera ambos caudillos transportaban animosamente el cadáver. Detrás de ellos, los Ayantes contenían a los troyanos como el valladar selvoso extendido por gran parte de la llanura refrena las corrientes perjudiciales de los ríos de curso arrebatado, les hace torcer el camino y les señala el cauce por donde todos han de correr, y jamás los ríos pueden romperlo con la fuerza de sus aguas; de semejante modo, los Ayantes apartaban a los troyanos que les seguían peleando, especialmente Eneas Anquisíada y el preclaro Héctor. Como vuela una bandada de estorninos o grajos, dando horribles chillidos, cuando ven al gavilán que trae la muerte a los pajarillos, así entonces los aqueos, perseguidos por Eneas y Héctor, corrían chillando horriblemente y se olvidaban de combatir. Muchas armas hermosas de los dánaos fugitivos cayeron en el foso o en sus orillas, y la batalla continuaba sin intermisión alguna.

Canto XVIII

Fabricación de las armas

Aquiles, al enterarse de la noticia de la muerte de su amigo Patroclo, ansía vengarlo. Su madre, Tetis, pide a Hefesto que fabrique un escudo que reemplace al que Héctor tomó como botín del cadáver de Patroclo.

1 Mientras los troyanos y los aqueos combatían con el ardor de abrasadora llama, Antíloco, mensajero de veloces pies, fue en busca de Aquiles. Hallóle junto a las naves, de altas popas, y ya el héroe presentía lo ocurrido; pues, gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba:

6 —¡Ay de mí! ¿Por qué los melenudos aqueos vuelven a ser derrotados, y corren aturdidos por la llanura con dirección a las naves? Temo que los dioses me hayan causado la desgracia cruel para mi corazón, que me anunció mi madre diciendo que el más valiente de los mirmidones dejaría de ver la luz del sol, a manos de los troyanos, antes de que yo falleciera. Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menecio. ¡Infeliz! Yo le mandé que, tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara a los bajeles y no quisiera pelear valerosamente con Héctor.

15 Mientras tales pensamientos revolvían en su mente y en su corazón, llegó el hijo del ilustre Néstor; y, derramando ardientes lágrimas, diole la triste noticia:

18 —¡Ay de mí, hijo del aguerrido Peleo! Sabrás una infausta nueva, una cosa que no hubiera de haber ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y troyanos y aqueos combaten en torno del cadáver desnudo, pues Héctor, el de tremolante casco, tiene la armadura.

22 Así dijo; y negra nube de pesar envolvió a Aquiles. El héroe cogió ceniza con ambas manos, derramóla sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro y la negra ceniza manchó la divina túnica; después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con las manos se arrancaba los cabellos. Las esclavas que Aquiles y Patroclo habían cautivado salieron afligidas; y, dando agudos gritos, fueron desde la puerta a rodear a Aquiles; todas se golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus miembros. Antíloco también se lamentaba, vertía lágrimas y tenía de las manos a Aquiles, cuyo gran corazón deshacíase en suspiros, por el temor de que se cortase la garganta con el hierro. Dio Aquiles un horrendo gemido; oyóle su veneranda madre, que se hallaba en el fondo del mar, junto al padre anciano, y prorrumpió en sollozos; y cuantas diosas nereidas había en aquellas profundidades, todas se congregaron a su alrededor. Allí estaban Glauce, Talía, Cimódoce, Nesea, Espío, Toe, Halia, la de ojos de novilla, Cimótoe, Actea, Limnorea, Mélite, Yera, Anfítoe, Ágave, Doto, Proto, Ferusa, Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira, Dóride, Pánope, la célebre Galatea, Nemertes, Apseudes, Calianasa, Clímene, Yanira, Yanasa, Mera, Oritía, Amatía, la de hermosas trenzas, y las restantes nereidas que habitan en el fondo del mar. La blanquecina gruta se llenó de ninfas, y todas se golpeaban el pecho. Y Tetis, dando principio a los lamentos, exclamó:

 

52 —Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuántas penas sufre mi corazón. ¡Ay de mí, desgraciada! ¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí a un hijo ilustre, fuerte e insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol; le crie como a una planta en terreno fértil y lo mandé a Ilio en las corvas naves para que combatiera con los troyanos; y ya no le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle socorro. Iré a ver al hijo querido y me dirá qué pesar le aflige ahora que no interviene en las batallas.

