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100 Clásicos de la Literatura

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653 Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse obligados a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua e incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protector de los aqueos, dirigíase a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:



661 —¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante de los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis a la fuga.



667 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó de los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en las naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor, valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.



674 No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave llevando en la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aves —gansos, grullas o cisnes cuellilargos— que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios incitaba también a la tropa para que le acompañara.



696 De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que, sin estar cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a los héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.



704 Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso rápido; aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a la patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba y, teniendo entre sus manos la parte superior de la misma, animaba a los troyanos:



718 —¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el largovidente Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.



726 Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:



733 —¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar ulterior victoria; sino que por hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.



742 Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los hirió Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.





Canto XVI



Patroclea



Al advertirlo, Patroclo suplica a Aquiles que rechace al enemigo; y, no consiguiéndolo, le ruega que, por lo menos, le preste sus armas y le permita ponerse al frente de los mirmidones para ahuyentar a los troyanos. Accede Aquiles, y le recomienda que se vuelva atrás cuando los haya echado de las naves, pues el destino no le tiene reservada la gloria de apoderarse de Troya. Mas Patroclo, enardecido por sus hazañas, entre ellas la de dar muerte a Sarpedón, hijo de Zeus, persigue a los troyanos por la llanura hasta que Apolo le desata la coraza. Euforbo lo hiere y Héctor lo mata.





1 Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquiles, pastor de hombres, derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas sombrías por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquiles, el de los pies ligeros, compadecióse de él y le dijo estas aladas palabras:



7 —¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la tome en brazos, la tira del vestido, la detiene a pesar de que lleva prisa, y la mira con ojos llorosos para que la levante del suelo? Como ella, oh Patroclo, derramas tiernas lágrimas. ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ftía? Dicen que Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida entre los mirmidones, y es la muerte de aquél o de éste lo que más nos podría afligir. ¿O lloras quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia que cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.



20 Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo:



21 —¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! No te irrites, porque es muy grande el pesar que los abruma. Los que antes eran los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves —con arma arrojadiza fue herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo flecháronle en el muslo—, y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en curarles las heridas. Tú, Aquiles, eres implacable. ¡Jamás se apodere de mí rencor como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los argivos de muerte indigna? ¡Despiadado! No fue tu padre el jinete Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu veneranda madre, enterada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás mirmidones, por si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo y cesen de pelear, los belicosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.



46 Así le suplicó el muy insensato; y con ello llamaba a la terrible muerte y a la parca. Aquiles, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:



49 —¡Ay de mí, Patroclo, del linaje de Zeus, qué dijiste! No me abstengo por ningún vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Zeus, sino que se me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder, quiere privar a su igual de lo que le corresponde y le quita la recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, a causa de las contrariedades que mi ánimo ha padecido. La joven que los aqueos me adjudicaron como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar una bien murada ciudad, el rey Agamenón Atrida me la quitó como si yo fuera un miserable advenedizo. Mas dejemos lo pasado, no es posible guardar siempre la ira en el corazón, aunque había resuelto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate llegaran a mis bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de los belicosos mirmidones y llévalos a la pelea; pues negra nube de troyanos cerca ya las naves con gran ímpetu, y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de un corto espacio. Toda la ciudad de los troyanos ha comparecido confiadamente, porque no ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos, si el rey Agamenón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza para librar a los dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del Atrida: sólo resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los troyanos, que con voceno ocupan toda la llanura y vencen en la batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando ardiente fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir, para que me procures mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan la muy hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los alejes de las naves, vuelve atrás; y, aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria, no quieras luchar sin mí contra los belicosos troyanos, pues contribuirías a mi deshonra. Y tampoco, estimulado por el combate y la pelea, te encamines, matando enemigos, a Ilio; no sea que alguno de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos los quiere mucho Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede tan pronto como hayas hecho brillar la luz de la salvación en las naves, y deja que se siga peleando en la llanura. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, ninguno de los troyanos ni de los argivos escape de la muerte, y nos libremos de ella nosotros dos, para que podamos derribar las almenas sagradas de Troya.

