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100 Clásicos de la Literatura

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361 Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó a los dánaos, arremetió contra los troyanos, llenándoles de pavor, y mató a Otrioneo. Éste había acudido de Cabeso a Ilio cuando tuvo noticia de la guerra y pedido en matrimonio a Casandra, la más hermosa de las hijas de Príamo, sin obligación de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que echaría de Troya a los aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe combatía, confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió mientras se adelantaba con arrogante paso, la coraza de bronce que llevaba no resistió, clavóse aquélla en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, a Idomeneo dijo con jactancia:

374 —¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo que ofreciste a Príamo Dardánida cuando te prometió a su hija. También nosotros te haremos promesas con intención de cumplirlas: traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida y te la daremos por mujer, si junto con los nuestros destruyes la populosa ciudad de Ilio. Pero sígueme, y en las naves surcadoras del ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento; que no somos malos suegros.

383 Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarlo, presentándose como peón delante de su carro, cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón herir a Idomeneo, pero anticipósele éste y le hundió la pica en la garganta, debajo de la barba, hasta que el bronce salió al otro lado. Cayó el troyano como en el monte la encina, el álamo o el elevado pino que unos artífices cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni siquiera se atrevió a torcer la rienda a los caballos para escapar de las manos de los enemigos. Y el belicoso Antíloco se llegó a él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea coraza no pudo evitar que se la clavase en el vientre. El auriga, jadeante, cayó del bien construido carro; y Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre los troyanos y se los llevó hacia los aqueos, de hermosas grebas.

402 Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho a Idomeneo y le arrojó la reluciente lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encogiéndose debajo de su liso escudo, que estaba formado por boyunas pieles y una lámina de bruñido bronce con dos abrazaderas, la broncínea lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó roncamente, y no fue lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fue a clavarse en el hígado, debajo del diafragma, de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres, haciéndole doblar las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:

414 —Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figúrome que, al descender a la morada de sólidas puertas del terrible Hades, se holgará su espíritu de que le haya procurado un compañero.

417 Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del belicoso Antíloco; pero éste, aunque afligido, no abandonó a su compañero, sino que corriendo se puso cerca de él y le cubrió con el escudo. E introduciéndose por debajo dos amigos fieles, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor, llevaron a Hipsenor, que daba hondos suspiros, hacia las cóncavas naves.

424 Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre o sumir a algún troyano en tenebrosa noche, o caer él mismo con estrépito, librando de la ruina a los aqueos. Poseidón dejó que sucumbiera a manos de Idomeneo, el hijo querido de Esietes, alumno de Zeus, el héroe Alcátoo (era yerno de Anquises y tenía por esposa a Hipodamía, la hija primogénita, a quien el padre y la veneranda madre amaban cordialmente en el palacio porque sobresalía en hermosura, destreza y talento entre todas las de su edad, y a causa de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta Troya): el dios ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no pudo huir ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envainó la lanza en medio del pecho, mientras estaba inmóvil como una columna o un árbol de alta copa, y le rompió la coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza. El guerrero cayó con estrépito; y, como la lanza se había clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su fuerza. E Idomeneo con gran jactancia y a voz en grito exclamó:

446 —¡Deífobo! Ya que tanto te glorías, ¿no te parece que es una buena compensación haber muerto a tres, por uno que perdimos? Ven, hombre admirable, ponte delante y verás quién es este descendiente de Zeus que aquí ha venido; porque Zeus engendró a Minos, protector de Creta, Minos fue padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo, que reino sobre muchos hombres en la vasta Creta y vine en las naves para ser una plaga para ti, para tu padre y para los demás troyanos.

455 Así dijo; y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le juntara alguno de los magnánimos troyanos o atacar él solo a Idomeneo. Parecióle lo mejor ir en busca de Eneas, y le halló entre los últimos; pues siempre estaba irritado con el divino Príamo, que no le honraba como por su bravura merecía. Y deteniéndose a su lado, le dijo estas aladas palabras:

463 —¡Eneas, príncipe de los troyanos! Es preciso que defiendas a tu cuñado, si por él sientes algún interés. Sígueme y vayamos a combatir por tu cuñado Alcátoo, que te crio cuando eras niño y ha muerto a manos de Idomeneo, famoso por su lanza.