65 Así diciendo, salió de la gruta; las nereidas la acompañaron llorosas, y las olas del mar se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron a la fértil Troya, subieron todas a la playa donde las muchas naves de los mirmidones habían sido colocadas junto a la del veloz Aquiles. La veneranda madre se acercó al héroe, que suspiraba profundamente; y, rompiendo el aire con agudos clamores, abrazóle la cabeza, y en tono lastimero pronunció estas aladas palabras:

73 —¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me lo ocultes. Zeus ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste: que todos los aqueos, privados de ti, fueran acorralados junto a las naves y padecieran vergonzosos desastres.

78 Exhalando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

79 —¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido; pero ¿qué placer puede producirme, habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo a quien apreciaba sobre todos los compañeros y tanto como a mi propia cabeza? Lo he perdido, y Héctor, después de matarlo, le despojó de las armas prodigiosas, encanto de la vista, magníficas, que los dioses regalaron a Peleo, como espléndido presente, el día en que lo colocaron en el tálamo de un hombre mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en el mar con las inmortales ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no sucedió así, para que sea inmenso el dolor de tu alma cuando muera tu hijo, a quien ya no recibirás vuelto a la patria, pues mi ánimo no me incita a vivir, ni a permanecer entre los hombres, si Héctor no pierde la vida, atravesado por mi lanza, recibiendo de este modo la condigna pena por la muerte de Patroclo Menecíada.

94 Respondióle Tetis, derramando lágrimas:

95 —Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices, pues la muerte te aguarda así que Héctor perezca.

97 Contestó muy afligido Aquiles, el de los pies ligeros:

98 —Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando lo mataron: ha perecido lejos de su país y sin tenerme al lado para que le librara de la desgracia. Ahora, puesto que no he de volver a la patria tierra, ni he salvado a Patroclo ni a los muchos amigos que murieron a manos del divino Héctor, permanezco en las naves cual inútil peso de la tierra, siendo tal en la batalla como ninguno de los aqueos, de broncíneas corazas, pues en el ágora otros me superan. Ojalá pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el rey de hombres, Agamenón. Pero dejemos lo pasado, aunque afligidos, pues es preciso refrenar el furor del pecho. Iré a buscar al matador del amigo querido, a Héctor; y yo recibiré la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el fornido Heracles pudo librarse de ella, con ser carísimo al soberano Zeus Cronida, sino que la parca y la cólera funesta de Hera le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual muerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que algunas de las matronas troyanas o dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que durante largo tiempo me he abstenido de combatir. Y tú, aunque me ames, no me prohíbas que pelee, que no lograrás persuadirme.

127 Respondióle Tetis, la de argénteos pies:

128 —Sí, hijo, es justo, y no puede reprobarse que libres a los afligidos compañeros de una muerte terrible; pero tu magnífica armadura de luciente bronce la tienen los troyanos, y Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir con ella sus hombros. Con todo eso, me figuro que no durará mucho su jactancia, pues ya la muerte se le avecina. Tú no penetres en la contienda de Ares hasta que con tus ojos me veas volver; y mañana, al romper el alba, vendré a traerte una hermosa armadura fabricada por Hefesto.

138 Cuando así hubo hablado, dejó a su hijo; y volviéndose a sus hermanas de la mar, les dijo:

140 —Bajad vosotras al anchuroso seno del mar para ver al anciano marino y el palacio del padre, a quien se lo contaréis todo; y yo subiré al elevado Olimpo para que Hefesto, el ilustre artífice, dé a mi hijo una magnífica y reluciente armadura.

14s Así habló. Las nereidas se sumergieron prestamente en las olas del mar, y Tetis, la diosa de argénteos pies, enderezó sus pasos al Olimpo para procurar a su hijo las magníficas armas.

148 Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos, de hermosas grebas, huyendo con gritería inmensa a vista de Héctor, matador de hombres, llegaron a las naves y al Helesponto; y ya no podían sacar fuera de los tiros el cadáver de Patroclo, escudero de Aquiles, porque de nuevo los alcanzaron los troyanos con sus carros y Héctor, hijo de Príamo, que por su vigor parecía una llama. Tres veces el esclarecido Héctor asió a Patroclo por los pies e intentó arrastrarlo, exhortando con horrendos gritos a los troyanos; tres veces los dos Ayantes, revestidos de impetuoso valor, le rechazaron. Héctor, confiando en su fuerza, unas veces se arrojaba a la pelea, otras se detenía y daba grandes voces, pero nunca se retiraba del todo. Como los pastores pasan la noche en el campo y no consiguen apartar de la presa a un fogoso león muy hambriento; de semejante modo, los belicosos Ayantes no lograban ahuyentar del cadáver a Héctor Priámida. Y éste lo arrastrara, consiguiendo inmensa gloria, si no se hubiese presentado al Pelión, para aconsejarle que tomase las armas, la veloz Iris, de pies ligeros como el viento; a la cual enviaba Hera, sin que lo supieran Zeus ni los demás dioses. Colocóse la diosa cerca de Aquiles y pronunció estas aladas palabras:

170 —¡Levántate, Pelida, el más portentoso de los hombres! Ve a defender a Patroclo, por cuyo cuerpo se ha trabado un vivo combate cerca de las naves. Mátanse allí los aqueos defendiendo el cadáver, y los troyanos acometiendo con el fin de arrastrarlo a la ventosa Ilio. Y el que más empeño tiene en llevárselo es el esclarecido Héctor, porque su ánimo le incita a cortarle la cabeza del tierno cuello para clavarla en una estaca. Levántate, no yazgas más; avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos; pues será para ti motivo de afrenta que el cadáver reciba algún ultraje.

181 Respondióle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:

182 —¡Diosa Iris! ¿Cuál de las deidades te envía como mensajera?

183 Díjole la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:

184 —Me manda Hera, la ilustre esposa de Zeus, sin que lo sepan el excelso Cronida ni los demás dioses inmortales que habitan el nevado Olimpo.

187 Replicóle Aquiles, el de los pies ligeros:

188 —¿Cómo puedo ir a la batalla? Los troyanos tienen mis armas, y mi madre no me permite entrar en combate hasta que con estos ojos la vea volver, pues aseguró que me traería una hermosa armadura fabricada por Hefesto. Entre tanto no sé de cuál guerrero podría vestir las armas, a no ser que tomase el escudo de Ayante Telamoníada; pero creo que éste se halla entre los combatientes delanteros y pelea con la lanza por el cadáver de Patroclo.

196 Contestóle la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:

197 —Bien sabemos nosotros que aquéllos tienen tu magnífica armadura; pero muéstrate a los troyanos en la orilla del foso para que, temiéndote, cesen de pelear; los belicosos aqueos, que tan abatidos están, se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo.

202 En diciendo esto, fuese Iris, ligera de pies. Aquiles, caro a Zeus, se levantó, y Atenea cubrióle los fornidos hombros con la égida floqueada, y además la divina entre las diosas circundóle la cabeza con áurea nube, en la cual ardía resplandeciente llama. Como se ve desde lejos el humo que, saliendo de una isla donde se halla una ciudad sitiada por los enemigos, llega al éter, cuando sus habitantes, después de combatir todo el día en horrenda batalla, fuera de la ciudad, al ponerse el sol encienden muchos fuegos, cuyo resplandor sube a lo alto, para que los vecinos los vean, se embarquen y les libren del apuro, de igual modo el resplandor de la cabeza de Aquiles llegaba al éter. Y acercándose a la orilla del foso, fuera de la muralla, se detuvo, sin mezclarse con los aqueos, porque respetaba el prudente mandato de su madre. Allí dio recias voces y a alguna distancia Palas Atenea vociferó también y suscitó un inmenso tumulto entre los troyanos. Como se oye la voz sonora de la trompeta cuando vienen a cercar la ciudad enemigos que la vida quitan, tan sonora fue entonces la voz del Eácida. Cuando se dejó oír la voz de bronce del héroe, a todos se les conturbó el corazón, y los caballos, de hermosas crines, volvíanse hacia atrás con los carros porque en su ánimo presentían desgracias. Los aurigas se quedaron atónitos al ver el terrible e incesante fuego que en la cabeza del magnánimo Pelión hacía arder Atenea, la diosa de ojos de lechuza. Tres veces el divino Aquiles gritó a orillas del foso, y tres veces se turbaron los troyanos y sus ínclitos auxiliares; y doce de los más valientes guerreros murieron atropellados por sus carros y heridos por sus propias lanzas. Y los aqueos, muy alegres, sacaron a Patroclo fuera del alcance de los tiros y colocáronlo en un lecho. Los amigos le rodearon llorosos, y con ellos iba Aquiles, el de los pies ligeros, derramando ardientes lágrimas, desde que vio al fiel compañero desgarrado por el agudo bronce y tendido en el féretro. Habíale mandado a la batalla con su carro y sus corceles, y ya no podía recibirlo, porque de ella no tornaba vivo.