 



101 Así éstos conversaban. Ayante ya no resistía: vencíanle el poder de Zeus y los animosos troyanos que le arrojaban dardos; su refulgence casco resonaba de un modo horrible en torno de las sienes, golpeado continuamente en las hermosas abolladuras; y el héroe tenía cansado el hombro derecho de sostener con firmeza el versátil escudo, pero no lograban hacerle mover de su sitio por más tiros que le enderezaban. Ayante estaba abrumado por continuo y fatigoso jadeo, abundante sudor manaba de todos sus miembros y apenas podía respirar: por todas partes a una desgracia sucedía otra.



112 Decidme, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez primera cayó el fuego en las naves aqueas.



114 Héctor, que se hallaba cerca de Ayante, le dio con la gran espada un golpe en la pica de fresno y se la quebró por la juntura del asta con el hierro. Quiso Ayante blandir la truncada pica, y la broncínea punta cayó a lo lejos con gran ruido. Entonces el eximio Ayante reconoció en su espíritu irreprensible la intervención de los dioses, estremecióse porque Zeus altitonante les frustraba todos los medios de combate y quería dar la victoria a los troyanos, y se puso fuera del alcance de los tiros. Los troyanos arrojaron voraz fuego a la velera nave, y pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así que el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo a Patroclo:



126 —¡Sus, Patroclo, del linaje de Zeus, hábil jinete! Ya veo en las naves la impetuosa llama del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas, y ni medios para huir tengamos. Apresúrate a vestir las armas, y yo entre tanto reuniré la gente.



130 Así dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las piernas elegantes grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza labrada, refulgente, del Eácida, de pies ligeros; colgó al hombro una espada de bronce, guarnecida de argénteos clavos; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la fuerte cabeza con un hermoso casco, cuyo penacho, de crines de caballo, ondeaba terriblemente en la cimera, y asió dos lanzas fuertes que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza pesada, grande y fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de manejarla: había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo mandó a Automedonte —el amigo a quien más honraba después de Aquiles, destructor de hombres, y el más fiel en resistir a su lado la acometida del enemigo en las batallas— que enganchara enseguida los caballos. Automedonte unció debajo del yugo a Janto y Balio, corceles ligeros que volaban como el viento y tenían por madre a la harpía Podarga, la cual, paciendo en una pradera junto a la corriente del Océano, los concibió del Céfiro. Y con ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevó de la ciudad de Eetión cuando la tomó; corcel que, no obstante su condición de mortal, seguía a los caballos inmortales.



155 Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones. Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre, luego van en tropel a lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la sangre que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el pecho, de igual manera los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presurosos alrededor del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en medio de todos el belicoso Aquiles animaba así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos.



168 Cincuenta fueron las veleras naves en que Aquiles, caro a Zeus, condujo a Ilio sus tropas; en cada una embarcáronse cincuenta hombres; y el héroe nombró cinco jefes para que los rigieran, reservándose el mando supremo. Del primer cuerpo era caudillo Menestio, el de labrada coraza, hijo del río Esperqueo, que las celestiales lluvias alimentan: habíale dado a luz la bella Polidora, hija de Peleo, que siendo mujer se acostó con una deidad, con el infatigable Esperqueo; aunque se creyera que lo había tenido de Boro, hijo de Perieres, el cual se desposó públicamente con ella y le constituyó una gran dote. Mandaba la segunda sección el belicoso Eudoro, nacido de una soltera, de la hermosa Polimela, hija de Filante; de la cual enamoróse el poderoso Argicida al verla con sus ojos entre las que danzaban al son del canto en un coro de Artemis, la diosa que lleva arco de oro y ama el bullicio de la caza; el benéfico Hermes subió enseguida al aposento de la joven, uniéronse clandestinamente y ella le dio un hijo ilustre, Eudoro, ligero en el correr y belicoso. Cuando Ilitía, que preside los partos, sacó a luz al infante y éste vio los rayos del sol, el fuerte Equecles Actórida la tomó por esposa, constituyéndole una gran dote, y el anciano Filante crio y educó al niño con tanto amor como si hubiera sido hijo suyo. Estaba al frente de la tercera división el belicoso Pisandro Memálida, que, después del compañero del Pelión, era entre todos los mirmidones quien descollaba más en combatir con la lanza. La cuarta línea estaba a las órdenes de Fénix, aguijador de caballos; y la quinta tenía por jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los hubo puesto a todos en orden de batalla con sus respectivos capitanes, les dijo con voz pujante:



200 —¡Mirmidones! Ninguno de vosotros olvide las amenazas que en las veleras naves dirigíais a los troyanos mientras duró mi cólera, ni las acusaciones con que todos me acriminabais: «¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu madre te nutrió con hiel. ¡Despiadado, pues retienes a tus compañeros en las naves contra su voluntad! Embarquémonos en las naves surcadoras del ponto y volvamos a la patria, ya que la cólera funesta anidó de tal suerte en tu corazón». Así acostumbrabais hablarme cuando os reuníais. Pues a la vista tenéis la gran empresa del combate que tanto habéis anhelado. Y ahora cada uno pelee con valeroso corazón contra los troyanos.



210 Así diciendo, les excitó a todos el valor y la fuerza; y ellos, al oír a su rey, cerraron más las filas. Como el obrero junta grandes piedras al construir la pared de una elevada casa, para que resista el ímpetu de los vientos, así, tan unidos, estaban los cascos y los abollonados escudos: la rodela se apoyaba en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada hombre en su vecino, y los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos se juntaban cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apretadas eran las filas! Delante de todos se pusieron dos hombres armados, Patroclo y Automedonte; los cuales tenían igual ánimo y deseaban combatir al frente de los mirmidones. Aquiles entró en su tienda y alzó la tapa de un arca hermosa y labrada que Tetis, la de argentados pies, había puesto en la nave del héroe después de llenarla de túnicas y mantos, que le abrigasen contra el viento, y de afelpados cobertores. Allí tenía una copa de primorosa labor que no usaba nadie para beber el negro vino ni para ofrecer libaciones a otro dios que al padre Zeus. Sacóla del arca, y, purificándola primero con azufre, la limpió con agua cristalina; acto continuo lavóse las manos, llenó la copa, y, puesto en medio del recinto con los ojos levantados al cielo, libó el negro vino y oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin que al dios le pasara inadvertido:



233 —¡Zeus soberano, Dodoneo, Pelásgico, que vives lejos y reinas en Dodona, de frío invierno, donde moran los selos, tus intérpretes, que no se lavan los pies y duermen en el suelo! Escuchaste mis palabras cuando te invoqué, y para honrarme oprimiste duramente al pueblo aqueo. Pues también ahora cúmpleme este voto: Yo me quedo donde están reunidas las naves y mando al combate a mi compañero con muchos mirmidones: haz que le siga la victoria, largovidente Zeus, e infúndele valor en el corazón para que Héctor vea si mi escudero sabe pelear solo, o si sus manos invictas únicamente se mueven con furia cuando va conmigo a la contienda de Ares. Y cuando haya apartado de los bajeles la gritería y la pelea, vuelva incólume con todas las armas y con los compañeros que de cerca combaten.



249 Así dijo rogando. El próvido Zeus le oyó; y de las dos cosas el padre le otorgó una: concedióle que apartase de las naves el combate y la pelea, y nególe que volviera ileso de la batalla. Hecha la libación y la rogativa al padre Zeus, entró Aquiles en la tienda, dejó la copa en el arca y apareció otra vez delante de la tienda, porque deseaba en su corazón presenciar la terrible lucha de troyanos y aqueos.