468 Así dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el corazón, y se fue hacia Idomeneo con grandes deseos de pelear. Éste no se dejó vencer del temor, cual si fuera un niño, sino que te aguardó como el jabalí que, confiando en su fuerza, espera en un paraje desierto del monte el gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y los ojos brillantes como ascuas aguza los dientes y se dispone a rechazar la acometida de perros y cazadores, de igual manera Idomeneo, famoso por su lanza, aguardaba sin arredrarse a Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro; pero llamaba a sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba con estas aladas palabras:

481 —Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho a Eneas, ligero de pies, que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres en el combate, y se halla en la flor de la juventud, cuando mayor es la fuerza. Si con el ánimo que tengo, fuésemos de la misma edad, pronto o alcanzaría él una gran victoria sobre mí, o yo la alcanzara sobre él.

487 Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en los hombros se pusieron al lado de Idomeneo. También Eneas exhortaba a sus amigos, echando la vista a Deífobo, Paris y el divino Agenor, que eran asimismo capitanes de los troyanos. Inmediatamente marcharon las tropas detrás de los jefes, como las ovejas siguen al carnero cuando después del pasto van a beber, y el pastor se regocija en el alma; así se alegró el corazón de Eneas en el pecho, al ver el grupo de hombres que tras él seguía.

496 Pronto trabaron alrededor del cadáver de Alcátoo un combate cuerpo a cuerpo, blandiendo grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse botes de lanza los unos a los otros. Dos hombres belicosos y señalados entre todos, Eneas a Idomeneo, iguales a Ares, deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas arrojó el primero la lanza a Idomeneo; pero, como éste la viera venir, evitó el golpe: la broncínea punta clavóse en tierra, vibrando, y el arma fue echada en balde por el robusto brazo. Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enómao y el bronce rompió la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Acto continuo, Idomeneo arrancó del cadáver la ingente lanza, pero no le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía seguridad en sus pies para recobrar la lanza que había arrojado, ni para librarse de la que le arrojasen, evitaba la cruel muerte combatiendo a pie firme; y, no pudiendo tampoco huir con ligereza, retrocedía paso a paso. Deífobo, que constantemente le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió a Ascálafo, hijo de Enialio; la impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Y el ruidoso y robusto Ares no se enteró de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas nubes, con otros dioses inmortales por la voluntad de Zeus, el cual no permitía que intervinieran en la batalla.

526 La pelea cuerpo a cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo, a quien Deífobo logró quitar el reluciente casco, pero Meriones, igual al veloz Ares, dio a Deífobo una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco con agujeros a guisa de ojos, que cayó al suelo produciendo ronco sonido. Meriones, abalanzándose a Deífobo con la celeridad del buitre, arrancóle la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió hasta el grupo de sus amigos. A Deífobo sacóle del horrísono combate su hermano carnal Polites: abrazándole por la cintura, lo condujo adonde tenía los rápidos corceles con el labrado carro, que estaban algo distantes de la lucha y del combate, gobernados por un auriga. Ellos llevaron a la ciudad al héroe, que se sentía agotado, daba hondos suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa de recibir.

 

540 Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo a Afareo Caletórida, que contra él venía, hirióle en la garganta con la aguda lanza: la cabeza se inclinó a un lado, arrastrando el casco y el escudo, y la muerte destructora rodeó al guerrero. Antíloco, como advirtiera que Toón volvía pie atrás, arremetió contra él y le hirió: cortóle la vena que, corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el troyano cayó de espaldas en el polvo y tendía los brazos a los compañeros queridos. Acudió Antíloco y le quitó de los hombros la armadura, mirando a todos lados, mientras los troyanos iban cercándole ya por éste, ya por aquel lado, e intentaban herirle; mas el ancho y labrado escudo paró los golpes, y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe con el cruel bronce, porque Poseidón, que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra los muchos tiros. Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en medio de ellos; su lanza, lamas ociosa, siempre vibrante, se volvía a todas partes, y él pensaba en su mente si la arrojaría a alguien, o acometería de cerca.