239 Hera veneranda, la de ojos de novilla, obligó al sol infatigable a hundirse, mal de su grado, en la corriente del Océano. Y una vez puesto, los divinos aqueos suspendieron la enconada pelea y el general combate.

243 Los troyanos, por su parte, retirándose de la dura contienda, desuncieron de los carros los veloces corceles y se reunieron en el ágora antes de preparar la cena. Celebraron el ágora de pie y nadie osó sentarse; pues a todos les hacía temblar el que Aquiles se presentara después de haber permanecido tanto tiempo apartado del funesto combate. Fue el primero en arengarles el prudente Polidamante Pantoida, el único que conocía lo futuro y lo pasado: era amigo de Héctor, y ambos nacieron en la misma noche; pero Polidamante superaba a Héctor en la elocuencia, y éste descollaba más que él en el manejo de la lanza. Y arengándoles benévolo, así les dijo:

254 —Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto a volver a la ciudad en vez de aguardar a la divinal aurora en la llanura, junto a las naves, y tan lejos del muro como al presente nos hallamos. Mientras ese hombre estuvo irritado con el divino Agamenón, fue más fácil combatir contra los aqueos; y también yo gustaba de pernoctar junto a las veleras naves, esperando que acabaríamos tomando los corvos bajeles. Ahora temo mucho al Pelida, de pies ligeros, que con su ánimo arrogante no se contentará con quedarse en la llanura, donde troyanos y aqueos sostienen el furor de Ares, sino que luchará para apoderarse de la ciudad y de las mujeres. Volvamos a la población; seguid mi consejo, antes de que ocurra lo que voy a decir. La noche inmortal ha detenido al Pelida, de pies ligeros; pero, si mañana nos acomete armado y nos encuentra aquí, conoceréis quién es, y llegará gozoso a la sagrada Ilio el que logre escapar, pues a muchos de los troyanos se los comerán los perros y los buitres. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Si, aunque estéis afligidos, seguís mi consejo, tendremos el ejército reunido en el ágora durante la noche, pues la ciudad queda defendida por las torres y las altas puertas con sus tablas grandes, labradas, sólidamente unidas. Por la mañana, al apuntar la aurora, subiremos armados a las torres; y si aquél viniere de las naves a combatir con nosotros al pie del muro, peor para él; pues habrá de volverse después de cansar a los caballos, de erguido cuello, con carreras de todas clases, llevándolos errantes en torno de la ciudad. Pero no tendrá ánimo para entrar en ella, y nunca podrá destruirla; antes se lo comerán los veloces perros.

 

284 Mirándole con torva faz, exclamó Héctor, el de tremolante casco:

285 —¡Polidamante! No me place lo que propones de volver a la ciudad y encerrarnos en ella. ¿Aún no os cansáis de vivir dentro de los muros? Antes todos los hombres dotados de palabra llamaban a la ciudad de Príamo rica en oro y en bronce, pero ya las hermosas joyas desaparecieron de las casas: muchas riquezas han sido llevadas a la Frigia y a la encantadora Meonia para ser vendidas, desde que Zeus se irritó contra nosotros. Y ahora que el hijo del artero Crono me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano te obedecerá, porque no lo permitiré. Ea, procedamos todos como voy a decir. Cenad en el campamento, sin romper las filas; acordaos de la guardia y vigilad todos. Y el troyano que sienta gran temor por sus bienes, júntelos y entréguelos al pueblo para que en común se consuman; pues es mejor que los disfrute éste que no los aqueos. Mañana, al apuntar la aurora, vestiremos la armadura y suscitaremos un reñido combate junto a las cóncavas naves. Y si verdaderamente el divino Aquiles pretende salir del campamento, le pesará tanto más, cuanto más se arriesgue. Porque intento no huir de él, sino afrontarle en la batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria, o seré yo quien la consiga. Que Enialio es a todos común y suele causar la muerte del que matar deseaba.