257 Los mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo Patroclo, hasta que alcanzaron a los troyanos y les arremetieron con grandes bríos, esparciéndose como las avispas que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su costumbre de molestarlas, las irritan y consiguen con su imprudencia que dañen a buen número de personas, pues, si algún caminante pasa por allí y sin querer las mueve, vuelan y defienden con ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón y ánimo semejantes, se esparcieron los mirmidones desde las naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a sus compañeros, diciendo con voz recia:



269 —¡Mirmidones compañeros del Pelida Aquiles! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es el más valiente de cuantos argivos hay en las naves, como lo son también sus guerreros, que de cerca combaten; y conozca el poderoso Atrida Agamenón la falta que cometió no honrando al mejor de los aqueos.



273 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Los mirmidones cayeron apiñados sobre los troyanos y en las naves resonaron de un modo horrible los gritos de los aqueos.



278 Cuando los troyanos vieron al esforzado hijo de Menecio y a su escudero, ambos con lucientes armaduras, a todos se les conturbó el ánimo y sus falanges se agitaron. Figurábanse que, junto a las naves, el Pelida, ligero de pies, había renunciado a su cólera y había preferido volver a la amistad. Y cada uno miraba adónde podría huir para librarse de una muerte terrible.



284 Patroclo fue el primero que tiró la reluciente lanza en medio de la pelea, allí donde más hombres se agitaban en confuso montón, junto a la nave del magnánimo Protesilao; e hirió a Pirecmes, que había conducido desde Amidón, sita en la ribera del Axio de ancha corriente, a los peonios, que combatían en carros: la lanza se clavó en el hombro derecho; el guerrero, dando un gemido, cayó de espaldas en el polvo, y los peonios compañeros suyos huyeron, porque Patroclo les infundió pavor al matar a su jefe, que tanto sobresalía en el combate. De este modo Patroclo los echó de los bajeles y apagó el ardiente fuego. La nave quedó allí medio quemada, los troyanos huyeron con gran alboroto, los dánaos se dispersaron por las cóncavas naves, y se produjo un gran tumulto. Como cuando Zeus fulminador quita una espesa nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen todos los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta región etérea; así los dánaos respiraron un poco después de librar a las naves del fuego destructor; pero no por eso hubo tregua en el combate. Pues los troyanos no huían a carrera abierta desde las negras naves, perseguidos por los belicosos aqueos; sino que aún resistían, y sólo cediendo a la necesidad se retiraban de las naves.

 



306 Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre. El esforzado hijo de Menecio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areílico, que había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el troyano dio de ojos en el suelo. El belicoso Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a acometerlo, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio, clavándosela en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano de Atimnio, Maris, irritado por tal muerte, se puso delante del cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco; y entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que Maris pudiera herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, a hijos de Amisodaro, el que alimentó a la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo. Ayante Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo, atropellado por la turba, y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del guerrero. Penéleo y Licón fueron a encontrarse, y, habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros perdieron su vigor. Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las tinieblas cubrieron sus ojos. A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.



351 Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los troyanos, y éstos, pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de su impetuoso valor.



358 El gran Ayante deseaba constantemente arrojar su lanza a Héctor, armado de bronce; pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo sus anchos hombros con un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo de las flechas y al ruido de los dardos. Bien conocía que la victoria se inclinaba del lado de los enemigos, pero resistía aún y procuraba salvar a sus compañeros queridos.



364 Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después de un día sereno, cuando Zeus prepara una tempestad, así los troyanos huyeron de las naves, dando gritos, y ya no fue con orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de allí, con sus armas, los corceles de ligeros pies; y el héroe desamparó la turba de los troyanos, a quienes detenía, mal de su grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo los carros de los caudillos por el extremo del timón, allí los dejaron. Patroclo iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos y pensando en causar daño a los troyanos; los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo con gran clamoreo; la polvareda llegaba a lo alto debajo de las nubes, y los solípedos caballos volvían a la ciudad desde las naves y las tiendas. Patroclo, donde veía más gente del pueblo desordenada, allí se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara debajo de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. Al llegar al foso, los caballos inmortales que los dioses habían regalado a Peleo como espléndido presente lo salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y, cua