560 No se le ocultó a Adamante Asíada lo que Antíloco meditaba en medio de la turba; y, acercándosele, le dio con el agudo bronce un bote en medio del escudo; pero Poseidón, el de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la vida a Antíloco, a hizo vano el golpe rompiendo la lanza en dos partes, una de las cuales quedó clavada en el escudo, como estaca consumida por el fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la lanza, que penetró por entre el ombligo y las partes verendas, donde son muy peligrosas las heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió la lanza, y Adamante, cayendo encima de ella, se agitaba como un buey a quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas y llevan contra su voluntad; así aquél, al sentirse herido, se agitó algún tiempo, que no fue de larga duración porque Meriones se le acercó, arrancóle la lanza del cuerpo y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.

576 Héleno dio a Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia, y le rompió el casco. Éste, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fue a parar a los pies de un guerrero aqueo que lo alzó de tierra. A Deípiro tenebrosa noche le cubrió los ojos.

581 Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate; y, blandiendo la aguda lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe Héleno, quien, a su vez, armó el arco. Ambos fueron a encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir a su enemigo con una flecha arrojada por el arco. El Priámida dio con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad; pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso del aventador, de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del glorioso Menelao, voló a lo lejos. Por su parte Menelao Atrida, valiente en la pelea, hirió a Héleno en la mano en que llevaba el pulimentado arco: la broncínea lanza atravesó la palma y penetró en el arco. Héleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la arrancó y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida, que les facilitó el escudero del pastor de hombres.

601 Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al fin de su vida, empujándole para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la terrible pelea. Así que entrambos se hallaron frente a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el golpe porque la lanza se le desvió; Pisandro dio un bote en el escudo del glorioso Menelao, pero no pudo atravesar el bronce: resistió el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél se regocijaba en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida desnudó la espada guarnecida de argénteos clavos y asaltó a Pisandro, quien, cubriéndose con el escudo, aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro dio un golpe a Menelao en la cimera del yelmo, adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao hundió su espada en la frente del troyano, encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron en el polvo, a los pies del guerrero, que se encorvó y vino a tierra. El Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo:

620 —¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh troyanos soberbios e insaciables de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido una vergonzosa afrenta, infames perros, sin que vuestro corazón temiera la ira terrible del tonante Zeus hospitalario, que algún día destruirá vuestra ciudad excelsa. Os llevasteis, además de muchas riquezas, a mi legítima esposa, que os había recibido amigablemente; y ahora deseáis arrojar el destructor fuego en las naves surcadoras del ponto, y dar muerte a los héroes aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan enardecidos os mostréis. ¡Padre Zeus! Dicen que superas en inteligencia a los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces a los troyanos, a esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que nunca se pueden hartar de la guerra a todos tan funesta? De todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea; pero los troyanos no se cansan de combatir.

640 En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada armadura; y, entregándola a sus amigos, volvió a pelear entre los combatientes delanteros.

643 Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que fue a Troya con su padre a combatir y no había de volver a la patria tierra: el troyano dio un bote de lanza en medio del escudo del Atrida, pero no pudo atravesar el bronce y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte, mirando a todos lados, no fuera alguien a herirlo con el bronce. Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea saeta se hundió en la nalga derecha del troyano, atravesó la vejiga por debajo del hueso y salió al otro lado. Y Harpalión, cayendo allí en brazos de sus amigos, dio el alma y quedó tendido en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra sangre que mojaba la tierra. Pusiéronse a su alrededor los magnánimos paflagones, y, colocando el cadáver en un carro, lleváronlo, afligidos, a la sagrada Ilio; el padre iba con ellos derramando lágrimas, y ninguna venganza pudo tomar de aquella muerte.