310 Así se expresó Héctor, y los troyanos le aclamaron, ¡oh necios!, porque Palas Atenea les quitó el juicio. ¡Aplaudían todos a Héctor por sus funestos propósitos y ni uno siquiera a Polidamante, que les daba un buen consejo! Tomaron, pues, la cena en el campamento; y los aqueos pasaron la noche dando gemidos y llorando a Patroclo. El Pelida, poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las sentidas lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a quien un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca de aquel hombre, de igual modo, y despidiendo profundos suspiros, dijo Aquiles entre los mirmidones:

324 —¡Oh dioses! Vanas fueron las palabras que pronuncié un día en el palacio para tranquilizar al héroe Menecio, diciendo que a su ilustre hijo le llevaría otra vez a Opunte tan pronto como, tomada Ilio, recibiera su parte de botín. Zeus no les cumple a los hombres todos sus deseos; y el hado ha dispuesto que nuestra sangre enrojezca una misma tierra, aquí en Troya; porque ya no me recibirán en su palacio ni el anciano caballero Peleo, ni Tetis, mi madre, sino que esta tierra me contendrá en su seno. Ahora, ya que tengo de penetrar en la tierra, oh Patroclo, después que tú, no te haré las honras fúnebres hasta que traiga las armas y la cabeza de Héctor, tu magnánimo matador. Degollaré ante la pira, para vengar tu muerte, doce hijos de ilustres troyanos. Y en tanto permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la ingente lanza, al entrar a saco opulentas ciudades de hombres de voz articulada.

343 Cuando esto hubo dicho, el divino Aquiles mandó a sus compañeros que pusieran al fuego un gran trípode para que cuanto antes le lavaran a Patroclo las manchas de sangre. Y ellos colocaron sobre el ardiente fuego una caldera propia para baños, sostenida por un trípode; llenáronla de agua, y metiendo leña debajo la encendieron: el fuego rodeó la caldera y calentó el agua. Cuando ésta hirvió en la caldera de bronce reluciente, lavaron el cadáver, ungiéronlo con pingüe aceite y taparon las heridas con un ungüento que tenía nueve años; después, colocándolo en el lecho, lo envolvieron de pies a cabeza en fina tela de lino y lo cubrieron con un velo blanco. Los mirmidones pasaron la noche alrededor de Aquiles, el de los pies ligeros, dando gemidos y llorando a Patroclo. Y Zeus habló de este modo a Hera, su hermana y esposa:

357 —Lograste al fin, Hera veneranda, la de ojos de novilla, que Aquiles, ligero de pies, volviera a la batalla. Sin duda nacieron de ti los melenudos aqueos.

360 Respondió Hera veneranda, la de ojos de novilla:

361 —¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Si un hombre, no obstante su condición de mortal y no saber Canto, puede realizar su propósito contra otro hombre, ¿cómo yo, que me considero la primera de las diosas por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos, no había de causar males a los troyanos estando irritada contra ellos?

368 Así éstos conversaban. Tetis, la de argénteos pies, llegó al palacio imperecedero de Hefesto, que brillaba como una estrella, lucía entre los de las deidades, era de bronce y habíalo edificado el cojo en persona. Halló al dios bañado en sudor y moviéndose en torno de los fuelles, pues fabricaba veinte trípodes que debían permanecer arrimados a la pared del bien construido palacio y tenían ruedas de oro en los pies para que de propio impulso pudieran entrar donde los dioses se congregaban y volver a la casa. ¡Cosa admirable! Estaban casi terminados, faltándoles tan sólo las labradas asas, y el dios preparaba los clavos para pegárselas. Mientras hacía tales obras con sabia inteligencia, llegó Tetis, la diosa de argénteos pies. La bella Caris, que llevaba luciente diadema y era esposa del ilustre cojo, viola venir, salió a recibirla, y, asiéndola por la mano, le dijo:

385 —¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Pero sígueme, y te ofreceré los dones de la hospitalidad.

388 Dichas estas palabras, la divina entre las diosas introdujo a Tetis y la hizo sentar en un hermoso trono labrado, tachonado con clavos de plata y provisto de un escabel para los pies. Y, llamando a Hefesto, ilustre artífice, le dijo:

392 —¡Hefesto! Ven acá, pues Tetis te necesita para algo.

393 Respondió el ilustre cojo de ambos pies:

394 —Respetable y veneranda es la diosa que ha venido a este palacio. Fue mi salvadora cuando me tocó padecer, pues vime arrojado del cielo y caí a lo lejos por la voluntad de mi insolente madre, que me quería ocultar a causa de la cojera. Entonces mi corazón hubiera tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido en su seno Eurínome y Tetis; Eurínome, hija del refluente Océano. Nueve años viví con ellas fabricando muchas piezas de bronce —broches, redondos brazaletes, sortijas y collares— en una cueva profunda, rodeada por la inmensa, murmurante y espumosa corriente del Océano. De todos los dioses y los mortales hombres, sólo lo sabían Tetis y Eurínome, las mismas que antes me salvaron. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene a mi casa, tengo que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírvele hermosos presentes de hospitalidad, mientras recojo los fuelles y demás herramientas.