660 Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era su huésped en la populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la funesta suerte que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces que moriría en penosa dolencia en el palacio o sucumbiría a manos de los troyanos en las naves aqueas, y él, queriendo evitar los baldones de los aqueos y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir a Ilio. A éste, pues, Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.

673 Así combatían con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro a Zeus, aún no se había enterado, e ignoraba por entero que sus tropas fuesen destruidas por los argivos a la izquierda de las naves. Pronto la victoria hubiera sido de los aqueos. ¡De tal suerte Poseidón, que ciñe y sacude la tierra, los alentaba y hasta los ayudaba con sus propias fuerzas! Estaba Héctor en el mismo lugar adonde había llegado después que pasó las puertas y el muro y rompió las cerradas filas de los escudados dánaos. Allí, en la playa del espumoso mar, habían sido colocadas las naves de Ayante y Protesilao; y se había levantado para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados en aquel paraje eran muy valientes en la guerra.

685 Los beocios, los jonios, de rozagante vestidura, los locrios, los ptiotas y los ilustres epeos detenían al divino Héctor, que, semejante a una llama, porfiaba en su empeño de ir hacia las naves; pero no conseguían que se apartase de ellos. Los atenienses habían sido designados para las primeras filas y los mandaba Menesteo, hijo de Péteo, a quien seguían Fidante, Estiquio y el valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges Filida, Anfión y Dracio. Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belicoso Podarces: aquél era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y vivía en Fílace, lejos de su patria, por haber dado muerte a un hermano de Eriópide, su madrastra y mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos se habían armado y puesto al frente de los magnánimos ptiotas, y combatían en unión con los beocios para defender las naves.

701 El ágil Ayante de Oileo no se apartaba un instante de Ayante Telamonio: como en tierra noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido arado, abundante sudor brota en torno de sus cuernos, y sólo los separa el pulimentado yugo mientras andan por los surcos para abrir el hondo seno de la tierra, así, tan cercanos el uno del otro, estaban los Ayantes. Al Telamonio seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su escudo cuando la fatiga y el sudor llegaban a las rodillas del héroe. Mas al Oilíada, de corazón valiente, no le acompañaban los locrios, porque no podían sostener una lucha a pie firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo, ni tenían rodelas ni lanzas de fresno; habían ido a Ilio, confiando en sus arcos y en sus hondas de retorcida lana de oveja, y disparando a menudo destrozaban las falanges teucras. Aquéllos peleaban al frente con Héctor y los suyos; éstos, ocultos detrás, disparaban; y los troyanos apenas pensaban en combatir, porque las flechas los ponían en desorden.

723 Entonces los troyanos hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves y tiendas a la ventosa Ilio, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz Héctor para decirle:

726 —¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios te ha dado esa superioridad en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas a los demás en prudencia? No es posible que tú solo lo reúnas todo. La divinidad a uno le concede que sobresalga en las acciones bélicas, a otro en la danza, al de más allá en la cítara y el canto, y el largovidente Zeus pone en el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha a gran número de hombres, salva las ciudades y lo aprecia particularmente quien lo posee. Pero voy a decir lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por todas partes; pero de los magnánimos troyanos que pasaron la muralla, unos se han retirado con sus armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con mayor número de hombres. Retrocede y llama a los más valientes caudillos para deliberar si nos conviene arrojarnos a las naves, de muchos bancos, por si un dios nos da la victoria, o alejarnos de ellas antes que seamos heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las naves hay un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de combatir.

748 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, que saltó enseguida del carro a tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas palabras:

751 —¡Polidamante! Reúne tú a los más valientes caudillos, mientras voy a la otra parte de la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las convenientes órdenes.

754 Dijo; y, semejante a un monte cubierto de nieve, partió volando y profiriendo gritos por entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos se encaminaron hacia el bravo Polidamante Pantoida así que oyeron las palabras de Héctor. Éste buscaba en los combatientes delanteros a Deífobo, al robusto rey Héleno, a Adamante Asíada, y a Asio, hijo de Hírtaco; pero no los halló ilesos ni a todos salvados de la muerte: los unos yacían, muertos por los argivos, junto a las naves aqueas; y los demás, heridos, quién de cerca, quién de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se encontró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear; y, deteniéndose a su lado, díjole estas injuriosas palabras:

 

769 —¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! ¿Dónde están Deífobo, el robusto rey Héleno, Adamante Asíada y Asio, hijo de Hírtaco? ¿Qué es de Otrioneo? Hoy la excelsa Ilio se arruina desde la cumbre; hoy te aguarda a ti horrible muerte.

774 Respondióle a su vez el deiforme Alejandro:

775 —¡Héctor! Ya que tienes intención de culparme sin motivo, quizás otras veces fui más remiso en la batalla, aunque no del todo pusilánime me dio a luz mi madre. Desde que al frente de los compañeros promoviste el combate junto a las naves, peleamos sin cesar contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos Deífobo y el robusto rey Héleno; los cuales, heridos en el brazo por ingentes lanzas, se fueron, y el Cronión les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón y el ánimo lo ordenen; nosotros te seguiremos presurosos, y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.

788 Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron al sitio donde era más ardiente el combate y la pelea; allí estaban Cebríones, el eximio Polidamante, Falces, Orteo, Polifetes, igual a un dios, Palmis, Ascanio y Mores, hijos los dos últimos de Hipotión; todos los cuales habían llegado el día anterior de la fértil Ascania para reemplazar a otros, y entonces Zeus les impulsó a combatir. A la manera que un torbellino de vientos impetuosos desciende a la llanura, acompañado del trueno del padre Zeus, y al caer en el mar con ruido inmenso levanta grandes y espumosas olas que se van sucediendo, así los troyanos seguían en filas cerradas a los caudillos, y el bronce de sus armas relucía. Iba a su frente Héctor Priámida, cual si fuese Ares, funesto a los mortales: llevaba por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y una gruesa lámina de bronce, y el refulgence casco temblaba en sus sienes. Movíase Héctor, defendiéndose con la rodela, y probaba por codas partes si las falanges cedían, pero no logró turbar el ánimo en el pecho de los aqueos. Entonces Ayante adelantóse con ligero paso y provocóle con estas palabras:

810 —¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este modo a los argivos? No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos sucumben debajo del cruel azote de Zeus. Tú esperas destruir las naves, pero nosotros tenemos los brazos prontos para defenderlas; y mucho antes que lo consigas, vuestra populosa ciudad será tomada y destruida por nuestras manos. Yo te aseguro que está cerca el momento en que tú mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Zeus y a los demás inmortales que tus corceles de hermosas crines sean más veloces que los gavilanes; y los caballos lo llevarán a la ciudad, levantando gran polvareda en la llanura.

821 Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de alto vuelo; y los aqueos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido Héctor respondió:

824 —¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste? Así fuera yo para siempre hijo de Zeus, que lleva la égida, y me hubiese dado a luz la venerable Hera y gozara de los mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú también serás muerto entre ellos si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto a las naves aqueas, saciarás a los perros de los troyanos y a las aves con tu grasa y tus carnes.

833 En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes troyanos. Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y a la morada resplandeciente de Zeus.

Canto XIV

Engaño de Zeus

Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Poseidón se pone al frente de los aqueos. Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retroceder más allá del muro y del foso del campamento aqueo.

1 Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al Asclepíada, pronunció estas aladas palabras:

3 —¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada vez mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que ocurre.

9 Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, había dejado allí por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los feroces troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles corceles, o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.

27 Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con el bronce —el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón—, y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y además el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:

42 —¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y matar a los aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto a las naves.

52 Respondió Néstor, caballero gerenio:

53 —Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar lo que ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo e incesante combate. No conocerías, por más que lo miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con alguna traza provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que peleen los que están heridos.